ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES (J. F. Sellés)

01. ¿Vivir para morir o morir para vivir?

La vida humana es dual: la terrena y la ulterior. La primera está en función de la segunda. Sólo en orden a la otra se entiende ésta, porque la vida del más allá no es heterogénea respecto de la vida del más acá. La vida es para la Vida, pero la puerta de entrada en la definitiva pasa inexorablemente por la muerte terrena. Por eso hay que dar razón de la vida y de la muerte en orden a su fin.

Las antropologías que sólo prestan atención a la primera fase de la vida, la más breve, son reductivas. Como está antropología no quiere quedar sesgada de antemano, debe atender al ámbito de la máxima amplitud vital. Por eso, es pertinente desde el inicio abrirse no sólo al sentido humano en la historicidad de la vida presente, sino también al de la inmortalidad y eternidad. A estos puntos se dedicará este Capítulo.

1. Noción de vida o alma

Nuestra época (y no sólo en el ámbito de la filosofía) alberga una actitud de recelo respecto de la noción de alma. A mucha gente la inclusión de este término en un libro o en una conversación le parece la injerencia de un elemento extraño en el mundo de los conceptos frecuentes. Por eso es pertinente atender primero a una aclaración terminológica: alma es sinónimo de vida[1]. De modo que para los que dudan acerca de si el alma existe o no, tal vez les baste reparar en si están vivos[2].

Es tesis clásica que el alma es el principio vital de los seres vivos. La vida de cada ser vivo es lo que activa o vivifica todas las operaciones (ver, oír, imaginar, etc.) a través de las que ese ser se manifiesta. No es, por tanto, cualquiera de dichas operaciones ni la suma de ellas, sino su fuente. El alma es lo que constituye a un organismo. Para los pensadores griegos y medievales el alma era el primer principio del cuerpo vivo; el origen de vida de los seres vivos[3]. Según esta descripción, el alma no es, pues, una imaginación o una idea, ni tampoco una realidad que exista separada no se sabe dónde y que después se superponga al cuerpo como por ensalmo. No; es esa realidad interna que vivifica al cuerpo. El cuerpo vivo lo es gracias a ese principio que lo vivifica. La vida no es nada material, pues no es propiedad del cuerpo. Un cuerpo no está vivo por el hecho de ser cuerpo, puesto que caben cuerpos muertos. Sin embargo, al morir, al abandonarlo la vida, el cuerpo deja de ser orgánicamente cuerpo y se transforma rápidamente en materia inerte.

Se podría encarar el tema de la vida desde muchas perspectivas, por ejemplo, la biológica, la del sentido común de la gente, etc. Ahora bien, desde esos ángulos sólo atenderíamos al sentido orgánico de nuestra corporeidad, a las acciones humanas, etc. Pero es claro que la vida humana no se reduce a un complejo sistema de células o de actividades. De modo de que para hacerse cargo de modo íntegro de la vida humana el método natural más viable -a pesar de los recelos a ella[4]– es la filosofía, porque únicamente en esta disciplina el existente que la ejerce está enteramente comprometido[5]. En efecto, la vida no se reduce ni a una parte del cuerpo ni a la totalidad armónica de sus células, ni a las actividades del vivo, etc. De manera que con unos enfoques biologicistas, conductistas, etc., no se podría conocer la realidad de la vida humana. En efecto, el alma humana (también la animal) es incognoscible por medio de cualquier técnica instrumental, como tampoco la alcanza cualquier enfoque humano que use como método, por ejemplo, la observación (psicología, sociología, etc.), métodos en los que ni el investigador y el investigado coinciden, ni comparecen completamente. Por tanto, resulta pertinente preguntar filosóficamente ¿qué sea la vida humana?

Sin embargo, como la vida humana admite muchos niveles que se aúnan entre sí formando parejas -a las que podemos llamar dualidades, de entre las cuales la más básica es aquella conformada por la vida natural y la vida personal, los filósofos para explicar la vida humana se fijan de ordinario en el miembro inferior de esa dualidad. No será en exclusiva nuestro propósito. Tampoco el de descuidar esa vertiente somática humana. Atenderemos a lo corpóreo humano en la IIª Parte de este Curso, a lo personal o íntimo que no es corpóreo en la IVª Parte, y del enlace entre ambas en la IIIª Parte. Para explicar la vida que vivifica lo corpóreo podemos tomar como testimonio autorizado el de Aristóteles. A la pregunta sobre qué sea esa vida (y no específicamente la humana), la respuesta filosófica del Estagirita alude a un “movimiento” distinto de todos los demás. Se trata, según él, de un movimiento interno, unitario y regulado. Explicitemos las partes de esta tesis, también porque se pueden predicar adecuadamente de la vida humana.

Primero: la vida es un “movimiento” interno, es decir, desde dentro. La vida natural es automovimiento intrínseco. ¿Por qué entrecomillamos “movimiento”? Porque, en rigor, la vida es un movimiento muy especial, no como el de las demás realidades inertes que se mueven (por ejemplo, el de los electrones, el de una máquina, el de un planeta, una galaxia, etc.), sino justo la diferencia pura respecto de esos movimientos, a saber, en palabras clásicas, un acto[6]. Lo propio de los movimientos de los seres inertes es que son extrínsecos a ellos, no nacidos desde sí. En cambio, lo propio del movimiento vital es que es intrínseco (por ejemplo, el movimiento del automóvil no nace de él sino del combustible, que es extrínseco a las piezas que conforman la mecánica del vehículo; en cambio, el movimiento vital de una ameba es suyo). Si lo característico de la vida es el desde dentro, el fin de la vida no puede estar fuera de ella, sino que debe ser interior (así, el fin del movimiento de un cohete no es él mismo cohete, sino, por ejemplo, ir a la Luna; en cambio, el fin de un caracol es el propio caracol). Que el fin de los seres vivientes esté en ellos indica que su fin es vivir; más aún, alcanzar más vida. Vivir es más que no tener vida; es una perfección, y como existen grados de vida, existen distintos grados de perfección. Por ello, el fin, el anhelo, de la vida no puede ser sólo vivir, sino vivir mejor, ser más vida, lograr una vida más perfecta. La vida, por tanto, está proyectada hacia el futuro, y en orden a él busca el crecimiento. La vida indica cierta interioridad, y también cierta apertura (apertura indica libertad). La una es correlativa de la otra. A más intimidad más apertura.

Segundo: la vida es un movimiento unitario. La unidad del ser vivo indica que existe un único principio unificador que es precisamente la vida del vivo. La unidad de las partes es referida al principio vital. La vida es automovimiento unitario. Sin unidad no hay vida, y los grados de vida son tanto más altos cuanto más integrados están. Por ejemplo, la vida de un animal integra mucho más sus órganos que la de un vegetal sus funciones vegetativas (hay vegetales de los que podemos escindir un esqueje y plantarlo por separado dando lugar a una planta distinta; esta operación es imposible con los animales). El hombre que aúna sus apetitos a su razón está más vivo que el que no lo logra; el que posee unidad de vida está mucho más vivo que el de doble o triple personalidad; el que es más sociable con los demás es vitalmente más pujante que el que se aparta o disgrega de la convivencia, porque adquiere virtudes, que son formas muy altas de vida; por eso la familia, y no el individuo, es la célula básica social. Con otros ejemplos: una universidad tiene más vida (es más “universidad” y menos “pluridiversidad”) si es un proyecto común interdisciplinar gestado en torno a la búsqueda de la verdad; una sociedad es mejor cuanto más aunada está (como veremos en el Capítulo 9, lo que aúna a la sociedad es la ética[7]). Dios es la misma unidad vital simple: la Identidad. La unidad es síntoma vital, pues lo contrario de la vida, la muerte, es la disgregación, la separación.

Tercero: la vida es un movimiento regulado. La unidad implica orden interno, compatibilidad de todas las partes entre sí. Sólo se ordena lo distinto, y lo distinto lo es según jerarquía. Ese orden se da, pues, por la subordinación de las partes inferiores a las superiores de las que dependen, y de todas respecto de un mismo principio. ¿Cuál? La vida. La vida es la que unifica y regula. Regular es ordenar aquello que se vivifica. La regularidad interna del vivo muestra asimismo la inmaterialidad. Las diversas partes vivificadas pueden ser sensibles u orgánicas, pero el principio vivificador es más que orgánico, inmaterial, aunque en los vegetales y animales no se pueda dar al margen de los componentes biofísicos. A más vida, más orden. Los diversos sistemas de un animal superior están mucho más ordenados que los de los animales inferiores, y las funciones de éstos mucho más que las de los vegetales. En el cuerpo humano el orden es espléndido, pero como la vida humana no se reduce a su vida corpórea, es obvio que admite ordenes diversos al meramente biológico o sensitivo. Por eso se dice que una persona es más ordenada que otra, por ejemplo en sus cosas, en su trabajo, etc., y como esos órdenes también son síntoma de mayor capacidad vital, se nos aconseja que “para próspera vida, arte, orden y medida”[8].

A más inmanencia, más vida. A más unidad, más vida. A más regularidad más vida. Los grados de vida se distinguen según los grados de inmanencia, unidad y regularidad u orden. De menos a más éstos son: la vida vegetativa, la sensitiva y la que de ordinario se llama intelectiva para referirse con ello a la vida humana. No obstante, la humana tampoco es la vida culminar, pues es claro que no carece de límites ontológicos. La vida no es, pues, “democrática” sino netamente jerárquica. La vida es real, y lo real se distingue entre sí en que una realidad vital es superior a otra. Negar la jerarquía en este ámbito es, como advertía Schakespeare, síntoma de decadencia[9]. Es muy bueno, por tanto, plantar un árbol. Mejor aún, cuidar de los animales. Superior, engendrar un hijo. Más excelente todavía es ayudar a que ese hijo crezca en el saber y en la virtud (es decir, que desarrolle su inteligencia con hábitos y su voluntad con virtudes), pues éstas perfecciones son el crecimiento vital que él añade al estado nativo de esas potencias. Óptimo aún es ser elevado como persona, es decir aceptar la vida superior que Dios nos dé.

La vida es sin partes, y por ello, inmaterial (aún tratándose de la vida de una planta mínima o aún de una bacteria). Lo vivificado por la vida, en cambio, puede ser corpóreo –y por tanto, compuesto de funciones, órganos, miembros, etc.– o incorpóreo –como es el caso de nuestra inteligencia o voluntad–. El alma no vivifica cualquier cuerpo. Sólo puede vivificar al cuerpo susceptible de tener vida. Un cuerpo tiene esa capacidad real cuando es organizado (aunque no lo esté completamente, pues de lo contrario, no podría crecer). Un cuerpo está organizado cuando posee funciones vegetativas ordenadas (nutrición, reproducción celular y desarrollo), o cuando posee, además de esas funciones, otras facultades, es decir potencias capaces de ejercer operaciones vitales. Esas facultades pueden tener soporte orgánico, a los que se llama órganos (como los sentidos), y pueden también carecer de ellos, como se verá más adelante (es el caso de nuestra razón y voluntad). De modo que no es el alma o la vida por el cuerpo sino al revés. A la par, tampoco es la vida o el alma para el cuerpo, sino a la inversa. Por eso dice verdad aquel viejo refrán: “hoy en la vida, mañana en la fosa y mortaja; bienaventurado el cuerpo que por su alma trabaja”[10].

Se ha hablado de la vida o del alma humana como de un principio. Empero, la persona humana no es un principio, ni primero ni segundo ni de ninguna clase. En efecto, ser principio indica ser fundamento. Si la persona lo fuera, sería fundada. De serlo, no sería libre; y si fundara a las demás realidades humanas, aquello que fundase tampoco sería libre[11]. De modo que si la persona humana fuera principial no sería libre, ni podría ejercer actividades libres. La persona es libre. Lo es en diversas dimensiones de su vida (aunque su cuerpo esté atado o en la cárcel) porque lo es en su intimidad. Lo puede ser también en sus manifestaciones (por ejemplo, en el habla, en su trabajo, etc.); y lo puede ser asimismo en su corporeidad (por ejemplo, al comer o no comer, al comer esto o lo otro, etc.). La libertad interior pertenece a la vida íntima de cada quién, y la podemos llamar personal; la de las manifestaciones la podemos llamar manifestativa. La apertuara que presenta nativamente el cuerpo humano se puede entender como libertad natural. Por eso es pertinente distinguir en el hombre entre varias dualidades vitales. La más básica es ésta: vida personal y vida natural. Atendamos a ella.

2. Las dualidades de la vida humana

La vida natural humana es el vivificar del alma al cuerpo, y lo vivifica temporalmente, pues su tarea termina (de momento) con la muerte. La vida natural humana aúna la vida vegetativa de nuestras células y la vida sensitiva de nuestros órganos. La vida personal humana, en cambio, es la vida espiritual, la de cada persona humana que dispone de todas aquellas funciones y facultades de la vida natural. Como veremos, esta vida personal no vivifica directamente al cuerpo y a las diversas potencias, y perdura tras la muerte. Advertir eso será dar el paso de la vida biológica (la vegetativa y sensible) a la vida espiritual. Además, como también se tendrá ocasión de exponer, la vida personal de cada quién activa la vida intelectual de nuestras potencias superiores inmateriales (inteligencia y voluntad), vida a la que suele llamarse intelectual, voluntaria, psicológica, etc., y que, aunque vinculada a la vida natural, no depende de ella para su crecimiento.

A la vida natural se puede llamar vida recibida, pues la biología que conforma nuestra corporeidad la hemos recibido de nuestros padres; es nuestra dotación genética. En cambio, a la vida que cada persona humana añade sobre la vida natural recibida, y también sobre las potencias espirituales, la podemos denominar vida añadida[12]. La primera, la vida recibida, es el compuesto somático, celular, que recibimos de nuestros progenitores por generación. En efecto, de ellos recibimos el cuerpo, no la persona que cada uno es, pues ellos no son ni inventores, ni siquiera conocedores de qué persona somos. Más bien su cometido es aceptar que seamos la persona que somos y estamos llamados a ser. La persona humana no es tampoco una autocreación de sí misma ni de la cultura o historia. Una persona humana es un don personal otorgado por alguna persona capaz de esa donatio essendi. Otorgar el don que una persona humana es, como se verá más adelante, es exclusivo de Dios. La segunda, la vida añadida, en cambio, es el partido que nosotros, cada quién, sacamos de nuestras facultades, en especial de las potencias superiores. Obviamente añadimos diversas formas de vida en nuestras facultades con soporte orgánico (sentidos, apetitos, etc.), pero donde más se capta la añadidura personal -porque está abierta a la aceptación irrestricta de crecimiento- es en dichas facultades inmateriales (inteligencia y voluntad). Quien les añade es la persona. Por eso, además de la vida recibida y la añadida debe repararse en la vida personal, única garante de aquéllas.

La clave de la vida natural es el crecimiento. Crecer también es el fin de la vida intelectual y volitiva. Pero a nivel de vida personal no cabe hablar, en sentido estricto, de crecimiento, porque uno no llega a ser más persona de lo que es por sus propias fuerzas. Sin embargo, si puede aceptar ser más persona si ese más personal le es concedido. Por eso, la vida personal también admite una dualidad. Puede ser, o bien vida elevable, o bien vida elevada. La primera es la apertura nativa de toda persona humana a su Creador, a quien debe su ser personal. La segunda consiste en la aceptación del don divino mediante el cual una persona humana, sin dejar de ser quien es, coexiste de un nuevo modo más íntimo, estrecho y personal con Dios[13]. La primera está en función de la segunda. Ambas son propias de la presente situación humana. Por su parte, la vida elevada está a expensas de culminación desde Dios, es decir, de coexistir de tal manera con él que jamás se pueda dejar de hacerlo. Por eso, la vida personal elevable se dualiza con la elevada, y ésta, a su vez, con la vida eterna. Pero como la persona es libre, esas dualizaciones no son necesarias.

Efectivamente, la persona humana también puede rechazar la elevación. Al no aceptarla, la vida elevable queda sin correspondencia, es decir, sin dualización, sin futuro metahistórico, sin proyecto. Con ello la vida elevable pierde sentido, porque al no poder culminar desde sí, si es elevable respecto de nada, carece de sentido ser elevable. Si ser persona humana significa ser elevable, rechazar la posibilidad de la elevación es perder el sentido de la vida personal. En suma, “a cada uno inclina Dios para lo que es, y a buen fin, si no le tuerce el que se hace ruin”[14]. La persona humana tiene un único fin último, y éste no es natural, sino sobrenatural[15]. De modo que las diversas dualidades de la vida humana se deben subordinar en orden a ese fin, y también explicar adecuadamente desde ese fin. En este primer Capítulo conviene aludir a esta panorámica de niveles en la vida humana, sin soslayar los sobrenaturales. No es pertinente, sin embargo, detenernos en la exposición detallada de cada uno, porque a ese menester se dedicarán las lecciones sucesivas.

La vida humana no es, pues, sólo cuestión de biología y de psicología, porque, opuestamente a la del resto de los vivientes, su vida personal desborda la vida natural y esencial. En efecto, añade a ellas la vida personal, que integra a las restantes. Para hacerse cargo de la vida humana, por tanto, no hay que quedarse sólo en la dilucidación acerca de la vida biológica o psicológica. Vida natural y vida personal son irreductibles aunque una dependa de la otra. La naturaleza humana no es la persona humana, sino lo común del género humano que ha recibido en herencia cada persona humana (enteramente nueva), y que es vivificado por cada persona. Al vivificarla, cada quién hace rendir de esa vida natural posibilidades distintas, sencillamente porque cada persona es distinta e irreductible a las demás. Lo común a los hombres es aquello que es propio de la especie humana (lo corpóreo y sus facultades). Lo radicalmente distinto, en cambio, es cada persona humana, que salta por encima de las características comunes pertenecientes a la humanidad de los hombres; por eso cada quién puede “jugar” de un modo u otro con aquellas facultades y sacarles un determinado rendimiento. Por lo demás, aunque las potencias inmateriales humanas al principio son demasiado parecidas en todos los hombres (están a cero), la activación o personalización de ellas adquiere muchas variantes y matices en cada uno.

Son características comunes a todos los hombres, por ejemplo, el estar dotados de cuerpo, el contar con una serie de órganos y con unas determinadas funciones y facultades: alimentarse, crecer, moverse, ver, oír, imaginar, etc. También tener inteligencia y voluntad, etc. Funciones y facultades que permiten ejercer determinadas acciones: jugar, reír, soñar, pensar, querer, etc. Como ya se ha indicado, de entre aquellos rasgos que son comunes a los hombres, se pueden distinguir dos ámbitos sumamente distintos: a) el de aquellos componentes dotados de soporte orgánico, es decir, unidos inseparablemente al cuerpo, sin el cual ni actúan ni pueden subsistir (funciones vegetativas, sentidos, apetitos, funciones locomotrices, sentimientos sensibles, etc.), y b) el de aquéllos que son inorgánicos, es decir, los que son y actúan sin soporte corporal, y que además pueden subsistir -como se verá- al margen del cuerpo (inteligencia, voluntad, etc.).

Los cuerpos humanos son parecidos, y ello desde el código genético del embrión hasta la madurez humana. Por eso la medicina es posible como ciencia, y pueden darse cursos de anatomía, fisiología, etc. Por eso también se pueden dar a personas distintas los mismos remedios para las mismas enfermedades corporales, aunque en dosis distintas. Asimismo, se pueden trasplantar algunos órganos, etc. En fin, lo corpóreo nos asemeja a los demás hombres; si bien con matices y diferencias, de entre las cuales las más notables, como es obvio, son las que median entre varón y mujer. Hay caras y gestos corporales parecidos. La locomoción es similar. La actuación de los sentidos humanos también es parecida, aunque con pequeñas variaciones, pues unos ven más que otros, unos distinguen más los olores que otros, etc. Ya se ha aludido también al parecido inicial que presentan las potencias superiores, pues nativamente ninguna inteligencia conoce nada, y ninguna voluntad quiere realidad alguna determinada.

Sin embargo, lo nativo radicalmente distinto entre los hombres es únicamente la persona, el cada quién, la raíz de todas las perfecciones humanas, de todos los cambios y matices. No hay dos personas iguales. No hay dos personas parecidas en cuanto a lo nuclear de ellas. Si pudiéramos responder por la pregunta acerca del quién es tal o cuál persona, no cabrían dos respuestas afines. Por eso, aunque quepan definiciones de hombre, no es buena ninguna definición de persona, pues, en rigor, requeriríamos una para cada quién. Con todo, en los últimos 4 Temas de este Curso se expondrán 4 rasgos que caracterizan a toda persona: co-existencia, libertad, conocer y amar. Pero si bien estos radicales “describen” a las personas, no las “definen”[16]. Además, esos 4 rasgos son distintos en cada quién. Más aún, esta radicalidad personal distinta es el origen de muchas distinciones en lo común a los hombres. Es, por ejemplo, la clave por la cuál unos hombres desarrollan más que otros la inteligencia, o las virtudes o vicios, o la imaginación, o cualquier otra facultad, o tal o cual cualidad corpórea, etc., que constituye lo que hemos llamado vida añadida. Lo novedoso de cada quién llena de matices en el transcurso de la vida a las manifestaciones humanas de esas potencias que son comunes a todos los hombres. Así, por ejemplo, es propio de los hombres hablar, si bien los tonos de la voz, las expresiones y matices son peculiarísimos de cada quién. Hay biografías semejantes, que algunos literatos como Plutarco, aprovecharon para escribir libros con el título de Vidas paralelas. Pero, en rigor, cada uno es cada uno, distinto, irrepetible, radicalmente novedoso, sin precedente ninguno como persona, y sin consecuentes[17].

Cada quién irrumpe abruptamente en la historia, y del mismo modo la deja. Por eso la historia humana es discontinua, porque está formada por novedades radicales. En definitiva, se trata de que, por así decir, tras la conformación personal de cada uno de nosotros se ha roto el molde. Cuando eso sucede en las obras de arte escultóricas que son valiosas ya se sabe que se multiplica su valor y precio. De modo que valemos más de lo que a primera vista parece. Además, el valor de las obras de arte suele medirse según el artista que las ha realizado. De manera que para saber nuestra personal valía deberemos ponernos en correlación con nuestro escultor. Pero para descubrir algo de él, deberemos fijarnos antes en el sello que ese artista ha dejado en nosotros. Intentaremos descubrirlo más adelante.

En suma: lo común en los hombres es la naturaleza humana. Lo distinto, la persona. Obviamente, la radical distinción entre personas es debida sólo a la realidad personal, no a la naturaleza humana, tómese ésta en referencia a su corporeidad o a otras características de su humanidad. Claramente no se da esa distinción en los animales. En efecto, éstos no son radicalmente distintos entre sí, porque ninguno añade una nota de más que salte por encima de las notas que caracterizan a su especie[18]. Por eso todo animal está subordinado o en función de su especie. En cambio, lo peculiar de cada hombre no es propio de la humanidad sino suyo personal, propio y, además distinto en cada quién, superior a lo común humano. Por ello, el hombre no está en función de la especie humana, porque ésta es inferior a cada persona. La verdad es justo la inversa: lo propio de la humanidad está en función de cada persona humana. Por ello, “visto un león, están vistos todos, y vista una oveja, todas; pero visto un hombre, no está visto sino uno, y aun ese no bien conocido”[19]. En efecto, cada persona humana en vez de subordinarse a lo común o genérico de los hombres, lo que hace es subordinar a sí misma lo propio de la naturaleza o especie humana (ej. subordinamos la memoria sensible, que es propia del género humano, a nuestros intereses personales, familiares, laborales, etc.).

De lo que precede se empieza a sospechar la gran dignidad que parece acompañar a cada persona humana, y el inmenso respeto que debemos sentir por cada una de ellas, aunque su humanidad (las manifestaciones comunes al género humano) en algunos lamentables casos deje mucho que desear… Y ese respeto lo debemos conservar a lo largo de la vida, pues mientras se vive, por lamentables que sean los vicios que los hombres y mujeres manifiestan a través de su naturaleza humana, el cúmulo de todos ellos no logra anegar la riqueza de su ser personal, porque éste es superior a su naturaleza en la que aquellos defectos radican. Precisamente por eso, mientras se vive, uno puede cambiar de vida y rectificar sus pasados errores, porque cada persona dirige, gobierna, su naturaleza. Otros lo llaman conversión[20]. Es más, como reza el adagio latino, aunque sea propio de sabios errar de vez en cuando, más saber manifiesta el rectificar; en cambio, no hacerlo es propio de necios[21].

Atendamos ahora a una nueva dualidad en lo humano, no para complicar aún más las cosas humanas, de por si bastante complejas, sino precisamente para intentar desvelar la compleja dualidad humana. Se trata de la que media entre el acto de ser y la esencia humana. El acto de ser equivale a la persona que se es y se será. En cambio, la esencia humana, que no es la naturaleza humana -aunque es la raíz de los desarrollos de ésta-, es inferior a la persona. Con palabras de la filosofía moderna, se puede caracterizar la esencia humana como el término yo. El yo es la fuente que activa progresivamente, y de un modo u otro, la inteligencia y la voluntad, y a través de éstas modula de un modo u otro la naturaleza orgánica humana. A esta realidad se denominaba alma en la filosofía clásica. En este sentido el alma, el yo o la esencia (términos equivalentes) es el principio de lo que vivifica, sea lo vivificado natural o intelectual. Esta distinción es todavía más aguda que la que media entre la vida personal y la vida natural, porque la esencia humana es más perfecta, más acto, que la vida natural, pero menos que la vida personal. Por eso al comparar el acto de ser humano con la esencia humana la distinción debe ser mayor (más real) que entre el acto de ser y la naturaleza humana, pues se da entre realidades más activas.

La persona no se reduce a su yo, porque el yo es cambiante histórica, biográficamente; en cambio, la clave de la persona es la novedad[22]. Está llamada a rejuvenecer, a renovarse. En efecto, el yo pasa por diversas fases. Uno no se conoce a sí de igual modo cuando es niño, adolescente, maduro o anciano. Es yo es el modo (método) según el cual conocemos nuestras manifestaciones humanas a través de los diversos periodos de la vida. Más que lo conocido de nosotros (el yo no es una idea, pues no sería real: el yo pensado no piensa), el yo es el conocer lo que está a nuestra disposición, lo que hemos ganado o perdido activando lo que estaba a nuestra disposición. La persona no se reduce al yo, porque el yo mira a lo inferior a él, a nuestro disponer, no a lo superior, al ser. Entonces, si la persona no se reduce al yo ¿quién es la persona? La respuesta sería ahora prematura (dedicaremos a ella la última parte del Curso). A pesar de eso, podemos adelantar que la persona humana no se debe describir por lo humano inferior e ella, sino por lo superior. Se puede añadir, de momento, que también la persona humana está conformada intrínsecamente en su intimidad por dualidades, y que cada una de ellas está diseñada para dualizarse, a su vez, con una realidad personal superior.

Una última dualidad humana, tal vez la más importante, es la que media entre la vida humana (natural, esencial, personal etc.) en la presente situación histórica y la vida posthistórica. Es manifiesto que tanto en una como en otra caben modos de vivir muy diversos, aunque todos ellos se pueden reducir a dos: vivir de acuerdo con la persona que se es o lo contrario. A lo primero se puede llamar vivir bien (feliz); a lo segundo, mal. Además, la vida buena de la presente situación mantiene una afinidad muy marcada con la felicidad de la vida futura. Por su parte, la buena vida de la vida terrena tampoco es heterogénea con la infelicidad tras la muerte. Por su parte, en la historicidad de la vida presente también se dan diversas dualidades, es decir, alternancias entre épocas de esplendor y periodos de crisis, a las que aludiremos a continuación en el epígrafe 3. En los siguientes -del 4 al 6- abordaremos el sentido de la vida buena y el de la buena vida o problema del mal. Y al final del Capítulo, tras atender al problema de la muerte, se aludirá a la inmortalidad y vida post mortem.

3. Las dualidades de la historicidad humana

En cuanto a la vida natural humana, el hombre no es un ser meramente temporal, sino histórico, aunque por ser personal tampoco se reduce con ser histórico. En su naturaleza no es un ser exclusivamente biológico sino biográfico, aunque tampoco es reductible a su biografía. El tiempo mide la vida de los seres inertes inexorablemente. En los seres vivos se observa, en cambio, una tendencia a vencer el tiempo. En efecto, si lo distintivo de los seres vivos es el crecimiento, el ser vivo no pierde el tiempo mientras crece, pues aprovecha el tiempo a su favor. En efecto, le va bien que haya tiempo porque éste le permite crecer, desarrollarse. Los seres vivos vegetales y animales sólo crecen en la medida en que ese crecimiento afecta a su organismo. Además, tal crecer termina temporalmente (en unos antes, en otros después), y queda truncado definitivamente con la muerte. De modo que, en rigor, tales seres no se pueden liberar del tiempo.

Por el contrario, en el hombre el crecimiento corporal no es el único modo posible de crecer. Obviamente el ser humano crece corpóreamente, pero hay crecimiento también interno, y sólo para quien crece por dentro el tiempo no ha corrido en balde. Es claro que el hombre no se limita a conducirse de un determinado modo, como los animales, sino que con su inteligencia se comporta libremente a lo largo del tiempo, y con ello mejora. Ese tiempo humano es, pues, biográfico. ¿Qué significado tiene ese comportamiento? Que la vida de los hombres no está determinada, sino abierta en la dirección que le quiera imprimir la libertad personal de cada quién. Así se fragua la historia. La historia no es necesaria (según un destino ciego, el azar, unas supuestas leyes dialécticas, etc.), sino libre. Ésta consiste en el modo de estar del hombre en el tiempo, no en su modo de ser. Al fraguar con libertad la historia, el hombre pasa por diversos estadios de su vida natural, no de su vida personal.

A la persona como persona no la mide el tiempo físico. Existen diversos tipos de tiempo: uno es el físico y otro el del espíritu humano. El tiempo del espíritu es tan distinto al tiempo físico que para quien sólo tenga en cuenta el tiempo que mide las realidades corpóreas hay que decirle que la persona humana no es tiempo sino que está en el tiempo. El hombre tiene tiempo, pero, en rigor, no es tiempo. La persona como persona no es niña, joven, madura, etc. El hombre, en cambio, sí. La persona tampoco envejece o muere. Lo que envejece y muere es su naturaleza corpórea. Todos los hombres son personas, pero la edad no hace a unos más personas que a otros. En caso contrario habría que admitir que es más persona un viejo de 90 años que un niño de 9, lo cual es absurdo. Algo de eso percibió Marcel cuando escribió que el ser del hombre no es su vida, pues puede tomar distancia respecto de ella y evaluarla: “en el seno del recogimiento tomo posición, o más exactamente, me pongo en situación de tomar posición frente a mi vida, me retiro en cierto modo…, en esta retirada yo llevo conmigo lo que soy y lo que quizá mi vida no es. Aquí aparece el intervalo entre mi ser y mi vida”[23].

Un apasionado y fascinante romántico decimonónico nos aseguraba con bastante buen tino que “al brillar un relámpago nacemos/ y aún dura su fulgor cuando morimos:/ ¡tan corto es el vivir!/ La gloria y el amor tras que corremos/ sombras de un sueño son que perseguimos:/ ¡despertar es morir!”[24]. Ahora bien, pese a la brevedad de la vida, se pueden distinguir, de ordinario, algunas etapas. Este es el tiempo que mide a la corporalidad humana, aunque no es ni el único tiempo humano ni el más destacado[25]. En efecto, a pesar de no reducirse la persona humana al tiempo, su naturaleza, según la va modulando el yo, pasa por una serie de fases. Un célebre pensador del s. XX, Guardini, las explica en un libro breve al que titula precisamente Las etapas de la vida[26]. En él aparecen descripciones muy acertadas acerca de las diversas fases por las que transcurre la vida biográfica de la mayor parte de los hombres. Distingue los diversos periodos por los que atraviesa la vida usual humana (al margen de las variantes propias de cada persona), oscilando esas fases entre épocas de esplendor y otras de crisis. Se puede ofrecer el elenco que aparece en el Apéndice nº 2. A continuación se pasa a la descripción de ellas tomando algunos rasgos que describe dicho autor, y a ello se añadirá tal vez lo más importante, a saber, su dualización, es decir, a notar por qué el periodo inferior está en función del superior, y por qué toda crisis supone un reto a lograr.

a.1) La vida en el seno materno. Ésta es inconsciente, pero no por eso deja de ser vida personal y natural, como también lo es nuestra vida durante el sueño. El embrión interactúa con su medio, recibiendo estímulos de él y respondiendo a ellos como alguien independiente. Más aún, esa persona subordina todos los elementos corpóreos de la madre que le circundan a él a su propio cuerpo. Además, crece de modo distinto en el caso del varón y en el de mujer, y ello desde el primer momento, lo cual manifiesta a las claras que el feto no es algo de la madre, sino un ser distinto, aunque unido naturalmente a ella. La clave de este periodo es, pues, el crecimiento  biológico.

a.2) Entre la vida en el seno materno y la infancia existe -señala Guardini- una crisis: el nacimiento. El nacimiento es el primer estrés serio de la vida de los hombres que nacen (en los que mueren antes de nacer o son abortados el estrés no sólo se adelanta sino que se agudiza). Con el nacimiento acaba una etapa natural de ordenadísima protección materna, en la que el niño se dedica por entero a crecer. Si bien antes de nacer la madre guardaba un nexo de unión muy fuerte con el bebé (más que con su conyuge), ahora, aunque siga primando esa unión entre madre e hijo, también el padre protege esa nueva vida con un cariño manifiesto. Por lo demás, tras el nacimiento no se produce una radical ruptura respecto del tipo de vida precedente[27]. El cambio que supone el nacimiento es un reto para crecer a partir de ese momento de otro modo, ya no sólo biológica o vegetativamente, sino cognoscitiva, apetitiva y afectivamente, es decir, el bebé se inicia en el control de la vida sensible.

b.1) La vida de infancia es la época más plástica la naturaleza humana. El niño está abierto a aprender multitud de objetos, acciones, conocimientos[28]. También es el mejor momento de educar en los afectos. El padre suele educar bien en esos sentimientos que giran en torno a la virtud de la fortaleza, pues enseña a saber jugar, a saber ganar y perder, especialmente a los niños. Enseña a acometer sus pequeños aprendizajes, sus tareas, sus encargos, estimula sus habilidades, a no mentir, etc. A la madre, en cambio, se le da mejor la acogida, el consuelo, el regazo. La infancia madura alrededor de los 9 años, y va plegando velas a partir de los 10 u 11, según los casos, hasta llegar a su fin aproximadamente a los 12. ¿Objetivos a perseguir en esta etapa de la vida? En nuestra época (de tanta separación matrimonial, divorcio, disputas conyugales, etc.) tal vez adquiera especial relevancia educar la afectividad. La clave de este periodo también es crecer, ahora no sólo biológicamente, sino sobre todo en la maduración de los sentidos externos e internos, de los apetitos y afectos sensibles.

b.2) La crisis de la maduración se describe como cierta anulación de la protección familiar precedente y un progresivo enfrentamiento propio con la realidad de la vida[29], distinguiendo en ella lo verdadero de lo falso. La crisis irrumpe a las claras con la aparición de la autoafirmación y del instinto sexual, dice Guardini. Cabe añadir que seguramente es debida a una manifestación peculiar del “yo“. Se suele encuadrar entre los 12 y 16 o más años, aproximadamente. ¿Cometido de esta etapa? Como se nota que uno no es los demás, no debe copiar modelos externos, sino buscar el propio sentido personal y, por ello, asumir la propia libertad y responsabilidad. En una palabra, orientar la propia vida intentando descubrir el fin para el que ella existe, pues no hay dos iguales. El reto parece consistir, por tanto, en el paso del conocimiento sensible al racional. Se trata, pues, de otro tipo de crecimiento humano.

c.1) La juventud es la época llena de vitalidad y de paulatino afianzamiento de la personalidad de quien ha superado la crisis de la pubertad. El joven se enfrenta al mundo marcando progresivamente su propia impronta y entregándose en ese empeño sin límite, sencillamente porque todavía desconoce sus límites. Quién carece de esa generosidad en la entrega a los grandes ideales no es joven, sino que no acaba de desembarazarse de la adolescencia. El joven es bastante idealista. En consecuencia, no tiene una apreciación suficientemente realista acerca de la entidad de lo real. Se podrían proponer para esta etapa las edades comprendidas entre los 16 y los 25 años. El joven se está haciendo, y lo más importante de ello es el “se”. Debe llevarlo a cabo sin seguir en exceso los sentimientos sensibles que experimenta. El “se” debe ir afianzándose sobre todo frente al esquema anónimo que proponen la publicidad, las costumbres sociales, la televisión, radio, prensa, etc.[30]. Es el tiempo de formar grandes ideales[31]. Es, por tanto, el tiempo del crecimiento racional.

c.2) La crisis de la experiencia. Es el tiempo en que el idealismo juvenil tropieza con obstáculos (dificultades económicas, laborales, de amistad, familiares, etc.), que, tomados con deportividad en orden a su superación, son ocasiones formidables para dar saltos de calidad en orden a la maduración[32]. Ese periodo puede enmarcarse entre los 25 y 30 años aproximadamente. El choque y los desánimos ante las dificultades se debe a la falta de experiencia. Sin experiencia de la vida tampoco hay posibilidad de dirimir de modo suficiente entre la vida buena y la buena vida, es decir, no se está suficientemente formado en ética. Por eso, Tomás de Aquino anima a centrar la educación de este periodo en esa disciplina[33]. ¿Propósito? Que la experiencia de la vida no eche por la borda los grandes ideales previamente forjados, sino que aquélla se encaje de tal manera en ellos que se ponga a su servicio, aunque haya que “triangular” bastante. Es, pues, el comienzo de la fidelidad. Como ésta sólo se mantiene si se crece en virtudes, el reto que supone esta crisis parece que estimula a dar el paso a otro modo de crecer superior al precedente: el propio de la voluntad.

d.1) El mayor de edad es la persona que, con plenitud de fuerzas, en general entre 30 y 40 años, tiene una apreciación ajustada de la realidad y de sí. Por eso Aristóteles escribe que sólo se comienza a ser filósofo a partir de los 30 años. Leonardo Polo suele circunscribir esa fecha a partir de los 50… En cualquier caso, son bastantes años, aunque lo que importa es que estén bien aprovechados, pues “no es filósofo el que sabe donde está el tesoro, sino el que trabaja y lo saca. Ni aún ese lo es del todo, sino el que después de poseído usa bien de él”[34]. Es madura la persona que posee una correcta unidad de vida, la que lleva una vida estable, quien busca la paz interior y no se deja llevar por multitud de imprevistos externos[35]. Es maduro quien ha descubierto su rico mundo interno, y tiene facilidad para advertir la intimidad de las demás personas. ¿Meta de esta etapa? Descubrir lo permanentemente válido, en especial, el valor de la vida interior y el modo de tratar a cada uno de los demás, y todo ello con paciencia[36]. Es la etapa de la continuidad en la fidelidad. Por eso, una persona que no es fiel a Dios, a su esposa, a su familia, a sus amigos; que no es leal a su trabajo, a su empresa, a las normas cívicas vigentes, etc., aunque se encuadre cronológicamente en estos años, es inmadura. La clave de esta época parece estar en el crecimiento del yo, del cual depende el crecimiento de la inteligencia y de la voluntad, es decir, que el yo manifieste en buena medida la persona que uno es, que no se convierta en  una pantalla que aísle la luz personal de las manifestaciones humanas.

d.2) La crisis de la experiencia de los límites se puede describir como esa fase en la que se descubre que uno no da todo lo que le gustaría dar de sí en orden a los grandes ideales que tenía, proyectos que se había fraguado, y cargas que podría asumir, y esto por problemas físicos, psíquicos, familiares, laborales, afectivos, desengaños, etc. Aparecen los problemas de salud, el estrés y la depresión (la enfermedad del siglo XXI[37]), el cansancio psíquico e incluso el hastío, el desaliento para la mejora humana y sobrenatural, el no poder renovar el esfuerzo, etc. Si el joven tendía a ser idealista, y el hombre maduro realista, en esta fase se tiende al pesimismo[38]; tiene el riego incluso de caer en el cinismo. Esa crisis, que comienza con un sesgo afectivo, puede aparecer a partir de los 35 años, si bien muchos ponen su punto más delicado en lo que llaman “el paso del ecuador” de la vida, lindero hoy circunscrito ordinariamente alrededor de los 40 años[39]. ¿Meta a seguir? Sostener con seriedad el sí de la fidelidad previamente aceptada, adquiriendo así una nueva percepción del valor de la existencia (para Tolkien un amigo fiel es el que no da la espalda cuando se oscurece el camino). Este trance supone un reto para pasar de la fase del yo (el conocer suyo que ha permitido llevar a cabo todo lo que uno ha hecho) al de la persona o intimidad humana. En efecto, el yo es el gran límite, y saltarlo, la gran victoria.

e.1) La persona que ha aprendido de la experiencia de los límites está en la etapa en que se sabe qué son los límites (los externos, y sobre todo el interno, el peor: el del yo), cómo deben ser aceptados y cómo convivir con ellos, tanto si son propios como si son ajenos (defectos que se suelen conocer bastante mejor que los propios), y si es posible, superarlos. Se vuelve a un realismo menos ingenuo, pues se conoce lo difícil que es olvidar el propio yo, erradicar de sí y de los demás los defectos capitales respecto de los cuales, al menos en los otros, no es pertinente enfrentarse de modo directo. Se sigue siendo fiel a los compromisos adquiridos (religiosos, familiares, sociales, laborales, etc.), a pesar de múltiples renuncias personales. Es la década que media aproximadamente entre los 40 y los 50 años. El carácter de las personas de esta edad es estable; inspiran confianza, son capaces de llevar a cabo lo que verdaderamente vale la pena y permanece, aunque la ilusión muchas veces haya quedado atrás o no acompañe[40]. La clave de este periodo estriba en el acceso a la vida interior o personal.

e.2) La crisis de la dejación llama Guardini al tiempo en el que se empieza a experimentar el envejecimiento. Suele llegar a partir de los 50 años. Se pierde la fuerza, la belleza, la capacidad de trabajo, etc. Es la edad de quienes luchan contra sus propios condicionamientos físicos y psíquicos y aplican su actividad de modo correcto para que el fruto de sus esfuerzos perdure. Es la época de transmitir experiencias, así como la de adquirir otras nuevas que se abren al ser conscientes de que existe un final del camino. La mirada en la meta, sin embargo, no debe producir desasosiego. ¿Finalidad? Aceptar con serenidad el paulatino declive. Unos están más gastados que otros porque se han empleado más a fondo en su juventud y madurez; unos tienen más empeño en el trabajo que otros, seguramente también porque antes tenían más ideales que otros; unos luchan más que otros por mantener su entrega, etc. Lo peor en esa fase es querer guardarse cómodamente y cerrar los ojos a la realidad del fin de la vida[41]. Como la intimidad es difícil de alcanzar por propio esfuerzo, la clave de este bache parece residir en pasar de la lucha por alcanzarla a la aceptación de que nos la manifieste quién la tiene patente ante su mirada.

f.1) El hombre sabio es, para Guardini, el mejor modo de vivir la persona anciana, quien sabe del final de la vida y lo acepta de tal modo que da sentido a toda su vida, pasada, presente y, sobre todo, a la futura. La calma es entonces compañera de camino. No se teme, sino que la libertad de espíritu se expande. Con la mirada puesta en meta se valoran en su verdadera dimensión las realidades de la vida y se pone en el centro de la atención lo primero, lo más importante, lo fundamental. Las buenas obras acompañan[42], y con el espíritu transido de paz se goza hasta de las realidades más menudas de la vida. Se podría decir, con frase tomada en préstamo del Fundador de la Universidad de Navarra, que se ama apasionadamente al mundo[43], aunque no a lo mundano. Es la década de los 60. La clave reside en crecer en la fe, en la fidelidad a lo pequeño y aún a lo muy pequeño.

f.2) La entrada en la ancianidad se puede describir como la etapa de crisis que precede al estado senil de los hombres. Aparecen los achaques. Pero se vive en tranquilidad[44]. Llega un momento en que se cuentan los días que faltan, aunque algunos -como Beethoven[45]– creen que van a morir antes de tiempo. La persona sabia lejos de perder la tranquilidad puede decir en ese momento con San Pablo: “está muy próximo el día de mi partida. He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado la fe”[46]. Suele circunscribirse en la década de los 70. Esa crisis reta seguramente a un nuevo crecimiento: a pasar de la vida interior apacible que se lleva a una vida de radical esperanza.

g.1) La persona senil es la que atraviesa la época en que se siente muy débil, en que se da una disminución de facultades, rápida o paulatinamente, a causa de una enfermedad o sin ella. Su mirada es apagada respecto de los intereses de la vida, refleja una amabilidad tranquila, porque ha aprendido a comprender a las personas, a disculpar errores, a perdonar y olvidar (una de las cosas más difíciles de esta vida), y anhela abrirse desde su propia intimidad a la trascendencia. Se acerca inexorablemente la muerte, y debe aceptarla. Si la acepta amándola comprende que se está a las puertas de una nueva vida, de un cambio de casa, de un salto en el que deja el mundo y, de momento, a los que en él le han acompañado. En esa fase sólo Dios puede llevarle de la mano a su nueva Vida. En la actualidad suele producirse en bastantes casos alrededor de los 80. La clave de este periodo parece tratarse de crecer en esperanza. En virtud de ella se pide la gracia, nunca merecida, de la perseverancia final.

g.2) La muerte es, para todos, la crisis más seria de la vida natural recibida (y para algunos, también de la vida añadida y personal). Es la negación de la vida corpórea e histórica, pero no es la negación de la vida sin más, pues la muerte también se vive personalmente. Es la pérdida de la vida natural recibida, y no tiene por qué ser la privación de la vida natural añadida y tampoco de la vida personal. ¿Cómo vivir la muerte? Aceptándola. En efecto, si se acepta, se le cambia de signo. Aceptar algo es siempre respecto de alguien. En este caso, ese alguien es claro que no es ni uno mismo ni las demás personas humanas, pues ni uno ni los otros quieren o permiten, de ordinario, nuestra muerte. Ese alguien no es sino quien ha querido nuestra vida y quien permite nuestra muerte, es decir, en manos de quien está la vida y la muerte de cada hombre: Dios. Por eso la Revelación cristiana clama llena de gozo “bienaventurados los muertos que mueren en el Señor”[47]. El reto que ofrece esta crisis parece consistir en saltar de una forma de vida a otra superior. Se trata, en suma de un nuevo crecimiento, a saber, de vivir de esperanza a vivir de amor. Pese a lo cual, si la muerte llega mucho antes de estas respetables edades, la tesis en torno a esta aguda crisis hay que mantenerla: aceptar la muerte como venida de la mano de Dios.

4. El sentido de la vida

“Sentido” en el caso de la vida puede indicar dos cosas. Por una parte, parece indicar dirección, camino, trecho a recorrer para llegar a un puerto, a un destino. También parece indicar comprensión, verdad, etc. Lo primero responde a una visión de la vida más desde el punto de vista de la voluntad, pues recorrer un sendero para llegar a una meta se parece a la inclinación de la voluntad hacia su fin: el bien. Lo segundo responde a una comprensión de la vida más desde el punto de vista de la inteligencia, pues la verdad es el fin de ésta. En el primer caso habría que decir que el sentido de la vida sólo se alcanzaría al final de la vida, porque sólo en la llegada a puerto seguro se topa con el final quien ha navegado bien. En el segundo caso, habría que decir que sin llegar al fin de la vida podemos intuir en buena medida la verdad de cada etapa de la vida y la meta que nos espera.

En cualquier caso, desvelar el sentido es propio del conocer, no de la voluntad, porque la voluntad no conoce. A más conocer, más sentido. El conocer también es una realidad vital. Por tanto, logrará más sentido quién más perfección vital adquiera, es decir, quien más alcance cognoscitivamente. Más arriba se ha hablado de que en la vida humana podemos distinguir varias dualidades: vida recibida y vida añadida; vida natural y vida personal; etc. Ahora bien, al preguntarnos por el sentido de la vida hay que trasladar la pregunta a cada uno de esos miembros. En efecto, hay que preguntar ¿qué sentido tiene la vida natural recibida?, ¿qué sentido la vida natural añadida?, ¿qué sentido la vida personal?

Aunque se espera que se entienda mejor más adelante, en una somera respuesta se puede decir que el sentido de la vida natural recibida lo vamos descubriendo progresivamente, porque esa realidad está en nuestras manos, a nuestra disposición. Así, descubrimos el sentido de nuestro cuerpo, el de las funciones y facultades corpóreas, etc., aunque también es verdad que el sentido corporal completo no lo alcanzamos nunca y, además, hay asuntos que afectan notablemente a ese tipo de vida que parecen no tener sentido, o por lo menos, en los que es muy difícil descubrirlo: la enfermedad, el dolor, la muerte. Por su parte, el sentido de la vida añadida se lo damos enteramente nosotros, cada uno, a nuestras facultades, especialmente a las superiores (inteligencia y voluntad), y a través de ellas, al resto de nuestra naturaleza humana. Así, uno dota de ciertos conocimientos a su inteligencia restándole otros, y dota de ciertos quereres a su voluntad quitándole otros; a su vez, dota de ciertos desarrollos a sus sentidos, apetitos, a su comportamiento, a su corporeidad, etc. 

El sentido de la vida personal es más difícil de alcanzar que los precedentes, porque nuestro ser ni está a nuestra disposición (como lo corporal), ni su sentido se lo otorgamos nosotros (como a nuestras facultades superiores e inferiores), sino que nos viene ofrecido como proyecto, es decir, otorgado, aunque abierto a ser lo que todavía no ha llegado a ser. La clave de este último sentido, que es el que más importa (y del que dependen los demás), es saber si lo alcanzaremos definitivamente en la vida futura, ya que aquí nunca lo alcanzamos enteramente. Si no se alcanzara, bien porque no existiera una vida futura, bien porque, en caso de existir, no lográsemos alcanzarla, nuestra vida presente sería carente de sentido completo. Ahora bien, si ese sentido completo se puede lograr, es claro que no parece estar enteramente en nuestras manos conseguirlo. Por tanto, ¿no será sensato pedir ayuda a quien lo pueda otorgar?, ¿y ese quién no será acaso Dios? Según esto, si queremos saber nuestra verdad completa, aceptaremos libre y definitivamente que Dios nos ilumine de modo colmado. Evidentemente, nadie está obligado necesariamente a pedir tal ayuda, puesto que este es un asunto libre; más aún, es esa única realidad respecto de la cual podemos emplear enteramente nuestra libertad.

Es evidente que el tiempo afecta a la corporeidad humana, pues desgasta nuestro organismo, nuestras fuerzas y, además, lo destruye con la muerte. No obstante, la corporal no es la única manera de crecer para el hombre, y tampoco la más elevada. De modo que si se crece “por dentro”, es decir, en humanidad, el hombre saca provecho del tiempo de su vida. En caso contrario, se le escapa el tiempo irreversiblemente como el agua entre las manos. Además, ¿es que el hombre solamente puede “crecer” en humanidad, es decir, en aquello que es común al genero humano? Se ha indicado que por encima de lo humano de los hombres, que forma parte de aquello de que se dispone, existe la persona humana. ¿Acaso se puede “crecer” como persona?, ¿por casualidad eso está en nuestras manos? Si la persona humana pudiese “crecer” como tal por sí misma, ello indicaría que una persona al principio no es del todo perfecta, sino carente, imperfecta. De esa deficiencia habría que culparle al Creador. Sin embargo, Dios no crea personas imperfectas. En cualquier caso, no las crea de tal modo que no las pueda elevarlas, dotarlas de mayor perfección. Entonces, ¿de qué “crecimiento” se puede tratar? A nivel de la persona humana, más que de “crecimiento” hay que hablar -como se ha indicado- de “elevación“. De ese modo, sin dejar de ser quién se es como tal o cual persona (esto es, sin perder el ser novedoso e irrepetible), al ser elevado progresivamente uno va adquiriendo el nuevo modo de ser peculiar que estaba llamado a ser.

¿Quién eleva la vida íntima de cada persona humana?, ¿los demás, la sociedad, el universo, los amigos, la familia? No parece, pues todos esas realidades pueden ayudar a perfeccionar, o también a entorpecer, diversas facetas de la vida natural recibida humana, es decir, de la naturaleza humana, pero no perfeccionan o entorpecen directamente a la vida añadida, ni tampoco a la vida personal como tal. Es cada persona humana, en último término, la responsable de la perfección de su vida añadida o, por el contrario, también de su envilecimiento. Y lo es asimismo de la aceptación libre de la elevación, o por el contrario, del rechazo no sólo de la elevación, sino también de la propia aceptación como tal persona, lo cual conlleva el oscurecimiento o pérdida paulatina del sentido personal[48]. Ser responsable de aceptar la elevación, no quiere decir que la elevación sea algo que se otorgue uno a sí mismo, porque esa tarea le trasciende por completo a la persona humana, pues es claro que uno no es superior a sí mismo. Por tanto, ¿de quién dependerá la elevación de tal persona como persona?, ¿tal vez los demás son superiores a uno como tal persona? Tampoco parece una respuesta adecuada.

La naturaleza humana sólo se perfecciona si la persona humana, que es superior a ésta, desea y trabaja en esa dirección. La persona sólo puede incrementar lo inferior a ella. Respecto de sí misma, en cambio, lo que se puede hacer es aceptar libremente nuevos dones, aunque también, y lamentablemente, rechazarlos. Si la perfección de la naturaleza y esencia humanas depende en último término de cada persona humana ¿de quién depende la elevación de tal persona como persona? Es obvio que ese encumbramiento no depende de tal persona ni de los demás hombres, porque nadie es un invento suyo ni de los demás. Eso -como veremos en su momento- sólo lo puede otorgar Dios, si libremente aceptamos ese don. Dios llama a cada quien a sí, y eso es una llamada a la elevación, a la divinización, a vivir la vida divina en la medida que Dios nos la ofrece y en la medida de nuestra libre aceptación.

¿Y si no hubiera tal llamamiento? Entonces, en rigor, la vida podría tener muchos pequeños sentidos momentáneos, buenos o menos buenos (bienestar, trabajo, placer, amistades, familia, etc.), pero tomada en su conjunto carecería de sentido último, completo, porque la vida no estaría orientada en orden al sentido personal, pues éste sólo tiene sentido en orden a la plenitud irrestricta, al conocimiento completo de la persona que cada uno es. Esa llamada es, por tanto, el fin de la vida, fin que es de libre aceptación. Por eso, persona y vocación (o llamada) se pueden tomar como sinónimos[49]. Dios, por tanto, llama a todos y a cada uno de los hombres, y no sólo a la vida, sino al fin de ésta, es decir, a la Vida. Ahora bien, como los hombres son personalmente libres, unos pueden aceptar y otros no; y en ambos casos, unos más, otros menos; alguno, heroicamente; otros, medianamente.

Sin embargo, mientras se vive, el hombre todavía no ha llegado a ser quién está llamado a ser. Ese llamamiento apunta al fin o norte de la vida. Por eso, el completo sentido de la vida sólo se adquiere más allá de la presente vida. Pero se cobra sólo si la vida, tanto la natural como la esencial y personal, se han encauzado -como decía el poeta de Castilla[50]– en orden a aquél fin. Si mientras transcurre la vida, ésta camina en esa dirección, el sentido la acompaña. En caso contrario, si bien podemos dotar en parte de sentido a nuestra naturaleza y al desarrollo de la misma, con todo, nos alejamos del sentido personal.

5. Las privaciones de la vida

Sin embargo, mientras se vive, el hombre todavía no ha llegado a ser quién está llamado a ser.La vida biológica humana es susceptible de muchos ataques[51]. Atentan contra ella el aborto, la manipulación de embriones humanos, el homicidio, la eutanasia, el suicidio, las guerras, los genocidios, las torturas, etc., en una palabra, la violencia. Violencia es cualquier trato a la persona humana como si ésta no lo fuera[52]. Pero un trato despersonalizante sólo es propio de quien tampoco se comprende a sí mismo de modo suficiente como persona, pues -ya se ha indicado- persona significa apertura personal a otras personas. Por eso el violento se incapacita a comprender el sentido de la persona humana, no sólo de la ajena, sino de sí mismo. Tampoco comprende su acción violenta, sencillamente porque cualquier acción mala es incomprensible. En efecto, una acción violenta es carente de sentido, porque ni trasluce el sentido personal de quien la realiza, ni se realiza en orden a la aceptación personal de otra persona (realidades personalizantes de la acción), sino que es manifestación de la despersonalización de quien la ejecuta, y al no subordinarse a personas sino a lo inferior a la propia acción (dinero, placer, poder, fama, etc.) pierde sentido humano.

Cualquier sentido no personal (ideales políticos, militares, económicos, de bienestar, cósmicos, etc.) es inferior al sentido de una persona humana, porque una persona tiene más densidad real que aquellas realidades. Violentar o matar la vida natural de una persona por defender otros intereses es perder el mayor sentido posible por adherirse a otro mediocre; en el fondo, se trata de un mal negocio debido una falta de claridad mental, una ignorancia personal más o menos culpable. No se trata sólo de que quien hace el mal, aborrezca la claridad, la luz externa del día, sino que oscurece la transparencia de su sentido personal interno y el de sus acciones. Dicho de otro modo: “hecho malo, al corazón y al cuerpo hace daño”[53]. Especialmente graves son las violencias a la persona humana en las etapas de su vida natural más delicadas. De ese estilo son, por ejemplo, el aborto y la eutanasia. Por ello, tampoco la bioética[54] es un invento humano, sino una comprensión de la naturaleza humana en sus estados más frágiles.

El aborto, lacra social de los ss. XX y XXI, es matar la vida biológica de una persona aún no nacida. Polo indica que es matar un proyecto[55]. Que el hombre es hombre, persona, en el seno materno, es claro, puesto que si no lo fuera en ese momento, nunca llegaría a serlo. En efecto, es obvio que nadie da lo que no tiene. Más evidente es aún que nadie será persona si no lo es de entrada. Lo es, porque las manifestaciones que, pasado el tiempo, desarrollará (pensar, querer, etc.) dependen del ser que se es. El acto precede siempre la potencia y al desarrollo de ésta, y en este caso el acto es la persona. Sin embargo, a pesar de que desde la concepción o fecundación se es persona, ni entonces, ni al ver la luz la persona dispone de una perfecta humanidad en su esencia, como tampoco la tendrá mientras viva, sencillamente porque ésta es siempre susceptible de mejora. Con la persona que somos, perfeccionamos a lo largo de la vida las cualidades humanas que tenemos. Ese es el proyecto en que consiste la vida de cada quién de tal modo que un minuto antes de morir de viejos tampoco dejamos de ser un proyecto humano y personal[56].

El hombre es un ser de proyectos, porque él mismo es un proyecto como hombre. El hombre no está clausurado nunca; nunca llegamos a ser completamente humanos. Por eso, la formación no termina jamás, y también por eso “más vale aprender viejo que morir necio”[57]. Además, mientras vivimos en la situación presente nunca acabamos de ser la persona que estamos llamados a ser. Por ello, en rigor, abortar es matar a un hombre en cualquier periodo de su vida. El hombre nace abortado, porque biológicamente es inviable, deficiente; deficiencia que no colmará ni biológica ni personalmente nunca[58]. El hombre siempre nace y muere prematuramente. Tratar mal orgánicamente, manipular las células que son condición de viabilidad de una vida biológica humana (o usar para otros fines las células de seres humanos con vida, pero con deficiencias, -embriones sobrantes congelados, deficientes mentales, etc.-), es evidentemente violentar la naturaleza biológica humana: una especie de neonazismo reciente[59].

El homicidio y el suicidio también son muertes prematuras. Si el hombre, no sólo en el cuerpo (sus células cambian periódicamente), sino también, y más aún, en su alma, nunca es plenamente hombre, es decir, nunca está acabado como hombre, sino que se está haciendo siempre, tan asesinato es interrumpir su crecimiento en el seno materno (aborto) como en la niñez (infanticidio), en la madurez (homicidio), o en la enfermedad grave o acusada vejez (eutanasia). Siempre se le mata prematuramente. La muerte para el hombre, llamado a crecer, es siempre prematura. Sin embargo, parece más grave matarlo tempranamente, porque se mata un proyecto divino antes de que el hombre responda libremente aceptando o rechazando, encauzando en una dirección u otra, tal proyecto.

De entre esas violencias la eutanasia parece especialmente grave (también esencialmente ignorante), pues se trata de causar la muerte, (menos mal que se procura sin dolor…), a alguien que está enfermo física o psíquicamente o cuya vida le aburre, pues los motivos pueden ser diversos[60], cuando en esa tesitura lo más pertinente es recordar al paciente que el fin del hombre es vivir. Es sabido que en la actualidad cualquier dolor de las más graves enfermedades terminales puede ser erradicado o aliviado en gran medida por la medicina. Además, como se ha experimentado, la eutanasia conlleva otros agravantes sociales: la pérdida de confianza entre paciente y médico, la tergiversación del fin de la medicina[61], la arbitrariedad de las leyes civiles al respecto y su libre aplicación, etc., lo cual manifiesta a las claras la despersonalización que conlleva ese error. Conviene insistir en que todos estos atropellos derivan de la pérdida del sentido de la vida, pues el fin de ésta no es la muerte, tesis absurda, sino la Vida. Recuérdese: no se vive para morir, sino para vivir más.

En efecto, atentar contra una vida enferma es fruto de una ignorancia sobre el sentido de la propia vida y de la ajena y, asimismo, sobre las propias acciones que contra ella atentan. Por eso la eutanasia es tan execrable, pues en vez de desear más vida que la meramente natural en esos delicados momentos, y, consecuentemente, abrirse a su comprensión (que es una forma más alta de vida que la biológica), se renuncia a la poca vida natural que queda y a su comprensión. Le sucede como a aquel irritable guarda del melonar, que tras haberle robado la sandía más grande, destruyó por enojo el resto de la cosecha. En suma, los que hacen de la vida una comedia suelen terminarla en tragedia: “pocos suelen bien morir, que tuvieron mal vivir”[62]. Es la actitud de quien ha olvidado que “la vida del hombre en la tierra es milicia”[63], lucha, pelea, y que la muerte es la última batalla de ella, la que permite ganar o perder definitivamente la guerra. Especialmente grave es la eutanasia cuando la dispensan los que deberían conservar la vida y aplazar la muerte: los médicos, enfermeras, personal sanitario, etc.[64].

Por lo demás, la defensa de la eutanasia apelando a una supuesta “muerte digna” (respaldo bastante sentimental de ordinario), incluye un sofisma en su argumentación, a saber, que la vida es nuestra, que nos pertenece y nos es absolutamente debida. Pero la verdad es justo lo contrario: ni yo soy mío, ni mi vida es mía. En efecto, tanto el ser personal como la vida biológica humana los he recibido; no los he inventado. Ambas tienen dueño y su dueño último no soy yo. No puedo elegir morir, porque tampoco he elegido vivir. Se acepta ser o no, pero no se elige. La aceptación es siempre segunda respecto de la donación. La elección, en cambio, es primera respecto de lo que cae bajo ella. Aunque claro, a una sociedad que considera que todo es objeto de elección, y que la clave de la libertad reside en poder elegir entre un cada vez mayor número de posibilidades, esto le puede resultar incomprensible. No obstante, lo incomprensible es esa misma incomprensión, porque de ser coherente con la “elegibilitis” habría que plantearse ¿por qué elegir en vez de no elegir?[65].

6. El mal como privación del bien y como falseamiento interior

El bien y el ser coinciden en lo real, decían los medievales[66]. Según esa sentencia, todo lo real es bueno, y son cosas “malas” esos bienes pequeños a los que alguien se inclina, cuando por ceñirse a ellos, deja de lado otros mayores más apropiados para él[67]. De todas formas, a veces nos equivocamos y llamamos malas a algunas cosas, porque no vemos el bien que nos hacen, o que podemos sacar de ellas[68]. Por ello la sabiduría popular solía decir que no hay mal que por bien no venga. En ambos casos, tanto ante cosas objetivamente menos buenas que otras, como ante cosas relativamente malas para nosotros, es claro que el mal absoluto no existe en lo real, sino que existen males relativos, es decir, bienes menores, o privaciones de bienes debidos en una realidad determinada.

Por otra parte, conocemos lo real, esto es, el bien, pero no podemos conocer directamente el mal. Lo que conocemos son bienes que son deficientes comparados con lo que deberían ser por naturaleza[69]. Pues bien, algo similar a la naturaleza humana sucede en todas las facetas de nuestra esencia, y también en nuestro interior, en nuestro ser personal: no podemos conocer nuestro mal en el mismo nivel en que él se establece, porque ese mal conlleva precisamente una falta de conocimiento en ese nivel.

Nuestra ignorancia o nuestra ceguera personal, nuestra dureza de corazón, etc., son males, pues, en definitiva, el conocimiento es un bien; más aún, un bien muy cualificado, porque es una realidad muy noble. Por tanto, el mal es siempre ausencia de conocimiento. Ésta puede ser múltiple: sensible (ej. ceguera), intelectual (ignorancia en la inteligencia) o incluso superior, personal (pérdida del sentido personal). En cualquier caso, en todas estas ausencias la tesis a defender dice así: en rigor, el mal no se puede conocer en el mismo nivel que se produce, sencillamente porque es carencia de conocimiento, de sentido. Sin embargo, esta proposición parece chocar con el sentido común, pues estamos habituados a juzgar y a hablar acerca del bien y del mal, y los distinguimos de modo claro hasta en los filmes. De modo que tenemos que explicar mejor esta tesis.

Con la proposición precedente se quiere indicar que el mal que afecta a un nivel humano no se puede conocer en ese nivel, simplemente porque el mal en ese nivel es siempre ausencia de conocimiento, de sentido[70]. Desde luego que los males inferiores en uno (ej. falta de visión) se pueden conocer por las instancias cognoscitivas superiores de uno (ej. por la percepción sensible –sensorio común– notamos que no vemos o que vemos defectuosamente). A su vez, el mal o la carencia de conocimiento en los niveles superiores se puede conocer por otros niveles aún más altos que éstos, y así sucesivamente en todos los grados cognoscitivos humanos hasta el último. Nos damos cuenta de las ausencias de conocimiento de los niveles inferiores por los cognoscitivos superiores[71].

Como los niveles cognoscitivos humanos no son infinitos, el problema surge cuando preguntamos cómo conocer el mal que invade al nivel cognoscitivo superior humano, es decir, el que intenta anegar la intimidad personal, esto es, el sentido personal. Se podría apelar entonces a la ayuda de una persona humana distinta que nos conociera bien por dentro; y es, sin duda, un buen recurso. Si bien, aunque pueda ser una ayuda eficaz, no es completa, porque ninguna persona humana puede conocer enteramente nuestro sentido personal y, consecuentemente, tampoco puede saber en qué medida el mal que hemos admitido en nuestra intimidad ha oscurecido u opacado nuestra luz personal. Si le hemos abierto la puerta al mal en la intimidad personal[72], nuestro conocimiento personal ha perdido luz, es decir, nuestro corazón ha sufrido un engaño. Además, “quien comienza ignorándose mal podrá conocer las demás cosas… ¿de qué sirve conocerlo todo, si a sí mismo no se conoce?”[73]. Ahora bien, dado que el conocer personal es el nivel cognoscitivo humano más alto, no hay medio humano para saber que se es ignorante respecto de sí mismo a menos que seamos iluminados por un conocer superior. Por eso “es mala señal cuando no se siente el mal”[74]. Además, suele suceder que a ese nivel “el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas”[75].

Con estas observaciones (y con la ayuda de algún que otro certero refrán…) se descubre, al menos, que la persona humana no está hecha para tener que ver con el mal. Tampoco para vivir en solitario. Lo primero, porque si acepta tener que ver con el mal, el mismo hombre pierde su propio sentido. Lo segundo, porque aceptado el mal en nuestro interior, no podemos nosotros solos arrojarlo de allí. No nos es conveniente por naturaleza conocer y querer el mal, porque en la realidad extramental no existe nada enteramente malo, pues todo lo que es, sólo por el hecho de ser, es bueno. Para que el mal exista, hay que inventarlo, por así decir, porque no es un principio con realidad positiva, como equivocadamente admitió el maniqueismo[76].

En la filosofía medieval si el mal se refería lo externo, se hablaba simplemente de carencia, privación de bien. Si se refería al hombre, los moralistas distinguían entre dos tipos de mal: a) el físico, esto es, una privación corpórea de algo debido a la naturaleza humana (ej. la sordera, la cojera, etc.), y b) el moral, que afecta a lo espiritual del hombre, y que puede presentar dos modalidades: 1) la omisión de alguna acción debida a la naturaleza humana[77]; y 2) la comisión de acciones inapropiadas a lo que cabe esperar en el comportamiento humano, y por ello, carentes de sentido humano[78]. Los primeros males, las omisiones, se calificaban, según algunos autores, de más graves, tal vez por aquello de que la pereza es la madre de todos los vicios (y muchos la respetan como a la madre…). En efecto, seguramente las omisiones son más graves porque conllevan menos realidad que las comisiones. El mal moral lesiona más que el físico porque hiere por dentro. Además, es también más doloroso; y -como se verá- lo es tanto para el que lo comete como para el que lo padece[79], pues es propio de la naturaleza humana, por ejemplo, dolerse más del desprecio y de la ingratitud de las demás personas que del daño físico que podemos recibir de ellas.

A pesar de ser verdad lo que precede, sin embargo, el mal en el hombre es algo mucho más profundo y serio de lo que parece a primera vista. Si el mal está en la parte corpórea de la naturaleza humana hablamos usualmente de dolor[80]. El peor de ellos es la muerte. Por otra parte, si el mal, dolor o carencia de realidad en el hombre afecta a las facultades inmateriales, entonces podemos hablar de falsedad. En efecto, el mal en esa parte se puede entender como el falseamiento de las dos potencias superiores: la inteligencia y la voluntad. En la primera tal falseamiento se suele llamar ignorancia, un mal agudo y abarcante[81]; también se habla de error, oscurecimiento, de cortedad de miras, etc. En la segunda, en la voluntad, el falseamiento de la verdad de la voluntad adviene con lo que tropicalmente se denomina flojera, cuando no se quiere lo que se debe querer. La voluntad también tiene su verdad, que responde la índole natural de esta potencia. Si se va contra ese modo de ser y contra su fin propio, aparece el falseamiento de esta facultad. Ambos falseamientos, el de la inteligencia y el de la voluntad, no son innatos, sino adquiridos libremente. Con ellos tales potencias entran en una lamentable pérdida, en una privación de su capacidad; en una pérdida de su sentido, pues se imposibilitan a cumplir el cometido para el que están naturalmente diseñadas.

Por otra parte, todavía cabe en el hombre un mal peor que los que afectan a sus potencias más altas: aquél que se inserta en el mismo corazón humano, es decir, el que inhiere en la persona. Y ese es el mal radical humano: el personal. Consiste en no aceptarse como la persona que se es y que se está llamada a ser, y consecuentemente, en no responder a tal proyecto. Este mal no se hereda, sino que surge libremente del ser personal. Este defecto se compagina muy bien con no aceptar a los demás y no responder personalmente a su aceptación. En efecto, ese mal es correlativo de no aceptar a los demás como quienes son. Uno no es un invento suyo y, en consecuencia, no debe creer que es como a uno le venga en gana ser, ni tampoco debe destinarse a ser aquello que le apetezca. Debe, por tanto, descubrir quién es, y para qué (quién) es. En caso contrario, la persona pierde sentido personal, y de empeñarse tercamente en esa actitud, acaba al final despersonalizándose, es decir, agostando definitivamente su sentido personal, puesto que libremente no quiere asumir quien es.

Tanto en las facultades superiores (inteligencia y voluntad) como en la persona, el mal libremente aceptado no es nativo, sino que hay que provocarlo, y al llevarlo a cabo se le abre la puerta. La raíz de todo mal humano es el personal. Si el mal no estuviese antes en la intimidad humana, no podría manifestarse luego en la inteligencia y en la voluntad, y a través de ellas en el resto de las potencias, funciones y acciones humanas. Seguramente eso lo notó Nietzsche cuando declaró que uno no puede despreciar a nadie a menos que uno se acepte a sí mismo como quien desprecia. En efecto, para despreciar, uno tiene que emplear su inteligencia, pues debe criticar, juzgar negativamente, y debe emplear asimismo su voluntad, pues rechaza el bien real ajeno. Eso no lo podría llevar a cabo si uno no dirigiera a esos extremos sus potencias. Si las encauza por esos derroteros, es porque uno libremente quiere; es decir, uno no sólo se pone personalmente al margen del despreciado, sino en contra de él. Ello indica que se separa artificialmente de los demás, que asume la soledad. En consecuencia, angosta su ser co-existencial. Otras cuestiones ahora pertinentes se pueden formular como sigue: ¿cómo se forja el mal en las potencias superiores de la naturaleza humana?, ¿cómo se admite en la persona, es decir, cómo darle cabida en la intimidad humana?

El mal de la inteligencia se adquiere juzgando de modo contrario a como son en la realidad las cosas que esta potencia conoce y puede conocer[82]. El mal de la voluntad se adquiere no queriendo que tal o cual bien real que existe sea tal como es, de tal o cual grado, sino de otra manera, mayor o menor bien, es decir, deseando inventar otro orden de jerarquía en los bienes reales[83]. Pero no; los bienes reales están jerárquica y armónicamente ordenados según una escala hegemónica, siendo así que la distinción entre ellos consiste en que unos son superiores a los otros y, en consecuencia, los inferiores se deben supeditar a los superiores, no a la inversa. Relegar esa escala real a una cuestión de gustos, caprichos o manías, acarrea el falseamiento de la voluntad. En esa tesitura quien pierde es el que comete estos atropellos, porque al falsear su voluntad (al igual que al admitir la falsedad en su inteligencia) el mal queda en su facultad, y eso es un más grave que el que se provoca externamente con unas acciones carentes de sentido cometidas sobre diversas realidades.

En el fondo, los precedentes “inventos” buscan un orden de realidad distinto al existente en el mundo y en la naturaleza humana. Pero como quién ha establecido este orden no es el hombre, mirados a fondo esos males suponen una pérdida del sentido cósmico y una deshumanización. Si se admite que tales órdenes dependen de Dios, intentar conculcarlos es decirle implícitamente a Dios que la realidad por él creada y su orden no son buenos; que no nos gusta en absoluto que lo creado dependa de Dios en vez de depender de nosotros. En rigor, es la osadía de decirle a Dios que ha creado mal o deficitariamente, y que, en consecuencia, que es un “dios” torpe; y es la temeridad de creer que nosotros somos capaces de inventar otros órdenes de dependencia (en el fondo, de independencia) que se presumen mejores según el propio criterio[84]. Por eso Tomás de Aquino indica que ese defecto en los primeros que lo cometieron fue un pecado de ciencia[85], en el sentido que éstos trastocaron su modo natural de conocer el mundo. Por su parte, Polo añade que no sólo se trata de un falseamiento de la inteligencia, sino también de la voluntad[86]. Pero a ello hay que añadir que no hay mal que afecte a las potencias de la esencia humana si ese mal no radica previamente en el acto de ser personal.

En suma, se puede considerar que las tinieblas que oscurecen la mirada de nuestra inteligencia y tuercen nuestro querer de la voluntad arrancan de la intimidad personal del hombre cuando éste le da cabida al mal en ella, cuando el hombre acepta el mal. Como el mal es no ser, el mál íntimo indica despersonalización. Es decir, se trata del oscurecimiento o pérdida libre de la transparencia nativa que la persona humana es en su intimidad. Esta transparencia remite al Creador, puesto que uno no es un invento suyo. Así se explica que quien no acepta a Dios no sólo le desconozca paulatinamente y se aleje de él, sino que se desconozca progresivamente a sí mismo como la persona que es y está llamada a ser, puesto que entenebrece su intimidad. Persona humana incomprensible o absurda para sí en su núcleo personal es sinónimo, en sentido estricto, de atea. Por lo demás, esa ceguera es solidaria con la tristeza[87] y la desesperación. La manifestación en la vida natural de ello es cargar con una vida carente de sentido, angustiosa por tanto[88].

En rigor, la tesis que se defiende es ésta: el mal no lo puede conocer el hombre[89]. Es un misterio (misterium iniquitatis, el misterio de la iniquidad, lo llama la doctrina católica), porque es sencillamente ausencia de conocer, ignorancia en la inteligencia, y por encima de ella, ignorancia en el saber personal. Se trata como mínimo -diría un clásico- de una ausencia de sabiduría, aunque parece incluso más: ausencia de ser cognoscente, es decir, de ser personal, porque si no soy yo el que conozco, no soy responsable, no soy persona. La persona es (como veremos en el Tema 15) un conocer personal. Ignorancia en ese nivel es -como se ha adelantado- renunciar a ser la persona que se es y se será.

De lo que precede se advierte que la persona humana que uno es sólo se conoce de modo pleno en co-existencia con Dios, porque como persona nadie es un producto de sus manos, ni de sus padres, ni de la sociedad, etc. No verse a sí mismo en correlación personal con Dios es admitir la ignorancia en la intimidad[90]. Esa ignorancia de Dios lleva a considerarse cada quien como un fundamento independiente y aislado, lo cual resquebraja a su vez la co-existencia con las demás personas. Clásicamente esa actitud se describe como soberbia (a los de Bilbao se les puede permitir cierta dosis de “sana” soberbia…). Chistes al margen, quien cae en ese lazo cede a la sugestión, concluye la Sagrada Escritura, del “seréis como dioses”[91], sentencia que no sólo falsea la índole personal humana, sino también la divina, porque Dios no es “unipersonal”, sino familia.

En resumen, a pesar de la fascinación que el mal pueda ejercer sobre el hombre, como las brillantes baratijas a la urraca, el mal acarrea un falso y deteriorado conocimiento del mundo, una débil voluntad, y lo que es aún peor, una ignorancia acerca del sentido de la propia vida personal y de su trascendencia, y también, una imposibilidad de amar personalmente, pues en esa tesitura la mirada al mundo, a los demás y al destino se encapota, y es claro que no se puede amar lo que no se conoce. El sentimiento interior resultante es la tristeza personal. La comprobación práctica de esta tesis queda fuera de toda duda[92]. En suma, la perdida de sentido personal y la pérdida del ser personal son equivalentes, porque el ser personal humano es cognoscente[93]. Alguien podría objetar que el ser personal no se pierde jamás sino por aniquilación divina, a lo que cabe responder que si bien no cabe una pérdida completa del ser personal creado, éste nunca es fijo, y es susceptible de incesante elevación o de inacabable pérdida[94].

7. La muerte: ese pequeño detalle

El para de la del hombre es la vida; la muerte, su a través. La muerte no es natural, sino “naturalmente lo más horrible para la naturaleza humana”[95]. Por eso, la naturaleza humana teme por naturaleza la muerte; no la persona. También por ello, los hombres que están más pendientes de su naturaleza que de su persona la temen. En cambio, los que se saben más persona que naturaleza, sin dejar de sobrecogerse en su naturaleza, se sobreponen a ella. Por desgracia hoy no son pocos los que la temen, lo cual indica una generalizada pérdida del sentido personal. Sin embargo, a veces el temerla es bueno, porque impulsa a corregir errores prácticos cometidos en la vida[96]. Pese a eso, quien la teme todavía no sabe amar[97] (amar, más que natural, es personal), y ese temor es también señal neta de que se está falto de esperanza[98] (esperar es, asimismo, personal). La esperanza en el tiempo y en el más allá de él es distintiva del hombre, como apreció Pieper. Para éste pensador alemán la muerte supone el “último no”[99]. Con todo, hay que precisar que la muerte sólo es el último no para la naturaleza humana, no para la esencia humana ni para la persona, pues ni la persona ni su esencia mueren. Es más, desde ellas la muerte se puede vivir, aceptar y transformar en más vida esencial y personal. 

Al parecer siempre se mueren los demás; al menos eso dicen los que siguen viviendo[100]. Otros tienden a olvidarla. Sin embargo, relegarla al olvido “es siempre olvidarse”[101] de sí mismo. Según otras personas, muchos hombres están vivos solamente porque el asesinato es ilegal… Pocos, y de bastante edad, son los que leen las esquelas de los periódicos… De modo que muchos viven a diario con la mente lejos de la muerte hasta que les visita en algún familiar o a título personal. Además, cuando aparece “la nunca convidada”, muchos la reciben mal, pues es manifiesto que “no pueden ser inmortales en la muerte los que vivieron como mortales en la vida”[102]. Otros, en cambio, la aceptan muy bien. Recuérdese al respecto la copla de Jorge Manrique[103].

Son diversas maneras de ver la muerte desde fuera. La mayoría de los vivos no repara ordinariamente en ella, y por eso piensan en ella como algo ajeno. De entre los que piensan en ella en primera persona, hay muchos para quienes la muerte es fuente de temor[104]. Teme la muerte quien teme conocer la verdad de sí mismo y, a su vez, ese tal teme a Dios[105]. Todos esos temores son consideradas como locuras por ese escritor castellano cuyo sentido común desborda su sentido crítico, Quevedo: “por necio tengo al que toda la vida se muere de miedo que se ha de morir, y por malo al que vive sin miedo de ella como si no la hubiese; qué éste la viene a temer cuando la padece, y, embarazado con el temor, ni halla remedio a la vida ni consuelo a su fin. Cuerdo es sólo el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir”[106]. Afrontemos, por tanto, sin miedos, el pensar en la muerte. Afrontarla intelectualmente nos permitirá en su momento saber morir en la práctica. En este sentido “filosofar es aprender a morir”[107], y por encima de eso, a saber Vivir.

La muerte humana, es, para los nacidos, la única realidad segura. “Incerta omnia, sola mors certa” proclamaba San Agustín[108]. La muerte humana es una ruptura de la vida biológica de los vivos. Morir es perder el cuerpo y el mundo[109]. Es posible merced a que la unión del alma y del cuerpo es lo suficientemente débil como para permitir la escisión. La muerte también se vive. Por no ser exclusivamente un tema teórico, ha preocupado no sólo a los grandes literatos (para los dramaturgos griegos era la gran aporía[110]) y filósofos de todos los tiempos, sino también a cada uno de los hombres y mujeres que existen (a los que han existido ya no les preocupa esta muerte).

Suele objetarse (objeción sostenida no sin cierta vehemencia), por parte de aquellos que admiten que “hombre” y “persona” significan lo mismo, que -de acuerdo con la tesis clásica- dado que el hombre es un “compuesto sustancial de alma y cuerpo”, si falta alguno de esos dos componentes cabe pensar que ya no se es hombre, o que ya no cabe hablar de persona humana. Vendrían a defender una sentencia similar a ésta: “la persona humana no es sólo alma sino también cuerpo”. “Yo soy mi cuerpo”[111], escribió incluso Marcel. Sin embargo, esa tesis debe ser pacíficamente rectificada (también porque no les falta buena intención a los que la suscriben). En efecto, es notorio que alberga en su seno varias aporías, entre ellas, que -en consecuencia con dicha tesis- los autores que la sostienen deberían admitir que tras la muerte, no cabe hablar de persona humana ninguna, puesto que si se ha descrito a cada hombre por su composición alma-cuerpo, es obvio que con la muerte se corrompe el cuerpo, y, por tanto, a falta de uno de los componentes, el alma no sería hombre o no sería persona[112].

El modelo monodual reductivo de esa tesis (hilemórfico se llama) juega malas tretas cuando se aplica estrictamente a la antropología. En efecto, si se sostiene que la unión del alma y del cuerpo es como la unión entre la forma y la materia en la realidad física, se aboca a un callejón sin salida, pues como la sustancia no es tal si falta alguno sus dos componentes, el hombre tampoco sería tal el día que le faltase el cuerpo, es decir, con la muerte. Pero en antropología conviene rechazar el modelo sustancialista, válido sólo para la realidad física. Si se habla de él para explicar al hombre, tómese sólo metafóricamente, o dígase, por ejemplo, lo que Tomás de Aquino comenta de los ángeles: que no son sustancias sino “supersustancias[113]. En suma, una persona es persona viva o muerta, porque la persona humana no es un compuesto sustancial de alma y cuerpo, pues ni se reduce a su alma, ni a su cuerpo, ni a la unión o totalidad de las dos. El modelo explicativo precedente también se puede llamar totalizante, porque acepta que la persona es el todo: cuerpo, alma, yo, facultades, etc. Sin embargo, una persona humana es un quién, un ser espiritual, un acto de ser, que dispone siempre de un alma (al alma pertenecen por ejemplo, la inteligencia y la voluntad), y que dispone, aunque no siempre, de un cuerpo. El acto de ser personal humano no muere. Tampoco la esencia humana y sus facultades espirituales. Lo que puede morir son algunas de las realidades humanas que son potenciales.

Pues bien, realizada sucintamente la precedente aclaración, se pueden describir ahora, en perfecto paralelismo con los tipos de vida, varios tipos de “muerte”: la natural referida al cuerpo, muerte propiamente dicha; la referida al alma (por ejemplo, la carencia de “vida” en la inteligencia y en la voluntad) y la personal o espiritual. La primera es, sin más, la falta del propio cuerpo. Morir a ese nivel no significa no ser, sino no tener. Algo que se pierde de lo que se tenía es el cuerpo. Pero no sólo perdemos el cuerpo, sino todo lo adquirido por medio de él, y eso, aunque parece bastante, no es lo más importante. Explicitando esta tesis se puede decir que morir es perder todo el conocer, también el apetecer, que usa del cuerpo, o sea, que es sensible. El ver, el imaginar, el recordar sensible, etc., se pierde. Como todos esos objetos dicen referencia al mundo, morimos al mundo. Perdemos el mundo, salimos de la historia. ¿Qué es lo que no perdemos? Por ejemplo, el conocer de nuestra inteligencia, el querer de nuestra voluntad, que no son sensibles; tampoco se pierde la persona, el ser o espíritu que cada quién es. Según esto, cabe la muerte corpórea en una vida plena del alma y del espíritu. Es la que cantaba, por ejemplo, Quevedo: “su cuerpo dejarán, no su cuidado; serán ceniza, más tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”[114].

La muerte de lo que se puede llamar “alma” es, por lo menos, aceptar la ignorancia en la inteligencia y el vicio en la voluntad. En efecto, intentar matar la inteligencia es no permitir que ésta crezca en orden a la verdad, es decir, para descubrir verdades de mayor calado. De ordinario la tendencia a morir de ese modo comienza cuando la inteligencia enferma al considerar que la verdad no se puede alcanzar, pues es demasiado arduo lograr ese objetivo; esa enfermedad se vuelve crónica cuando, desanimada la inteligencia de su búsqueda, se cree que la verdad es relativa; y se vuelve irreversible cuando se niega la verdad. Por su parte, la muerte de la voluntad se incoa cuando se intenta torcer la orientación de su querer hacia el fin último, la felicidad; se trata de procurar truncar, por así decir, su intención de alteridad respecto del bien supremo. Obviamente con estas “muertes” ni muere la inteligencia ni la voluntad, porque las potencias inmateriales son inmortales (cfr. Tema 7). Lo que muere es su posibilidad de crecimiento, y en consecuencia, el sentido de su vida, es decir, su propia verdad, pues dichas facultades están diseñadas para perfeccionarse en orden a la verdad y al bien, respectivamente y de modo irrestricto. No es, pues, una muerte que cause la desaparición completa de la vida, como la muerte corporal, aunque no por ello es menos grave que la del cuerpo.

Por otra parte, la muerte personal o espiritual es un trago todavía mucho más amargo, y también más duradero, que la corpórea. A eso responde la sentencia que menta: “más quiero muerte con juicio que vida sin él”[115]. En ese sentido se puede ser un muerto en vida y mucho más tras la misma. Se trata de pasar la vida sin saber para qué se vive, cuál es el sentido último de la propia vida; en rigor, sin saber quien se es, es decir, desconociendo el sentido del ser personal. Si esa muerte perdura tras la muerte biológica, es muerte para siempre, y consiste en pactar con lo absurdo sin interrupción, es decir, en renunciar al carácter personal, en perder el sentido del ser, por haberlo despreciado libremente; o también, en frustrar lo que se era (tal persona) y lo que se estaba llamado a ser (tal persona elevada) ¿Es eso doloroso? Debe serlo, pues es uno mismo el que se pierde para sí y siempre[116]. ¿Cabe alguna posibilidad de algo más íntima y personalmente doloroso? Si existe algo más íntimo a mí que la persona que soy, cabe algo más aún doloroso: su pérdida. Si Dios, el mayor bien, es más íntimo a uno que uno mismo, como afirmaba Agustín de Hipona[117], el máximo dolor se cristaliza con su definitiva pérdida. Pero ¿y si no somos inmortales?, ¿y si acaba la vida del espíritu con la del cuerpo? Atendamos, pues a esta objeción.

8. La inmortalidad

“No hay cosa más inmediata a la muerte que la inmortalidad”[118]. Por eso, tras pensar en la muerte, debemos atender a ésta. La inmortalidad es un asunto netamente filosófico. Platón, por ejemplo, intenta dar pruebas de ella en varias de sus obras[119]. Ahora bien, no es sólo cosa de filósofos, pues ¿a qué ser humano de nuestros días, o al de cualquier época, no le importa si piensa en ella? La tesis a defender es la siguiente: el alma humana subsiste por sí, es incorruptible, es inmortal. Intentemos ratificarlo. El alma humana no sería inmortal si se agotara dando vida al cuerpo. Si descubrimos operaciones de algunas facultades del alma que no tienen ningún fin biológico, ello indicará claramente que el alma es capaz de más, que no se agota vivificando el cuerpo. De ese estilo son, por ejemplo, pensar lo que ahora estamos pensando y querer pensar como acabamos de pensar, pues ambas carecen de fin biológico.

Ciñámonos, pues, con rigor a la prueba, por lo demás, clásica[120]. La inmaterialidad del alma humana se descubre por la inmaterialidad de sus facultades. Las potencias inmateriales del alma humana son la inteligencia y la voluntad. Cada una de ellas posee distintos y variados actos u operaciones que permiten conocer o querer, y cada uno de esos actos posee objetos conocidos distintos, o tiende a realidades queridas distintas. Debemos, por tanto, demostrar la inmaterialidad de los actos y de los objetos de la inteligencia y de la voluntad, pues la espiritualidad del alma se demuestra por la espiritualidad de sus facultades; la de éstas, por la inmaterialidad de sus respectivos actos, y la de éstos por la inmaterialidad de sus objetos. Atendamos, pues, a éstos últimos.

Nuestros objetos pensados son de diverso tipo: universales, generales e incluso irreales. “Mesa, silla, lápiz, árbol, etc.”, como objetos abstractos pensados, son universales. “Parte, todo, máximo, etc.”, como ideas pensadas son generales. Sin embargo, nada de la realidad física es universal como tales objetos pensados, ni tampoco general. “Cero, conjunto vacío, números rojos, etc.”, son irreales. En efecto, no existe nada real positivo, material, físico, que responda a esos nombres. Pero el significado de esos nombres lo podemos pensar. Podemos pensar incluso la “nada”, y es claro que la nada no tiene nada de material, ni siquiera de real. Luego, si somos capaces de pensar esos objetos es que nuestra inteligencia no es física, material. Y como nuestra inteligencia pertenece a nuestra alma, es decir, a nuestra vida humana, es claro que nuestra vida desborda lo corpóreo, lo biológico. No se agota con ello. Lo transciende.

Pensar que pensamos y querer querer tampoco tienen una finalidad corpórea, vital, biológica. Realizamos muchas acciones cuyo sentido desborda lo biológico, e incluso a veces lo contradice (ej. Ana Frank no escribió su Diario por ningún fin biológico, pues con ello no se iba a ganar la vida o salvarla de la persecución nazi, sino, casi con toda seguridad, todo lo contrario; tampoco los buenos filósofos buscan un fin material, físico, económico, biológico; por su parte, los héroes lo son porque dieron su vida por realidades humanas más nobles que las materiales; los santos, por asuntos ultraterrenos. Si estos grandes personajes de la historia fueron capaces de ello, es porque en cierto modo conocieron tales bienes, y es más que sospechoso pensar que tan gran multitud de gente tan correcta y sensata estuvieran mal de la cabeza o que la causa de ello -como decía socarronamente un antropólogo biologicista y culturalista en un reciente congreso- radicase en el exceso de vino o en la melancolía…

Es manifiesto que los ejemplos se podrían multiplicar. Si el alma puede ejercer operaciones inorgánicas, e incluso antiorgánicas, es señal clara de que el alma no sólo es más que el cuerpo y de que puede usar de él, sino también de que puede darse al margen del cuerpo. Como se puede apreciar, la inmaterialidad del alma humana no es un tema exclusivo de la fe sobrenatural, sino que se alcanza pensando de modo natural. ¿Qué no se ve? Pues entonces habrá muchos ámbitos de la vida real que quedarán sin explicar. ¿Qué no se quiere ver? ¡Qué le vamos a hacer! Las verdades no se deben imponer a nadie.

9. La eternidad

Inmortal es distinto de eterno. Inmortal significa que no puede morir, aunque puede ser duradero con sucesión ininterrumpida (ej. algo así como describe Dante el infierno en su Divina Comedia). En cambio, la eternidad está al margen del tiempo. Eternidad no significa tampoco presente[121]. El presente no es, desde luego, tiempo, pero tampoco eternidad. El presente no es tiempo porque no se da en la realidad física, sino en nuestro pensar. En efecto, la presencia es mental. En cambio, la realidad extramental no es presencial, sino sucesiva, temporal.

En lo físico se da el movimiento, es decir, la sucesión ininterrumpida de asuntos; se da lo que se mueve constantemente y que nunca acaba de moverse, de cambiar. Nada en lo físico ha terminado nunca de suceder; nada es perfecto o acabado. Por tanto, no es presente, quieto o detenido. No podemos parar la realidad física. Está en constante cambio, no en presente. Presente es lo presentado por nuestro acto de pensar. Ese acto de pensar ha eximido a lo pensado del movimiento, y consecuentemente, del tiempo. Lo pensado no es eterno, sino simultáneo al acto de pensar. De modo que lo presentado desaparece si se retira el acto de pensar. Sin acto de pensar, que es el presentar o la presencia mental, de lo presentado, (lo pensado, que es en presente) no queda ni rastro. La presencia mental de la inteligencia articula el tiempo de los sentidos internos (memoria-cogitativa), y éste tiempo deriva, a su vez, del modo de captar el tiempo físico los sentidos externos humanos. Al abtraer de los sentidos internos, la inteligencia forma un objeto pensado que puede referirse al pasado (por ejemplo los abstractos de legionario, fariseo, templario, etc.), o proyectarlo hacia el futuro (por ejemplo, las nociones de sociedad postlaicista, nación europea, postcapitalismo, etc.). En cualquier caso, lo pensado como pensado no se mueve, no es ni pasado ni futuro, sino presente al acto de pensar mientras se piensa, es decir, mientras se ejerce el acto. Por eso, como decía Aristóteles, conocer el tiempo no es tiempo, y también por eso se puede estudiar historia.

Si el pensar empieza a vivir dándose al margen del tiempo físico, se puede empezar a sospechar que la persona, que es superior al pensar de su inteligencia, tampoco es afectada radicalmente por ese tiempo. La presencia está en manos del hombre, en manos de su razón, pero ¿en manos de quién está la eternidad? Es claro que no está en manos humanas. Entonces, ¿existe o no existe? Se puede mostrar su existencia si se repara un poco más en el ser personal del hombre. En efecto, éste trasciende el tiempo físico. Añádase que la persona humana transciende también el presente de su inteligencia. Precisamente por eso se conoce que lo pensado es presente. Ahora bien, el hombre no es eterno, pues tiene origen, aunque no tenga fin en el sentido de término (a este tipo de criatura espiritual los medievales la llamaban evo). Se puede decir que, así como la persona humana es originada por la eternidad, es eternizable por ésta, porque la eternidad no está en poder del hombre, sino en manos de las personas que son eternas, a saber, las divinas.

Cambiemos el modo de decir, a ver si así nos percatamos algo más del sentido real de la noción de “eternidad”. La teología natural o filosófica acostumbra a decir que “Dios es eterno”. Pero tal vez sea mejor decir que la eternidad es Dios. Así referimos la eternidad al ser personal divino, no a una imagen espacio-temporal ajena a su ser. Pues bien, como veremos, la persona humana es co-existencia con Dios (Tema 13). De modo que es eternizable respecto de él. Pero lo es dependientemente, esto es, no de “motu propio” sino por ayuda divina. Es decir, es eternizable mientras vive en el mundo, y llegará a ser de algún modo coeterna después de esta vida, si libremente acepta su libre co-existencia con Dios[122].

Es eterno lo que es al margen del tiempo. Se ha indicado más arriba que la persona humana no es tiempo sino que está en el tiempo. Si la persona fuese tiempo (como propusieron Nietzsche, Marx, Heidegger, etc.), serían más personas los más ancianos. La persona humana no crece como persona en dependencia del tiempo, sino por su elevación divina, que no se supedita al tiempo físico. Con lo cuál, la vinculación a Dios tampoco puede ser estrictamente temporal, al menos según el tiempo físico. Ello indica que en el hombre se deben distinguir varios tipos de tiempo, al menos el físico, que afecta a su cuerpo, y el espiritual, que afecta a su persona. De la persona humana cabe decir que es eternizable, es decir, que está llamada desde el principio a eternizarse, aunque no por sus propias fuerzas, sino por don gratuito divino, si es que ese regalo es aceptado libremente por parte de cada hombre.

¿Y los que sacuden lejos de sí el suave yugo de esa vinculación co-existencial con Dios, tanto en su historia como después?, ¿se puede o podrá decir de ellos que serán eternos? Seguramente no. La vida en el mundo de quienes no desean eternizarse con Dios suele estar marcada por una sórdida e intrascendente duración. ¿Y después? Tomemos una imagen teológica para responder: en el infierno, tal vez, se dé la duración continuada indefinidamente, pero no eternidad, porque la eternidad -ya se ha dicho- es Dios, y en aquel lamentable estado no se es-con Dios, porque no se acepta libremente ser-con él. No cabe allí co-eternidad sino interminabilidad. Obviamente hay que seguir preguntando a la teología de la fe por el lastimoso tipo de vida que allí se sufre, pues saber a las claras cómo será ésta, así como saber cómo será la vida eterna, supera al perfil de nuestro enfoque antropológico. Sin embargo, algo de ello se puede preguntar a nuestra materia, porque algo de ello se puede saber de modo personal, entre otras cosas, porque no se podría dar suficiente sentido a esta vida, y en consecuencia vivirla correctamente, si no supiéramos algo de la otra, y que ésta es camino para aquélla. Sin embargo, mientras se vive, siempre existe la posibilidad de rectificar el rumbo y volver a coexistir con Dios, pues en tanto que perdura nuestra vida la libertad personal está abierta a él, y éste nos ofrece constantemente su compañía.

La vida humana completa no es sólo la terrena. No tratar teóricamente de la vida post mortem es dejar truncada la antropología, que no es sólo una parte, sino la más importante de la asignatura. Como es manifiesto, este amplio enfoque queda reducido en muchas antropologías culturales y filosóficas. En las menos, a esta segunda parte se alude tan sólo al final del manual y a título de corolario. No obstante, es pertinente presentar de entrada todo el mapa de la vida humana y su mayor y menor relieve según zonas, pues lo contrario es acotar su cartografía[123]. Sin embargo, no se trata ahora de detallar cada una de las partes de esta rica geografía. Tiempo habrá. Por lo demás, y como también se verá, tanto respecto de la vida en la presente situación como en la futura, conviene saber de entrada que, en el fondo, ambas son inexplicables sin Dios. A continuación se alude a esto, indicando con ello que una antropología para inconformes no debe concordar con esa parte del quehacer académico de nuestro tiempo que acostumbra a silenciar a Dios en sus aulas y escritos, no menos que otros doctrinarios sociales en la vida pública ordinaria.

***

Si algún lector se extraña de que desde el Capítulo 1 se aluda a la muerte y a la inmortalidad (e incluso a la eternidad), cuando lo ordinario es que en los manuales de antropología filosófica eso se suela poner en sordina, o dedicar a este menester el último Tema (y no tratar esos asuntos abiertamente por no se “políticamente correctos”), Platón le respondería que alguien sólo es filósofo, cuando piensa en el problema de la muerte[124], máxime si se trata de la suya. Como nuestro estudio intenta ser filosófico; ergo… Además, sólo en orden al fin se puede poner orden (sentido) a la vida, y Aristóteles decía que lo propio del sabio es ordenar. Si nuestra orientación desea ser sapiencial…

Recuérdese: esta vida no es la definitiva, sino menor y en orden a aquélla, pues lo menos está en función de lo más. De modo que sin lo más carece de sentido lo menos; es decir, no se puede buscar el sentido de la vida humana centrando la atención exclusivamente en la vida terrena. En consecuencia, sólo se puede extrañar de que se aluda a la vida ulterior quien se conforme con dotar de sentido parcial a la vida presente. Pero quien sea inconforme con ese planteamiento…

NOTAS DEL TEXTO

[1]           El Diccionario de la Real Academia Española da muchas acepciones del vocablo alma, entre ellas una muy sencilla y verdadera: “vida humana”. Con todo, da otras, que pese a ser más alambicadas, también son correctas, por ejemplo: “sustancia espiritual e inmortal, capaz de entender, querer y sentir, que informa al cuerpo humano y con él constituye la esencia del hombre”.

[2]           En alguna corriente actual de pensamiento, por ejemplo la fenomenología, hay algunos pensadores que mantienen una acusada admiración respecto del hecho de que estemos vivos. Sin embargo, es curioso que esos mismos autores duden acerca de la realidad del alma humana.

[3]           Aristóteles describe la vida como: “la forma de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia”, De Anima, l. II, cap. 1 (BK 412a 30); “el acto de un cuerpo natural orgánico”, De Anima, l. II, c. 1 (BK 412b 10); “la causa y el primer principio del cuerpo vivo”, De Anima, l. I, c. 4 (BK 415 b 8); “el acto primero de un cuerpo natural orgánico”, Ibid., l. II, c. 1 (BK 412 a 3 – 413 a 10), Madrid, Gredos, 1983; “aquello por lo que primeramente vivimos, sentimos, nos movemos y entendemos”, Ibid. Tomás de Aquino describe el alma como “el primer principio de vida de los seres vivos”, S. Theol., I, q. 75, a. 1 co.

[4]           “Todo esto que es filosofía (tal es la desgracia de nuestro tiempo) tira más a desprecio e injuria que a honor y gloria”, Pico de la Mirandola, “Oración sobre la dignidad del hombre”, en La dignidad del hombre, Madrid, Editora Navional, 1984, 120.

[5]           Cfr. Polo, L., Introducción a la Filosofía, Pamplona, Eunsa, 1995, 41.

[6]           Acto indica perfección, inmanencia, fin en sí. En cambio, aquello que se distingue realmente del acto, lo potencial, es lo imperfecto, lo que cambia, lo que se traslada, lo que sirve para otra cosa. Por tanto, rectifiquemos también con el Estagirita lo de “movimiento”, pues la vida es, según él, un acto perfecto. Cfr. Aristóteles, Política (BK 1254 a 7).

[7]           Con todo, caben sociedades naturales cuyo vínculo de unión es superior a la ética: por ejemplo la familia, unida por el amor personal (Cfr. Tema 8), y también sociedades de vínculos sobrenaturales, unidas por la caridad: el último deseo de Cristo respecto de la sociedad por él instituida, la Iglesia, es que todos sus apóstoles “sean uno”, Jn., cap. 17, vs. 21.

[8]           Correas, G., Vocabulario de refranes y frases proverbiales, 1627, Madrid, Castalia, 2000, 623.

[9]        “Una empresa padece bastante cuando se quebranta la jerarquía, escala de todos los grandes designios… Entonces todas las cosas se concentrarían en el poder; el poder se concentraría en la voluntad; la voluntad, en el apetito, y el apetito, lobo universal, doblemente secundado por la voluntad y el poder, haría necesariamente su presa del universo entero, hasta que al fin se devorase a sí mismo”, Schakespeare, Troilo y Cressida, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 304.

[10]       Correas, G., op. cit., 397.

[11]         Como se sabe, los temas de la metafísica son los primeros principios, los actos de ser reales extramentales. Uno de ellos es el acto de ser divino: el principio de identidad. Pero advertir a Dios como primer principio o como Origen todavía no es conocerle como ser libre. Otro primer principio es el acto de ser del cosmos: el principio de no contradicción. Pero es claro que este principio tampoco es libre. El ser del cosmos depende del ser divino, pero esa dependencia es necesaria. A su vez, los principios reales que son segundos, (las causas predicamentales) dependen del acto de ser del cosmos, pues son fundadas por él, y precisamente por ello, tampoco son libres. Scheler, por ejemplo, entiende a la persona como fundamento de sus actos: “El ser de la persona fundamenta todos los actos esencialmente diversos”, Gesammelte Werke, Francke-Bouvier Verlag, Bern-Bon, vol. II, 383; “persona es sustancia de actos”, ed. cit., vol. VII, 219.

            La libertad no es un tema específico de todo acto de ser, sino exclusivo de los actos de ser que son libres, es decir, personas. La libertad personal humana depende de Dios, pero no de modo necesario, sino precisamente, libre. Por eso no es basada o fundada por él, sino creada libre.

[12]         Cfr. Polo, L., Antropología trascendental, II, La esencia de la persona humana, Pamplona, Eunsa, 2003, 17-28.

[13]         En teología, desde Tomás de Aquino, se dice la gracia eleva el actus essendi de la persona humana.

[14]         Correas, G., op. cit., 7.

[15]         Cfr. De Lubac, H., Le mystère du surnaturel. Présentation par Michel Figura; traductions par François van Groenendael, Paris, Les Éditions du CERF, 2000.

[16]         La definición es fruto de la lógica; se compone con el género y la diferencia específica. Pero es claro que la persona no es ningún género, sino cada una. Generalizar la noción de persona es deconocer a cada quién. La persona tampoco es diferencia específica alguna respecto de lo común, sino lo distinto, sin más, de lo común y de las demás personas. Generalizar y especificar lo general es hacer lógica. Pero la lógica no conoce lo real físico como tal: “si la definición pertenece al orden de las ideas generales y de sus terminaciones, asimilar la definición al juicio es una confusión”, Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, III, Pamplona, Eunsa, vol. III, 1999, 23. Menos aún sirve la lógica para conocer lo real espiritual.

            A lo que precede se podría replicar que si la persona no se define es porque es un individuo y, como los aristotélicos medievales advirtieron, el individuo es inefable, esto es, no susceptible de definición. Sin embargo -como veremos- la persona tampoco es individuo.

[17]       Ninguna persona es uno más: “siete hijos de un vientre, cada uno de su miente”, Correas, G., op. cit., 749. Por eso este libro es no es para aquéllos que tratan a las distintas personas como uno más, sino para quienes no se conforman con teorías acerca del hombre que no sirven para saber quién es cada quién como persona.

[18]         Una persona puede encariñarse más de un perro que de otro, y acostumbrarle a una serie de conductas; pero ni el cariño ni las conductas mejoran al perro como perro.

[19]         Gracián, G., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 225.

[20]         Cfr. Laforet, C., La mujer nueva, ed. y prólogo de I. Rolón Barada, Barcelona, Destino, 3ª ed., 2004, 3ª ed.        Mondadori, L., Messori, V., La conversión: una historia personal, trad. J. R. Monreal, Barcelona, Grijalbo, 1ª ed., 2004.

[21]         Sapientis est errare, sed nisi insipientis in errore perseverare. La falta de corrección admite diversos motivos: ignorancia, soberbia, pereza, etc.

[22]         Lloyd Alexander, un escritor actual de cuentos simpáticos, escribe: “Por muy parecidos que seamos los hombres, cada uno es diferente como los copos de nieve, no hay dos iguales”, Cuentos de Pridain, Taran el errante, Madrid, Alfaguara, 2003, 253.

[23]         Marcel, G., Être et avoir, Paris, Philosophie européenne, Aubier-Montaigne, 1991, 48.

[24]         Becquer, G. A., Rimas, Madrid, Espasa Calpe, 1991, r. LXIX, 322. “¡Despertar es morir!”, sobre todo si se despierta al Cielo, que es el despertar definitivo, porque en esta vida, por muy despabilados que estemos, siempre andamos un poco dormidos.

[25]         Otro tiempo es el de la conciencia humana, al que, como se recordará, Husserl hizo referencia tras su lectura de Heidegger. Ese tema también está presente en Marcel, Ricoeur, y otros pensadores del s. XX. Cfr. Picard, I., Fenomenología de la conciencia del tiempo inmanente. El tiempo en Husserl y en Heidegger, Buenos Aires, Editorial Nova, 1959; Rios, J., Tiempo y conciencia en la filosofía contemporánea: (análisis y comprensión del tiempo en la filosofía de G. Marcel), A Coruña, Universidade, Servicio de Publicacions, 1992; Ricoeur, P., El tiempo y las filosofías, Salamanca, Sígueme, 1979.

[26]         Cfr. Guardini, R., Las etapas de la vida, Madrid, Palabra, 1997. 

[27]         Por ejemplo: está comprobado que si la mamá embarazada descansaba escuchando música de Chopin, el niño recién nacido duerme cuando se le deleita con esa música.

[28]         Esa es buena época también para fomentar que los niños adquieran algunos conocimientos fáciles de lograr en este periodo (hablar, comportarse, idiomas, habilidades musicales, manuales, etc.) e intentar formar buenos comportamientos de pronta adquisición, eso sí, yendo el educador (los padres, los maestros, etc.) por delante, porque los niños se dan cuenta de todo. ¿Qué comportamientos son las mejores? Orden, limpieza, sinceridad, veracidad, fidelidad, amabilidad, austeridad, aplicación, obediencia, detalles de servicio, fortaleza, pequeños sacrificios, no guardar rencor, aprender a perdonar, etc.

[29]         Sin embargo, tampoco supone esta fase un corte abrupto respecto de la anterior, porque el adolescente, de modo paralelo al niño, se siente bastante inseguro y, por eso, tiende a autoafirmarse y a distinguirse de los demás, y también por ello busca protección en la comprensión de ciertos “amigos”, tendiendo a justificar sus actuaciones con el pretexto de que “todos hacen lo mismo”, buscando sus modelos no pocas veces en figuras célebres del deporte, del cine, etc.

[30]         El joven debe buscar y encaminarse hacia el fin de su propia vida, si es que lo ha descubierto, porque no hay dos iguales. Sin embargo, el “se” no es sinónimo de anarquía, porque el progreso en ser más hombre, más mujer, pasa por unos objetivos axiológicos: adquirir más capacidad intelectual, lealtad, pureza, laboriosidad, honor, compañerismo, etc., esforzarse por nadar contra la corriente que ofrecen usualmente los alagos de tantos sectores de la sociedad rastreramente mundanizados: “movidas”, sexo, modas, ropas provocativas, bebidas, comidas, drogas, músicas, películas, vida fácil en una palabra, que lejos de personalizar, masifican animalizando, es decir, avivando las pasiones más bajas.

[31]         La universidad es uno de los mejores escenarios para fraguar esos ideales. Tales ideales pueden ser: elección de carrera académica o vocación profesional, la formación personal en el plano ético, cultural, deportivo; el amor personal (no meramente físico, de afinidad psicológica, sentimental, etc.), sino personal, que llevará a entregar enteramente la vida a una persona de distinto sexo formando en el futuro una familia; el servicio a los demás, la búsqueda de Dios y la entrega personal a él… Y todo ello a pesar del ambiente y del qué dirán.

[32]         Coyunturas delicadas de esta época son, por ejemplo, la salida laboral, tras la preparación profesional o el periodo universitario; la decisión matrimonial; el cambio de ciudad e incluso de país; la consecución de un trabajo apropiado a las propias inclinaciones, etc.

[33]         C            fr. Tomás de Aquino, Comentarios a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, l. VI, cap. 7, n. 17. 

[34]         Quevedo, F. de., Los Sueños, Madrid, Alianza Editorial, 1983, 162.

[35]         Su lema respecto de ellos puede ser algo así como: “lo urgente puede esperar; lo muy urgente, debe esperar”.

[36]         Es la época en la que se aprende por experiencia que los santos sólo lo son en el Cielo, es decir, que mientras vivimos todos tenemos defectos, y algunos tantos, tan notorios, y en las personas maduras tan asumidos, que es muy difícil librarse de ellos. Se descubre en personas que antes eran admiradas e incluso idealizadas susceptibilidades, suspicacias, rencores, envidias, ignorancias incompresibles, hipocresías, etc. Y dado que tras advertirles con caridad y reiteradamente sobre esos defectos a dichas personas, éstas no suelen cambiar: ¡Paciencia!, pues Dios la tiene más con cada uno de nosotros.

[37]         Cfr. AA.VV., La depresión, Madrid, Palabra, 2004.

[38]         “Hasta este momento -escribe Guardini- la seriedad, la resolución, la responsabilidad, de poner los fundamentos, de edificar sobre ellos y de luchar han venido determinando la conciencia. Pero ahora todo eso pierde su frescor, su novedad, cuanto tenía de interesante y estimulante”, Guardini, R., op. cit., 78. 

[39]         Si se sufre de modo grave ese bache uno se siente tentado a cambiar de estado civil, de profesión o trabajo, de lugar, de modo de vivir, a reorganizar la vida, etc. ¿Solución? Saber trabajar sin exceder el horario previsto (si lo prevé desde fuera el médico, el asesor, etc., mejor) y enfrentarse a los problemas con paz y serenidad, saber descansar, dedicando al reposo el tiempo, lugar y actividad adecuada para cada quien, combinando el ejercicio físico (paseos, excursiones, deportes, etc.) con la distracción mental (literatura, música, amigos, etc.). En caso de no respetar ese programa puede que aparezca la ruina psíquica, que puede ser en algunos casos recurrente durante cortas o largas temporadas, y en otros irreversible.

[40]         De esas personas depende en mayor grado, dado que ocupan cargos de responsabilidad familiar, laboral, social, etc., el que la sociedad sea más ordenada y justa, el que se eduque mejor a la juventud, el que transmitan con brevedad y de modo más fácil lo que a ellos les ha costado muchos lustros de esfuerzo.

[41]         En esos casos se tiende a aferrarse a las realidades fugaces que quedan, o a capitular y abandonarse ante ellas cayendo en la indiferencia o en el cinismo. El vacío vital que esa actitud provoca tiende a rellenarse con tareas muy secundarias, menos exigentes, con excesivo ocio (TV, aperitivos, caprichos gastronómicos, curiosear escaparates, revistas, vacaciones, turismo, etc.). 

[42]       “Todo acaba con la muerte, sino el bien hacer”, Correas, G., op. cit., 776.

[43]         Cfr. San Josemaría Escrivá, Amar apasionadamente al mundo. Homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967, en Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1989, 233-247.

[44]         Los ancianos que han alcanzado la verdadera sabiduría “poseen una dignidad que procede no de los logros de su actividad -escribe Guardini-, sino de su ser mismo”, Op. cit., 101.

[45]         Recuérdese que con ese fin compuso su 5ª sinfonía que empieza imitando los sonidos de quien golpea a la puerta.

[46]         II Tim., cap. 4, vs. 6. Y en otro lugar: “De una cosa me ocupo: olvidando lo que queda atrás, me lanzo en persecución de lo que está delante, corriendo hacia la meta, hacia el premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús”, Fil., cap. 3, vs. 13.

[47]         Ap., cap. 14, vs. 13. “Esta “muerte en el Señor” es deseable en cuanto que lleva a la bienaventuranza, y se prepara con la vida santa… Esto justifica en los santos el deseo místico de la muerte, que,… es frecuente”, Algunas cuestiones actuales de Escatología, en Temas actuales de Escatología. Documentos, comentarios y estudios, Madrid, Palabra, 2001, 76.

[48]         La posibilidad de la aceptación y del rechazo los ratifica la doctrina cristiana: “esta amistad consumada (con Dios) libremente aceptada implica la posibilidad existencial de su rechazo. Todo lo que se acepta libremente, puede rechazarse libremente”, Algunas cuestiones actuales de Escatología, en Temas actuales de Escatología. Documentos, comentarios y estudios, Madrid, Palabra, 2001, 91.

[49]         “La vocación de cada uno se funde, hasta cierto punto, con su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa”, Juan Pablo II, Alocución en Porto Alegre, 5-VII, 1980.

[50]         “Este mundo es el camino/ para el otro, que es morada/ sin pesar,/ mas cumple tener buen tino/ para andar esta jornada/ sin errar./ Partimos cuando nacemos/, andamos cuando vivimos/ y allegados/ al tiempo que fenecemos; asi que, cuando morimos/, descansamos”, Manrique, J., Coplas a la muerte de su padre, copla V, Barcelona, PPU., 1991, 91.

[51]         En todas estas agresiones acompaña la ignorancia respecto de que cada hombre es co-existencia, co-persona, con los demás. Por ello practicar cualquier ataque a los demás es, a la par, ejecutar un ataque a nuestra propia persona.

[52]         Cfr. Cotta, S., Las raíces de la violencia, Pamplona, Eunsa, 1987. Sin comprender a cada quién según él es no cabe trato personal correcto. Si a esa incomprensión siguen acciones u omisiones en el trato humano no debidas, se violenta el ser de las personas. Acciones u omisiones; de modo que se puede ser violento, por ejemplo, como un guerrillero o un terrorista, o también como un ministro de justicia injusto o indiferente ante la suerte de los débiles.

[53]         Correas, G., op. cit., 386.

[54]         Cfr. Melendo, T., Dignidad humana y bioética, Pamplona, Eunsa, 1999; Sgreccia, L., Manual de bioética, México, Diana, 1994; Polaino–Lorente, A., Manual de bioética general, Madrid, Rialp, 1994; Low, R., Bioética, Madrid, Rialp, 1992.

[55]         Cfr. Polo, L., Comentarios a la “Mulieris dignitatem”, pro manuscripto. Cfr. también sobre este tema: Jimenez Vargas, J., ¿A qué se llama aborto?, Madrid, Magisterio Español, 1975; El origen de la vida, Madrid, Mundo del Trabajo, 1967; Aborto y contraceptivos, Pamplona, Eunsa, 1980; Cruz, J., Tópicos abortistas, Madrid, Acción Familiar, 1983; Willke, J.C., y esposa, Manual sobre el aborto, Pamplona, Eunsa, 1994; Lejeune, J., ¿Qué es el embrión humano?, Madrid, Rialp, 1993; Santos Ruiz, A., Instrumentación genética, Madrid, Palabra, 1990; Varios, El aborto. 100 cuestiones y respuestas, Madrid, Palabra, 1991.

[56]         Dícese que a un honrado ciudadano un día le paró en la calle una señorita pro abortista para realizarle una encuesta precisamente sobre si era partidario de “la interrupción voluntaria del embarazo”. El respetable señor respondió con mucho afecto lo siguiente: “No señorita; porque si su madre o la mía hubiesen pensado como usted, nosotros no podríamos estar ahora charlando tan amigablemente”. La entrevistadora dejó de realizar más entrevistas.

[57]         Correas, G., op. cit., 500.

[58]         Por lo demás, esta violencia no sólo afecta a la persona del hijo, sino también a la de la madre. Obviamente sólo puede abortar la mujer. Pero si lo hace, lesiona su ser personal, porque como persona, es reunitiva, tanto, que guarda con el niño que lleva en su seno durante ese periodo una relación personal, mucho mayor que la que guarda con su marido, con los demás miembros de la familia, etc.; relación que al abortar queda truncada. Si ella vive en relación, al abortar se hiere ella misma como persona, porque reniega de lo que es: en vez de convocar, disgrega. En suma, el aborto hiere en su núcleo al feminismo, a la par que destruye un proyecto personal, el más novedoso que cabe, porque cada persona humana es irreductible e irrepetible.

[59]         La instrumentación genética es una pretensión reciente inversa a la moderna. En efecto, mientras la modernidad, en buena medida, se ha caracterizado por subordinar la técnica al hombre para mejorar su vida, esta tesis postula lo contrario: pone el hombre al servicio de la técnica, aún matando su vida. Además, teológicamente, es especialmente grave, pues consiste en ponerse el hombre en lugar de Dios, subordinando el decreto creador de éste al arbitrio del hombre, para que Dios cree persona a aquél que uno técnicamente decida.

[60]         Algunos casos reales en Holanda han sido: una enfermedad incurable, una disminución física, una depresión, un aburrimiento vital de fondo, la apelación a una supuesta muerte digna, etc. No es eutanasia, sino sentido común y respeto a la vida en paz del paciente, dejar que emplear medios extraordinarios para mantener artificialmente la vida en casos de enfermedades terminales irreversibles.

[61]         La misión del médico es investigar para sanar una enfermedad, o, como mínimo, eliminar el dolor de ella, pero no liquidar al paciente. Ceder a esto último es falta de profesionalidad o facilismo.

[62]         Correas, G., op. cit., 641.

[63]         Job, cap. 7, vs. 1.

[64]         La medicina como saber práctico es la disciplina encargada de aplazar la muerte. Con todo, ese fin es muy corto si se compara con lo que pueden llevar a cabo los buenos profesionales de la salud, pues su cuidado es sobre personas, y éstas no mueren, aunque estén corpóreamente enfermas y muera su cuerpo. Por eso el trato de los médicos con los pacientes debe ser muy humano, personal. Un tratamiento especialmente delicado se advierte en la profesión de enfermera, cuya dedicación al paciente es muy humana, servicial, casi materna. Por lo que se puede decir que esta ocupación supone una vocación de servicio a los demás muy especial.

[65]         Es decir, ¿por qué no caer en la cuenta de que la no elección también es una elección? Efectivamente, Se puede elegir entre A o B, pero también entre elegir o no elegir. La abstención también se elige, y es claro que esta segunda elección es superior a la primera porque tiene el dominio sobre aquélla.

[66]         “Bien y ser son lo mismo en la realidad”, Tomás de Aquino, Cuestiones Disputadas Sobre La Verdad, q. 21, a. 1, co.               

[67]         Por ejemplo, decimos que un escorpión o una serpiente venenosa son malos, porque son menos buenos para nosotros (e incluso más dañinos) que otros animales. Pero tales animales, por el hecho de ser, son reales, y por tanto, son bienes.

[68]         Por ejemplo, una enfermedad no nos parecería tal mala si supiéramos alcanzar con ella más fortaleza, más paciencia, más agradecimiento a los demás, y sobre todo, si supiéramos sobrenaturalizarla, es decir, aceptarla y ofrecerla para que, acogida por Dios, sirviese en beneficio de alguien.

[69]         Así, en un ciego no conocemos una “realidad positiva” a la que llamemos “ceguera”, sino que conocemos que tal persona tiene los ojos enfermos, o que no tiene ojos, es decir, conocemos unos ojos con unas privaciones o deficiencias, o la falta de esos órganos debidos en el rostro que vemos.

[70]         Ejemplificando: no podemos saber que somos ciegos a través de nuestra propia vista porque carecemos de ojos; no podemos conocer que un error intelectual es error si juzgamos con el nivel racional que está inmerso en él; no podemos saber cuál es nuestro sentido personal si hemos prescindido de buscar tal sentido.

[71]         Por ejemplo: sabemos que nos hemos equivocado racionalmente porque con una instancia cognoscitiva superior a la razón podemos conocer el mal proceder de esa facultad; podemos saber que hemos “metido la pata” moralmente, porque tenemos una instancia cognoscitiva que arroja luz sobre los actos de nuestra voluntad.

[72]         Por ejemplo: cuando nos aceptamos como quien desprecia, como independientes, como superiores, cuando damos cabida en nuestro interior a la soberbia, etc.

[73]         Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 188.

[74]         Correas, G., op. cit., 339. Teológicamente esta tesis se puede traducir diciendo que el peor pecado es la pérdida de la conciencia de pecado.

[75]         Ibid., 278.

[76]         Como es sabido, ese dualismo admitía la existencia de un principio del bien y otro del mal, y de esos dos principios derivaría todo lo demás. Pero su rectificación filosófica clásica (el Pseudo Dionisio, San Agustín, etc.) señala que el mal es siempre privación de bien debido, porque el mal es carencia de bien, y el bien coincide con la realidad, con el ser.

[77]         Por  ejemplo: la falta de afecto de un marido a su esposa; la carencia de educación de los padres a los hijos, la ausencia de estudio en un estudiante, etc.

[78]         Por ejemplo: el robo, el homicidio, el adulterio, una clase mediocremente dada por un profesor, etc.

[79]       Se puede ilustrar del siguiente modo: “el mayor enemigo que tuve fue a mí mismo. Con mis propias manos llamé a mis daños. De la manera que las obras buenas del bueno son el premio de su virtud, así los males que obra un malo vienen a serlo de su mayor tormento”, Alemán, M., Guzmán de Alfarache, II, Madrid, Cátedra, 1979, 343.

[80]         Con todo, el dolor, aunque sea físico, no afecta sólo a nuestra corporeidad, sino que el doliente es uno, la persona entera.

[81]         Es el más abarcante en cada inteligencia, y también en muchas inteligencias, porque suele dar lugar a mundiales epidemias de necedad…

[82]         Así, por ejemplo, si uno piensa que todo es opinable (en el sentido de que no admite una verdad indiscutible, sino que acepta que todo es según un más y un menos) falsea su inteligencia, pues ésta anhela la verdad y sólo en orden a ella crece; si uno es crítico respecto de todo, la inteligencia se estanca, no crece, gira siempre en el mismo plano horizontal, deja de anhelar más verdad y se aburre; si alguien piensa que todo es interpretable, se imposibilita a alcanzar verdades obvias, pues es manifiesto que sobre lo obvio sobra el interpretar, etc. De modo que no parecen muy acordes con la naturaleza de la inteligencia humana las discusiones empecinadas, disputas, rencillas, dialécticas, modos sofísticos de hablar, la “opinionitis”, el relativismo, el escepticismo, el agnosticismo, el zanjar prematuramente la deliberación sin sopesar suficientemente los pros y contras de una acción, el creer que lo que dice la mayoría es la verdad, o confiar en que toda verdad vale lo mismo y tiene el mismo peso, que es “democrática”, etc. Se tratará más de esto en el Tema 7.

[83]         Por ejemplo: no querer que la homosexualidad sea contraria a la naturaleza humana; desear que no pase nada cuando uno se excede en el uso de alcohol; ansiar que el uso de drogas -no recomendadas médicamente- sea conveniente y no tenga efectos secundarios lamentables; pretender que el dinero o una ideología política valga más que la vida de una persona; querer que la profesión valga más que la familia, el conyuge o los hijos, etc.

[84]         En la precedente actitud estriba la entraña de esa realidad revelada por Dios a la tradición judeo-cristiana que lleva el nombre de pecado original. Se llama original porque fue el primero del género humano. Se transmite por generación de los primeros padres a sus descendientes. Como es sabido -según dicha tradición- ese pecado personal en nuestros progenitores dejó en los descendientes una herida en la naturaleza humana (vulnus naturae), no en la persona (vulnus personae), es decir, se transmite de generación en generación a lo natural del hombre, no a su persona. Como la inteligencia pertenece a la esencia humana, esa herida no parece afectar directamente a esa potencia, aunque sí indirectamente, ya que ella se sirve en su operatividad de los sentidos de la naturaleza humana (cfr. E. Denzinger, El Magisterio de la Iglesia, nn. 174, 1616, 1627, 1643, 1670, 3875). Y otro tanto le ocurre a la voluntad (Cfr. Ibid., nn. 181, 186, 317). Con esa lesión se altera la armonía inicial entre las facultades superiores e inferiores humanas (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 400).

Que esa herida se da en la naturaleza humana no es un hallazgo específico de la religión judía o cristiana. Platón, por ejemplo, que nada sabe de esas tradiciones, se percata con bastante agudeza de esas malas inclinaciones nativas en naturaleza humana.

Y también en esa actitud de “inventar” y aceptar el mal radica la índole de lo que dicha revelación denomina pecados personales. El error está en que buscamos un modo de conocer y de querer que no es apto y natural para nosotros. Pretendemos constituirnos en dueños y señores de nosotros mismos y del orden del universo. Nos queremos constituir en el fundamento último de nuestro modo de conocer y de querer y en fundamento del mundo. Sin embargo, querer ser fundamento de nuestro modo de conocer y de querer, y desear que la realidad sea como a uno se le antoje es imposible. El conocer y el querer humanos no son creadores.

[85]         Cfr. Tomás de Aquino, In II Sent., d. 32, q. 9.

[86]         Cfr. Polo, L., Sobre la existencia cristiana, Pamplona, Eunsa, 1996, 197 ss.

[87]         Y también es compatible con otra actitud: la pérdida del sentido del pecado (asunto netamente actual y de proporciones mundiales), porque el pecado sólo se conoce desde Dios. Así es, si el mal no es sólo la oscuridad en la inteligencia y la falsedad en la voluntad, sino también la ignorancia ínsita en el corazón humano, en la persona, el mal radical, el pecado personal, no se puede conocer a menos que Dios ilumine nuestra intimidad, puesto que -como se verá- nosotros no podemos arrojar luz sobre ella, o restituir su claridad si se ha perdido.

[88]         La descripción de este mal es coherente con lo que la Iglesia llama pecado: “el pecado es, en definitiva, una disminución del hombre mismo, que le impide alcanzar la propia plenitud”, C. Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n. 13. Cfr. Pieper, J., El concepto de pecado, Barcelona, Herder, 1986.

[89]       Si aceptar el mal conlleva perdida de conocimiento (personal, racional, etc.), alguien puede sospechar que esta tesis no concuerda con la doctrina cristiana según la cual el pecado se comete “con plena advertencia y perfecto consentimiento”. La respuesta dice así: antes de cometer el mal se tiene conciencia de él, pero cuando se comete, no se tiene la misma conciencia que antes, sino menos. Sí; se es responsable del mal cometido; pero una vez cometido, se es menos reponsable que antes de cometerlo.

[90]         “Vanos son por naturaleza todos los hombres en quienes hay desconocimiento de Dios”, Libro de la Sabiduría, cap. 13, vs. 1.

[91]         Cfr. Génesis, cap. 3, vs. 5. 

[92]         Pongamos un sencillo ejemplo. Quienes más ceden al placer sexual de modo contrario a naturaleza humana, es decir, fuera del ámbito esponsal -que es el único que puede elevar el deseo a amor personal-, suelen ignorar el sentido último de la vida (no quieren pensar en ello; les molesta), se incapacitan para amar a la persona o personas como tales (desean su cuerpo, su sexo, su simpatía, su juventud, su dinero, sus cualidades intelectuales, sus aptitudes económicas, etc.), pues su querer tiende a lo fácil, y la soberbia, y consecuente soledad personal y angustia interiores acompaña sus pasos, esto es, no son felices en su interior porque ignoran su núcleo personal y el de aquellos con quienes conviven. Es la soledad de dos o más en compañía.

[93]         Esa tesis es defendida por algún pensador cristiano: “piensa, pues, que, así como lo que es nada no tiene ser natural entre las criaturas, así el pecador, por mucho estado y bienes que tenga, si le falta la gracia y el ser espiritual, es tenido en nada ante los ojos de Dios… Esto es tanta verdad que el pecador es incluso menos que nada, porque es peor el mal ser que el no ser”, San Juan de Avila, Audi Filia, Madrid, San Pablo, 1999, 334.

[94]         Para Tomás de Aquino cuando una persona está más cerca de Dios más poca cosa se reconoce: “quanto enim aliquis magis afficitur ad Deum, et ipsum cognoscit, tanto videt eum maiorem et se minorem; imo prope nihil, in comparatione ad Deum”, Super Eph., cap. 5 l. 7. Pero quienes son realmente casi nada son los condenados en el infierno. Por eso, nada impide decir que en ese estado la pérdida del ser personal, si bien nunca definitiva, siempre es progresiva. Lo cual supone también una muestra de la misericordia divina, pues si ser y conocer son correlativos, a menos ser, menos conocer y, por tanto, la conciencia del lamentable estado en el que se halla el condenado se va perdiendo, aunque sin anularse. También el pecador durante esta vida tiene una conciencia turbia, pues anda como borracho.

[95]         Tomás de Aquino, Suma Teológica, III ps., q. 46, a. 6, co.

[96]         “Quien más al hombre enmienda/ la memoria es de la muerte”, Calderón de la Barca, El diablo mudo, Pamplona, Ed. Reichenberger-Kassel, 1999, 132; “recordarnos la idea de la muerte es como presentarnos un espejo que nos dice que la vida no es más que un soplo y que fiarse de ella es un error”, Schakespeare, W., Pericles, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 665.

[97]       “La muerte, ni buscarla ni temerla”, Correas, G., op. cit., 430. Ante la percepción de lo pasajero de la vida no se debe caer en la falta de esperanza. Uno parece estar de vuelta de muchas cosas que han llenado su vida. Tiene de qué arrepentirse y eso le avergüenza. Parece que los días transcurran de prisa y de forma rutinaria. Los acontecimientos de la vida pierden peso. Los sucesos se perciben como bastante relativos y la propia vida no queda afectada por ellos. Por eso la persona que envejece tiende a olvidar hasta lo que pasó ayer. El sentido que cada quien le da a su vida en este periodo depende de si acepta y cómo acepta el final.

[98]         Cfr. O´Callaghan, P., Muerte y esperanza, Madrid, Palabra, 2004; Morin, E., L´ homme et la mort, Paris, Seuil, 1970.

[99]         Pieper, J., “Vom Sinn der Tapferkeit”, Werke, t. IV, 11.

[100]        “Además de las reflexiones respecto a los nombramientos y cambios en el servicio que podían resultar de aquel óbito, el hecho mismo de la muerte de una amigo, suscitó, como siempre, en todos los que se enteraron de aquella noticia, un sentimiento de alegría: `No soy yo, es él quien ha muerto´ `¡lo que son las cosas! ¡Él ha muerto y yo vivo!´”, Tolstoy, L., La muerte de Ivan Ilitch, Barcelona, Juventud, 1996, 18.

[101]        Morin, E., L´homme et la mort, Paris, Seuil, 1970, 49.

[102]        Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 804.

[103]        “Y consiento en mi morir/ con voluntad placentera,/ clara y pura,/ que querer hombre vivir/ cuando Dios quiere que muera,/ es locura”, Manrique, J., op. cit., copla XXXVIII, 124.

[104]      “Actualmente resulta difícil hablar de la muerte porque la sociedad del bienestar tiende a apartar de sí esta realidad, cuyo solo pensamiento le produce angustia. En efecto, como afirma el Concilio, “ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen”, (Gaudium et Spes, 18)”, Juan Pablo II, Escatología universal: la humanidad en camino hacia el Padre, en Creo en la vida eterna, Madrid, Palabra, 2000, 226.

[105]        Por eso Juan Pablo II aconsejaba que “no debemos temer a la verdad de nosotros mismos”, Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona, Plaza y Janés, 1994, 28.

[106]        Quevedo, F. de., Los Sueños, Madrid, Alianza Editorial, 1983, 154.

[107]        Marías, J., La filosofía del Padre Gratry, en Obras, vol. 4, 317.

[108]        San Agustín, Comentario a los Salmos, 38, 19. Cfr. también Sermones, 97, 3.

[109]        Cfr. Polo, L., “Acerca de la muerte”, en Itsmo, 1985; Arregui, J. V., El horror de morir, Barcelona, Tibidabo, 1992; Pieper, J., Muerte e inmortalidad, Barcelona, Herder, 1970; Choza, J., Al otro lado de la muerte, Pamplona, Eunsa, 1991.

[110]        Sófocles, por ejemplo, describe al hombre como el que tiene todas las salidas, todas las posibilidades, pero que respecto de la muerte no tiene salida (panta poros aporon). Después de comenzar el coro de su obra literaria diciendo que “nada es más asombroso que el hombre” y pasar a relatar las múltiples posibilidades humanas termina: “sólo del Hades no tendrá escapatoria”, Tragedias, Antígona, (332-362), Madrid, Gredos, 1981, 261-2.

[111]        Cfr. Urabayen, J., El pensamiento antropológico de Gabriel Marcel: un canto al ser humano, Pamplona, Eunsa, 2001, 47-55. 

[112]        Evidentemente los bien intencionados no están dispuestos a admitir esto, puesto que incluso tratan personalmente en su vida con los santos como con personas, a las que se considera más vivas y poderosas que lo fueron en su paso por la tierra. En efecto, no cabe hablar en aquellos de “almas” sino de “personas”. De “almas” háblese sólo metafóricamente. La Iglesia tampoco rinde culto a “almas”, sino a santos, a “personas”. Al parecer, pues, nadie deja de ser persona tras la muerte. Con lo cual se puede ser persona sin cuerpo (de hecho los ángeles son así siempre). O de otro modo: el cuerpo no es la persona en el hombre, sino de la persona.

[113]        Cfr. Tomás de Aquino, Comentario al libro del pseudo Dionisio In Divinis Nominibus.

[114]        Quevedo, F., “Amor constante más allá de la muerte”, Poesía española del Siglo de Oro, Madrid, Salvat, 1970, 152.

[115]        Quevedo, F. de., Los Sueños, Madrid, Alianza Editorial, 1983, 188.

[116]        “Miseria es grande perderse uno con falsedad y con verdad no poderse desengañar”, Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, n. 70, 12.

[117]        “Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos”, Confesiones, l. III, cap. 6, 11. Y en otro lugar: “Mas Dios es para ti hasta la vida de tu vida”, Ibid., l. X, cap. 10, Trad. de Custodio Vega, A., Madrid, B.A.C., 1958, “¿Dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí?… Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera… Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo”, Ibid., cap. XXVI y XXVII.

[118]        Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 787.

[119]        Cfr. Menón, 81c. Fedón, 72 c – 76 e; 70 e; 78 b – 83 a; 105 b – 107 a; República l. X, 608 d 1 ss. Fedro, 245 c 5 ss.

[120]        Ésta es la prueba clásica de la inmortalidad, que puede verse, por ejemplo, en Tomás de Aquino, cfr. Suma Contra Gentiles, l. I, cap. 57. Cfr. asimismo: Cruz, J., “El estado de inmortalidad”, en Metafísica y alma, Pamplona, Eunsa, 2006, 95-106.

[121]        Esa confusión se debe a cierta interpretación de la célebre idea de eternidad que sostuvo Boecio, y que ha sido la más comúnmente aceptada a lo largo de la historia del pensamiento. Ese autor describe la eternidad como una vida que se da toda a la vez y colmada de perfección, “vita tota simul et perfecta possesio”. “Simul”, a la vez, indica presencia. Esa visión de la eternidad es una semejanza tomada del modo de conocer de nuestra inteligencia, que opera en presente.

[122]        En cuanto a una buena comprensión de qué signifique la eternidad, la teología de la fe aclara que “si el cristiano no está seguro del contenido de la expresión “vida eterna”, las promesas del Evangelio, el sentido de la Creación y de la Redención desaparecen, e incluso la misma vida terrena queda desposeída de toda esperanza”. Card. Seper, F., Prefecto de  la Congregación para la doctrina de la fe. Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, en Temas actuales de Escatología. Documentos, comentarios y estudios, Madrid, Palabra, 2001, 21.

[123]        No es prematuro, por tanto, aludir en el primer tema a la inmortalidad y a la eternidad, pues sin ellas no se dota de sentido al resto de los temas humanos ni a la vida cotidiana. También por eso, convendría empezar por estudiar los temas más altos y que dan sentido a los demás, a saber, los 4 últimos de este libro. En suma, realmente es mejor proceder según el orden inverso que presentan los temas de este texto, aunque pedagógicamente sea más llevadero el orden que se ha elaborado.

[124]        Cfr. Platón, Fedón, 64 a – 65 a; 81a; 82 c –  84 b; etc.