ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES (J. F. Sellés)

05. El cuerpo humano

En esta Parte II del Curso se estudia la naturaleza humana, la vida recibida. Tampoco esto en lo más importante en el hombre. En efecto, las biografías no se limitan a decir cómo fueron los rasgos físicos y el contexto espacio-temporal del personaje estudiado, sino que se centran en mayor medida en sus hechos y dichos, y si el historiador es más perspicaz, en el significado de los mismos, para mejor descubrir de ese modo la personalidad del protagonista.

De modo similar, lo más importante en antropología no estriba en el estudio de la corporeidad humana, porque ninguna persona se reduce a su cuerpo, aunque esta tesis sea un poco sorprendente en una sociedad como la nuestra en que se rinde bastante culto al cuerpo, y se miden en exceso las cualidades y relaciones humanas en función de él. Con todo, por tratarse del cuerpo de la persona humana, este tema es digno de atención, pero no debe perderse de vista que el sentido del cuerpo se entiende si se subordina al sentido personal, no a la inversa.

  1. Cuerpo orgánico

El cuerpo humano vivo, sus funciones y facultades constituyen la naturaleza humana, la vida recibida; la herencia biológica que debemos a nuestros padres. De ellos no hemos recibido la persona que somos, a saber, el acto de ser personal, ni tampoco la esencia humana, es decir, el partido que cada cuál saca de sus falcultades superiores sin base orgánica. Señalábamos en el Capítulo 1 de este Curso que la vida no es algo sobreañadido extrínsecamente al cuerpo orgánico, sino su movimiento intrínseco. Conviene añadir ahora que la vida es lo que hace que un cuerpo sea precisamente un organismo. Vivificar a un cuerpo es constituirlo como organismo.

El cuerpo vivo no es tal antes de recibir la vida. Sin ella las realidades físicas no son cuerpo orgánico, sino materia inerte. Cuerpo con vida es cuerpo orgánico. Los órganos son los soportes biológicos de las potencias o facultades (de ellas se trata en el Tema 6) de que está dotado un ser vivo corpóreo (ej. los oídos son los órganos de la facultad auditiva, los ojos lo son de la visiva, etc.). Tales potencias con soporte orgánico son principios próximos que ordenan, configuran, informan, una parte del cuerpo, no el cuerpo entero, sino cada una a su órgano (ej. la facultad auditiva activa a los oídos; la de la vista, a los ojos, etc.). La vida es el principio remoto unitario que vivifica enteramente al cuerpo. Es, por tanto, el origen del que dimanan todas las facultades o potencias, que contribuyen a que el cuerpo sea un organismo. La vida (lo que los antiguos denominaban alma) es, pues, la que ordena y coordina las distintas facultades y las hace compatibles entre sí. Es curioso que el cuerpo humano reciba su vida del alma y que “no hay mayor duelo que el del alma y del cuerpo”[1]. Algo debe de hacer ocurrido para que se haya producido un notable desajuste entre ambos; desorden agudo que, además, al fin de esta vida termina inexorablemente con la ruptura definitiva.

Los cuerpos orgánicos tienen mayor o menor complejidad dependiendo del mayor o menor número de potencias o facultades que posean y del tipo de las mismas. Los órganos son para las facultades; no al revés (ej. el ojo es para la vista, no la vista para el ojo; no se trata sólo de que veamos porque tengamos ojos, sino de que los ojos son para ver). De modo semejante, hay que recordar a menudo que el cuerpo es para el alma, y no a la inversa. De ahí la importancia de seguir el consejo de aquella sentencia castiza: “hoy en la vida, mañana en la fosa y mortaja; bienaventurado el cuerpo que por su alma trabaja”[2]. No se pueden comprender, pues, enteramente los órganos desde una perspectiva meramente anatómica, fisiológica, biologicista, sino que se los entiende bien sólo en atención a las facultades (ej. no se advierte enteramente el sentido del ojo desde un mero estudio fisiológico, es decir, al margen de que el ojo es el órgano de la visión, o sea, de que está configurado para ver). A la par, no cabe una entera compresión de cada órgano por separado, ni tampoco una entera comprensión psicológica de cada facultad por separado. La comprensión completa es la que compara unos órganos con otros y unas facultades con otras en atención a la armonía jerárquica del conjunto.

En suma, se trata de ver que el fin del cuerpo no es el cuerpo, sino, en rigor, el alma[3]. El fin del cuerpo no es corpóreo, y no sólo en cada una de sus partes, sino en el conjunto (ej. el fin del ojo es ver, pero el ver no se ve, no es corpóreo. No se puede estudiar anatómica o biológicamente el ver, porque tal acto no es ni anatomía ni biología ninguna, sino conocimiento, que es el fin de aquéllas. Tal conocer no es vida puramente biológica, sino vida cognoscitiva). Del mismo modo, el fin del cuerpo, tomado enteramente, tampoco es corpóreo. El fin del cuerpo humano es el alma humana, su principio vital. No es ésta para aquél, sino el cuerpo para el alma. El yo ni es cuerpo ni es para el cuerpo, sino que el cuerpo es para el yo, para manifestar sensiblemente, en la medida de lo posible, el sentido del yo. Por eso, concepciones filosóficas que describen a la persona según la “unidad” o “totalidad” del alma y cuerpo -tales como la de Zubiri-, no pueden dar razón de la persona post mortem.

El cuerpo humano es el cuerpo vivo más complejo de la realidad, no sólo por la composición biológica, sino por el para de su funcionalidad. Aunque la biología y la ciencia médica han progresado mucho, todavía estamos en los prolegómenos la investigación del cuerpo humano, al menos en alguna de sus partes neurálgicas, como es el sistema nervioso central. Nos admiramos ante la pluralidad de las células de nuestro cuerpo, diversificadas entre sí desde la embriogénesis, de cómo esas pueden desarrollarse a partir de una única célula; nos sorprende la intrincada armonía que guardan los diversos órganos, funciones y facultades entre sí. No sólo eso, sino que, además, el cuerpo humano es incomprensible al margen de su engarce con lo que no es meramente orgánico o corpóreo, a saber, con lo inmaterial y espiritual (ej. una sonrisa no es sólo un movimiento facial, sino expresión, a través del gesto, de algo que no es meramente biológico: agradecimiento, felicidad, engaño, etc.). El cuerpo y el alma no funcionan cada cuál por su cuenta -al menos no es pertinente que así procedan-, sino que están vinculados armónicamente. La unión es de subordinación del cuerpo al alma. El uno depende de la otra[4] .

El cuerpo no es la persona, sino de la persona. El cuerpo tampoco es el yo. Es manifiesto que no cabe persona humana en este mundo sin cuerpo, pero si la persona se midiera como tal por el cuerpo, uno sería menos persona en la niñez, en la enfermedad, en la vejez, en las lesiones, con el cuerpo deshecho (la realidad parece justo la contraria, en esas situaciones resplandece más -si se sabe advertir- el carácter de persona de los humanos). Sería menos persona cualquiera de la calle que un atleta, o lo sería menos cualquier ama de casa que “miss-Universo”. Además, dejaría de ser persona al morir. Todo ello es absurdo. No; el cuerpo es de la naturaleza humana, pero no es la persona humana. El cuerpo es para la persona, no la persona para el cuerpo. Si no fueran asuntos distintos esta afirmación sería ininteligible. Cabe preguntar ¿para qué de la persona? Se puede ofrecer esta respuesta: para que la persona se manifieste sensiblemente en cierto modo a través de su cuerpo, o, al menos, para que no encuentre impedimentos en su corporeidad para expresar en cierto modo quién es. Esto constituye una peculiaridad exclusiva de los humanos.

Por eso, debemos estudiar a continuación el carácter distintivo de nuestro cuerpo con respecto al de los animales. Indagaremos también sobre la armonía entre las funciones de nuestra corporeidad y el fin supraorgánico, suprabiológico, de las mismas, finalidad de la que carecen los animales. En rigor, se trata de reparar que cada cuerpo humano es aquello orgánico de la naturaleza humana según lo cual dispone una persona humana irrepetible (no un individuo de la especie) para manifestarse[5].

  1. Carácter distintivo del cuerpo humano

La tesis a esclarecer se puede enunciar así: el cuerpo humano no es ni orgánica ni funcionalmente como el del resto de los animales superiores, sino justamente inverso respecto de ellos. Es sentencia clásicamente admitida que el hombre es un “animal racional”. Esta definición parece sostener que tenemos algo en común con el género animal, que sería la “animalidad”, y algo propio y distintivo nuestro, que vendría a ser exclusivamente lo “racional” que, por cierto, perdemos con frecuencia… Sin embargo, intentaremos aclarar que el hombre se distingue radicalmente -no sólo de grado- de los animales a todo nivel corpóreo, y no sólo por la razón (y en la pérdida de ella). En rigor, el hombre no es animal. El hombre no es su cuerpo, y su cuerpo no es animal. Por lo demás, en virtud de ese carácter propio del cuerpo humano se distinguen, al menos hasta nuestros días…, las Facultades de Medicina y Veterinaria. También por suerte, hasta la fecha, tiene más demanda la primera… El cuerpo humano está espiritualizado. Comencemos, pues, por ver la distinción esencial entre el cuerpo humano y el de los demás animales.

El cuerpo de los animales es sumamente determinado constitucionalmente, y especializado en orden a una función; el del hombre, por el contrario, es abierto y desespecializado. En lenguaje aristotélico se podría decir que el cuerpo humano es potencial, o sea, no hecho para esto o lo otro, sino abierto para hacerse con esto, con lo otro y con lo que se desee y, además, para hacerse con ello de un modo u otro, es decir, como se desee. Es moldeable por la persona que lo vivifica, como el barro en manos del alfarero, o como la plastilina en las de los niños. Con todo, vale la pena moldearlo bien, personalizarlo, porque, al igual que los precedentes materiales, con el uso el cuerpo pierde sus virtualidades.

Reparemos en el nacimiento. Siempre se nace -como advierte Polo- prematuramente[6]. Los animales nacen casi viables, maduros. Al menos, con pocos minutos, horas, o máximo pocos días, éstos son viables tras el nacimiento. Tienen de entrada incrustados en su instintividad todos lo movimientos y funciones de un adulto de su especie. El hombre no. Tiene que aprenderlo todo, respirar, comer, beber, andar, etc. Atendamos al bipedismo. Los animales tienen las extremidades especializadas para un sólo menester: pezuñas para pisar duro, garras para desgarrar, aletas para nadar, pies prensiles como los de los monos para trepar, etc. Nosotros sólo andamos, a diferencia de los cuadrúpedos, con los pies, pero nuestros pies no están especializados para ningún hábitat determinado. En caso contrario, ser buena bailarina de ballet, por ejemplo, tendría poco mérito, pues todas las mujeres estarían inclinadas a serlo, y es manifiesto que sólo la que lo es educe movimientos de sus pies no heredados nativamente.

Los pies humanos están arqueados, de modo que ese arco pueda soportar el peso del resto del cuerpo a fin de que permita a la par desplazarlo. Tener pies planos es un defecto que impide el equilibrio del cuerpo, de modo que a tales personas les resulta dificultoso apoyarse sólo sobre una de sus extremidades unos breves instantes, o se cansan más al estar de pie o al caminar. El arco del pie humano es compatible con la fuerte articulación del tobillo; con la posición vertical de las piernas; con la articulación resistente de la rodilla, que soporta con suficiente juego el peso del cuerpo; con la reciedumbre de la tibia y del fémur que facilitan la posición erguida (que tanto se echa de menos cuando se rompen), etc. A su vez, esta postura es perfectamente compatible con no dedicar las extremidades superiores a menesteres de soporte y desplazamiento del cuerpo. Ello implica liberarlas para otras tareas. Eso sólo se da en el hombre. Al igual que los pies, tampoco las piernas están especializadas. Por eso unos las especializan, por ejemplo, en orden a practicar fúlbol y otros en orden al ciclismo, siendo ambos desarrollos no sólo heterogéneos sino incompatibles. Nosotros, además, nos sentamos para liberar esfuerzo físico de cara a desarrollar esfuerzo mental. En cambio, cuando no se trata de pensar sino de actuar, cuando se monta a caballo por ejemplo, conviene no tanto sentarse como aguantar todo el peso en las piernas y en los estribos.

¿Y el resto del cuerpo humano? Está sumamente desespecializado, e incluso desasistido, es decir, no recubierto con plumas para volar, o de piel dura o abundancia de pelo para resistir el frío, etc. Suele decirse que el hombre está desnudo. A ello hay que añadir que el hombre es el único animal que se da cuenta que lo está, y que le conviene no Si no lo notara no tendría sentido vestirse, a menos que con ello se defendiese, por ejemplo, del frío. Pero también se visten los que viven en los trópicos, y en las zonas templadas costeras. Cubrirse no es cultural (cultural es hacerlo de un modo u otro), sino natural al hombre; y tiene que ver con el pudor, pues no hacerlo denota una pérdida de honestidad, asunto ético. El cuerpo humano es un gran don, una inmensa riqueza, aunque este regalo admite ciertos límites y necesidades. En efecto, el hombre posee carencias biológicas, pues está corporalmente necesitado, indeterminado, y, sin embargo, mediante la versatilidad de su cuerpo -y, sobre todo, con su inteligencia- puede cubrir sus necesidades, aunque hasta cierto punto, pues la muerte supone para el cuerpo un límite infranqueable.

El hombre puede ejercer mediante su cuerpo todas aquellas funciones de cara a las que está especificado el cuerpo animal, aunque no merced al sólo cuerpo, sino a lo que adscribe a su cuerpo. Por eso todos los rasgos corpóreos son compatibles con la inteligencia, que no es orgánica[7], pues ella es susceptible de crear instrumentos para hacer viable nuestra nuda corporeidad y continuarla. Por eso fabricamos vestidos para cubrirnos, automóviles para desplazarnos, barcos para navegar, aviones para volar, satélites para comunicarnos, etc. La inteligencia humana procura al cuerpo los instrumentos necesarios para dominar la tierra, el mar y el aire; en definitiva, el espacio y el tiempo físicos. No es que “donde no media el artificio, toda se pervierte la naturaleza”[8], sino que es señal clara de que todavía no existe inteligencia, y sin ésta, no se acelera el progreso de la naturaleza, (tampoco cabe proceder a su perversión).

Por otra parte, nuestro aparato digestivo no está diseñado para un único género de alimentos, sino que somos omnívoros. Tampoco tenemos anticuerpos suficientes en el sistema inmunológico para hacer frente a los agentes patógenos externos, como ciertas aves de rapiña, pero inventamos medicinas. De modo parejo, no disponemos de un aparato circulatorio con sangre fría, o de un aparato respiratorio con branquias, como los peces, para respirar bajo el agua, pero dominamos inteligentemente las profundidades de las aguas con submarinos, etc. No es el sistema nervioso humano ni lento en reaccionar como el de las tortugas, ni extremadamente respondón, como el de la lagartija. Ello posibilita que nuestro cuerpo sea afectado por el medio, ya que de él extraemos muchos conocimientos, pero que no seamos estimulados hasta tal punto que el medio sea determinante de nuestra conducta. Por eso, inhibimos muchas de sus influencias en vistas a parar la acción para pensar.

El cuerpo humano es admirable, y no sólo por los naturalistas, por los aficionados al microscopio, los profesionales de la anatomía humana, etc., sino por todo hombre dotado de sentido común. La complejidad armónica se destaca más en algunas partes del cuerpo, como son las que se propondrán a consideración seguidamente. El cuerpo es más admirable aún por su fin intrínseco, el alma. En efecto, la naturaleza humana es para servir a la esencia humana. Por otra parte, el cuerpo humano posibilita la cultura, que prolonga la naturaleza corpórea humana. De ordinario se suele contraponer lo cultural a lo natural. Pero, bien mirado, la cultura humana es una prolongación natural de la naturaleza humana, no sólo de la inteligencia, sino también del cuerpo. Únicamente no es natural (más bien antinatural) la cultura que no favorece la protección y desarrollo de la corporeidad humana, no en general, sino de cada cuerpo humano, pues el fin de la cultura es el cuerpo humano, no a la inversa, ya que el cuerpo humano hace la cultura, pero la cultura no puede hacer un cuerpo humano.

  1. Manos, rostro y cabeza

Estas partes corpóreas humanas guardan todavía más rasgos distintivos con el resto de los animales. Atendamos a las manos. La finura de la piel en las manos indica más sensibilidad, más posibilidad de captar matices de la realidad sensible. Las manos no están determinadas para una sola función, sino que pueden realizarlas todas. Aristóteles las llama, por ello, el “instrumento de los instrumentos”[9], porque con ellas podemos hacer cualquier actividad práctica[10]. Están hechas para tener y hacer, es decir, para usar, manejar cosas naturales, y para fabricar artificiales. Son susceptibles de percibir muchos matices de lo real, y también de conformar esos tonos. Piénsese, por ejemplo, en las manos de un pianista.

Son perfectamente compatibles también con el lenguaje, pues acompañan con sus gestos la expresión de lo que uno lleva dentro, y, por consiguiente, con el pensar y con el querer. Por eso, no sirven sólo para usar o construir, sino también para dar, ofrecer (manifestación de afecto es, en muchos países, dar un buen apretón de manos; muestra de entrega enteriza es, por ejemplo y en todas las latitudes, su adoptar una posición orante, etc.). Y también, y fundamentalmente, las manos manifiestan el aceptar personal humano, porque en el hombre es primero y más importante aceptar que dar. Las manos son muy expresivas. Sus gestos son muy significativos, y admiten un sin fin de modalidades. ¿Y los brazos? Que están abiertos a diversos a varios usos es palmario: tenis, escalada, natación, danza, tareas agrícolas, artesanales, técnicas, de construcción, etc. Tal vez lo más expresivo que se pueda hacer con ellos sea, asimismo, aceptar. He ahí el sentido del abrazo paterno[11], del acunar materno, etc.

Fijémonos en la cara. La cara dice Julián Marías es “una singular abreviatura de la realidad personal en su integridad”[12]. Es más expresiva aún que las manos. El refrán popular acierta al sentar que “la cara es el espejo del alma”[13], aunque no sólo la cara, sino todo el cuerpo, puesto que cuando el alma está bien, el cuerpo baila (la inversa también es verdad). Armonizadas las diversas partes faciales pueden expresar alegría, tristeza, dolor, enfado, etc. La boca está provista de finos labios para hablar o sonreír. Poseemos dientes que no son específicos para desgarrar o rumiar, sino para comer de todo, para hablar, etc.

El cuello humano está dotado de movimientos normales, ni rápidos -como los de las aves-, pues éstos nos impedirían pensar, ni tardos, como el camaleón, porque serían una rémora para percibir mejor el medio ambiente en el que nos movemos y del que adquirimos conocimientos. Nuestra lengua no es pesada, como la del camello, por ejemplo; o demasiado estrecha y fina, como la de las serpientes, lo cual nos permite articular la voz. Los músculos de las mejillas recubren bastante parte de las mandíbulas, de modo que no todo sea boca, como en los reptiles, etc., sino que permiten gesticular y manifestar muchos estados de ánimo. En efecto, esos músculos son ligeros, y por ello permiten hablar, sonreír, transmitir tristeza, angustia, dolor, temor, etc. La posición de nuestra nariz es inferior a la de los ojos, y el olfato que ella permite, inversamente al de los tiburones, por ejemplo, no supera en conocimiento al de nuestra vista, lo cual señala la superioridad de este último sentido sobre el precedente.

El que los ojos ocupen un lugar superior a los oídos en el hombre, a diferencia del caballo por ejemplo, indica que en nosotros la vista es el sentido superior, el que más nos permite conocer, siendo así que realmente es el sentido más cognoscitivo. Además, los párpados, las cejas, etc., no sólo poseen una finalidad biológica, como la de evitar la entrada de polvo o sudor en los ojos, sino que con sus movimientos se expresa atención, perplejidad, picardía, etc., y eso sin necesidad de imitar a Groucho Marx. No tenemos los ojos a los lados de la cara, como las aves, los anfibios, etc., ni funcionan independientes uno de otro, como los de las ranas, sino delante para mirar de frente, y objetivar al unísono, porque eso facilita centrar la atención de nuestro pensar. La frente es recta, vertical, a diferencia de la de los monos, y no sirve para engastar cuernos, como en el caso de los toros o las cabras, sino para albergar más masa cerebral.

¿Y la cabeza? Nuestro cráneo ocupa una posición vertical sobre la columna vertebral, para mirar de frente. La posición del cráneo de los cuadrúpedos es horizontal respecto de su cuerpo, en disposición hacia el suelo, donde encuentran el alimento y su hábitat. En el nuestro, el cerebro ocupa la mayor parte de la capacidad craneana; en los animales, en cambio, es sólo una pequeña parte. Piénsese en los perros, caballos, etc. Nuestro cerebro dispone además de más neuronas libres, es decir, de aquéllas que carecen de una función biológica determinada (inervar el estómago, los ojos, etc.). El hombre también es el único animal que se peina, que se arregla de un modo u otro el cabello. No hacerlo no es natural al hombre (salvo para el calvo…), de modo que la dejadez, el descuido en ese aspecto, también posee un significado personal que el cabello deja traslucir: “la pereza no lava cabeza, y si la lava nunca la peina”[14]. Por el contrario, dedicarle excesiva atención al cabello y a sus múltiples peinados también es muy significativo, pues no pocas veces denota vanidad (y no sólo en las mujeres…); otras, crispada protesta social; pertenencia a un clan, banda o pandilla, etc. En cualquier caso, y como en el resto de las facetas corporales, el cabello no debe tomarse como fin.

  1. Las funciones añadidas al cuerpo humano

Busquemos ahora el sentido de la entera corporeidad humana para descubrir que ese sentido no es corpóreo, sino personal. El cuerpo humano es el cuerpo más abierto a más posibilidades. No está determinado a nada, aunque puede hacerlo todo. No está hecho para adaptarse, sino para adaptar el mundo a su necesidad biológica.

El cuerpo humano es expresivo de multiplicidad de asuntos que no son meramente biológicos. Pongamos algunos ejemplos. La limpieza de nuestro cuerpo tiene un significado sólo humano, pues no la cuidamos sólo porque tenemos menos defensas ante parásitos, sino porque es más agradable humanamente. Jugar, danzar, bailar no tienen un exclusivo fin biológico (ej. mantener en forma el cuerpo; prepararlo para la caza, como en los pequeños felinos, etc.), sino que son, por ejemplo, señal de regocijo personal. El cuerpo humano permite jugar, y salta a la vista que el juego no es una necesidad fisiológica. Arrodillarse, indica piedad. Ya hemos aludido al sexo como expresión de la intimidad masculina, y, sobre todo, de la femenina (repárese que los órganos genitales femeninos son internos). El andar a zancadas es más propio del varón que de la mujer. El andar cantoneándose con los hombros es propio de varones que desean exhibir su musculatura o su vana prepotencia. El andar balanceándose como una barca caracteriza a mujeres sensuales, o vanidosas, o las dos cosas. Las manos no determinadas a lo uno son abiertas a múltiples usos; son también expresivas, y hasta tal punto, que constituyen, por ejemplo, la base del lenguaje para sordomudos, una forma concreta de lenguaje convencional, uno entre otros muchos. Con ellas no sólo se saluda, sino que también se señala, se enseña, se acaricia, se acepta (no sólo ama el corazón; también las manos pueden ser expresión del amor personal), etc.

Con la cara expresamos, todavía más que con las manos, algo de nosotros mismos, y no sólo algo meramente biológico. Reír es un propio humano, decían los medievales. Esa propiedad humana hoy se satiriza comentando que el que es capaz de sonreír cuando todo está saliendo mal es porque ya tiene pensado a quién echarle la culpa…, que el que ríe el último no entendió el chiste…, etc. Hay diversos tipos de risa, la irónica, la boba, la del que ríe con, o contra… Otra manifestación de júbilo es cantar. Por eso algunos dicen que no se puede cantar y llorar a la vez, ni siquiera interpretando una ópera. También llorar, expresar aceptación, rechazo, enfado, tristeza, dolor, ternura, etc., son asuntos propios del hombre. En rigor, todas las facetas del espíritu se pueden traslucir con gestos faciales. Y no manifestarlas indica también otras facetas del espíritu: rigidez, falta de libertad de espíritu, simulación, doblez, mentira[15]… La sociedad victoriana decimonónica puede ejemplificar este aserto. Todos los gestos faciales están diseñados para apelar a otra persona (en el llanto, por ejemplo, el niño apela a su madre, el adulto puede apelar a Dios). Sin esos gestos, el teatro o el filme, por ejemplo, serían imposibles. Ningún animal da a entender esos mensajes con los gestos de la cara. El hombre sí. Es el único animal que puede imitar todas las realidades sensibles y también las humanas. Ello denota que está abierto a través de su cuerpo a todas ellas. Pero indica, sobre todo, que el cuerpo es apto, plástico, para manifestar realidades espirituales. Lo más dúctil de lo corpóreo humano es la voz: “la voz humana es órgano e instrumento material del alma”[16].

Aunar los diversos órganos faciales para reír es una finalidad sobreañadida a la meramente biológica de los mismos. En efecto, los labios son para sorber, pero también para hablar, e incluso para besar. El beso es sólo humano, aunque hay muchos modos de besar: unos indican sensualidad, otros amor, y aún otros traición. El hombre puede desear como los animales, pero es el único que puede amar. Inclinar la cabeza indica reverencia, petición de perdón, a veces timidez, otras rechazo, etc. Sólo el hombre puede pedir perdón, pues los animales no pueden hacer el mal a sabiendas -son siempre inocentes-, porque sólo pueden obrar de un modo, ya que no son libres, ni, en consecuencia, responsables. Ningún animal reverencia a otro, porque cada uno de ellos no está en función de ningún otro, sino en función de la especie. En cambio, -como advertía Tomás de Aquino- entre los hombres siempre existe algo en la naturaleza humana por lo cual podemos considerar a los demás superiores a nosotros, y ello no sólo en virtud de alguna de sus cualidades naturales (altura, fortaleza, salud, belleza, etc.), sino también de las adquiridas (facilidad para hablar, para los idiomas, simpatía, claridad en la inteligencia, firmeza en la voluntad, etc.). No obstante, cada persona es -y se sabe- superior a todas las cualidades la naturaleza y esencia humanas (si no repara en ello: señal cierta de que se está despersonalizando).

Con todo, el hombre posee en su naturaleza tendencias desordenadas: las de los apetitos inferiores cuando éstos no se subordinan a la razón y a la virtud de la voluntad[17]. Por ello, lo que precede indica algo más, a saber, que es una lamentable pérdida para la persona humana que ésta se deje llevar por las tendencias desordenadas de su naturaleza y, consecuentemente, que se despersonalice o animalice. Y viceversa, que es gozoso advertir como la persona de un hombre tira hacia arriba de su naturaleza humana, la personaliza, esto es, saca partido de ella en orden a elevarla al sentido novedoso, personal e irrepetible propio, aún en la enfermedad. La primera actitud, obviamente, es viciosa; la segunda, en cambio, virtuosa, y ambas se incluyen, por tanto, en el ámbito de la ética.

El lenguaje, por ejemplo, no es meramente biológico, sino una función añadida a la operatividad propia de los órganos que intervienen en su elaboración. Efectivamente, se emite la voz con los pulmones, la traquea, la laringe, las cuerdas vocales, la boca, la lengua, los dientes, los labios. La primera finalidad de estos componentes no es hablar, sino respirar, servir de conducción al aire, gustar, masticar, sorber, etc. Por tanto, el uso de esos órganos para la emisión de la voz es una finalidad sobreañadida a la función meramente natural de ellos. Además, los timbres de la voz, las entonaciones, son altamente significativas. Unas denotan cariño, otras ironía, autoridad o autoritarismo, humildad, sensiblería, afectada seriedad, sencillez, etc. La mirada en el hombre no es sólo para ver, sino que caben muchos modos de mirar (mirada pícara, alegre, soberbia, sensual, inocente, amable, de admiración, de perplejidad, de compasión, de amor personal, etc.).

Se podrían multiplicar los ejemplos, aunque con lo descrito es suficiente para rastrear las funciones sobreañadidas a las diversas facetas de la corporeidad humana. Se debe, sin embargo, dar razón de ese carácter distintivo. ¿Por qué tanta indeterminación o potencialidad en el cuerpo humano?, ¿por qué tanta posibilidad significativa en él? Derivado de lo anterior, la conclusión sólo puede ser una: el cuerpo humano está hecho para expresar la apertura irrestricta, la libertad, que cada persona humana es. Si el cuerpo humano no estuviera dotado de esta apertura sería incompatible con el carácter personal de cada hombre: pura apertura. Eso también es compatible con la apertura de las potencias superiores de la persona humana (inteligencia y voluntad), que están abiertas a toda la realidad y a crecer irrestrictamente (nociones de hábito y virtud). La apertura del cuerpo humano es compatible, en últimas, con la apertura del acto de ser personal, porque la persona es apertura sin restricción: libertad. Ahora bien, en rigor, ¿apertura irrestricta a quién? Respuesta: ¿no será que el hombre, también con su cuerpo, está hecho para Dios, para manifestar lo divino? De ser esto así, cualquier actividad corpórea que ayude a los demás a acceder a Dios a través de ella es personal, mientras que cualquier otra que impida tal acceso es despersonalizante.

En efecto, apertura irrestricta indica que el cuerpo humano está espiritualizado, que el hombre, también con su cuerpo, está abierto a lo espiritual infinito, a Dios, es decir, que el hombre es capaz de él, no sólo porque una oración se pueda musitar con los labios o cosas así, sino porque, como se verá, la persona humana sin Dios es incomprensible (cfr. Capítulos 13-16). Pues bien, esa tesis alcanza también a la biología y a la corporeidad humana. En efecto, puesto que el cuerpo es disposición del yo, el cuerpo humano sin Dios -y esta es la tesis central de esta Lección- es incomprensible. Está hecho para él. Y esta verdad, aunque esté revelada sobrenaturalmente[18], también es una verdad natural. Tan para Dios está hecho el cuerpo humano que se puede manifestar perfectamente lo divino a través del cuerpo humano. En caso contrario, la Encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo, no se hubiese podido dar[19].

  1. El sentido de la sexualidad humana

Comencemos por una sencilla cuestión: ¿es el hombre del sexo y para el sexo, o el sexo del hombre y para el hombre? Parece inútil responder, porque cualquiera acertaría en la contestación. La siguiente pregunta es, sin embargo, más intrincada: ¿y el hombre: es de alguien o para alguien? Caben varias posibles alternativas: a) es de nadie y para nadie, con lo cuál se niega su origen y su fin personales, en rigor, se niega que el hombre sea persona (“persona” indica apertura personal); b) es de sí y para sí, con lo cuál se considera al hombre como fundamento absoluto de sí mismo y, con ello, se sigue negando el carácter de persona; c) es de Alguien y para Alguien, con lo cuál uno se sabe persona, y se ve vinculado respecto de su Origen y de su Fin. Pues bien, de la respuesta que se dé a la cuestión acerca de quién y para quién es el hombre, también depende la respuesta que se dé acerca del sentido de la sexualidad humana.

En efecto, si se cree que el hombre es de nadie y para nadie, el mismo hombre es absurdo para sí y con él también su sexo. Si se cree que el hombre es de sí y para sí, tal hombre juega con su sexo como se le antoja, pero como no acaba uno nunca de dotarse enteramente de sentido a sí mismo, tampoco acaba nunca de dárselo a su sexualidad, maxime cuando ésta se marchita. En cambio, si se da cuenta que es de Alguien y para Alguien, esto es, que es hijo, sólo en referencia a ese Alguien busca el sentido de su ser y, consecuentemente, el de su sexualidad. Sólo así no se niega o prescinde de la persona que se es y que se está llamada a ser, y sólo así no se pierde el sentido de su sexo. En suma, la tesis a mantener es la siguiente: sin descubrir el sentido de la persona humana es un despropósito hablar de sentido de la sexualidad, y también de educación sexual. Por eso la persona humana empieza a hacerse cargo de su sexo cuando es susceptible de descubrir el sentido de su ser personal, ordinariamente a partir de la pubertad o la juventud, no antes.

Además, lo anterior no es aplicable sólo al sexo humano sino a la entera corporeidad. En efecto, todo el cuerpo humano, la entera fisiología, tiene un sentido. Ese sentido como se ha indicado no es meramente corpóreo, y, por supuesto, no lo conoce el cuerpo. El sentido del cuerpo es personal, porque el cuerpo manifiesta en parte el sentido de la persona que uno es. También la sexualidad posee un sentido personal, de modo que al margen del reconocimiento del origen y del fin propio de la persona humana el uso de la sexualidad carece de sentido personal, (aunque puede tener un sentido meramente animal, biológico, etc.)[20].

El sexo humano es la manifestación corpórea de que existen dos tipos dentro de lo humano: mujer y varón. La sexualidad humana es la distinta tipología biológica de encarnar lo natural humano. Evidentemente esas diferencias naturales son el analogado inferior de las distinciones psicológicas[21]. La disposición sexual, es una manifestación corpórea de la persona. Las distinciones corporales entre varón y mujer son manifiestas y, obviamente, no se reducen a los órganos genitales. Es usual notar que el cuerpo de la mujer es más débil (atiéndase a las Olimpiadas). Pero esto no significa que la mujer sea más débil en todas las facetas, pues aunque lo sea en su naturaleza, no lo es en su esencia[22].

En cualquier caso, sin comprender a fondo a la persona humana, no parece que se pueda entender ni la sexualidad ni su uso. Por eso, el acto sexual, por poner un ejemplo muy representativo de este tema (y que tan a la ligera se suele tomar), no se comprende si se desliga del amor personal, puesto que la persona es amor. Si no se desliga de lo personal, tal acto es elevado al amor, es decir, es amoroso, una manifestación de la persona, que es amor. El uso de la sexualidad es la disposición del cuerpo humano que permite manifestar la mayor donación y aceptación amorosa natural entre personas. El amor personal es don. Dar es ofrecimiento personal “a una persona distinta”. Y también, y por encima de ello, es aceptación. Un acto sexual realizado sin tener en cuenta el carácter de “persona” a quien uno se da o acepta, conlleva asimismo la ausencia del carácter de “persona” que se da o que acepta[23]. Como el acto sexual depende de la naturaleza humana, y ésta es tipológica, sólo es con sentido cuando se establece entre los dos tipos (no hay más), pues la distinción entre ellos radica en que uno da y otro recibe en orden a un fin muy concreto: el don. Por eso, la homosexualidad, aunque se le intente dar un sentido cultural determinado, carece de sentido tipológico natural, y por ende, personal.

También por eso, un amor sexual no abierto a engendrar no es personal, sencillamente porque erradica de entrada la aceptación personal de una nueva persona, el don por excelencia, el hijo, al que están abiertos tanto el dar como el aceptar personales. No existe dar personal sin apertura al don. Del mismo modo, tampoco cabe aceptar personal sin ser abierto al don. Si una nueva persona engendrada no sólo es un don, sino el mayor don creado posible, porque no existe realidad más noble que la personal, entonces, sin la apertura oferente y aceptante al don del hijo, no hay amor personal. En consecuencia, el acto sexual humano no debe ser meramente biológico, o fisiológico, o banal (como pretenden mostrar ciertos programas de cine, radio, TV, la prensa amarilla o ciertas “movidas” del fin de semana[24]…), sino personal. Para quien se conforme con menos sentido en dicho acto no se ha escrito este epígrafe, pues -recuérdese- esta antropología es para inconformes…

Además, como la persona es apertura, sercon o coser, es familia. Por eso un acto sexual elevado a nivel personal no puede ser sino familiar. Sin familia, ese acto no es amor personal. Sin amor personal ese acto no es personal sino despersonalizante. Si tal acto es personal, expresa sin engaños el mutuo darse y aceptarse de las personas a través del sexo, lo cual implica responsabilidad personal y una entrega permanente, porque como a una persona no la mide el tiempo físico, el amor hacia ella no puede ser momentáneo sino incesante. Si en tal acto se busca más el placer que a la persona, no se ama personalmente, porque amar sólo cabe respecto de personas, y el placer obviamente no lo es[25].

¿Primera distinción, por tanto, de la unión sexual humana respecto de los animales? Puede ser elevada al plano del amor personal. ¿Otras? A diferencia de los animales, la unión sexual en el hombre no se reduce a la época de celo, sino que puede ser regular, lo cual indica que está subordinada a la persona, pues a ésta -como se ha dicho- no la mide el tiempo físico. Que la unión amorosa humana pueda ser estable conlleva, entre otros requerimientos, que sea familiar, porque sin una familia estable los hijos no son en modo alguno ni viables ni educables. En efecto, la relación del crecimiento del sistema nervioso del niño y su estar en familia es estrecha. Sexualidad estable significa, por tanto, familia. La familia no es, pues, un “invento social”, como claman voces presuntamente “progresistas”, sino un requerimiento no sólo de la persona humana, que es familia, sino también de la biología y psicología En efecto, si el sexo es una disposición corpórea humana, estará en función de un crecimiento superior, virtuoso. Por eso, “que el marido y la mujer/ que se han de tener, no ignoro/, en tálamo repetido, respeto ella a su marido/ y él a su mujer decoro” [26]. Si la unión sexual no favorece el crecimiento en virtud los conyuges, está de más, pues acción humana que no personaliza, despersonaliza.

Que la familia no se reduce a lo biológico es evidente, porque no se fragua una familia con cualquiera, sino con tal persona: “¡o esa o ninguna!”, dice el verdadero amante. La poligamia es, por tanto, sinónimo de respuesta parcial; otro modo de llamar a la irresponsabilidad personal. En efecto, en ella no hay ni dar ni aceptar personales, porque la persona no se entrega por partes, sino entera, incondicionada, ya que tiene un carácter simplificante. En la poligamia no se da, pues, un ofrecimiento personal, sino una entrega parcial de la disposición sexual. En este sentido se puede entender aquello de “la primera mujer es matrimonio; la segunda, compañía; la tercera, bellaquería”[27]. Lo mismo cabe decir de la poliandría, asunto tradicionalmente rechazado por el sentido común: “piedra rodadera, no es buena para cimiento; ni mujer que a muchos ama, lo es para casamiento”[28]. Pero el sentido común hoy parece ausentarse incluso de las leyes civiles.

El divorcio es un problema familiar porque es un problema personal. La traba reside en la cortedad de miras, pues se cree que la unión no es entre personas, sino entre lo que se manifiesta a través de su cuerpo[29]. Ciertamente, una persona humana, pese a sus errores y defectos de todo tipo (que indudablemente los tiene, y que tal vez se agudicen con el paso del tiempo), es infinitamente amable, en cuanto a intensidad, a tiempo, y al margen del tiempo. La desviación del divorcio -también las precedentes y otras-, atienden más al cuerpo que a la persona humana, quien dispone según su cuerpo. El matrimonio -como se verá- es una fraternidad adquirida. Por muy mal que se lleven hermana-hermano (por culpa de uno o de los dos), se pueden separar (a veces es lo mejor), pero nunca dejan de ser hermanos. Los mismo, pero con más motivo, los esposos, porque entre ellos no media una fraternidad natural, sino personal.

De manera que la quiebra de muchos matrimonios se podría evitar antes de casarse si mediase el tiempo suficiente de noviazgo para conocerse mejor como personas, y apreciar asimismo qué significa casarse, un acto libérrimo, íntimamente personal por tanto. Durante ese periodo se trata de agudizar el ingenio para intuir el ser personal, no para calibrar más lo natural o las modulaciones esenciales. Algunos, por más finos, lo descubren antes; otros, más tarde; y ciertos, lamentablemente, nunca. ¿Qué síntomas son un buen indicio de que el matrimonio puede ser viable? A nivel de esencia humana, los de siempre: el progresivo crecimiento según virtudes (especialmente en la amistad) de ambos mientras son novios. Y a nivel de persona, que el novio permita ir conociéndose paulatinamente más a la novia como la persona que ella es y está llamada a ser, y viceversa[30]. En esa coyuntura como cada uno se ve a sí mismo como la mejor ayuda personal para el otro, se va conociendo también cada vez más a sí mismo como la persona que es y será. En caso de que esto no acaezca, la sabiduría popular aconseja que “para malcasar, más vale nunca maridar”[31]. Como se verá, como quien más ayuda en el propio conocimiento personal es el Creador, un amor humano que rechace el amor divino, que lo ponga en sordina o no sea elevado hacia él, tiene poco sentido personal y, consecuentemente, poco futuro, es decir, poca esperanza de éxito felicitario, pues no existe más felicidad fuera de Dios que en Dios.

El sexo es importante, como todo aquello que pertenece al ámbito del disponer de la persona, pero el sexo (como la vista, el oído, los pies, el ombligo, etc.) no es lo más importante en el hombre, porque ni es la persona ni la más alta disposición suya. En suma, el sexo se puede elevar al orden del amor personal, aunque éste no se reduce al sexo, pues en ese caso los célibes -entre otros- serían unos desamorados (sólo lo son los solterones, no los castos que se entregan a amores más elevados). Obviamente el fin natural del sexo es la procreación. Ésta es una necesidad de la especie humana, no de la persona humana, porque ésta, como ya se dijo, salta por encima de lo específico. La persona no está en función de la especie, y una manifestación neta de ello es que, a pesar de ser el matrimonio el estado de vida ordinario del hombre y de la mujer, hay personas de ambos sexos que se retrotraen libremente a esa necesidad intraespecífica por motivos personales más o menos nobles[32]. La procreación es el fin de lo corpóreo de la especie humana, no de lo inmaterial de ésta, y menos aún el fin de cada quién, de cada persona.

Por tanto, si por “amor libre” -proclama de la revolución estudiantil del 68-, se entiende “amor” sexual “liberalizado”, “independizado” de su radicación y subordinación al ser personal humano, más que de amor con sentido personal se trata de una locura sexual que priva de sentido personal al propio sexo, marchita la vida corpórea humana, inhibe la inteligencia[33], e impide el amor personal. Esa sórdida sexualidad tiende a justificar la promiscuidad, la homosexualidad, etc., sencillamente porque no se ama a la persona amada como tal persona, y como no se la alcanza a conocer con tal, en rigor, no se la respeta. 

  1. ¿Liberación sexual? El sentido del pudor

Por liberación sexual se suele entender dejar rienda suelta al apetito sexual. Se trata de una supuesta “liberación” que, paradógicamente, ni responde ni respeta la verdadera libertad personal, pues acaba sometida a la esclavitud de las pasiones sensibles (que ocupan una posición más bien modesta en la escala ontológica humana). En efecto, la libertad es del orden de la persona. Si la sexualidad es del ámbito de la manifestación, una manifestación sexual incompatible con la intimidad personal no es apropiada para la persona, sino que despersonaliza. Desde ese momento se puede hablar de deseo, de placer, de medio, etc., pero no de amor personal. La persona es considerada en esa tesitura como objeto en el sentido de instrumento (de modo similar a la instrumentación genética[34], la procreación artificial[35], etc.). En esa actitud no se atiende a la persona, sino a su naturaleza, y a ésta desvinculada de aquélla. O si se prefiere, se olvida el ser personal que cada quién es, pues una persona es el único ser irreductible a ser objeto de uso.

En contrapartida, es verdadero el amor personal cuando el bien del sexo queda referido al bien de las personas en cuanto tales y teniendo en cuenta su fin, su destino. En ese caso los esposos no se entregan al placer, sino que se entregan recíprocamente uno a otro como personas, también con el placer, es decir, también entregan su sexualidad y lo que ella comporta, como riqueza que es de la persona humana[36]. Además, se entregan como personas y entregan su sexualidad al servicio de una persona distinta, nueva: al hijo. Por eso también ser hijo es más importante que ser padre, porque los padres están al servicio del hijo, no al revés. He ahí una pequeña pauta de que también biológicamente lo más importante del hombre es la filiación.

Los errores y abusos sexuales no se pagan por igual en las personas de distinto sexo (ni esas desviaciones ni cualesquiera otras). En efecto, la mujer es más femenina que el hombre masculino, porque su persona está más unida a su naturaleza y, por tanto, más unida a su sexualidad que la del hombre a la suya (atenderemos a esta razón en el Capítulo 8). En consecuencia, los abusos sexuales en la mujer quedan más en ella misma, en su cuerpo y en su personalidad que los del varón en la suya. Por ello, las consecuencias de deshumanizar a la mujer son siempre más graves que si se procede a corromper al varón. Sin embargo, los varones suelen ser los principales responsables de la deshumanización femenina, porque en lugar de virilizarla la degradan: “hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/, sin ver que sois ocasión/ de lo mismo que culpáis/; si con ansia sin igual/ solicitáis su desdén/, ¿por qué queréis que obren bien/ si las incitáis al mal?”[37]. De modo positivo: la mujer puede cuidar más su honestidad y pureza que el varón, porque dada la mayor cercanía entre su persona y su naturaleza humana, hace crecer más ésta según virtud[38]. Por el contrario, si en vez de ennoblecerla, se dedica a envilecerla, va apareciendo una grotesca desfeminización. Las protagonistas de las actuales “movidas” de fin de semana parecen transformarse a partir de las 12, como en el cuento de La cenicienta de Charles Perrault. En efecto, tras el sonido de las campanadas van perdiendo su elegancia y acumulando hollín sobre sí.

En cuanto al pudor[39], cabe preguntar si es éste un viejo prejuicio retrógrado, tal vez un simple sentimiento natural de vergüenza, o quizá es una virtud. De ordinario el pudor suele relacionarse sólo con el sexo, y así considerado viene a ser la actitud de cubrir la desnudez de los órganos genitales o no realizar con ellos actos indebidos al orden de la naturaleza humana[40]. Con todo, el pudor no tiene que ver sólo con el sexo, sino con la entera persona humana. Si no se comprende ésta a sí misma, difícilmente entenderá el sentido del pudor. Si uno alcanza su intimidad se da cuenta de que no conviene airearla de cualquier modo y ante cualquiera, por la sencilla razón de que ni todos ni la mayor parte pueden comprenderla ni ayudar a encontrar su auténtico sentido. Es claro que quien no comprenda su intimidad sólo podrá manifestar su exterioridad; y si la manifiesta indiscriminadamente, mostrará no sólo su inmadurez, su despersonalización, sino su desesperanza, pues tal actitud expresa que uno no espera alcanzar la intimidad de la persona que se es y se está llamada a ser. Además, tampoco podrá ayudar a los demás a descubrir su propia intimidad. Como se ve, al ejercer estas acciones quien más pierde es siempre el que las ejerce.

El pudor es cualidad personal que, de modo similar al sexo, tampoco se entiende sin alcanzar la intimidad de cada quién. La despersonalización o el debilitamiento del sentido del ser personal conlleva el debilitamiento del sentido del pudor[41]. Si uno no conoce su intimidad, el don personal que uno es, ¿qué podrá ofrecer o a manifestar a los demás? Algo externo que acepten fácilmente, por ejemplo, su sexualidad. Pero ser una exhibición sexual ambulante, o entregar el sexo por el placer sin vergüenza ninguna no es, claramente, entrega personal, porque ya se ha indicado que el sexo no es persona ninguna. Ahora bien, sin entrega personal no cabe aceptación personal. Por eso, la entrega exclusivamente sexual nace de la soledad y a ella tiende. La soledad es la negación de la persona[42], porque la persona no es tal sin aceptación personal de una persona distinta y sin entrega personal a una persona distinta. La soledad se da porque como no hay ofrecimiento personal, tampoco hay aceptación personal. En consecuencia, se da la fría y triste soledad de dos en compañía. La comprobación práctica de que no son sinónimos felicidad y placer sexual estriba en que en el placer cabe hastío, desprecio, e incluso odio, mientras que en la felicidad no. Tal vez ello sirva para comprender un poco mejor el rápido fracaso de ciertos matrimonios prematuros, separaciones, violencias de género, etc.

El pudor protege, pues, a la persona como tal. Pero si nos ceñimos al sexo, el pudor tampoco tiene que ver sólo con la ausencia de vestido, porque hay modos de vestir que en vez de encubrir la sexualidad, la realzan más de lo debido, es decir, son más provocativos que la misma desnudez, ya que no sólo llaman la atracción de la vista, sino que estimulan la imaginación, y con ella inclinan el pensamiento y el deseo sexual hacia la procacidad e impureza. A su vez, esos usos dicen más acerca de qué piensa de sí misma la persona que así viste que el desnudo natural en un/a indígena de ciertas tribus tropicales, pues el primer caso denuncia que para tal persona lo más importante es el sexo, que lo busca, y que ella vive y se mide en función de él, asunto que no acaece en el segundo caso. Esta necedad (es buen calificativo aunque los hay peores) invade, como es palmario, los medios televisivos, pues por mor de estar en sintonía con lo “políticamente correcto”, y aún por excederse en esa “corrección”, los recortes de ropa se dan hasta en las presentadoras de los informativos que deben comunicar las noticias más serias y dramáticas de nuestro mundo. Estas actitudes parecen perder su compostura virtuosa por un interés, pero “mal se compadece amor e interés, por ser muy contrario el uno del otro”[43]. No es cuestión de modas, pues es claro que no tiene el mismo significado para una mujer el llevar zapatos redondados o con punta (que por los usos que se traen ya es ceder bastante a la moda), que enseñar o no el ombligo. Lo primero es más cultural; los segundo, como mínimo, tontera[44].

En conclusión, de modo similar a lo dicho respecto del sexo, hay dos modos de enfocar el pudor, aunque esto parezca un tanto grave: a) mirarse uno realmente como es ante Dios (y entonces uno no se asusta por nada), a la par que guarda el pudor ante las demás personas, y b) prescindir de Dios, y entonces uno pierde el pudor. En el primer caso se gana en inocencia. En el segundo, se cae en la desvergüenza. Esto segundo es peor que lo primero, puesto que la inocencia es esperanzada, en rigor, en Dios, mientras que la desvergüenza acaba en la desesperación, pues ¿en qué o en quién va a esperar uno cuando se marchite su cuerpo y con él su sexo?, ¿en quién esperar cuándo ningún hombre o mujer acepte su ajada y maltrecha corporeidad? En esa tesitura uno mismo poco o nada espera de su propio cuerpo. La falta de esperanza en remozar la vitalidad corpórea llama a la muerte, pero “Quien no pusier en Dios su esperanza, morrá mala muerte, habrá mala andanza”[45] y, desde luego, no alcanzará la felicidad que busca. Dos salidas, pues, a las que acompañan dos sonrisas antagónicas: la alegre o la cínica.

  1. El tener según el cuerpo, el habitar y el trabajo. Propiedad privada y pública

Si el cuerpo humano está de entrada desvalido y, a diferencia del cuerpo de los animales, no es viable sin añadidos extrínsecos, ello indica que es intrínsecamente poseedor. El cuerpo humano está hecho para tener. Es poseedor por necesidad y sin ella, pues unas posesiones son necesarias para su supervivencia (alimento, vestido, vivienda, etc.), mientras que otras son más bien libres, complementarias (arte, una u otra forma de cultura, etc.). Adscribimos a nuestro cuerpo prendas de vestir (pantalones, chaquetas, corbatas, pañuelos, abrigos, etc.), que son modos de manifestar cada quién en su cuerpo la idea de belleza personal que tiene en su interior (o también la manifestación de que no la tiene, o de que la tiene un tanto estropeada…), el respeto por los demás, etc. Usamos también otros muchos artilugios que adscribimos a nuestro cuerpo (anillos, relojes, cadenas, collares, aretes, pendientes, coloretes para las mejillas o para el contorno de los ojos femeninos, gafas o lentes de contacto para los ojos; tintes, artículos decorativos, etc., para el cabello, etc.).

El hombre puede tomar la ornamentación corporal como fin en sí, lo que no pasa de mera fatuidad (una especie de esteticismo vanidoso), o también ponerla al servicio de su ser personal y del de los demás, y verla así como expresión corporal de donación y aceptación a través del propio cuerpo, lo cual es manifestación de amor personal. Es decir, si uno/a se tiende a juzgar a sí mismo sobre todo por su apariencia corporal, se despersonaliza; si, en cambio, decora su corporeidad para que exprese en cierto modo el ser personal, personaliza su cuerpo. La elegancia corpórea trasluce la elegancia del alma. El desarreglo, por el contrario, denuncia la zafiedad o pobreza interior. Elegancia no significa afectación. En todo caben extremos, y los usos sociales dentro de un mismo país han dado testimonio de ello, que van, por ejemplo, desde la “artificiosidad” aristocrática anglosajona a su rechazo por parte de los hippies.

La sencillez en los artículos de limpieza, en el vestir, en el comer, etc., muestran la sencillez del alma. El uso excesivo de artículos de baño, de cosméticos, de tiempo que se dedica al aseo, el abigarramiento, profusión ornamentativa de prendas de vestir, las rarezas y extravagancias en el vestido, el refinamiento gastronómico, las perífrasis lingüísticas alambicadas, los modos y el cuidado forzado de las formas, etc., evidencian  un alma afectada, poco sencilla y, tal vez, poco recia, señal también de que quien así se manifiesta se conoce poco a sí mismo, oculta su verdadero ser a los demás, e intenta dar una imagen noble de sí cuando no pasa de un hidalgo venido a menos… ¿Remedio? Ser prontamente sincero consigo mismo por dentro y con los demás por fuera[46]. Si el lenguaje es el ropaje más fino del que puede usar el hombre, hay que estar atentos a sus perífrasis o formas, pues pueden esconder más que manifestar, o a la inversa.

El vestido es una posesión necesaria. El modo de vestir o de engalanar nuestro cuerpo, en cambio, no es necesario, sino más bien conveniente, tema a recomendar por un padre o por una madre a sus hijos[47], y en cualquier caso, el vestir es significativo: personalizante o despersonalizante, nunca indiferente. El vestido sólo es indiferente para quien lo es respecto de su propia persona, y en la medida en que lo es. Por poner algún ejemplo “picante”: el médico que no usa bata en la clínica, que esconde o disfraza su ser personal a través de la moda cultural; la enfermera vestida de “lagarterana”; el sacerdote vestido a todas horas de paisano; el profesor universitario que va vestido a sus clases igual que al monte; quien viste igual cualquier día que en la boda o en algún relevante acontecimiento, etc. Si enriquecemos nuestra esencia con virtudes, ¿por qué no cultivar un buen porte corporal?

Otro modo de adscribir posesiones al cuerpo es el habitar. Habitar es el modo de estar del hombre en el mundo de acuerdo con el interés. En el habitar se trata del estar de la persona humana en el mundo, no de su ser, porque la persona humana no pertenece al mundo y, por tanto, el interés no la constituye. Por eso el pragmatismo en antropología es reductivo. El hombre habita. El animal no. El animal es tenido por el medio. El hombre, en cambio, tiene el medio. Más aún, lo personaliza, pues mientras los animales de la misma especie interactuan del mismo modo con el medio, ningún hombre trata igual que otro el medio. Sin embargo, el hombre no es un habitante, sino que está en un lugar habitándolo, poseyéndolo. Habitar es estar en un lugar teniéndolo[48]. Un sitio inhabitable es aquél del que no se puede disponer. No obstante, el hombre no se reduce a disponer, porque no se reduce al espacio y al tiempo. Precisamente por eso domina el espacio y el tiempo, puede con ellos, los ordena, los trabaja en orden a sacar más fruto de ellos. El hombre no construye una vivienda sólo para protegerse del medio ambiente, es decir, por su naturaleza humana, sino porque eso va con su ser personal, para favorecer su intimidad, su ser familiar; y también porque eso va con su esencia humana, para favorecer la sociabilidad, la educación, la ética, etc.

El hombre apropia a su cuerpo las cosas externas existentes en la naturaleza. Las manos son para tener, aunque no sólo eso, sino que con su cuerpo construye, fabrica, cosas artificiales, y las fabrica para su cuerpo, a la medida del cuerpo humano. Las manos son, pues, también para trabajar. Sin trabajo no es viable la especie humana. Por eso el hombre (la naturaleza humana), como nos recuerda el Génesis, está hecho para trabajar[49]. La persona humana, en cambio, no es para trabajar, sino para ser conocida y amada. Sólo así es feliz. El trabajo se debe subordinar a este fin, no a la inversa. Para ello, el hombre debe trabajar. De ahí también que el hombre que pudiendo trabajar no trabaja atenta contra su naturaleza, pues no responde a aquello para lo que ésta está diseñada, también corporalmente, y atenta contra la especie humana siendo un lastre, un parásito, para ella; y, por supuesto, no es feliz. Que el hombre esté hecho para trabajar es propio de la especie, aunque radicalmente deriva de cada quién, porque es cada persona la que añade al mundo, porque es un don que sobrepasa lo mundano, y ello lo manifiesta cuando cada uno imprime en aquello que hace su toque personal, el sello del artista, que debe ser reconocido y aceptado[50].

El fin del trabajo es el tener, es decir, las posesiones, tanto externas como internas. Las internas son ideas y hábitos en la inteligencia y virtudes en la voluntad; las externas las posesiones físicas: alimento, vestido, casa, etc. El hombre “sufre por saber, y trabaja por tener”[51]. En suma, el tener se dualiza con el trabajo, siendo el disponer el miembro superior de esa dualidad. A su vez, el tener inferior, el externo, se dualiza con el interno (ideas, hábitos y virtudes) y debe subordinarse a él, pues “poco vale la riqueza sin la sabiduría; más aún, de ordinario andan reñidas: los que más tienen menos saben, y los que más saben menos tienen, que siempre conduce la ignorancia borregos con vellocino de oro”[52].

Atendamos ahora a una exigencia de la corporeidad humana: la propiedad privada y la pública. Durante buena parte del s. XIX y XX los colectivismos  y comunismos de cuño marxista, materialista, lanzaron a la palestra social una propaganda ideológica sobre la superioridad de la propiedad pública sobre la privada. Por el contrario, los liberalismos radicales de aquella misma época histórica, que defendían extremosamente la propiedad privada a costa de la pública, sospechaban con recelo de esta última, intentando segar de raíz cualquier brote de estatalismo. Ese debate decimonónico, que se propaló en buena parte del mundo durante el s. XX, se puede solucionar atendiendo a un asunto tan sencillo como la corporeidad humana. Se trata de la siguiente cuestión: ¿es natural la propiedad pública? Respuesta: sin duda, porque si el aire, el agua, etc., fueran privados, los demás morirían. Por otra parte, ¿es natural la propiedad privada? Contestación: sin duda, porque sin ella el hombre no es viable; se muere. Además, una y otra no sólo son naturales al hombre, sino distintivas en él respecto del resto de los animales, puesto que el cuerpo humano es el único que está diseñado para poseer en privado y en común realidades materiales.

Con todo, se puede seguir preguntando lo siguiente: ¿hasta qué punto es legítima la propiedad privada?, ¿hasta qué punto la pública? Para responder hay que notar que todo lo que se posee físicamente son medios. ¿Por qué son medios? Porque deben subordinarse a otras formas de posesión más elevadas que las físicas, y que son fines para ellas. Las posesiones físicas están en función del tener intelectual (posesión de objetos, ideas, con actos de pensar y posesión de hábitos intelectuales), y del adquirir virtudes de la voluntad. Si las posesiones sensibles impiden este tipo de posesión, son perniciosas siempre. Por tanto, la propiedad privada y la pública son ilegítimas siempre cuando los medios se convierten en fines[53].

Sin propiedad –privada y pública– no habría sociedad, porque lo que uno tiene, y, sobre todo, lo que uno hace o inventa, no lo hace o inventa sólo para sí, sino para beneficio mutuo. Por ejemplo, si el dinero, el alimento, etc., que consiguen los padres de familia fueran sólo para sí ¿qué sería de los hijos? Si el invento de la penicilina hubiese sido sólo para Fleming o el de la bombilla eléctrica sólo para Édison, ¿qué de nosotros? Sin propiedad, tampoco habría educación, porque el orden de lo poseído en la familia, en la ciudad, etc., no es fruto de un capricho, sino, o bien del orden de lo imprescindible, o bien del orden de lo conveniente para los demás. Capricho es irresponsabilidad respecto de lo que se tiene.

Que sean imprescindibles no significa que esas posesiones físicas, corpóreas, sean las más elevadas, porque evidentemente son finitas, sujetas a cambios y a pérdidas, y, precisamente por eso, no son las mejores o las más nobles. Quedarse en esas posesiones, acaparar bienes de consumo, es perjudicial no sólo para los demás (en el sentido de que si uno se los apropia de ellos, los demás se quedan sin éstos), sino para sí mismo, puesto que por centrar la atención en demasía en esos bienes aleja la mirada de los más altos. También esa chata visión es perjudicial para los demás, porque uno no puede transmitir grandes ideales a los otros y, consecuentemente, la sociedad no crece según virtud. Además, la posesión injusta (a veces incluso la justa) de esos bienes (y también la posesión justa de las virtudes) suele engendrar envidias, que actuan de cara a la sociedad como el disolvente en la pintura. Como la felicidad depende de la relación que el hombre guarda con el bien más alto, entonces, acaparar bienes de consumo es ridículo (por ello “el avariento, ni rico ni pobre está contento”[54]), porque se imposibilita uno a sí mismo para ser feliz.

Se comprende que el estar desprendido de lo que se tiene, es decir, el usar sin atesorar, el no crearse necesidades -espléndidamente superfluas-, y el no quejarse cuando a veces falta incluso lo que se requiere (porque el estado quejumbroso inhibe la felicidad y alegría), haya sido lección constante del cristianismo, puesto que el aferrarse a las posesiones físicas imposibilita la búsqueda del bien supremo: Dios. Ahora bien, no debe confundirse la ascética cristiana con la estoica o el nirvana, porque sin medios, no se alcanza el fin (además, el estoicismo y el nirvana tienen como fin la Nada). Por eso el cristiano debe amar al mundo con pasión, cuando éste le acerca a Dios, y, a su vez, lo que le aparte de Dios (siendo bueno y aún muy bueno) debe apartarlo, también con pasión, de sí. Ahora bien, como este libro también está escrito para no cristianos, e incluso para aquellos que no están muy seguros de serlo, tal vez les sirva al respecto el ejemplo de Sócrates, quien tras pasear ante los puestos de venta de la plaza de Atenas se relata que comentó: “¡De cuantas cosas no tengo necesidad!”.

En efecto, si la razón se obceca por poseer cosas menores, deja de aspirar a las mayores, empieza a cambiar verdades por bienes, éstos por útiles y éstos por atrayentes. La solución es la inversa. Tomemos el ejemplo de un buen empresario: su empresa debe conseguir productos atrayentes, pero que sean útiles, y que su utilidad permita a los ciudadanos crecer según virtud, y que al progresar en ella, puedan descubrir con más facilidad el sentido de sus propias vidas. Y lo mismo, pero en primer lugar, para los propios trabajadores de la empresa y sus directivos. Es claro, por ejemplo, que sin el aporte empresarial no podríamos ni publicar este libro. Pero el fin de su publicación debe subordinarse a que quien lo escribe y quien lo lea mejoren; cuantos más y cuanto más, mejor, pues el sentido profundo de la economía es la producción de riqueza para humanizar lo humano.

Comentaban de un grupo de chicos centroeuropeos que fueron no hace mucho a un país pobre de Centroamérica a participar en un campo de trabajo de ayuda a unos niños que apenas tenían con qué vivir. En el avión de ida la adustez y pesadumbre se dibujaban en los semblantes de los jóvenes, preocupados tan sólo por sus aparatos electrónicos de juegos. En cambio, en el vuelo de regreso la alegría y alborozo no contenido irradiaban en sus rostros. El comentario de uno de ellos puede dar razón del cambio: “Hemos aprendido más nosotros de los niños que ellos de nosotros, porque ellos saben ser felices a pesar de sus carencias básicas, mientras que nosotros no lográbamos estarlo precisamente porque estábamos demasiado pendientes de cosas superfluas”. Pese a lo cual, conviene notar que la solución no radica en no tener, sino -como se ha indicado- en saber subordinar las posesiones inferiores a las superiores, pues las inferiores -como se ha visto- son requisitos imprescindibles para vivir. Ahora bien, como en el hombre existen diversos niveles de vida (dualidades), la inferior hay que ponerla al servicio de la superior, sin ceder al sofisma de que: “la vida es cara; hay otra más barata, pero no es vida”…, pues si se cede a este cómodo y placentero engaño, tarde o temprano aparecerán privaciones tan onerosas como las que se describen a continuación.

  1. Las privaciones corporales: la enfermedad y el dolor

La enfermedad[55] es la pérdida parcial del bien corpóreo más alto: la salud. La muerte es la pérdida total de ella. Salud es orden orgánico, armonía, no sólo fisiológica, sino también funcional. Que en el hombre la enfermedad es distinta de los animales es notorio, no por los agentes patógenos que la producen, sino por el modo de enfrentarlas. Para combatir esa privación hemos inventado toda una ciencia muy sofisticada: la medicina[56]. En rigor, la medicina es una técnica instrumental cuyo fin es el intento de aplazar la muerte, no de vencerla definitivamente. Al principio la medicina tenía un marcado sesgo negativo, porque se trataba de eliminar o dar largas a toda costa un mal seguro. Luego ha adquirido otras facetas más positivas: la medicina preventiva, por ejemplo. En cualquier caso, su nivel de humanidad pasa por no escindir la patología del doliente humano. Comprender al paciente por parte del médico también es solucionar su enfermedad, porque ésta no es sólo corporal, pues el doliente es la persona, no sólo su cuerpo o alguna de sus partes.

Ya vimos que el dolor es también una privación[57]. El sufrimiento físico o moral afecta a la persona entera. No es, pues, lo contrario del placer sensible, porque mientras que en éste el sujeto no está enteramente comprometido, sí lo está en el dolor, pues duela lo que duela el doliente es uno. El dolor es, pues, como el mal, una carencia. No es ninguna realidad positiva, por eso es precisamente tan difícil comprenderlo. Es una carencia que tiene, según una tesis medieval, una vertiente física y otra moral. Pues bien, lo que hay que añadir a esa tesis tradicional, que ve el mal como ausencia de salud física o de salud moral, es que el dolor y el mal son algo que no afecta sólo a la naturaleza y esencia humanas (al cuerpo y a las facultades superiores de índole espiritual), sino que dolor y mal afectan también a la índole personal. El mal corpóreo es aquel que impide manifestar la unidad de la naturaleza humana. El mal moral es el déficit en la esencia humana que impide manifestar el ser que uno es en sus potencias espirituales: inteligencia y voluntad. El mal radical, el personal, es la carcoma en el corazón humano, es decir, la negación o rechazo del ser personal que se es. En la medida en que los dolores acceden a la intimidad, afectan más.

No se trata sólo de carecer de algo debido en el cuerpo (por causa de enfermedades, lesiones, etc.) o en el alma (por falta de luces y sobra de límites en la razón, o pobreza de virtudes en la voluntad), sino que el yo que uno mantiene como símbolo de quien uno cree ser no acaba de responder al ser que uno realmente es. El yo es el carente (el yo, como veremos en el Capítulo 13, no es la persona). Si eso es así, el dolor es acompañante inseparable de la condición humana. Ese es el núcleo del dolor, de modo que es condición de posibilidad del dolor físico y del moral. Si la persona humana no admitiera esa escisión entre lo que cree ser y lo que es, ese desorden, ese desgarramiento interno, aquéllos males –físicos y morales– no le podrían afectar. Más aún, tanto uno como otro mal están unidos en la persona humana, de modo que, en rigor, el doliente es uno, no su estómago o su infidelidad conyugal, pongamos por caso. También el dolor interno tiene su manifestación externa[58].

El dolor, que tarde o temprano afecta a todos los humanos[59], no es, pues, opuesto al placer, porque en éste no es uno enteramente el que disfruta, ya que cabe placer corporal con disgusto en la voluntad y amargura y tristeza en la intimidad personal; y viceversa, cabe gozo en el alma estando dolorido y deshecho el cuerpo, por ejemplo, tras una operación. El placer no afecta a la persona tan íntimamente como el dolor. No la afecta entera sino parcial y superficialmente. Por eso, el que cifra la felicidad en el placer yerra, porque es notorio que la persona transciende el placer. El placer no la llena. En cambio, no trascendemos el dolor. El dolor no es superficial, sino íntimo, y no lo controlamos, nos llena y nos puede[60]. Además, el placer es de libre adquisición, pero no el dolor. Es bueno conseguir el placer debido instrumentalmente con medios lícitos (ej. cuando el cuerpo está tan desgastado que esa situación repercute en decaimiento, Tomás de Aquino recomienda tomar vino con moderación, algún baño de agua caliente, dormir más, etc.). Ahora bien, es inútil desterrar absolutamente el dolor de la vida humana. Ciertos dolores, los corporales, se combaten con fármacos, medicinas, analgésicos, anestesia, etc. Los del alma, con ayudas externas (consejos, terapias psicológicas, etc.), y perfeccionamiento interno (virtudes). Pero el dolor en sí no lo anulamos, de modo que sufrir es ley de vida. Si eso es así, ¿por qué lo es? Estamos ante el problema del sentido del dolor.

Si el dolor afecta tan internamente a la persona, lo que está en juego ante el descubrimiento del sentido del dolor, es, en definitiva, el sentido de la persona humana. Por ello, la consideración de él como absurdo, como algo a erradicar o aniquilar a cualquier precio, es paralela a la visión de la persona como un sin sentido. Por el contrario, si se acepta -no se trata sólo de soportar el dolor, sino de aceptarlo[61]-, se le dota de sentido. Si el dolor afecta a la persona, sólo se acepta enteramente de cara a quién lo permite y puede otorgarle completo sentido a la persona[62]. Dado que el mal personal, se inicia en el corazón mismo del hombre (porque la persona lo acepta), más que pretender arrancarlo de sí con las propias manos, o con manos humanas ajenas, hay que recurrir a la ayuda divina, porque esa intimidad personal ni está enteramente en nuestras manos ni en las de los semejantes. La pregunta acerca del sentido del dolor hay que encaminarla hacia Dios, en cuyas manos está nuestro corazón, la intimidad, la persona[63].

En el fondo, el problema del dolor es la separación de Dios; derivadamente, la escisión en uno mismo (tanto de su alma como de su cuerpo), el apartamiento de las demás personas, y del resto de la creación física. Es la degradación y progresiva pérdida de la coexistencia; es la soledad. ¿Se trata del ensimismamiento? Sí, porque ensimismarse es perder el ser personal. En efecto, la noción de “en sí”, de donde deriva “ensimismamiento”, es la negación del ser personal. Lo en sí es una indicación de la realidad material cuando ésta es conocida por el conocimiento intencional[64]. Lo en sí no es ni puede ser el conocer racional humano, porque éste es abierto; se dualiza con su tema, con lo conocido, de tal manera que si el conocer se entiende como un en sí se destruye su índole. Tampoco la voluntad humana es un en sí, ya que es todavía más abierta que la razón, pues se dualiza con su tema, con lo real; si se interpreta como un en sí -como la voluntad de poder nietzscheana- muere como intención de otro, es decir, como voluntad. Menos aún la persona humana puede ser considerada como un en sí, porque es pura apertura y también se dualiza con su tema, Dios.

La comprensión teológica denomina a esta carencia, con la que de entrada cuenta la persona humana, pecado original (éste en nuestra naturaleza es consecuencia del pecado personal de nuestros primeros padres). En definitiva el único que puede dotar de radical sentido al dolor es el cristianismo. Cualquier intento científico, filosófico, e incluso de otras religiones, por dotarle de sentido fracasa[65]. Eso es así porque la religión cristiana posee al respecto el legado de Cristo, que es Dios. En efecto, al asumir Jesús el dolor lo fundamenta desde Dios, evita el intento de autofundamentación humana (propuesta, por otra parte, en el racionalismo y en el subjetivismo), y abre la esperanza[66]. En efecto, sólo Dios, que es la plena Verdad, puede darle sentido a lo que carece de él, al dolor humano, si es que lo asume. Y eso hizo Cristo (y correlativamente María): se trata de The Passion, no como película de Mel Gibson, sino como realidad histórica, bastante más fuerte, por cierto que ese filme[67]. ¿Con qué combatir ese dolor interno, personal? Sólo para el Creador es factible esta operación quirúrgica de extirpación. Sólo es sus manos está el consuelo temporal y eterno[68]. A la par, ese dolor es un indicio de que la vida presente, por no ser la mejor, y por darnos cuenta que está llamada a serlo, no es la definitiva.

De modo parejo a como la mujer personaliza más su sexo que el varón, también vive el dolor más personalmente que él. Los psiquiatras suelen decir que la enfermedad más dolorosa, con diferencia, y más difícil de soportar es la depresión, y que la mujer la afronta mucho mejor que el varón. A esto tal vez sea pertinente añadir que ese aguante se debe más a la virtud que a la naturaleza. La virtud es de la esencia humana, que es superior a la naturaleza. Esto parece indicar que si bien la naturaleza humana del varón es más fuerte que la de la mujer, la esencia de la mujer es superior a la del varón, seguramente porque cuando la activa la une más a su ser personal (retomaremos este punto en el Capítulo 8).

En síntesis, vista la corporeidad humana en sus aspectos positivos o en los que a primera vista parecen negativos, conviene concluir no sólo que “la persona no está hecha para estar sola: esto se ve incluso a nivel biológico”[69], sino también que la persona de ninguna manera puede ser sola, y eso se capta ya al centrar la atención en el cuerpo humano, apertura manifestativa en todos sus miembros al mundo, a los demás y, en último término, a Dios.

  1. Aclaraciones a los problemas mente-cuerpo

El cuerpo humano no es la persona humana. Ésta puede existir sin cuerpo. Pero no por ello el cuerpo humano es irrelevante, entre otras cosas porque el pensar racional humano es imposible sin el cuerpo, ya que, como se sabe, el inicio del pensar, la abstracción, parte de los sentidos. A la par, como la voluntad sigue a lo conocido por la inteligencia, sin cuerpo, no hay querer voluntario. Por tanto, en la presente situación el cuerpo es el requisito indispensable para que la persona eleve las potencias superiores del alma o las personalice, es decir, las esencialice.

Cuando la persona humana es creada, se apropia de un cuerpo humano, de una vida recibida (la célula recibida de los padres biológicos en el primer instante de la concepción). La persona no inventa su cuerpo, sino que lo acepta. Al aceptarlo le añade desde la vida personal la capacidad de personalizar (esencializar) la vida recibida formando así la vida añadida. La persona no forma o construye el cuerpo, sino que lo recibe, lo da por hecho (aunque también por hacer, en el sentido de apto para desarrollarlo). Tampoco lo piensa o lo atraviesa de luz mediante la inteligencia, porque el cuerpo es ajeno al pensar y, además, inicialmente la inteligencia es pura potencia que no piensa nada. Más aún, cuando se activa la inteligencia, ésta no conoce al cuerpo humano tal como éste es, o sea, en su concreción, vida, estado, peculiaridades… En efecto, la inteligencia conoce el estado de su cuerpo por abstracción, porque el cuerpo es externo al conocer abstractivo o intencional. Abstraer indica universalizar. Pero es claro que yo no puedo conocer mi cuerpo como mío tal como está en su estado actual si lo universalizo. Universalizar el cuerpo humano es formar el abstracto de “cuerpo humano” y este objeto pensado se refiere a todo cuerpo humano, no exclusivamente al mío.

El pensar racional no puede conocer la vida corpórea de su propio cuerpo, porque objetivar el cuerpo no es conocerlo como vivo y real, sino hacer ideas de él, pero ya sabemos que las ideas son ideales, no vitales o reales[70]. No obstante, es claro que conocemos al propio cuerpo tal como vive. Por eso es pertinente indicar que ese conocimiento no depende de la razón, sino de una instancia superior a ella que ilumina la naturaleza humana. Se trata de la sindéresis, una palabra inusual en nuestro vocabulario, pero apta para designar la realidad a la que remite, porque para su descubridor indica la crispa del alma[71], y para otros “atención vigilante”[72]. Con todo, aunque la sindéresis ilumina en cierto modo mi corporeidad, no la ilumina por completo. En efecto, no conozco, por ejemplo, el modo de proceder de las funciones vegetativas (nutrición, reproducción celular, desarrollo) cuando éstas se ejercen, es decir, constantemente. Si la sindéresis conoce hasta cierto punto la corporeidad humana, no hay inconveniente en hacer equivaler la sindéresis al alma[73], pues el alma no sólo vivifica al cuerpo, sino que, por ser cognoscitiva, lo ilumina. Sin embargo, el que no lo conozca enteramente indica que el poder vivificador del alma respecto del cuerpo tampoco es pleno. Por eso es explicable la muerte. Si el cuerpo es asistido siempre por el alma hasta la muerte, ello indica que el cuerpo es constantemente iluminado, aunque -es pertinente insistir- hasta cierto punto, o sea, que el cuerpo no carece de luz, de verdad, de sentido.

Hay que distinguir, pues entre cuerpo vivo y cuerpo objetivado. Al primero lo conoce la sindéresis; al segundo, el pensar abstracto de la razón. Pues bien, del mismo modo que el cuerpo propio como vivo es incognoscible por abstracción, porque el cuerpo es externo a ese modo de pensar, ese pensar es ajeno al propio cuerpo vivo, porque ni lo ilumina ni lo puede hacer[74]. Por eso es imposible que el pensar sea corpóreo y que lo pensado, las ideas, también lo sean (a pesar de que algunos las han postulado como segregados neuronales, interconexiones cerebrales, la totalidad del cerebro, etc.). El cuerpo, máxime el cerebro, no aparece al pensar. Si apareciera no se pensarían mesas, sillas, perros o gatos, sino sinapsis, inhibiciones, axones, dendritas, etc. Y además, confundiríamos las inhibiciones, sinapsis, etc., con sillas, mesas…

En este sentido se puede decir que el propio cuerpo es humilde, pues no se inmiscuye en el pensar, sino que se oculta. Permite abstraer, pensar, pero no pasa factura, es decir, no comparece en lo pensado. El cuerpo es imprescindible para abstraer (pensar), pero el objeto pensado que presenta el abstraer prescinde del cuerpo. ¿Para qué? Sencillamente para advertir que el pensar no es corpóreo. Y si no lo es, buscar el pensar en lo corpóreo es, sin más, una pérdida de tiempo. En el cerebro se pueden localizar áreas que se asocien con figuras imaginadas al imaginar, con recuerdos sensibles, con proyectos concretos de futuro, con movimientos (cara, boca, manos, etc.), pero tales áreas, ni son lo imaginado, memorizado, proyectado (que son formas sin materia), ni movimientos (que son eficiencias del resto del cuerpo), ni, con mayor motivo, pensamientos (que son formas universales sin materia). Para expresar objetos pensados usamos no sólo las neuronas, sino también la cara, la boca, las manos, pero ninguna idea es un área cerebral ni parte de ella, como tampoco es un gesto, una voz, unos signos. Sin el cerebro, soporte orgánico de los sentidos internos (sensorio común, imaginación, memoria y cogitativa), sería imposible abstraer, pero abstraer no es nada cerebral, y menos todavía lo es la idea abstracta: ¿cómo un abstracto universal va a ser una realidad material concreta?

Entonces, ¿qué pasa si falta el cuerpo, es decir, si éste muere? Pasa que no se puede abstraer. Esto no indica que no se pueda conocer de ninguna otra manera, pues es claro el conocer humano no se reduce a la abstracción[75]. Más aún, si el conocer abstractivo es limitado, morir significa abandonar necesariamente ese límite, es decir, rebasarlo. Entonces ¿morir es un premio? No puede ser sino un castigo, porque perdemos el cuerpo y el conocer racional que parte de él. Y ¿por qué se castiga al cuerpo en vez de castigar a la razón, a la voluntad o a la misma persona? Por fortuna para unos se castiga sólo al cuerpo, que es lo inferior en nosotros, y más vale perder lo inferior que lo superior, aunque esto (como se ha visto en el Capítulo 1) también lo pueden perder otros en buena medida. También hemos aludido a que el dolor moral y personal siempre son superiores al corpóreo. Ahora bien, ¿por qué este castigo no merecido? Si el abstraer es requisito del cuerpo, su pérdida debe ser referida a la corporeidad; ¿qué culpa tiene el cuerpo humano? Si la persona humana ni crea, ni forma o inventa su cuerpo humano, sino que lo acepta o recibe de sus padres por generación, la deficiencia corpórea es heredada. Si nuestro cuerpo muere es porque también murió el de nuestros antepasados. ¿Por qué esa muerte en todos los hombres? Porque ya se ha indicado que cada alma no logra vivificar por entero su cuerpo. Y esto, ¿a qué es debido? No se puede saber de modo natural, pero ya se dijo que el mal no se puede conocer sencillamente porque es ausencia de conocimiento. La muerte es un mal, una falta de sentido. Sin embargo, se puede saber por Revelación: ese mal es debido al pecado de origen.

Cualquier mal que le adviene al cuerpo radica siempre en disfunciones vegetativas. Si la sindéresis pudiera arrojar luz (dotar de sentido y evitar la pérdida de sentido) sobre las potencias vegetativas, el cuerpo humano no moriría[76]. ¿Por qué no puede hacerlo? Porque entre ella y el cuerpo media la razón, y ya se ha visto que el comienzo cognoscitivo de la razón, la abstracción, prescinde por completo de arrojar luz sobre la propia corporeidad. Ello parece indicar que si la sindéresis conociera directamente el cuerpo sin mediar la abstracción, el cuerpo no moriría. En suma, si bien el conocer objetivo (abstraer) no se corresponde con la propia corporeidad, el alma sí, aunque no enteramente, porque entre ellos media el pensar. Con la muerte se deja el cuerpo y se deja de abstraer, aunque no de ser, porque lo propio del cuerpo y del pensar es el tener, no el ser. El tener (ideas o cosas a la mano) favorece el poder, las posibilidades. Con la muerte se pierden esas posibilidades (como declara Heidegger), pero no el ser (como él olvida).

El alma posee según el cuerpo, aunque no del cuerpo; posee según la vida corporal, pero no de la vida corpórea. El pensar tampoco posee el cuerpo, sino según objetos pensados (no de tales objetos); si bien no los posee sin la mediación del cuerpo. Si la descripción medieval del alma como “forma del cuerpo” fuera enteramente adecuada, el cuerpo no moriría, porque no cabe una forma sin materia, y a la inversa. De manera que el alma es algo más que forma, o, en rigor, no es forma como causa formal, sino vida, y lo es en especial para las facultades espirituales y, derivadamente, menos vida para el cuerpo. Si el cuerpo es requisito para el pensar y, derivadamente, para el querer, y el crecer de estas potencias es para el alma, el cuerpo es para el alma, no a la inversa. De modo que la descripción “forma corporis” no es del todo apropiada, porque no manifiesta esta finalidad sino la inversa. Sin esta finalidad, el fin del cuerpo, por ser material, sería el fin del universo, el orden cósmico. Pero es claro que no es así, porque cualquier gesto del cuerpo humano, aún siendo compatible con dicho orden, desborda su sentido.

El alma (sindéresis) vigila el cuerpo y a las potencias de éste; vigila asimismo sus propias potencias: la inteligencia y la voluntad; es “el pastor” de ellas, pero no del ser extramental (como propone Heidegger), porque éste no depende de ella. El hombre es “el pastor” del mundo a nivel de las facultades superiores (inteligencia y voluntad). Con ellas el hombre “pastorea” de la esencia de la realidad física, y de los asuntos artificiales que, aprovechando el mundo, produce la acción humana. No es “pastor” del mundo por su alma o sindéresis, sino por algo inferior a ella: merced a su razón, a sus hábitos racionales adquiridos, y a su voluntad, sus actos y virtudes. La persona humana no es el “pastor” del mundo, de las demás personas o de Dios. Sólo “pastorea” su esencia y la de las demás personas. Tampoco es “pastor” de sí misma como persona. A nivel de acto de ser personal, sólo Dios es el “pastor” de cada persona[77]. De ella depende la docilidad al guía.

***

Lo dicho acerca del cuerpo humano en este Capítulo obedece en exclusiva a describir sus características en la presente situación humana. En esta tesitura, y como se ha advertido, entre nuestro cuerpo y nuestro pensamiento existe una barrera de tal calibre que con el pensar no podemos atravesar de sentido enteramente nuestra corporeidad. En efecto, Por eso, nuestro cuerpo está desasistido en buena medida de sentido, y también por eso, es posible la muerte; con ella nuestro pensamiento abandona el cuerpo.

Sin embargo, si se acepta la Revelación, la presente situación corpórea humana no fue así al inicio de la humanidad, ni será tampoco la definitiva al fin de los tiempos. En efecto, el primer hombre atravesaba de sentido personal su cuerpo, por eso la inmortalidad propia de sus potencias espirituales redundaba en él y éste no moría. Por otra parte, tras la resurrección de los muertos al final de los tiempos, el cuerpo humano volverá a ser atravesado de sentido por el conocimiento humano y, además, la gloria de la elevación personal redundará sobre él. No cabrá, pues, posibilidad de morir.

NOTAS DEL TEXTO

[1]     Correas, G., op. cit., 573.

[2]     Ibid., 397.

[3]     “Es bien que asista el cuerpo allá donde tengo el alma”, Príncipe, Luis Vélez de Guevara, Reinar después de morir, Nápoles, Pironti e Figlii, 1961, 29.

[4]     “Nuestros cuerpos son jardines en los que hacen de jardineros nuestras voluntades”, Yago, Schakespeare, W., Otelo, el moro de Venecia, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 373.

[5]     Polo advierte que el hombre, cada quien, es sumamente contingente; es decir, improbable, esto es, que existe a condición de que los demás posibles (espermatozoides que podrían haber fecundado el óvulo) no existan. En los animales eso no importa porque son intercambiables. En el hombre no, porque es espíritu (lo novum), y eso no es intercambiable. Si a ello se le suma la contingencia histórica, es decir que nuestros padres, abuelos, tatarabuelos, etc., no se hubiesen conocido, la improbabilidad de la existencia de cada nueva persona raya el infinito. ¿Salida? O azar, que nada explica, o se apela a la providencia divina. Cfr. de este autor Introducción a la filosofía, Madrid, Rialp, 1995, 211.

[6]     El nacimiento prematuro del hombre indica que somos educables durante todo nuestro crecimiento biológico. Además, no sólo disponemos de este crecimiento, que puede durar aproximadamente 18 o 20 años, sino también del ético, que dura toda la vida. En este sentido educar es ayudar a crecer en los dos sentidos mencionados.

[7]     De la inorganicidad de la inteligencia se tratará en el Capítulo 7.

[8]     Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 68.

[9]     Sobre el alma, l. III, cap. 8, (BK 432 a 1).

[10]   “¿No admiras, no ponderas aquella tan acomodada y artificiosa composición suya (de las manos)?; que, como fueron formadas para ministras y esclavas de los otros miembros, están hechas de suerte que para todo sirvan”, Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 199.

[11]   “El hombre que compriende/ que todos hacen lo mesmo/, en público canta y baila/ abraza y llora en secreto”, Hernández, J., Martín Fierro, Buenos Aires, Albatros, 1982, 112.

[12]   Marías, J., Antropología metafísica, Madrid, Revista de Occidente, 1973, 156.  Cfr. también Polo, Quien es el hombre. Un espíritu en el mundo, Madrid, Rialp, 1991.

[13]   Por eso, “la buena cara es carta de recomendación”, Correas, G., op. cit., 412.

[14]   Ibid., 439.

[15]   “Las mentiras del corazón comienzan desde la cara”, Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, n. 908, 190. El acto sexual despersonaliza cuando, en vez de expresar entrega sin condiciones de la intimidad, se realiza sin esa intención, del mismo modo que despersonaliza (vuelve hipócrita) abrazar sin intención de acogida. En suma, existe un lenguaje corporal que indica despersonalización cuando no es respaldado por el significado personal. Todos los actos ejercidos sin el respaldo de el propio sentido de la intimidad son mentirosos, y son siempre fruto de haber aceptado la mentira personal en el seno de la intimidad.

[16]   Ibid., IIª Parte, n. 491, 135.

[17]   “El bien de cualquier cosa reside en que su operación sea concorde con su forma; pero la forma propia del hombre es según que es animal racional”, Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a Nicómaco, l. II, lec. 2; “por lo cual es propio suyo que obre según la razón, que es obrar según virtud”, Suma Teológica, I-II ps., q. 85, a. 2, co.

[18]   “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”, I Cor., 3, 16; “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?… Glorificad a Dios en vuestro cuerpo”, I Cor., cap. 6, vs. 19. 

[19]   El cuerpo humano no sólo está hecho para facilitar el trato con Dios de la persona humana, sino también para ser asumido por Dios mismo. De lo contrario la Encarnación no hubiera sido posible. Todo ello explica asimismo que el Bautismo, el ser templos del Espíritu Santo en nuestro cuerpo, una vocación divina específica, la resurrección de los muertos por el poder de Dios, por ejemplo, verdades que admite la teología de la fe cristiana, no serían posibles para el hombre si su cuerpo no fuera capaz de manifestar lo divino, porque en esas se da cierta asunción divina de la naturaleza humana, y en consecuencia, una manifestación de Dios también en el cuerpo humano.

[20]   En efecto, como cada persona humana es distinta, y su sentido personal no se lo otorga ella misma, sino que lo descubre si libremente quiere preguntando a Dios, de tal sentido, que es don divino, depende atravesar de sentido también a la sexualidad humana. De modo que sólo con el concurso divino uno descubre si debe o no casarse, si debe hacerlo pronto o tarde, si es con ese/a o no. En definitiva, cada quién puede dotar de sentido personal y distinto a su sexualidad sólo en orden a Dios.

[21]   Sobre este tema, cfr. Varios, Analítica de la sexualidad, Pamplona, Eunsa, 1978; Lawler, R., -Boyle, J., -May, W., Ética sexual, Pamplona Eunsa, 1992; Choza, J., Antropología de la sexualidad, Madrid, Rialp, 1991; Caffarra, C., La sexualidad humana, Madrid, encuentro, 1987 ; Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia, Madrid, Rialp, 1992; Arregui, J. V., – Rodríguez, C., Inventar la sexualidad. Sexo, naturaleza y cultura, Madrid, Rialp, 1995; Polaino, A., Sexo y cultura. Análisis del comportamiento sexual, Madrid, Rialp, 1992; Juan Pablo II, Hombre y mujer. Teología del cuerpo, Madrid, Palabra, 1996, 2ª ed.; Cruz,  J., Sexualidad y persona, Pamplona, Servicio de Publicaciones  Universidad de Navarra, 1996; Varios, Teología del cuerpo y de la sexualidad, Madrid, Rialp, 1991.

[22]   La mujer es mas fuerte que el varón, no por naturaleza, sino por virtud, es decir, si se empeña. La virtud es la esencialización de su voluntad. Es más fuerte que el varón en su voluntad, y derivadamente en el aguante que ésta añade a su cuerpo, porque su esencia está más unida a su persona.

[23]   El acto sexual significa –también físicamente- entrega corpórea, similar a como ofrecer un abrazo significa decir que no tienes nada que temer. Ahora bien, pueden hacerse ambas cosas engañando. Cfr. sobre este tema: Gotzon Santamaría, M., Saber amar con el cuerpo, Madrid, Palabra 5ª ed., 2000. 

[24]   Los protagonistas de las actuales movidas de fin de semana parecen transformarse a partir de las 12 como en el cuento de La cenicienta de Charles Perrault. Tras el sonido de las campanadas van perdiendo su elegancia y acumulando hollín sobre sus ropajes.

[25]   Si amar al otro significa querer su felicidad, es evidente que el verdadero amor no busca únicamente el placer sexual, puesto que es claro que la felicidad no se reduce a él. El hombre es más que su sexo. En consecuencia, no puede colmar al hombre lo que sólo satisface su sexo. Más aún, el sexo se colma según un umbral bastante limitado, mientras que el deseo de felicidad de la persona humana es irrestricto. Si se le pide más al sexo de lo que éste puede dar, no sólo se estraga la sexualidad, sino que la persona cae en el aturdimiento, en la decepción, en la aburrida soledad.

[26]   Rojas Zorrilla, F., de., Entre bobos anda el juego, Barcelona, Crítica, 1998, 5.

[27]   Correas, G., op. cit., 636.

[28]   Ibid., 636.

[29]   Es obvio que la separación tras el consentimiento al vínculo matrimonial, más que un problema, que lo es, no pocas veces es una solución paliativa para los matrimonios mal avenidos. Pero la separación no rompe el vínculo matrimonial, porque uno no se casa con un estado del cuerpo o con unas facultades psicológicas, asuntos temporales y cambiantes, sino con una realidad eternizable: una persona. Por eso, la separación no subyace bajo la misma crítica que el divorcio. Cfr. Viladrich, P.J., El consentimiento matrimonial, Pamplona, Eunsa, 1998; Estructura esencial del matrimonio y simulación del consentimiento, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1997; Carreras, J., Las bodas, sexo, fiesta y derecho, Madrid, Rialp, 1998; Hervada, J., Una caro. Escritos sobre el matrimonio, Pamplona, Eunsa, 2000.

[30]    Ese conocimiento no es racional, sino personal. Por eso no se trata de que para casarse se “lo piensen mucho”, sino que lo “vean”. Es más, seguramente si lo piensan mucho no se casarán.

[31]   Correas, G., op. cit., 622.

[32]   Si de motivos nobles se trata, se habla en esos casos de celibato en el varón o de virginidad en la mujer. Estos estados indican una actitud de servicio especial a los demás. Tampoco estos estados son simétricos en el varón y en la mujer, al igual que no lo son el sexo masculino y el femenino. Si de motivos menos nobles se trata, el lenguaje popular distingue varios estados: solterón/a, egoísta, señorito/a, mujeriego, desamorado/a, etc., estados que no se suelen singularizar precisamente por el servicio abnegado a los demás.

[33]   “Prostitución, vino y mosto quitan el seso”, Os., 4, 11.

[34]   Cfr. Santos Ruiz, A., Instrumentación genética, Madrid, Palabra, M.C., 1987.

[35]   Cfr. Monge, F., Persona humana y procreación artificial, Madrid, Palabra, 1988; Rodríguez Luño, A., La fecundación “in vitro”, Madrid, Palabra, 1986.

[36]   Así, como el lenguaje y el trabajo son manifestaciones de la persona, don suyo, otro tanto cabe decir de la sexualidad. Y del mismo modo que el lenguaje no se debe usar de cualquier modo, sino según la veracidad, ni tampoco se debe trabajar alocada o fraudulentamente, tampoco cabe una manifestación inadecuada del sexo.

[37]   Juana Inés de la Cruz, Poesía española del Siglo de Oro, Madrid, Salvat, 1970, 192.

[38]   “Digo por segunda vez que Estela no era mujer, porque la que es honesta, recatada y virtuosa, no es mujer, sino ángel”, María de Zayas Sotomayor, El juez de su causa, en Todos los cuentos, vol. I, Barcelona, Planeta, 2002, 399.

[39]   Cfr. Polo, L., El significado del pudor, Piura, Universidad de Piura, 1991; Choza, J., La supresión del pudor, signo de nuestro tiempo, Pamplona, Eunsa, 1980.

[40]   “De ti mesmo es bien que tengas vergüenza, para no hacer, aún a solas, cosa torpe ni afrentosa”, Alemán, M., Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 254.

[41]   “Y si la vergüenza se pierde/ jamás se vuelve a encontrar”, José Hernández, Martín Fierro, Buenos Aires, Albatros, 1982, 199.

[42]   La manifestación de la soledad personal en la naturaleza humana se ha descrito popularmente así: “Una alma sola, ni canta ni llora”, Correas, G., op. cit., 799.

[43]   María de Zayas Sotomayor, El juez de su causa, en Todos los cuentos, vol. I, Barcelona, Planeta, 2002, 390.

[44]    A este respecto, la mujer cristiana puede recordar que existe un responsorio del salmo 118 inspirado en I Cor., cap. VI, vs. 20, que dice: V/ “Ab occultis meis munda me, Domine”. R/  “Et ab alienis parce servo tuo”.

[45]   Don Juan Manuel, El conde Lucanor, Madrid, Espasa Calpe, 1976, 59.

[46]   “Dijo un árabe a su hijo: si estuvieras agobiado por alguna preocupación y pudieras librarte de ella fácilmente, no esperes, porque mientras esperar librarte con más facilidad, te verás más agobiado”, Pedro Alfonso, El hombre y la serpiente, en Todos los cuentos, vol. I, Barcelona, Planeta, 2002, 82.

[47]   Ese es el caso, por ejemplo, de Polonio a su hijo Laertes que partía hacia Francia: “sea tu vestido tan costoso cuanto tus facultades lo permitan, pero no afectado en su hechura; rico, no extravagante: porque el traje dice por lo común quién es el sujeto, y los caballeros principales señores franceses tienen el gusto muy delicado en esta materia”, Shakespeare, W., Madrid, Elección Editorial, 1983, 166.

[48]   Habitar es “estar en un sitio teniéndolo”, Polo, L., Ética, ed. cit., 34. Yepes señala que “el hombre es `habitante´ porque es `habiente´, ambas palabras proceden de la misma raíz latina habere, que significa tener”, Fundamentos de Antroplogía, Pamplona, Eunsa, 1996, 108. Cfr. de este autor las consecuencias jurídicas, económicas, culturales, políticas, ecológicas y morales del habitar.

[49]   Gn, cap. II, vs. 11.

[50]   “Tanto cuanto uno suda y trabaja, tanto se le da de fama y de inmortalidad”, Baltasar Gracián, El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 276.

[51]   Correas, G., op. cit. 758.

[52]   Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 357.

[53] “Siempre he mirado la virtud y el talento como bienes superiores a la nobleza y las riquezas”, Schakespeare, Pericles, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 686.

[54]   Correas, G., op. cit., 256.

[55]   Cfr. Monge, M.A., Ética, salud, enfermedad, Madrid, M.C., 1988.

[56]    Cfr. Büchner, F., Cuerpo y espíritu en la medicina actual, Madrid, Rialp, 1969.

[57]    Cfr. Le Breton, D., Antropología del dolor; traducción del francés por Daniel Alcoba, Barcelona, Seix Barral, 1999; Frankl, V., El hombre doliente: fundamentos antropológicos de la psicoterapia, versión castellana de Diorki, Barcelona, Herder, 1994.

[58]   “El dolor del corazón quita el concierto de la lengua a la razón”, Correas, G., op. cit., 268.

[59]   “El dolor es republicano, y visita el palacio de los grandes y poderosos lo mismo que las humildes viviendas de los pobres”, Makepeace Thackeray, W., Barbazure, en Todos los cuentos, vol. II, Barcelona, Planeta, 2002, 31.

[60]   “Los dolores vuelven a estado de niño los hombres”, Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, IIª Parte, n. 627, 151.

[61]   Entre la gente que más sabe soportar el sufrimiento, la pobreza, la enfermedad y la muerte se suele hallar la gente más buena, como aquél caso de Nedda que recoge Giovanni Verga, Nedda, en Todos los cuentos, vol. II, Barcelona, Planeta, 2002, 352-370.

[62]   Un hombre puede sufrir lo indecible, a veces sólo por motivos humanos, como cuenta Jack London de Bill, un aventurero de las heladas regiones árticas, o como narra Figueroa del protagonista de novela Tuarej. Con todo, sin referencia a Dios, el dolor humano carece de sentido completo.

[63]   En este sentido el lector encontrará una buena orientación en el libro de Philippe, J., La libertad interior, Madrid, Rialp, 2003.

[64]   Lo en sí es una extrapolación a la realidad extramental del conocimiento objetivo, es decir, el abstractivo. Al atender al objeto pensado, se considera aislado, absuelto, supuesto. Si la índole del objeto pensado se transvasa a la realidad física, se supone que cada elemento de ella es un en sí distinto, aislado, independiente.

[65]   Algunas soluciones propuestas desde esos modos de saber son las siguientes: a) negarlo (no pensar en él), tal como los han postulado el psicoanálisis, la teoría del eterno retorno, el nirvana, etc. b) desplazarlo al futuro, tal como sugiere, por ejemplo, la teoría de la reencarnación; etc. 

[66]   Cfr. Polo, L., “El sentido cristiano del dolor”, en La persona humana y su crecimiento, Pamplona, Eunsa, 1997, 207ss; Paniker, R., Humanismo y cruz, Madrid, Rialp, 1963.

[67]   Cfr. por ejemplo: Emmerich, A.C., La amarga pasión de nuestro Señor Jesucristo, Madrid, Sol de Fátima, 1985.

[68]   “Y (Dios) enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor”, Apoc., XXI, 4.

[69]   Cfr. Yepes, R., op. cit., 184. 

[70]   El cuerpo humano vivo es una concausalidad de materia, forma, eficiencia y orden, pero no se reduce a esa concausalidad cuadruple, porque no se reduce al cosmos. Si se redujera a él, no sería cuerpo propio, sino perteneciente al orden cósmico. Ello indica que el cuerpo humano es ininteligible sin el alma humana que lo vivifica de la que depende. Al alma se la puede llamar sindéresis. Por lo demás, el conocimiento intencional (según objeto pensado) no conoce ni siquiera las causas físicas como tales, pues las causas son concausas y en constante movimiento, mientras que el objeto pensado es uno y está detenido. Dada su fijeza, ese nivel cognoscitivo no conoce al propio cuerpo como vivo, sino al cuerpo objetivado, es decir, la anatomía o fisiología humana. En efecto, abstraer del propio cuerpo indica universalizar, pero un dolor de muelas universalizado no duele. La idea de dolor no duele como tampoco el fuego pensado quema. Recuérdese la crítica de Aristóteles a Platón: la idea de caballo no engendra caballos…

[71]   Tomás de Aquino atribuye este descubrimiento a San Jerónimo. Cfr. Tomás de Aquino, De Veritate, 16 y 17. La  sindéresis y la conciencia. Introducción, traducción y notas de A.M. González, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 61, Pamplona, servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1998.

[72]   Polo, L., Antropología trascendental, II. La esencia de la persona humana, Pamplona, Eunsa, 2003, 294.

[73]   “La realidad del alma es el hábito innato de sindéresis”, Polo, L., Antropología trascendental, II. La esencia de la persona humana, Pamplona, Eunsa, 2003, 276, nota 39.

[74]   El intento de dar razón de la propia corporeidad desde el conocimiento intencional está abocado al fracaso, es decir, a la perplejidad. Además, ese intento por intentar someter el conocer intencional a unas exigencias que éste no puede cumplir lo fuerza y tergiversa. Esto se puede corroborar en el intento de Spaeman, R., Personas, Pamplona, Eunsa, 2000: La intencionalidad, pp. 65 ss. La salida a este atolladero que algunos filósofos de los ss. XIX y XX han propuesto es la de distinguir entre conocimiento objetivo y subjetivo.

[75]   El conocimiento de los hábitos adquiridos, el de los innatos y el conocer personal no se pierde tras la muerte, porque ninguno de ellos es conocer abstractivo.

[76]   Las mujeres son de ordinario más longevas que los varones. Seguramente el motivo principal de ello radica en que su sindéresis está, como se verá en el Capítulo 8, más unida a su cuerpo que en el caso de los varones, es decir, el alma de la mujer está más pendiente de su corporeidad, y arroja más luz sobre él. Ello indica que la sindéresis o alma de la mujer es superior a la del varón. Con ello no se quiere decir que como persona la mujer sea superior al varón, pues tanto la persona de la mujer como la del varón se distinguen realmente, por superioridad, de la sindéresis o alma humana.

[77]   Como, por lo demás, declara el Salmo. Cfr. Ps., XXIII, 1.