ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES (J. F. Sellés)

15. El conocer personal – el intelecto agente

Este Capítulo puede parecer más difícil que los precedentes, pues aborda el trascendental personal humano que es el conocer, y lo alcanza cognoscitivamente. Como se sabe, la razón humana ha sido encumbrada a lo largo de la historia de la filosofía. Pero aquí no vamos a atender a ella, sino a un conocer superior. La razón es una facultad de la persona, y lo que buscamos es a la persona. Los conocimientos que permite nuestra razón los tenemos, pero lo que se busca es el conocer que somos.

La tesis a sostener es la siguiente: el conocer personal es el conocer humano a nivel de acto de ser, es decir, es la persona humana vista como conocer. Con otras palabras, no se trata sólo de que tengamos conocer (en la naturaleza o en la esencia humana), sino de que lo somos. Cada uno es un conocer personal distinto, que supera esos otros conocimientos que tiene a su disposición: el de los sentidos, el de la razón y el de los hábitos innatos.

  1. La equivalencia entre conocer personal e intelecto agente. El hallazgo aristotélico y su prosecución

Según esto, se puede asimilar la noción clásica de entendimiento agente al conocer personal. El intelecto agente, descubrimiento netamente aristotélico, garantiza toda la activación posterior del conocimiento racional humano. Para Aristóteles la teoría es la forma más alta de vida[1], y la instancia que permite la forma más alta de vida humana es precisamente el intelecto agente. En efecto, el Estagirita desveló en el hombre la existencia de un conocer en acto, al cual denominó entendimiento agente, cuya misión -según él- era la de activar al entendimiento llamado paciente suministrándole las especies inteligibles[2]. En otro lugar añade que tal “intelecto viene de fuera y sólo él es divino, porque una actividad corporal no tiene nada en común con su actividad”[3]. Hasta aquí la concisión y síntesis aristotélica.

Para Aristóteles el entendimiento agente está totalmente separado, esto es, no se mezcla ni con el mundo, ni con el cuerpo humano, ni con los objetos conocidos como tales al pensar, ni con los actos y hábitos de la inteligencia. Separarse de todo eso denota su superioridad. Viene de fuera, es decir, no pertenece al ámbito de lo intramundano o corpóreo (no lo recibimos como herencia de nuestros padres), lo cual denota su origen, su nobleza. Es lo verdaderamente inmortal en nosotros, pues no está sometido al cambio y a la corrupción de este cosmos. La tradición aristotélica se ha limitado casi exclusivamente al papel abstractivo que el Estagirita adjudicó al intelecto en acto, pero es claro que, si el intelecto agente es separado e inmortal, no se puede limitar a abstraer (puesto que tras la muerte del cuerpo ni se abstrae ni falta que hace).

Es claro en Aristóteles que cada hombre dispone de un intelecto agente. En cambio, esa verdad la olvidaron tanto los comentadores griegos neoplatónicos del Estagirita como los árabes y judíos medievales. Además, si no se genera por ninguna causa cósmica y no es un invento propio, debe provenir del Creador, pues es él quien debe infundirlo en cada hombre, como se explicará más adelante. Si el intelecto agente es debido exclusivamente a Dios, sólo a él dará cuentas, lo cual es un indicio de que su tema es el ser divino. Ello concuerda con que su actuación no sea exclusivamente abstractiva, pues es claro que respecto de Dios, abstraer o dejar de hacerlo es irrelevante, porque Dios como ser puramente espiritual no se abstrae, ya que carece de materia. Por tanto, el entendimiento agente respecto de su Creador debe tener una misión que no sea la abstractiva. En rigor, el intelecto agente debe tener a Dios como origen y fin, pues de lo contrario tanto su aparición como su finalidad quedarían sin explicación. Estamos, pues, ante la clave del saber humano y, –no se olvide–, “el verdadero saber es de pocos”[4], aunque sería fascinante que fuese de muchos.

Perfilando más la cuestión, se puede decir que el intelecto agente es más que inmortal. Inmortal es el alma humana, la inteligencia y la voluntad, pues si son potencias espirituales no pueden perecer (cfr. Capítulo 1). Empero la persona humana no se reduce a sus potencias. La persona es  más que ellas; por tanto, más que inmortal. ¿Y qué es más que inmortal? Más que no poder morir es ser más. Ese más referido al ser personal humano debe serlo merced a su Creador y debe apuntar a él. Dios es eterno. De manera que si ese conocer humano está diseñado para adentrarse en el ser divino, del conocer personal humano se puede decir que es eternizable.

En efecto, demostrada la inmaterialidad de las dos potencias superiores del alma humana (entendimiento y voluntad), se puede afirmar la inmortalidad del alma humana. Sin embargo, inmortalidad no es directamente equivalente a eternidad. El alma humana no es eterna. Sólo Dios es eterno. Por eso, si el destino de la persona humana tras la presente situación es coexistir con Dios, la persona humana se puede describir como eternizable. El tema del intelecto agente será, por tanto, lo eterno, pero como él no lo es, y no debe quedar privado de su tema, será eternizable. Ahora bien, si el tema del intelecto agente es Dios “el que quisiere saber cómo le va con Dios, mire cómo lo hace con él y sabrálo fácilmente”[5].

Se ha indicado que tal conocer activo se puede considerar como la raíz de toda activación cognoscitiva posterior, aunque ésta sea indirecta. Es comúnmente aceptado por los filósofos que la abstracción es la primera operación intelectual. Antes de la abstracción se necesita de un requisito previo: las llamadas especies de la sensibilidad intermedia, es decir, los objetos (imágenes o fantasías, recuerdos sensibles, proyectos concretos) de los sentidos internos, que deben ser abstraídos. Como la inteligencia es nativamente pasiva (tabula rasa), se requiere de un acto previo que active a la inteligencia a la par que abstraiga esas imágenes. De ahí que tradicionalmente se recurra al intelecto agente para dar razón de la abstracción. Pero si su papel fuera abstractivo, se podría objetar que el acto cognoscitivo superior no tiene tema propio, sino que sólo ejerce una ayuda instrumental para la inteligencia.

De la precedente hipótesis surgen al menos estos inconvenientes: a) no es posible que lo más activo se subordine a lo potencial (el intelecto agente a la inteligencia); b) si carece de tema propio es absurdo, pues un conocer sin tema conocido es un hierro de madera; c) si se admite que no conoce y se afirma que la que conoce es la inteligencia, ¿cómo explicar que active cognoscitivamente las imágenes y a la inteligencia?, d) si es instrumental respecto de la inteligencia, ¿cómo es posible que la active si sólo puede activar lo superior a lo inferior, lo activo a lo potencial?, e) si ilumina las imágenes de la fantasía para abstraerlas y, a la par, activa progresivamente a la inteligencia, ¿cómo es que tiene varias misiones y no las confunde?, f) si se limita a conocer lo inferior a él, ¿cómo conocemos al entendimiento agente?, etc. Como se ve, la doctrina sobre este importante descubrimiento aristotélico queda por perfilar.

Para Aristóteles, y también para la tradición aristotélica posterior, el entendimiento agente se limita a iluminar los objetos de la fantasía, siendo él mismo inconsciente. Sin embargo, si el intelecto agente es activo, será la fuente de todo el conocer humano, y por ello, nada, salvo lo que es incognoscible, se deberá retrotraer a su mirada. No obstante, la clave de su comprensión pasa, seguramente, por su personalización. La persona es conocer por encima de lo que tiene conocido con sus facultades cognoscitivas. Insistamos: “en cualquier acaecimiento más vale saber que haber”[6]. Ninguna de las facultades cognoscitivas humanas alcanza a saber que somos persona. Y si lo sabemos, aunque pueda existir una persona que no conozca con sus facultades (sensibles, razón…), no es posible la existencia de una persona (ni humana, ni angélica, ni divina) que no sepa o no pueda llegar a saber que lo es. Pero nadie es persona sin conocer personal y sin conocer que es conocer personal. Por tanto, el intelecto agente no será meramente una pieza cognoscitiva que se tenga, sino que será equivalente al ser personal. Su ser es personal[7]. De otro modo: o es cada quién el que conoce, o en rigor, su conocer está de más.

Antes de emplazar el intelecto agente a nivel de acto de ser personal y explicarlo desde su altura, debemos tener en cuenta, en síntesis, lo que ha transmitido la tradición filosófica sobre él. En efecto, de la misma manera que en el tema de la coexistencia personal (cfr. Capítulo 13) abordamos las distintas interpretaciones filosóficas acerca del “yo” para no confundirlas con la “co-existencia”, y así como en el tema de la libertad (cfr. Capítulo 14) atendimos a las diversas tesis filosóficas en torno a la libertad humana antes de exponer la libertad como un trascendental personal, así también es pertinente proceder ahora a la revisión de los diversos pareceres filosóficos habidos en torno al intelecto agente, antes de sentar su trascendentalidad personal.

Este hallazgo aristotélico ha sido uno de los temas filosóficos que más divergentes interpretaciones ha sufrido en la historia del pensamiento. En síntesis se pueden distinguir los siguientes periodos: a) Las hipótesis neoplatónicas, árabes y judías antiguas y medievales. b) La interpretación medieval cristiana, especialmente la tomista. c) La pérdida moderna y contemporánea de esta noción. c) La reciente recuperación. A continuación, las repasaremos agrupándolas de dos en dos por epígrafes.

  1. La interpretación antigua y medieval del intelecto agente

Verdaderamente era un problema intrincado en la antigüedad clásica y en la Edad Media el paso de lo sensible a lo inteligible en el conocimiento humano. Como hemos visto, para solucionar este problema Aristóteles recurrió a la noción de entendimiento agente, pero el Estagirita no dejó cerrado este cuerpo doctrinal y, por ello, abrió campo a las más diversas especulaciones. Testigos de esta dificultad fueron muchos de sus comentadores griegos y latinos, y éstos interpretaron el intelecto agente de modos muy diversos, opiniones que se pueden agrupar bajo el siguiente par de postulados:

a) El intelecto agente es extrínseco al hombre y nos ilumina. Esta hipótesis contó históricamente con los siguientes defensores, admitiendo entre ellos muchos matices: Alejandro de Afrodisia (s. II a. C.)[8], Plotino (s. III d. C.)[9], Simplicio (s. VI)[10], Juan Filopón (s. VI)[11], Al–Kindi (s. IX) y Al–Farabí (s. X)[12], Avicena (s. XI)[13], Averroes (s. XII)[14], algunos pensadores medievales cristianos del s. XIII[15] y los llamados averroistas latinos de fines del s. XIII[16]. Todas estas variantes aceptaron explícita o implícitamente que nuestro conocimiento es pasivo, es decir, que el conocer humano no es acto, lo cual no es correcto, pues conocer es conocer activamente, es decir, o se conoce en acto o no se conoce.

b) El intelecto agente (o aquello que hace sus veces) es intrínseco al hombre. Esta tesis es acertada, pero este punto de vista también contó históricamente con varias opiniones divergentes: Platón (s. IV a. C.)[17], Aristóteles (s. III a. C.)[18] y sus seguidores cristianos medievales del s. XIII –Alberto Magno, Tomás de Aquino, Ramón Llull, etc[19].–, los defensores en esa misma centuria del hilemorfismo universal[20], los que admitían, también en ese siglo, la iluminación divina del intelecto agente humano[21], quienes en esa misma época lo reducían a la inteligencia[22], etc., siendo unas de estas posiciones verdaderas, otras, en cambio, no, y dentro de ellas, unas más correctas que otras.

Atendamos ahora a un breve examen de ambas propuestas. Por una parte, si se pone el intelecto agente fuera del hombre, se tiende a interpretarlo como una realidad que actúa como principio respecto de nosotros, es decir, se le asemeja a los actos de ser reales de la realidad extramental. Si, a la par, se le hace coincidir con el ser divino, se tienden a reducir los primeros principios reales a un único principio: el ser de Dios. Pero el intelecto agente no puede entenderse como un primer principio, puesto que los primeros principios son fundamentos (causas), y es claro que el conocer no funda o causa nada[23]. Además, si se asimila el intelecto agente al conocer divino, se entiende el intelecto agente como sustancia separada, a tenor de lo dicho por Aristóteles de que el intelecto agente es separado de todo. Pero deducir de ahí que el intelecto agente sea separado del hombre, impulsa a identificarlo con Dios (o con un ángel). Sin embargo, esa interpretación sustancialista del intelecto agente, y también de Dios, es compatible con la despersonalización humana, pues si existe un único intelecto agente, en rigor, quien conoce sería sólo Dios (o un ángel), pero no el hombre, cada hombre; con lo cual despersonalizamos el conocer humano[24]. Seríamos un mero espejo en el que se refleja la luz celestial, o como ejemplifica Avicena, como la luz que recibe la Luna del Sol. Pero eso indica pasividad, y ya se ha dicho que, o se conoce en acto o no se conoce.

Por otra parte, si se admite que el intelecto agente es intrínseco al hombre, se tiene una visión personal de este entendimiento, a la par que se respeta la dignidad del hombre, porque entonces se nota que su actividad cognoscitiva no es prestada, sino que mana de sí. En consecuencia, también la libertad radical humana será personal y, asimismo, la responsabilidad. Con todo, de entre quienes afirmaron que el intelecto agente es intrínsecamente humano, algunos lo asimilaron a una potencia o facultad humana. Fue el caso, por ejemplo, de San Alberto Magno[25], Tomás de Aquino[26], Ramón Llull[27], etc. Así entendido se concibe como un accidente de alma[28]. No obstante, este extremo es también rectificable, porque una potencia no puede ser de ningún modo un acto que esté al margen de toda potencialidad propia, y porque un accidente depende siempre de una sustancia, con lo cual no se abandona la visión sustancialista.

De manera que, si el intelecto agente no puede ser ni una sustancia separada, ni un accidente del alma, y es claro que tampoco coincide con el alma entera (el alma también tiene inteligencia, voluntad, etc.), hay que descubrir si en la realidad humana existe algo más que sustancia y accidentes. En ese sentido Tomás de Aquino ofrece una buena guía de solución, pues por encima de las dualidades reales sustanciaaccidentes, e incluso de actopotencia, descubrió la distinción real entre acto de seresencia (actus essendiessentia). Si la inteligencia humana está en el orden de la potencia (por tanto, de la esencia del alma), y si el intelecto agente es acto respecto de ella, ¿qué impide elevarlo al orden del acto de ser humano (esse hominis)?[29].

Puede que la propuesta de personalizar el intelecto agente choque con la siguiente rémora para ser aceptada: si el intellectus agens es siempre en acto ¿por qué no somos conscientes desde que existimos de que somos tal conocer? La respuesta a este escollo es múltiple: a) ningún conocimiento es reflexivo[30], de manera que para conocer el intelecto agente se requiere de un conocer humano distinto al propio intelecto agente (se trata del hábito de sabiduría, y atenderemos a él más adelante); b) el conocer consciente, frente a lo que defiende una hipótesis de la filosofía moderna, no es el más elevado; ni lo es a nivel sensible[31], ni tampoco a nivel intelectual[32]. Si ello es verdad, ¿cómo mantener la existencia del intelecto agente si no somos conscientes de él? Lo somos, pero a posteriori, pues después de conocer muchas cosas reparamos en que quien conoce es uno, esto es, en que somos conocer. Ahora bien, esa conciencia no es el intellectus agens, sino algo menor a él, un hábito innato solidario al intelecto en acto, hábito llamado desde Aristóteles de sabiduría. La razón de ser de este hábito es, por tanto, el propio conocimiento personal tan anhelado por la tradición filosófica clásica[33].

Si ahora se preguntara cómo con algo inferior, el hábito de sabiduría puedo conocer lo superior, a saber, que la persona es un conocer personal, es decir, un intelecto agente, la respuesta sería como sigue, aunque se ampliará más adelante: porque dicho hábito es solidario al ser personal, es luz en la luz personal, es decir, no cabe persona humana sin tal hábito, aunque tal hábito no es la persona. Tal hábito ilumina el ser personal, pero por ser inferior a él lo conoce parcialmente. Conoce que somos persona (que somos conocer), pero no conoce enteramente qué persona somos (si eso acaeciese Dios estaría de más). Si se siguiera preguntando que, dado que toda persona humana dispone de hábito de sabiduría, cómo es posible que no todas las personas sean sabias, habría que responder lo siguiente: que todas las personas disponen del inicio de la sabiduría, pues todas disponen de ese hábito mediante el cual se saben personas distintas, pero unas personas activan libremente más ese hábito, otras menos, y otras incluso pretenden cegar la activación. Sólo a las primeras se les puede considerar más sabias, menos a las segundas, y bastante torpes, por cierto, a las terceras.

En cuanto al origen del entendimiento agente, Tomás de Aquino admitió que procede directamente de Dios[34] y que participa de la luz divina[35], tanto natural como sobrenaturalmente[36]. Además, para Sto. Tomás, Dios no sólo instruye naturalmente al entendimiento agente, sino que también le otorga mayor luz mediante varios dones sobrenaturales: la fe, la profecía, etc., durante esta vida; y mediante otros más lúcidamente cognoscitivos tras la vida presente: la gloria.

La iluminación natural divina de nuestro intelecto agente indica que nuestra vinculación natural directa con Dios es de apertura cognoscitiva, aunque no siempre sea consciente. La iluminación sobrenatural conlleva que esta vinculación cognoscitiva natural es susceptible de ser elevada durante esta vida por medio de cierto don divino[37], y que, además, nuestro conocer post mortem puede ser asumido por el conocer divino, es decir, podemos conocer como Dios nos conoce[38], o sea, conocer según el saber que Dios emplea para conocernos (que, obviamente, no es el mismo que él emplea para conocerse a sí). Como se puede apreciar, la ignorancia es el mayor enemigo del hombre, pero si ésta se inscribe en el nivel superior, en el acto de ser personal, ello equivale a decir que el intelecto agente no es cognoscitivo o que es ignorante, lo cual implica eliminar de raíz la dignidad humana. Con todo, esa tesis fue sostenida por Suárez en el s. XVII[39] y también por algunos pensadores recientes del s. XX[40].

Tras los vaivenes a que estuvo sometida la distinción real entre acto de ser y esencia en la escolástica renacentista (ss. XVI y XVII), ha sido empeño de algunos pensadores recientes tales como Gilson o Fabro la recuperación de ese hallazgo[41]. Sin embargo, tal descubrimiento, suficientemente descrito en metafísica, no ha sido atendido, salvo excepciones, en el ámbito de la antropología, menos aún en las instancias cognoscitivas de la persona humana. Además, precisamente por haber sido tratado por tan pocos pensadores, todavía se ha difundido escasamente.

  1. La pérdida moderna y contemporánea de la noción de entendimiento agente y su reciente recuperación

Salvo la vertiente de comentadores del Aquinate, es decir, de autores como Cayetano (s. XV)[42], y de tomistas del s. XVII como Juan de Sto. Tomás [43], Báñez[44], Suárez[45], etc., cuya interpretación del intelecto agente fue no sólo dispar entre ellos, sino también muy peculiar en cada caso, la filosofía moderna ha olvidado esta averiguación.

En efecto, si por aquello de su actividad comparamos el intelecto agente a la locomotora de un tren que arrastra muchos vagones, se puede decir que la mayor parte de la filosofía moderna se ha subido al tren en marcha ignorando la estación de origen y la de destino. Como se recordará la filosofía moderna y contemporánea oscila en gran medida entre el racionalismo (racionalismo, ilustración, idealismo, fenomenología, estructuralismo, etc.) y el voluntarismo (nominalismo, empirismo, voluntarismo, pragmatismo, etc.). De modo que la modernidad filosófica se reparte en dos áreas de influencia enfrentadas: o protagonismo de la razón, o capitalidad de la voluntad.

Siguiendo con la precedente semejanza, los racionalistas se asimilan más a quienes se fijan en el interior del tren: su dotación, rendimiento, la maquinaria, etc. Los voluntaristas, en cambio, han dirigido en mayor medida su mirada hacia el otro lado de la ventanilla, esto es, el exterior, el paisaje. Ahora bien, unos y otros suponen que el tren ya se mueve sin preguntarse por qué lo hace, es decir, por qué pensamos o conocemos, y tampoco suelen cuestionarse por la “Stazione Termini”, en rigor, para qué pensamos. Ambas asuntos apuntan al intelecto agente. A falta de esta investigación, el intelecto agente no se ha dado por aludido y no ha comparecido en el panorama intelectual moderno.

La ausencia del intelecto agente como tema en la panorámica intelectual  ha sido suplantada por el excesivo protagonismo de la razón o de la voluntad. En torno a ellas el tema que más se ha debatido es el de la hegemonía entre una u otra. Pero en la dilucidación de la superioridad de la razón sobre la voluntad o a la inversa ya se cede a un planeamiento reductivo, porque tal predominio no se alcanza sin poner en correlación ambas potencias con lo más alto a ellas susceptible de activarlas. En efecto, sin recurrir a la instancia que nos permita conocer a la razón y a la voluntad como potencias, es teóricamente imposible descubrir la jerarquía entre ambas, tanto en su estado nativo como tras su activación, a la par que es imposible desde esa perspectiva alcanzar al entendimiento agente. Esa imposibilidad se ratifica por múltiples razones: una, porque la voluntad no es cognoscitiva; otra, porque la razón no se conoce a sí enteramente como potencia, ni tampoco a la voluntad como tal, máxime si se considera a la razón en estado nativo, en el cual no sabe ni siquiera que está constituida para conocer (tabula rasa).

Dejando al margen la polémica moderna entre la superioridad de la razón[46] o de la voluntad[47], conviene notar que, por centrar la mirada exclusivamente en esas potencias, se ha dado en esas posiciones una falta de atención al intelecto agente. En ambos planteamientos la noción de persona parece estar perdida, y cuando se la supone existente resulta incognoscible[48], porque la superior instancia cognoscitiva que se admite, la razón, es inferior al sujeto y, por tanto, no puede dar cuenta de él. La pérdida de la persona humana ha acarreado, a la par, el alejamiento de Dios del panorama intelectual, hasta el punto que quienes se han atrevido a tenerlo en cuenta (algunos existencialistas, por ejemplo), han apelado sobre todo a la fe sobrenatural[49]. Otros –no pocos– han negado o prescindido del método de acceso a la persona y también a Dios.

Por último, ciertos conocedores de la filosofía aristotélica en el s. XIX, como Brentano[50], y ciertos estudiosos del tomismo en el s. XX, como Ramírez[51], Sánchez[52], Hislop[53], Manyá[54], Palmés[55], Derisi[56], Zigliara[57], Degl´Innocenti[58], Reyna[59], Más Herrera[60], Kuksewicz[61], Mahoney[62], etc., han recuperado la noción de intelecto agente. No pocos de ellos -salvo excepciones- limitan en demasía su papel a la supuesta función abstractiva, imbuyéndole en algunos casos de una fuerte carga causal. Por su parte, pensadores como Canals[63] o Polo[64], denuncian de modo radical esa inconveniencia en el tratamiento del intelecto agente. A mi modo de ver, este último pensador es quien más ha recuperado y revitalizado en nuestros días la noción clásica de entendimiento agente, en rigor, del conocer personal[65].

  1. Intelecto agente e inteligencia: objetos, actos y hábitos adquiridos

Dentro de la aludida tradición aristotélico-tomista, algunos autores aceptan que el intelecto agente es el acto intelectual superior; otros, en cambio, piensan que lo superior cognoscitivo nuestro es el hábito de sabiduría. Aún hay otros, que por considerar que el intelecto agente no es cognoscitivo, lo más alto de nuestro conocer sería la inteligencia, que se activa sucesivamente según hábitos, de entre los cuales los más altos son el de los primeros principios y el de sabiduría. No son éstas las únicas opiniones, pero lo que sí es obvio es que las tesis son muy plurales.

 Ahora bien, la inteligencia es al comienzo una potencia; también la voluntad. Ambas facultades son espirituales, pero pasivas en su estado de naturaleza. La sensibilidad interna, debido a su soporte orgánico, no puede incidir en lo puramente espiritual. Tampoco la realidad física externa puede estimular lo espiritual, pues lo menos no puede activar lo más. Por eso, se requiere de un acto espiritual previo capaz de activar a la inteligencia y también a la voluntad. Y ese papel se le ha asignado, por lo menos en el caso de la inteligencia, al intelecto agente[66].

La tesis de que la especie impresa de la inteligencia es el objeto de la fantasía una vez iluminado por el intelecto agente pertenece a la aludida tradición filosófica. Además de la función abstractiva, algunos pensadores (San Alberto Magno, por ejemplo[67]) admitían que el intelecto agente también activa a la inteligencia en sus diversas operaciones, tarea que se podría extender asimismo a la de los hábitos adquiridos de la inteligencia. Si abstraer es la operación preliminar de la inteligencia, en rigor no puede ser una operación del intelecto agente.

Pues bien, el intelecto agente es cognoscitivo. Además, si verdaderamente está a nivel personal, no debe activar directamente ninguna de esas dimensiones humanas inferiores a él. Para ello debe servirse de algún instrumento. Eso es así porque para dar razón de la nobleza del acto de ser humano no conviene explicarlo con relación a la esencia humana. Lo inverso no sólo es posible, sino ineludible. Es decir, así como es imposible explicar la esencia humana sin su referencia al acto de ser personal humano, así, para desentrañar la índole del acto de ser humano, no conviene referirlo a la esencia humana.

El que el intelecto agente sea superior y separado de la inteligencia y de los inteligibles indica que él está al margen de toda operación y de todo hábito intelectual, y que existe aunque aquéllos no existan o las facultades no pasen de mera potencialidad. Por eso se puede decir distinto a la inteligencia y previo a ella. El instrumento del que el intelecto se sirve para activar la inteligencia, la voluntad y la naturaleza humana es la sindéresis. Este hábito innato es -como se ha indicado- el ápice del alma, y así se entiende que en la filosofía medieval se considere al alma como forma corporis. Por tanto, la sindéresis es el vértice de la esencia humana. A su vez, la inteligencia, como potencia del alma que es, debe acompañar de algún modo al cuerpo, puesto que el alma es como la forma sustancial del cuerpo humano. Tal vez por eso Tomás de Aquino describe a la inteligencia como una facultad de medios. Pero si el intelecto agente no es forma ninguna, sino acto, ¿para qué va a acompañar al alma en la formalización del cuerpo humano? No tiene ninguna necesidad al respecto. Tampoco tienen necesidad de acompañar al cuerpo. De ningún modo se puede decir que en el alma o en el cuerpo esté su tema o su fin. Con otras palabras: el fin o tema del conocer personal humano no es ni el cuerpo humano, ni la inteligencia y la voluntad humanas, ni ninguna otra dimensión humana inferior a él. Tampoco puede ser él su propio tema, pues ese supuesto narcisismo reflexivo es contrario a la índole del conocer humano. En suma: el intelecto agente no activa nada potencial directamente, sino a través de un instrumento activo del que dispone. Además, su tema no puede ser sino superior a él[68].

La inteligencia se activa con actos y hábitos. Los actos son operaciones inmanentes[69]. Los hábitos adquiridos son superiores a las operaciones, es decir, más acto que ellas, y esto al menos por dos motivos: a) porque permiten conocer más que las operaciones (precisamente la verdad de las operaciones, verdad oculta para ellas mismas, pues éstas se limitan a formar objetos o a conocer asuntos reales que no son su propio acto; de otro modo no se podría discernir entre el acto y los objetos, y es manifiesto que ambos son heterogéneos); y b) porque permiten conocer con mayor facilidad. Como el hábito es acto y queda en la inteligencia, la actualiza; remite en ella esa potencialidad al perfeccionarla activamente, cognoscitivamente. Ello indica que le permite conocer más que antes, lo cual -como vimos en la Lección precedente- es un síntoma de libertad, pues saber más equivale a ser más libre.

Por tratarse de una potencia inorgánica, el crecimiento de la inteligencia carece de límite. Por eso, los hábitos adquiridos revelan el carácter futurizante de esa facultad, ya que son ellos los que la vuelven capaz de conocer progresivamente más de cara al futuro. Con todo, ¿qué puede significar que los hábitos abran la inteligencia al futuro?, ¿de qué futuro se trata? Obviamente de un futuro no temporal, es decir, no susceptible de devenir pasado, un futuro no desfuturizable. Por aquí se capta que la progresiva activación da inteligencia cambia su índole de facultad de medios en facultad de fines; la personaliza.

Hemos aludido a cómo conocemos las operaciones de la inteligencia: con hábitos adquiridos. Queda por explicar cómo conocemos los hábitos adquiridos de ella o a ella misma como potencia cada vez más activada con tales hábitos. Esto, a menos que se quiera admitir en la propia potencia un proceso al infinito que nada explique, debe depender de una instancia cognoscitiva humana, que sea activa y superior a la inteligencia, y que esté vinculada (como instrumento suyo) al intelecto agente. Si los hábitos adquiridos no pueden ser el tema propio del intelecto agente, porque el tema de éste no puede consistir en nada inferior a sí (la persona no es para lo impersonal), y lo que activa a una potencia pasiva no puede ser sino una instancia activa innata (pues sólo lo activo innato puede dar razón de lo activo adquirido), ¿de qué instancia cognoscitiva trata? La respuesta -como se ha adelantado- tiene nombre en la tradición medieval: sindéresis[70], el hábito nativo (el inferior de ellos) del que se sirve el intelecto agente para activar, iluminar a la inteligencia, sus actos y sus hábitos, y también a la voluntad y a los suyos. La sindéresis es la apertura nativa de la persona a la naturaleza humana. Este hábito también es susceptible de crecimiento, y no es ni el único de los hábitos superiores a los que adquiere la inteligencia. Atendamos a ellos.

  1. El intelecto agente y los hábitos innatos

Los hábitos innatos dependen del intelecto agente, y son, al menos, tres: la sindéresis, el de los primeros principios y el de sabiduría. El primero es un descubrimiento cristiano de San Jerónimo. Los dos restantes son hallazgo de Aristóteles. Cada uno de ellos constituye una “habilidad” (habilitas los llamaba Tomás de Aquino) del intelecto agente para determinados menesteres, es decir, una determinada apertura de la persona humana a diversas realidades. La sindéresis es la apertura de la persona a lo inferior a ella, pero unido a ella; el hábito de los primeros principios es la apertura de la persona humana a lo exterior (sea inferior a superior a ella); la sabiduría, la apertura de la persona a su propia intimidad.

¿Qué sentido tiene que a esos hábitos se les llame “innatos”? La tradición medieval los denomina así. Con eso se quería indicar que toda persona humana dispone de ellos. No obstante, existe no poca polémica sobre qué sea lo innato. Tomás de Aquino se inclina por admitir que mientras los hábitos cognoscitivos son innatos, lo conocido por ellos no lo es[71]. Pero esta tesis postula la separación entre el conocer y lo conocido, es decir, entre el método y el tema; y este extremo no parece correcto. Tal vez una respuesta más congruente sea la siguiente: en el hombre todo es nato, porque él también lo es (ya que es hijo). Lo que sucede es que esos hábitos no nacen en nosotros como los hábitos adquiridos de la inteligencia o las virtudes de la voluntad, pues nacen directamente del acto de ser personal y no pertenecen a ninguna potencia o facultad.

Que un acto menor pueda nacer de un acto mayor no ofrece contradicción. Sí la ofrece, en cambio, que nazca de una potencia. En efecto, esos hábitos no pueden encuadrarse en la potencia porque son previos y condición de posibilidad de la activación de ella. De sostener la tesis contraria se caería en una petición de principio. ¿Se encuadran entonces en la esencia humana? Sólo uno de ellos, y se circunscribe al ápice de la esencia humana: la sindéresis. Los otros dos, el de los primeros principios y el de sabiduría pertenecen al acto de ser personal (aquí puede entroncar la distinción medieval entre ratio inferior y ratio superior). Ahora bien, si la sindéresis constituye el ápice de la esencia humana y depende del intelecto agente, ¿acaso la esencia humana nace del acto de ser personal? Respuesta afirmativa. En el hombre no existe identidad real porque su esencia deriva de su acto de ser.

Si persona significa apertura irrestricta (cfr. Capítulo 14), ¿qué puede significar hábito nativo como una canalización determinada de la apertura irrestricta de la persona humana? Tales hábitos indican que la persona humana es pluralmente abierta, y que esa pluralidad de aperturas forma dualidades jerárquicas entre sí. La persona es dual en su constitutiva apertura. De otro modo: su apertura constitucional tiene al menos dos dimensiones de distinto nivel: una apertura inferior, porque versa sobre realidades inferiores a la persona, y otra superior, porque versa sobre realidades personales. A su vez, la apertura de la persona hacia lo inferior tiene dos dimensiones: una inferior hacia la naturaleza humana por medio de la sindéresis, y otra superior hacia los actos de ser reales no personales, por medio del hábito de los primeros principios. La apertura de la persona humana hacia lo superior, esa que se abre a la propia intimidad personal, se abre en dualidad hacia sí (la coexistencia) y hacia las demás personas (porque no encontramos la réplica de la persona que somos en nuestra intimidad, por eso se añade la preposición “con” al final de la expresión precedente: coexistenciacon).

a) La sindéresis. La apertura de la sindéresis es doble: con una vertiente inferior hacia la inteligencia, y con otra superior hacia la voluntad[72]. De la sindéresis depende el iluminar la esencia humana, es decir, el que la persona humana conozca su inteligencia, su voluntad y a las demás potencias, y a través de ellas el resto de la realidad intramundana, pues la persona sólo puede gobernar consciente y voluntariamente su naturaleza en la presente situación cuando ha activado su inteligencia y su voluntad, facultades superiores de la naturaleza humana, pero que son, a diferencia del resto de los componentes de la naturaleza, inorgánicas. En concreto, por una parte, la sindéresis arroja luz sobre las especies de la sensibilidad intermedia, sobre los actos y los hábitos adquiridos de la inteligencia. Y, por otra, tiene una misión iluminante respecto de la voluntad, sus actos y virtudes. De ese modo se descubre en la sindéresis su carácter unificante de las dos potencias superiores humanas y su control sobre ellas. Y todo ello este hábito lo lleva a cabo en dependencia del intelecto agente. O si se quiere, la sindéresis es la apertura con que cuenta el intelecto agente para iluminar, dirigir, controlar la naturaleza y esencia humanas propias, aunque no sólo. Atendamos mínimamente a esta extensión.

La persona humana se abre a la esencia de universo físico (las cuatro causas de la realidad física) merced también a la sindéresis. En efecto, si la sindéresis no activa, desarrolla, la inteligencia con hábitos adquiridos, no podríamos conocer ni las sustancias (compuestos de causa material, formal y movimiento extrínseco), ni las naturalezas vivas (compuestos de causa material, formal y movimiento intrínseco), ni el orden del universo (causa final). De modo que la sindéresis no sólo nos capacita para conocer nuestra naturaleza y esencia, sino también para conocer la naturaleza y esencia del cosmos. Nos capacita además, para notar la compatibilidad entre nuestra naturaleza con la del universo y, sobre todo, para percibir la superioridad de nuestra esencia respecto de la esencia del universo[73]. Por otra parte, si la sindéresis conoce la propia naturaleza humana, como ésta es común a todos los hombres, hay que sostener que mediante la sindéresis también estamos abiertos a conocer la naturaleza de cada una de las demás personas humanas. Y, asimismo, como la sindéresis conoce nuestra propia esencia, y ésta crece de modo muy semejante a la del resto de la humanidad, la sindéresis también estará abierta a conocer la esencia de las demás personas humanas.

Como el intelecto agente es dual respecto de los demás trascendentales que caracterizan a la persona humana, tanto la naturaleza humana como los hábitos adquiridos de la inteligencia y las virtudes de la voluntad no dependen en solitario del intelecto agente a través de la sindéresis, sino también de aquellos trascendentales restantes, a saber, de la coexistencia, de la libertad, y en especial del superior, del amar donal. Por eso, el doble papel de la sindéresis (iluminar la inteligencia y la voluntad) sobre la esencia humana es donante, aportante, personalizante merced a su dualización de ella con el amar personal. Sin ese cariz no se entienden ni los hábitos adquiridos ni las virtudes. A la par, esa tarea de la sindéresis también es liberalizante respecto de la esencia humana, pues la libertad personal confiere libertad a las potencias superiores cuando éstas adquieren hábitos, y éstos son fruto de la activación de la sindéresis si ésta se dualiza con la libertad personal. Por lo demás, la co-existencia permite a la sindéresis acompañar y cuidar de la esencia humana.

b) El hábito de los primeros principios. Este hábito también presenta también una doble apertura, una inferior hacia el ser del universo (el principio de no contradicción), y otra superior hacia el ser divino (el principio de identidad o ser simple). No podemos extendernos en estas aperturas porque no son antropológicas, sino propias de la metafísica[74]. Del hábito de los primeros principios depende el conocimiento temático de los primeros principios reales, es decir, los actos de ser extramentales. Tal hábito es la apertura nativa de la persona humana a aquellas realidades externas que son primeras respecto del ser de la propia persona, que no se conocen como personas, y que constituyen el fundamento ontológico de la totalidad de lo real. “Primeras” indica que la persona viene después, es decir, que cuando la persona entra en escena, ya hay escenario sólido, fundado, el cosmos; y ya existe quien lo ha escenificado, Dios. “Segunda” tampoco quiere decir que sea secundaria o menos importante, sino que no puede ser sin aquéllas.

c) El hábito de sabiduría. Este hábito se abre en dualidad a los trascendentales personales propios (dos inferiores y dos superiores). El miembro inferior de esa dualidad a la que se abre dicho hábito lo forman la coexistencia y la libertad, y el miembro superior lo conforman el conocer y el amar A la par, la co-existencia es inferior a la libertad, y el conocer al amar. Por otro lado, la apertura superior, a las demás personas, debe admitir, a su vez, una dualidad: una inferior, que es la apertura hacia las demás personas creadas, y una superior: la apertura hacia las personas increadas o divinas. Por lo demás, tras lo dicho carece de sentido objetar que el hábito de sabiduría (también los otros) sea reflexivo, porque que el hábito de sabiduría no se conoce a sí, sino a los trascendentales personales. El hábito de sabiduría es el método; los trascendentales personales son el tema. No cabe método cognoscitivo sin tema conocido, y a la inversa; pero método y tema son distintos.

Es pertinente que el intelecto agente se sirva de un hábito inferior a sí (distinto de la sindéresis y de los primeros principios) que le permita alcanzar o conocerse en parte (sabiduría), porque alguna de aquellas realidades principiales no es personal, el ser del universo. Y la que lo es, el ser divino, no se conoce como realidad personal por medio de aquél hábito. De modo que, a fin de no personalizar lo que no debe ser personalizado, el cosmos, conviene disponer de otra instancia cognoscitiva que alcance lo no personal de modo distinto a como se alcanza por otra instancia lo personal. Superior a la sindéresis y al hábito de los primeros principios es el hábito de sabiduría, del que depende el conocimiento personal propio. Es la apertura nativa que cada persona humana tiene respecto de su acto de ser personal, esto es, la iniciación al conocimiento de la persona que se es y que será, es decir, que se está llamada a ser.

Como en la presente situación humana el será no comparece, el saber sapiencial es siempre introductorio a la materia. A distinción de los precedentes, este hábito no es una apertura hacia fuera, sino una apertura íntima, un espacio interior conocido, transido de luz. Es el conocimiento propio como persona distinta de lo demás y de las demás, un conocerse ante la totalidad de lo real, incluidos el acto de ser del universo y el acto de ser divino. Es una luz translúcida que conoce, en la medida de su solidaridad con la persona cognoscente, a ésta, esto es, sus radicales íntimos: los trascendentales personales. Sin ese hábito no podríamos comprender la realidad a la que se refieren los cuatro Capítulos de esta última sección del Curso.

En suma, además de su apertura interior a sí y trascendente a Dios y a los demás, la persona humana es abierta a lo inferior, al ser del universo y a su propia naturaleza. De modo más sencillo: la persona humana está vinculada a su naturaleza por medio de la sindéresis; es coexistente con el acto de ser del universo por el hábito de los primeros principios; es abierta a su intimidad por el hábito de sabiduría. También es abierta a las demás personas porque en su intimidad ofrece esa apertura. Es decir, que la persona humana no está diseñada para separarse de su naturaleza, del ser del universo, de su propio ser, del ser personal de los demás y del ser personal divino.

Las dualidades descritas manifiestan que el hombre es un ser complejo. La vida, suele repetirse, es compleja y llena de matices. Con todo, no debemos perder de vista que todas esas complejidades son duales, y que las distintas dualidades son atraídas y gobernadas desde el miembro superior de todas ellas, el amar. Por eso el hombre, a fin de cuentas, a pesar de la complejidad constitutiva, tiene un carácter simplificante, si es que él libremente lo respalda sin intentar conculcarlo. No hacerlo, más que ceder a la doble vida, es no respetarse como persona creada. Por otra parte, sobre los precedentes planteamientos cabe un añadido, y es que todos esos hábitos innatos son susceptibles de crecimiento; desarrollo debido al intelecto agente y en orden a él, e incluso de elevación sobrenatural, asunto este último a desarrollar en una investigación teológica.

  1. El carácter trascendental del conocer personal

Trascendental no significa aquí algo así como la expresión “muy importante” cuando ésta se emplea en el lenguaje usual, no porque el intelecto agente no lo sea, que lo es, y mucho. Por otra parte, tampoco tiene el significado que le da la filosofía moderna (Kant, por ejemplo), –cuyo sentido es lógico-trascendental–. Como se recordará, la teoría de los trascendentales surge en la metafísica medieval a partir de claros antecedentes platónicos y aristotélicos, y está expresamente formulada por Tomás de Aquino. Los estudiosos del tomismo han centrado su atención en los trascendentales metafísicos[75]. Pero aquí, el significado del término trascendental no es metafísico, porque el intelecto agente es una realidad antropológica, no metafísica, pues la antropología es distinta, por superior, a la metafísica, y sus temas son, asimismo, jerárquicamente distintos. No obstante, el intelecto agente también es, como los temas que estudia la metafísica, transfísico. Aquí tenemos, por tanto, una primera caracterización del significado de trascendental, a saber, más allá de lo físico. Pero como los ámbitos de realidades que transcienden lo físico son variados, esta descripción tampoco es suficiente.

Según la filosofía medieval, se consideraba como realidad trascendental a una de aquellas perfecciones puras (sin mezcla de imperfección) que existen en la totalidad de lo real (el ser, la verdad, el bien…). La palabra trascendental, tal como aquí se usa, indica que la realidad estudiada transciende lo físico no en el plano cosmológico, sino en el personal. La persona no es física ni puede serlo (persona equivale a espíritu) . En consecuencia, la palabra trascendental referida al intelecto agente significa, desde luego, una perfección pura, sin mezcla de imperfección (de potencia), pero se trata de una perfección pura que no es propia de toda realidad, sino exclusiva de las realidades personales. De otro modo, una persona requiere de conocer personal para ser persona.

Además de la precedente explicación semántica, se puede preguntar que, dado que los trascendentales personales no sólo son transfísicos sino, por así decir, también transnaturales y transesenciales, ¿por qué no asimilarlos a alguno de los transcendentales metafísicos? Más en concreto, si el intelecto agente es transfísico y se lo hace equivaler de algún modo al acto de ser personal, llamándosele entonces trascendental, ¿por qué no asemejarlo a uno de los trascendentales clásicos, como por ejemplo, al ser, a la verdad, al bien, etc.? La respuesta pasa por una ampliación del ámbito de lo trascendental. En efecto, es pertinente no reducir los trascendentales antropológicos a los metafísicos[76]. La razón de esa ampliación radica en que los trascendentales personales son superiores a los metafísicos y condición de posibilidad de ellos. En efecto, tomemos como ejemplo el ser, la verdad y el bien. El ser del universo no es trascendental sin el ser personal humano, porque aquél es para éste, no al revés, ya que es el hombre quien coexiste con el mundo, no a la inversa. La verdad no es trascendental sin el conocer, pero el conocer es personal. El bien no es trascendental sin el querer, pero el amar es personal.

Esta doctrina se debe a Leonardo Polo y parece que carece de precedentes, porque la filosofía moderna y contemporánea no admite trascendentales que sean reales, y porque la filosofía clásica griega y medieval no admite que los trascendentales reales personales sean radicalmente distintos de aquellos que existen en el resto de lo real. Es claro que no toda realidad es personal, y si existen perfecciones peculiares exclusivamente de las personas, no convendrá rebajarlas, asimilarlas, a las realidades no personales. En efecto, explicar en general el acto de ser humano con el acto de ser del universo es eso, una generalización; pero de esa exposición quien sale perdiendo es el acto de ser humano.

En efecto, el intelecto agente no se reduce a los trascendentales metafísicos. No se puede asimilar al acto de ser del universo porque éste no es cognoscitivo. No se puede asimilar a la verdad, porque ésta es un trascendental relativo al conocer. Por tanto, la verdad sólo será trascendental a condición de que el conocer también lo sea. Y a pesar de serlo, el conocer no será trascendental como lo es la verdad, pues la verdad depende del conocer y no a la inversa. Tampoco se puede asimilar el intelecto agente al bien, porque éste es un trascendental relativo al querer, pero no es misión del intelecto agente querer o dejar de hacerlo, sino conocer. Por lo demás, tampoco se justifica su equivalencia del intelecto agente con ninguno de los demás trascendentales propuestos como tales en el elenco tradicional.

La tesis de que el intelecto agente sea el acto intelectual superior es netamente tomista. Tomás de Aquino mantiene que sin intelecto agente el hombre no podría entender nada. Si del intelecto agente depende todo el conocimiento humano, también él se servirá de algún instrumento para conocer los trascendentales metafísicos: el ser, la verdad, el bien[77]. Ahora bien, ¿cómo es posible conocer esos trascendentales si el intelecto agente no es un trascendental? Más aún, si el conocer es superior a la verdad y condición de posibilidad de ella, dado que todo conocer depende del intelecto agente ¿no será éste superior a la verdad? Sin duda. A su vez, si el bien es segundo respecto de la verdad ¿no será el intelecto agente un trascendental superior asimismo al bien? Desde luego. ¿Y respecto del ser?, ¿acaso no será el intelecto agente superior a él? Sin duda alguna si el ser no es personal, puesto que el intelecto agente sí lo es, ya que es más ser persona que no serlo.

Si el intelecto agente es un trascendental superior a los metafísicos, pues es condición de posibilidad de que aquéllos lo sean, y es antropológico, la antropología trascendental será superior a la metafísica. A la par, como lo inferior tiene como fin lo superior, los transcendentales metafísicos estarán en función del entendimiento agente como transcendental antropológico, y no al revés. O si se quiere, para que la verdad sea trascendental no sólo se requiere previamente que el intelecto agente lo sea, sino que se precisa además, que el conocimiento de la trascendentalidad de la verdad esté en función del descubrimiento de la trascendentalidad del intelecto agente, puesto que de él nacen los actos intelectuales que permiten conocer los trascendentales metafísicos. Y no sólo éstos, sino que en el hombre todo conocimiento debe arrancar del intelecto agente.

Esta propuesta no debe confundirse con el intento de algunos pensadores de la filosofía moderna que, si bien hacen girar la verdad conocida en torno al conocer humano, sin embargo, el conocer del que tratan es el propio de la inteligencia. Pero la inteligencia es una potencia, y por serlo, no es acto, y menos aún un acto de ser. Por ello no puede ser un trascendental, menos todavía de índole personal. La inteligencia no es la persona. Nadie se reduce a su inteligencia. Tampoco a su voluntad.

  1. Luz trasparente, ausencia de identidad y carácter dual

La luz del conocer personal no es iluminante, sino transparente, una “luz intrínsecamente atravesada de luz”[78]. Transparencia equivale a intimidad. Por otra parte, el hábito de sabiduría (que nos permita alcanzar a conocer y describir el conocer personal tal como ahora lo intentamos llevar a cabo) deberá designarse como un acto cognoscitivo concomitante al conocer personal (intelecto agente), es decir, un acto de conocer que insiste cognoscitivamente en un acto de ser cognoscitivo. De manera que el tema del hábito es distinto y superior al hábito, pero no ajeno a él.

La transparencia distingue al intelecto personal del conocimiento operativo y también de los hábitos adquiridos, porque éstos son iluminantes: unos de objeto, otros de realidades, y los hábitos de los actos. En cambio, la noción de transparencia es incompatible con albergar en sí algún inteligible. Por eso el conocer personal no puede ser su propio tema. Hay que erradicar de él la autoiluminación, porque el iluminar versa siempre sobre lo heterogéneo. Hay que excluir la reflexividad, por contradictoria, pues a este nivel significaría que la persona humana llega a saberse enteramente partiendo de su propia ignorancia, asunto notoriamente absurdo.

Lo que precede no implica que el intelecto agente carezca de tema. Lo que señala es más bien que su tema no puede ser iluminable, y que debe ser un acto de ser intelectual personal que dé razón del propio intelecto agente. El tema del conocer personal humano es Dios como conocer personal que lo conoce. Si el hábito de sabiduría permite conocer al intelecto, se puede describir como “luz en la luz personal”. En cambio, la Luz divina que desvelará enteramente al conocer personal humano, superior por tanto a él, deberá designarse respecto del intelecto personal como “Luz en la luz”, lo cual redunda en una elevación de la luz del propio intelecto humano. O mejor, la clave de la descripción del intelecto agente humano tanto en la presente vida como en la futura debe ser “luz en la Luz”[79], o siguiendo el modo de decir de Eckhart, el “adverbio referido al Verbo”[80]. Un adverbio carece de sentido sin un verbo como un hombre sin Dios.

Es claro que esa Luz no forma parte de la constitución de la persona humana, sino que, obviamente, la trasciende. O lo que es equivalente, si bien el intelecto personal está en función de tal Luz, no la alcanza por su propia virtud cognoscitiva. Por eso, respecto de tal Luz el intelecto personal es búsqueda. Esto no implica que carezca de tema, pues si careciera no lo buscaría. Por lo demás, una búsqueda sin hallazgo no puede ser definitiva so pena de ser absurda. Por ello, mientras no se alcance, no existe motivo ninguno para abandonar la búsqueda, aunque también se puede pactar libremente con la situación de abandonar la esperanza de buscar, pero entonces se pacta con la carencia de sentido[81].

El hombre mientras vive debe ser una búsqueda que no cesa de buscar, un manantial que siempre brota sin desecarse, no una cascada que se precipita en un instante para dejar paso a un lecho seco. O también, el hombre no está diseñado para consumarse en un instante, en el presente, sino para eternizarse: está creado para el futuro. En consecuencia, aunque libremente quepa agostamiento o desánimo en la búsqueda, no cabe consumación en ella, porque el tema que se busca no es humano, sino transcendente al ser humano[82].

El hombre es un ser dual, no sólo porque sea un compuesto de alma y cuerpo, como aseguraban los pensadores clásicos grecolatinos, ni solo porque exista en él una distinción real entre la persona y la naturaleza humana, como recuerdan algunos pensadores medievales cristianos, sino porque el acto de ser personal humano está conformado por dualidades intratrascendentales, inseparables entre sí, pero irreductibles una a otra, por ser distintas en índole y según superioridad o inferioridad[83]. Se trata de que el corazón de cada hombre es dual. De manera que el hecho de que haya un acto intelectual superior no nos permite hablar todavía de identidad intelectual, de simplicidad. Es pertinente insistir en que la simplicidad es exclusivamente divina: él es el único simple, Acto Puro, como descubre la teología natural griega, o el Ipsum esse o mysterium simplicitatis, como afirma la medieval. La razón última de las dualidades humanas radica en que los trascendentales personales están diseñados para dualizarse con Dios. Eso lo experimentó, sin duda, San Agustín, pues escribió: “nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti”[84].

  1. El conocer personal y los demás trascendentales personales

La persona humana está constituida por cuatro distinciones reales intrapersonales: la coexistencia, la libertad, el conocer y el amar. Si falta alguno de esos radicales no se salva la trascendentalidad de los demás. Hasta cierto punto cada uno se convierte con los demás, pero son jerárquicamente distintos[85]. Así, la libertad añade a la co-existencia que la co-existencia no sea necesaria, esto es, porque no quede más remedio, sino que la co-existencia sea libre. El conocer personal no puede ser sino libre, pero añade a la libertad, que es atemática, que él no puede carecer de tema. El amar personal no puede ser ignorante, pero añade sobre el conocer la donación, la entrega. Pues bien, el entendimiento agente es uno de los transcendentales personales, y no precisamente el inferior de los cuatro, sino el inferior de la dualidad superior formada por el conocer y amar. Se trata del conocer personal, o conocer a nivel de acto de ser Si el intelecto agente es conocer y es acto, debe ser abierto cognoscitivamente siempre, aunque no seamos conscientes de su conocimiento[86].

La conversión de los trascendentales personales humanos no puede ser según la identidad, porque esa conversión es divina, no humana. En Dios se convierten reduciéndose a la identidad. El hombre no es idéntico sino dual. Por eso los trascendentales humanos no se reducen unos a otros, esto es, no se identifican. Si no se identifican, se distinguen, y lo hacen constituyendo dualidades, es decir, se aúnan dualizándose. De modo que su conversión debe ser según el servicio del inferior al superior y el beneficio del superior al inferior.

Existe conversión entre la co-existencia y el intelecto agente, hasta el punto de que al conocer personal se le puede llamar intellectus ut co-actus, pues co-actúa con el acto de ser humano. Su ser es cognoscente, y es claro que un conocer no abierto es absurdo. A su vez, la co-existencia se convierte por ampliación con la libertad, y ambas con los otros dos, el conocer que busca y el amar donante que espera la completa aceptación de su entrega. Cada uno de ellos prolonga al precedente. A su vez, el superior debe ser prolongado. Pero prolongar sin apertura al futuro es imposible. Futuro equivale a novedad. De manera que la dualización de los radicales personales no puede ser sino con una nueva persona imposible de envejecer. Toda persona es una novedad, la única realidad radicalmente nueva. En rigor sólo es nueva respecto de la persona humana una persona eterna, que sea susceptible, además, no sólo de rejuvenecer o renovar a la persona humana, sino también de volverla nueva, es decir, de asumirla en su novedad, de coeternizarla.

La libertad personal es uno de estos radicales. Que deben ir de la mano libertad y el conocer personal es patente, puesto que un conocer que no sea libre no es personal. Por una parte, la libertad personal es apertura irrestricta. Por otra, que el intelecto personal sea separado denota precisamente esa apertura a la totalidad de lo real. La similitud que entre ambos es clara. La omnímoda apertura cognoscitiva que ofrece el intelecto agente es apertura que denota precisamente libertad. Libertad equivale a ser libremente[87]. Pero el conocer personal no se reduce a la libertad. Lo que añade éste a la libertad es que esa apertura es continuada con cognoscitivamente como búsqueda. La libertad personal humana se expande y requiere la existencia de una Libertad irrestricta, pero no la busca. La libertad personal humana lo es respecto de un norte al que está orientada, pero no navega hacia él[88]. No se puede conocer personalmente a una persona por necesidad. Nadie está obligado a ello. Tal conocer personal es libre. Y viceversa: la libertad pura debe ser intelectual, porque de lo contrario no es pura sino ignorante, y por ello, zafia, libertina.

La libertad personal humana está orientada hacia el futuro metahistórico. En consecuencia, si el conocer personal es superior a la libertad y se convierte con ella, no debe prescindir de esa apertura posthistórica. La libertad trascendental humana tiene dos miembros, el inferior, al que se puede llamar libertad nativa, aquélla con que toda persona humana inicia su andadura, y el superior, al que se puede denominar libertad de futuro o de fin. La libertad personal se convierte con el conocer personal porque el conocer personal es fuente de libertad personal, es más, es su garantía, pues sin conocer la persona no se libera. De aquí se echa de ver que la libertad está a la espera. Esperar a nivel personal es ser esperanza. Asimismo ser abierto cognoscitivamente a nivel personal sin alcanzar a desvelar o esclarecer enteramente el tema de tal conocer es confiar, no tener fe, sino ser fe, ser confiadamente. De la misma manera, ser abierto amantemente sin alcanzar a consumarse en el amado es ser amante. Cada uno de los trascendentales personales puede ser correspondido por su tema personal en la presente situación de tal manera que esa correspondencia provoque en ellos una elevación. Sin embargo, este tema es preciso estudiarlo más detenidamente en un plano estrictamente teológico[89].

También entre el intelecto y el amar personal existe una conversión, pues un amar que sea sin conocer personal no es un amar personal. En efecto, un amor que sea ignorante o ciego por lo que a la persona amada se refiere no es amor personal. El refrán “el amor es ciego” se puede interpretar de dos maneras. De una, en el sentido de que quiere decir que el amor personal es sin cálculo, o sea, que insiste en el darse, pero no por eso abandona el conocer, pues tal amor personal siempre “anda con contemplaciones”. De otra, en cambio, parece delatar que el amor es ignorante, y en este sentido hay que predicarlo en exclusiva de “amores” que han perdido altura transcendental, que no son personales por tanto, es decir, de “amoríos” que tocan a los afectos, intereses, deseos, pasiones o sentimientos sensibles, o, como máximo, de simpatías y afinidades psicológicas alcanzadas por la inteligencia y sobre las que se inclina la voluntad. Esos “amores”, como es claro, quedan referidos a la naturaleza o a la esencia humanas, no a la persona como tal. El amor personal requiere del conocer personal, entre otras cosas porque “el modo de hacernos mejores amigos es conocernos más”[90].

La jerarquía entre los transcendentales personales indica que al superior no le puede faltar lo que aporta el inferior, pero que el superior añade su carácter específico sobre el inferior, y de ese modo, lo amplía. Así, a la libertad no le puede faltar la co-existencia, pero la libertad añade a la apertura interior, propia de la co-existencia, la apertura transcendente. La apertura está incoada en cierto modo en la co-existencia, porque coexistir es ser ampliado por dentro, apertura interior carente de réplica. La libertad añade también apertura hacia fuera, hacia las demás personas, y, en especial, hacia la trascendencia divina[91].

El conocer y el amar requieren de la co-existencia, pues sin ella no cabe conocerse y amarse. Requieren también de la libertad, pues sin ella no se puede conocer y amar a los demás y a Dios. Pero añaden sobre los anteriores lo radical suyo: el conocimiento y el amor hacia los demás. El conocer personal tiene que ser coexistente y libre. Añade sobre aquéllos la transparencia, el sentido. Agrega el ser abierto cognoscentemente. Tal apertura cognoscitiva personal se da, sobre todo -como se ha visto- respecto de Dios. En este sentido el conocer se dice búsqueda. A su vez, el amor personal no puede ser sino coexistente, libre y transparente. Dos dimensiones del amar personal son dar y aceptar. El dar es coexistente con el aceptar y viceversa; el dar está abierto al aceptar y viceversa; y ambos son transparentes. El amar añade a los trascendentales precedentes la generosidad o donación personal y la aceptación del ser personal de los demás, en especial, del divino[92]. Obviamente, ser generosidad es ser más que búsqueda. También ser aceptación es más que ser búsqueda, porque denota cierto encuentro.

  1. La búsqueda de tema y la apertura al futuro metahistórico

El tema que se busca es la persona que puede dar a conocer el sentido del propio ser personal. Si tal buscar es cognoscitivo, lo buscado es, desde luego, Verdad o Sentido respecto del intelecto personal humano. Si es acto (verbo, no nombre) es más que Verdad o Sentido, pues es Conocer. Por eso, en la búsqueda de tema va implícita la búsqueda de sentido del propio intelecto, y en la consumación de la búsqueda, el esclarecimiento del sentido completo del propio ser personal humano. De modo que el aislamiento libre respecto de Dios en esta vida conlleva la propia pérdida de sentido personal, el no saber quién se es y quién se está llamado a ser. En suma, se trata no sólo de la pérdida del sentido de la vida (natural o esencial), sino de la pérdida del sentido del ser personal. En rigor, en esa tesitura no se sabe quién se es. Por su parte, el aislamiento libre pero definitivo de Dios, es la pérdida libremente consumada del sentido del ser personal. Es la imposibilidad de llegar nunca a saber su ser. Si el ser personal es coexistente, abierto libre, cognoscitiva, amorosamente, perder el sentido personal para siempre es prescindir de la co-existencia, encapotar la libertad, ofuscar el conocer, matar el amor. Esa actitud es despersonalizante. Por ello, los que aceptan definitivamente tal pérdida son gente sin nombre propio, multitud despersonalizada. En el tema del lenguaje se ha indicado que la larva que lo roe es la mentira. Ahora cabe añadir que cabe una mentira previa a esas otras que se propalan con el habla, los gestos o el trabajo: el mentirse a sí mismo respecto de su sentido personal[93]. El resultado de esta actitud es la soledad.

Contra el aislamiento: búsqueda. Mientras vivimos no acabamos conocer enteramente la persona que somos[94]. La plenificación de la búsqueda es la revelación completa por parte de Dios del verdadero nombre personal humano[95]. “Dios no solo reunirá a su pueblo disperso entre las naciones; también transformará a cada uno en su corazón, o sea, en su capacidad de conocer, amar y obrar”[96]. Obviamente, no se trata de que cada hombre busque a Dios por fuera, sino en su intimidad; y que lo busque con su intimidad, esto es, con su ser personal, no con sus potencias. En rigor, el hombre busca en su interior porque es un buscador, y lo es, porque es criatura; personal, pero criatura. Por ello, el hombre también es segundo respecto de Dios. Si el hombre quiere mantenerse como primero, como fundamento, se aísla y se pierde, pues niega su índole creada y deja de buscar, y con ello abdica de alcanzar el sentido de su ser. En esa situación se consuma la falta de sentido personal, lo cual repercute desde luego en todas las manifestaciones de la naturaleza y esencia humanas, y de ese modo la vida queda falta de sentido. Por eso el ateísmo no solo prescinde de Dios, sino que conlleva también la negación u oscurecimiento del sentido personal y de la propia vida. A su vez, el agnosticismo, es pérdida de Dios porque previamente no se acepta ser búsqueda. Por su parte, el indiferentismo respecto de lo divino, lo es también respecto del núcleo de lo humano.

El hombre puede aislarse libremente, es decir, renunciar a la búsqueda nativa que él es. Pero si es libre respecto de ello, también responsable. Esta actitud no es ética, sino supaética, trascendental. Lo que después manifieste éticamente hacia a fuera de esa actitud será pura consecuencia de haber truncado en su intimidad la búsqueda. En efecto, la actitud de aceptar o rechazar libremente a Dios en la intimidad humana no es una actitud directamente ética, porque la ética se debe a las acciones o manifestaciones humanas en la naturaleza y esencia del hombre, sino que tal actitud es directamente antropológica, y constituye la raíz y el fin de una buena o mala ética. En suma, la ética no es trascendental, pero sí la antropología. En este punto cabe corregir a Goëthe e indicar que en el principio (en la intimidad) no es la acción, sino el acto, y que al final será el co-Acto o, lamentablemente, el prope nihil. Por ello la persona se juega libremente su ser en su intimidad, contando con el hábito de sabiduría, sin tener que implicar directa y necesariamente en ese juego a su esencia (inteligencia y voluntad) y a su naturaleza (su cuerpo y las funciones y facultades orgánicas). Con todo, el resultado de ese juego personal repercute y se manifiesta en su esencia y en su naturaleza.

Según se ha indicado, a un acto intelectual no le puede faltar su tema (verbal, actuoso), porque un conocer sin conocer nada no es tal. Si el entendimiento agente no es falto de tema y no es ni iluminante ni reflexivo, no puede culminar desde sí, es decir, su fin o tema está más allá de su propia luz. Ese tema, como se ha señalado, es Dios. Por otra parte, también cabría decir que una co-existencia sin un quien con el que coexistir es un contrasentido, al igual que una libertad sin un para, o un amar personal sin amante que nos otorgue su amor y acepte el nuestro. Esto indica que toda persona es co-personal, es decir, que una persona personalmente aislada no es tal. Por ello, la persona no puede ser, por definición, propiamente hablando, una sustancia[97].

Al alcanzar el intelecto agente notamos que la persona humana está, por así decir, diseñada nativamente para ser conocida. De tal manera que sin serlo no sería. De modo que a nivel cognoscitivo personal descubrimos que el hombre está hecho para Dios, lo cual “comporta en términos intelectuales una dualización directa del intelecto humano con el divino, aunque no de modo pleno”[98]. Esto, a su vez, indica dos cosas: a) que entre la criatura intelectual y el Creador no cabe mediación ninguna[99], de modo que, a fin de cuentas, el encuentro con Dios no puede ser sino personal en cada quién, y b) que si la dualización persona humana-Dios no es actualmente plena, se abren dos posibilidades reales positivas: 1) que se vaya plenificando: noción de lumen fidei[100], y 2) que llegue a plenificarse enteramente: noción de lumen gloriae[101].

Por otra parte, cuando se habla de “reconocimiento” de Dios al hombre, esa palabra parece denotar algo más que el mero conocimiento nativo de la persona humana por parte de Dios, pues parece señalar cierta aceptación, aprecio, consideración, miramiento, etc. Lo cual apunta seguramente a la unión entre el intelecto agente y el amar personal. En efecto, la persona no puede ser creada solamente para ser conocida, sino también para ser aceptada enteramente. O si se quiere, la comunicación interpersonal no puede ser exclusivamente cognoscitiva, pues un conocer frío no puede ser personal. El conocer está hecho, desde luego, para ser conocido, pero si es personal, el que sea conocido depende de que acepte ser conocido, pues si no acepta ser conocido no se es conocido. De modo que el conocer personal depende del amar personal porque aceptar es amar: no se puede aceptar sin amar. Ello indica, en suma, que sin el trascendental personal amar, el conocer personal no sería trascendental. Los cuatro trascendentales son radicales personales, y por tanto, suficientemente distintos realmente entre sí, pero su vinculación nativa y subordinación libre de los demás al amar es neta. De modo que una persona humana se puede describir como un amar que se despliega, perdiendo fulgor, cognoscitiva, libre y co-existencialmente.

Sin el trascendental personal libertad, la co-existencia es incapaz de prolongarse en ulterior búsqueda. Con la co-existencia, la búsqueda de réplica queda referida al Ser personal respecto del que somos co-existencia. Desde la libertad, la búsqueda queda referida al Ser personal libre irrestricto respecto del cual se puede emplear entera la libertad personal humana. Esa apertura libre no está explícitamente indicada en la co-existencia, dada su constitutiva carencia de réplica, sino en la ampliación de ésta por la libertad. A su vez, la libertad se trueca en búsqueda merced a la continuación de la libertad con el trascendental conocer, y éste en entrega y aceptación con el amar.

Si esa réplica del conocer personal faltase definitivamente, la persona quedaría sin saber su verdadero ser, o su verdadero nombre, esto es, su sentido personal completo. No se trata de que no supiese quién es. En rigor, lo sabe parcialmente gracias al hábito de sabiduría. Pero dado que la persona humana en la presente situación no acaba de ser lo que está llamada a ser, si le faltase definitivamente la réplica, quedaría decisivamente con la ausencia de sentido completo, sin saber el ser que hubiese llegado a ser. De manera que, del mismo modo que el será describe mejor que el es a la persona humana, el será libre la describe mejor que el es libre, y el conocerá y amará que el conoce y ama. Por eso, desde el conocer personal, lo peor que le puede suceder a un hombre es no ser reconocido por Dios definitivamente en el futuro posthistórico. Como la búsqueda no es el conocimiento más alto, ese conocimiento se dice provisional[102].

Si bien se mira, lo que precede es una alusión al futuro transtemporal. La persona humana es una flecha disparada en dirección a su diana, Dios. La libertad sin futuro es inexplicable. Ser apertura hacia el futuro es sinónimo de esperanza. Con todo, si la libertad indica un matiz de futuridad, más lo indicarán el conocer y el amar, si es que éstos son superiores a aquélla. En efecto, la indicación de futuro en el conocer es más clara que en la libertad. Ello se debe a que el tema que cognoscitivamente se busca, no está alcanzado definitiva y cumplidamente todavía, pero también a que el tema, aún cuando haya sido alcanzado cumplidamente por el conocer personal seguirá siendo futuro, es decir, seguirá desbordando al conocer personal humano, por la sencilla razón de que el intelecto personal humano, método, será transcendido por su tema. Más aún, si el conocer personal está orientado y atraído por un conocer futuro, la persona humana, más que ser un conocer, es -como se ha indicado- fe, y, a la par, más que amar, es caridad, esto es, un amar que busca la consumación, la entera aceptación en el futuro.

De este modo se ve que la persona humana está creada para ser futurizada, no para futurizarse (y menos para autorrealizarse). Ello indica al menos dos cosas: a) que sin futuro real carece de sentido la futurización. Con otras palabras, si la persona humana es un proyecto de futuro, eso muestra que el futuro existe, esto es, que Dios existe, y b) que la entrada en el futuro no depende exclusivamente de la persona humana, sino también y principalmente del futuro, pues sin la aceptación de éste la futurización no puede culminar, puesto que el futuro trasciende por entero a la persona humana, como el tema que se busca trasciende al intelecto personal. Ello no es motivo alguno de desánimo, sino al revés, de confianza, pues si la libertad personal comporta aliento, esperanza, el conocer personal implica fe. Tanto la esperanza como la fe, si son sobrenaturales, son donación de Dios a una persona humana si ésta los acepta. Aceptar es amar. Así se intuye que la elevación de la libertad personal por la esperanza sobrenatural y del conocer personal por la fe sobrenatural son solicitados por el amar personal y se destinan a la caridad[103], que es la elevación de ese amar.

***

Si los trascendentales personales, más que una demostración, son una mostración de la existencia de Dios, también mostrarán en cierto modo la índole de la esencia divina. Así, si la coexistencia nos muestra que es imposible la existencia de una sola persona (pues toda persona requiere una réplica personal), nos permite advertir que esto acaece asimismo en Dios, de manera que es imposible que en Dios exista una única Persona. Por su parte, si la libertad personal nos desvela que al menos deben existir dos personas, pues de lo contrario carece de sentido la libertad de destino, hay que mantener que en Dios, que es libre, deben existir al menos dos Personas. Por último, si un conocer personal no cabe sin conocido, este radical muestra que dos de las Personas divinas deben ser Cognoscente y Conocido, pero no sólo eso, sino Cognoscente que conozca eternamente al Conocido, y Conocido que responda cognoscitivamente al Cognoscente desde la eternidad. Con otras palabras: el Conocido es conocido por el Cognoscente y éste es Conocido por el Conocido[104]. En suma, este Tema nos permite describir al hombre como “ser cognoscente”, y a través de eso, vislumbrar a Dios como un ser coexistentemente cognoscente.

NOTAS DEL TEXTO

[1]     Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. X, cap. 7 (BK 1178 a 6-7).

[2]     “Puesto que en la naturaleza toda existe por una parte un principio que es como la materia para cada género de entes -y éste es el que está en potencia respecto de todas las cosas-, y por otra parte existe un principio causal y activo que las produce todas -como el arte por referencia a la materia-, es necesario que en el alma también se den estas distinciones. De hecho, existe, por una parte, el intelecto capaz de hacerse todas las cosas, por otra, el intelecto capaz de hacerlas todas, semejante a la luz (…). Y este intelecto es separado, sin mezcla, impasible, en acto por esencia (…). El agente es superior al paciente (…). Y porque es separado es por lo que sólo es propiamente inmortal y eterno… impasible”, Aristóteles, De Anima, l. III, cap. 5 (BK 430 a 10-25).

[3]     Aristóteles, Sobre la generación de los animales, l. II, cap. 3 (BK 736 b 27).

[4]     Baltasar Gracián, El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 361.

[5]     Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, II, Madrid, Cátedra, 1979, 463.

[6]     Ibid., 316.

[7]     El intelecto agente “es la consideración del esse humano en cuanto intelección, en cuanto acto intelectual… Es el acto que nos permite conocer; el acto desde el cual conocemos; desde el cual tenemos operaciones y hábitos”, Polo, L., Antropología, México, pro manuscripto, lec. 12, 9; “el intelecto agente no puede ser más humano: pertenece al orden personal”, Curso de teoría del conocimiento, vol. III, 2ª ed., 12.

[8]     Alejandro de Afrodisia asimiló el intelecto agente aristotélico a Dios, que sería quien iluminaría nuestro entendimiento posible. De igual parecer fueron, siglos después, los árabes medievales del s. XII Avempace , Abubacer, y Averroes, así como algunos cristianos tales como Domingo Gundisalvo (s. XII), y Siger de Brabante y los averroístas latinos del s. XIII.

[9]     Plotino, a quien siguió Temistio (s. IV), mantuvieron que el intelecto agente también es externo al hombre, y añadieron que, aunque no coincida con Dios, es asimilado al Nous del que deriva todo conocimiento por participación. De semejante parecer neoplatónico fueron los pensadores judíos medievales Isaac Israeli (s. IX) y Avicebrón (s. XI).

[10]   Simplicio sostuvo que el intelecto agente es intuición intelectual y se identifica con las Ideas (influencia de Platón).

[11]   Juan Filopón identificó al intelecto agente con una supuesta alma única para toda la humanidad. No obstante, se trata de una afirmación no fácilmente sostenible, pues es claro que el conocer humano es propio de cada quién.

[12]   Al-Kindi y Al-Farabí sostuvieron que el intelecto agente era “el último eslabón de las esferas celestes” que nos ilumina. Parecida fue la opinión de Al-Gazzalí (s. XI), quién tampoco lo identificaba con Dios, pues tras éste admitía al Logos Divino y tras él al Intelecto Agente separado. De igual parecer que los dos primeros pensadores árabes fue el filósofo judío medieval Maimónides (s. XII).

[13]   Avicena mantenía que recibimos la inteligibilidad de las inteligencias separadas (los ángeles); esta doctrina tampoco puede ser correcta, pues si fuera así, no sería necesaria la dependencia entre el conocimiento de la mente humana y las potencias sensitivas, dependencia que es manifiesta a raíz de la abstracción.

[14]   Averroes admitió un único intelecto agente que hizo coincidir con Dios, y éste, según el más célebre de los filósofos árabes, ilumina a todo hombre.

[15]   Guillermo de Auvernia, Roger Bacon, Roger Marston, Roberto de Kilwardby, etc., son pensadores cristianos del s. XIII que pensaban que el intelecto agente no es nada del alma humana, sino un principio extrínseco (algunos lo identificaban con Dios, otros no) que nos ilumina.

[16]   Siger de Brabante y Boecio de Dacia, entre otros, siguieron en el s. XIII la opinión de Averroes.

[17]   Para Platón no haría falta ningún intelecto agente, pues sustituyó su papel por el de las ideas innatas. En efecto, para él las formas estarían impresas en el alma humana de modo innato. De ese modo no se requeriría una luz humana cognoscitiva, pues el conocer del hombre sería pasivo respecto de la luz que derraman sobre él los objetos conocidos. El innatismo de las ideas también fue aceptado por Descartes (s. XVII) y Leibniz (s. XVIII). Pero esta hipótesis es insostenible, porque el que carece de algún sentido (vista, oído, etc.) no debería carecer de las especies, los sensibles propios (colores, sonidos, etc.), y es manifiesto que no las posee innatamente. De manera que las nociones de color, sonido, etc., se abstraen de la sensibilidad y no se poseen de modo innato.

[18]   Repárese en el texto ya citado del Estagirita, del que aquí nos limitamos a poner en cursiva lo que ahora interesa atender: “es necesario que en el alma también se den estas distinciones. De hecho, existe, por una parte, el intelecto capaz de hacerse todas las cosas, por otra, el intelecto capaz de hacerlas todas, semejante a la luz (…)”, De Anima, l. III, cap. 5 (BK 430 a 10-25).

[19]   Todos ellos admitían la existencia en nosotros de un entendimiento agente y otro posible. De ese modo en el alma se daría algo que hiciera los inteligibles en potencia inteligibles en acto, y algo que recibiese las formas sensibles abstraídas de los sentidos. A lo primero se le denominó intelecto agente y a lo segundo posible. Esta propuesta ha sido relevante y seguramente la más acertada. Con todo, admite varios interrogantes. Por ejemplo, ¿es el agente es una potencia o un acto?, ¿es potencia del alma o es el acto de ésta?, etc.

[20]   Alejandro de Hales, Juan de la Rochela, Mateo de Aquasparta, etc., sostuvieron que toda realidad creada está compuesta de materia (hile) y forma (morfe). Por ello, no entendían al intelecto agente humano separado de la materia, sino entrando en composición con ésta.

[21]   Pedro Hispano, San Buenaventura, Juan Peckham, etc., pensaron que el intelecto agente es intrínseco a cada hombre, pero que es iluminado por Dios.

[22]   Roberto Grosseteste, Pedro Juan Olivi, Gonzalo de España, etc., reducían el intelecto agente a la inteligencia, es decir, negaban la distinción real entre el agente y el paciente en el hombre. Con ello se consideraba que es la misma alma la que causa las formas en sí misma. Sin embargo, dado que el alma está en potencia respecto de las formas por no poseerlas, y dado que ningún agente obra si no está en acto, es manifiesto que el alma no puede causar las formas en sí misma, porque no puede estar en potencia y en acto a la vez respecto de ellas.

[23]   En efecto, no tiene ningún sentido decir que la causa de que la idea sea idea es el ser real. El ser real será, en todo caso, causa de que la idea se ajuste intencionalmente a lo real, pero no de que la idea pensada sea idea pensada, pues el ser real extramental no forma idea ninguna. El ser real no requiere formar ninguna idea porque ésta es formada por un acto de pensar que suple al ser real.

[24]   Con ello se percibe hasta qué punto sustancia y persona son realmente nociones heterogéneas. Sustancia implica separación. Persona, en cambio, apertura co-existencial, libre, cognoscitiva, amorosa.

[25]   Cfr. Quaestio de intellectu animae, en Opera Omnia, ed. cit., vol. XXV, 2, 269b 59-270a 6. Cfr. sobre este tema en san Alberto: Gilson, E., “L´âme raisonable chez Albert le Grand”, Archives d´Histoire doctrinale et littéraire au Moyen Âge, 1945 (XIV), 5-72.

[26]   Cfr. In II Sent., d. 17, q. 2, a. 1, co; De Ver., q. 18, a. 8, ad 3; S. C. Gentes, l. II, cap. 76; Comp. Theol., I, 87 y 88; De Spir. Creat., q, un, a. 11, ad 20; De Vir., q. 1, a. 3, ad 5; S. Theol., I, q. 79, a. 4.

[27]   Cfr. Declaratio Raymundi, per modum dialogi edita contra aliquorum philosophorum et eorum sequacium opiniones erroneas et damnatas a venerabili Patre Domino Episcopo Parisiensi, (también llamada Liber contra errores Boetii et Sigerii), Corpus Christianorum, Continuatio Medievalis, vol. LXXIX, cap. 32, Turnholti, Brepols, 1989, 298-300.

[28]   Cfr. a este propósito mi trabajo “El intelecto agente según Tomás de Aquino”, Revista Española de Filosofía Medieval, 9 (2002), 105-124.

[29]   Con ello tampoco se quiere decir que todo nuestro acto de ser personal sea conocer, pues (como hemos visto en los dos capítulos precedentes) nuestro ser también es co-existencia y libertad. Pero si el conocer personal se distingue realmente de la co-existencia y de la libertad personales (pues la co-existencia y la libertad se pueden enfrentar al tema real conocido por el conocer personal), y éstas también conforman el acto de ser humano, el intelecto no será agente en solitario, sino co–agente con ellas. Por tanto, lo que se quiere hacer notar es que el acto de ser humano es un co–acto conformado por varios trascendentales personales.

[30]   Ningún conocimiento humano es, en sentido estricto, reflexivo, y tampoco puede serlo el divino. En cuanto a lo primero cfr. algunos de mis trabajos citados: Conocer y amar, ed. cit., 2000; Curso breve de teoría del conocimiento, ed. cit. 1998. En cuanto al conocer divino, si éste fuera reflexivo, impediría la pluralidad de personas divinas. En efecto, las distintas personas divinas son cognoscitivas, pero no autocognoscitivas. En teología se puede decir que el Padre conoce al Hijo y el Hijo conoce al Padre (Cfr. Jn., 10, 15). Pero no parece que eso sea compatible con decir que el Padre se autoconoce o el Hijo se autoconoce. Si cada persona se autoconociera enteramente sobraría respecto de cada persona el conocimiento de la otra. 

[31]   En efecto, el sensorio común o conciencia sensible es inferior al conocimiento de los sentidos internos superiores: imaginación, memoria y cogitativa. No tenemos conciencia sensible de esos sentidos.

[32]   En el plano intelectual hay varios niveles de conciencia. Uno es el primer acto de la razón, precisamente aquél por el que notamos que el conocer es acto, operación inmanente. Niveles superiores de conciencia (aunque ninguno de ellos se reduce a ser conciencia) son los hábitos adquiridos, por medio de los cuales conocemos los actos u operaciones inmanentes de la inteligencia, es decir, sabemos que pensamos. Superior a éstos es el hábito innato de la sindéresis, por medio del cual somos conscientes que tenemos dos potencias espirituales, la inteligencia y la voluntad. El último nivel de conciencia sería el hábito de sabiduría, por medio del cual conocemos el propio ser personal, uno de cuyos radicales es el intelecto agente. Por tanto, todo nivel de conciencia es inferior al intelecto agente.

[33]   “Conócete a ti mismo. Ninguna de todas las cosas criadas yerra su fin, sino el hombre… Y quien comienza ignorándose mal podrá conocer las demás cosas. Pero ¿de qué sirve conocerlo todo, si a sí mismo no se conoce?”, Gracián, B., Op. cit., 188.

[34]   “Es propio de Dios iluminar a los hombres, imprimiéndoles la luz natural del intelecto agente”, De Spir. Creat., q. 10, ad 1.

[35]   “La luz del intelecto agente, del que habla Aristóteles, ha sido impresa inmediatamente en nosotros por Dios”, De Spir. Creat., q. 10, co; “la luz recibida en nuestra alma procede de Dios”, Ibid.; “el intelecto agente es como cierta virtud participada de alguna sustancia superior, a saber, de Dios”, De An., q. un., a. 5, co.

[36]   Cfr. De An., q. un., a. 5 co.

[37]    Se trata del lumen fidei. A mi modo de ver la elevación por parte de Dios del conocer personal humano es esta vida se lleva a cabo por medio de la virtud sobrenatural de la fe. Cfr. mi trabajo: “Fe y persona”, Anuario Filosófico, (1999), 737-811.

[38]   Se trata del lumen gloriae. Cfr. I Cor., 13, 12.

[39]   Para ilustrarlo, acúdase a la publicación de Grau i Arau, A., “La función del entendimiento agente en la epistemología de Francisco Suárez”, Revista Española de Filosofía Medieval, 9 (2002), 185-203; Sevilla, R., La doctrina del entendimiento agente en la gnoseología de Francisco Suárez, Tesis Doctoral Facultad Eclesiástica de Filosofía, Universidad de Navarra, 2002, pro manuscripto.

[40]   Tal es la posición que, por ejemplo, Raña Dafonte, C., asigna a Amor Ruibal en “Crítica del entendimiento agente según Amor Ruibal”, Revista Española de Filosofía Medieval, 9 (2002), 205-212.

[41]   Cfr. Gilson, E., El ser y la esencia, Buenos Aires, Desclée de Brouwer, 1965; El ser y los filósofos, Pamplona, Eunsa, 1996; Fabro, C., Dall´essere all´esistente, Brescia, Morcelliana, 1957.

[42]   Cfr. Cayetano, Commentaria in libros Aristotelis De Anima, l. III, ed. G. Picard y G. Pelland, Paris, Desclée de Brouwer, 1965.

[43]   Cfr. Juan de Sto. Tomás, Cursus Philosophicus, Torino, ed. Reiser, Marietti, 1948-49.

[44]   Cfr. Báñez, D., Super I Partem Doctor Thomae Aquinatis a q. sexagesimoquinta usque in finem comentariorum, S. Stephanum, Salamanca, 1958. Para Báñez el intelecto agente no es cognoscitivo. Cfr. sobre este tema y autor: García Cuadrado, J.A., La luz del intelecto agente según Domingo Báñez, Pamplona, Eunsa, 1998.

[45]   Cfr. Suárez, F., De Anima, d. 9, ed. Castellote, S., Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1978.

[46]   Defendieron la hegemonía de la razón en la filosofía moderna pensadores como Spinoza, Leibniz, y Hegel, y durante la filosofía contemporánea, filósofos como Husserl, o también corrientes de pensamiento tales como la fenomenología, el estructuralismo, etc.

[47]   Afirmaron la supremacía de la voluntad en la filosofía moderna filósofos como Descartes, Malebranche, Pascal, Locke, Hume, Kant, Fichte, y durante la filosofía contemporánea pensadores tales como Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Blondel, Heidegger, Wittgenstein. Es usual asimismo encontrarse con esa tesis en corrientes de pensamiento del s. XX tales como la hermenéutica, la Escuela de Frankfurt, el pragmatismo, etc.

[48]   A eso obedece, por ejemplo, el sum cartesiano, el sujeto husserliano, el Da-sein heideggeriano, etc.

[49]   Es el caso, por ejemplo, de Kierkegaard en el s. XIX, y de Jaspers y  Marcel en el s. XX.

[50]   Cfr. Brentano, F., “Panorama de las anteriores explicaciones acerca del nous poietikos”, Trad. de Sanchez Migallón, S., Revista Española de Filosofía Medieval, 9 (2002), 225-245.

[51]   Cfr. Ramírez, S., “La supremacía del entendimiento agente en Santo Tomás y sus dificultades”, Estudios Filosóficos, 6 (1957), 203-230.

[52]   Cfr. Sánchez, M., “La distinción entre el entendimiento agente y el posible según Sto. Tomás”, Ciencia Tomista, 39 (1929), 207-214.

[53]    Hislop, I., “Aquinas, Augustine and the intellectus agens”, Domin. Stud., 6 (1953), 180-183.

[54]   Cfr. Manyá, J.P., “Qüestions de gnoseologia. La teoría de l´intellect agent”, Analecta Sacra Tarraconensia, 6 (1930), 61-104.

[55]   Cfr. Palmés, F.M., “Valoración del entendimiento agente en la gnoseología de Santo Tomás”, Espíritu, 9 (1960), 23-8.

[56]   Derisi, O.N., La doctrina de la inteligencia de Aristóteles a Santo. Tomás, Buenos Aires, Club de Lectores, 1980.

[57]   Cfr. Zigliara, T.M., Summa Philosophica (II), Dell luce intelllectuale e dell´ontologismo (I), París, Beeuchesme, 1909.

[58]   Cfr. Degl´Innocenti, U., “L´enigma dell´intelleto agente”, Aquinas, 13 (1970), 25-45.

[59]   Cfr. Reyna, R., “On the soul: a philosophical exploration of the active intellect in Averroes, Aristotle and Aquinas”, The Thomist, 36 (1972), 131-149.

[60]   Cfr. Mas Herrera, O., “Introducción a la doctrina de la iluminación de la inteligencia en el sistema tomista”, Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, 13 (1975), 57-71.

[61]   Cfr. Kuksewicz, Z., “The potential and the agent intellect”, The Cambridge History of Later Medieval Philosophy, Cambridge University Press, 1982.

[62]   Cfr. Mahoney, E., “Sense, intellect and imagination in Albert le Grand, Thomas Aquinas and Siger”, The Cambridge History of Later Medieval Philosophy, Cambridge University Press, 1982.

[63]   Cfr. Canals Vidal, F., “El `lumen intellectus agentis´”, Convivium, 1 (1956), 101-136.

[64]   “El núcleo del saber… permite liberar al intelecto agente de su versión causalista”, Polo, El acceso al ser, Pamplona, Eunsa, 1964, 108.

[65]   Cfr. mi libro El conocer personal. Estudio del entendimiento agente según Leonardo Polo, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 163, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2003.

[66]   Debido a la distinta intencionalidad de cada una de esas potencias, la activación de ellas debe ser distinta en cada caso.

[67]   “Son dos las obras del agente, una de las cuales es abstraer las formas inteligibles, que no es otra cosa sino hacerlas simples y universales, y lo segundo es iluminar al intelecto posible”, De Anima, l. III, tract. 2, cap. 19, 205 b 65-75.

[68]   Por eso, no conviene implicar al intelecto agente en tareas inferiores a su rango, como es el caso de la activación de lo inferior a éste, sino que debemos explicarlo manteniéndonos en su altura, e incluso vincularlo con lo superior a él. Por ello, la vinculación del acto de ser humano a la esencia humana debe ser instrumental. Además, ese servirse de instrumentos no sólo lo debe ejercer el intelecto agente respecto de la inteligencia, sino también respecto de la voluntad y las demás potencias. Más aún, debe emplear el mismo instrumento para activar a una y otra potencia y a las demás, porque todas ellas están en el nivel de la esencia humana, y si se conocieran y activaran por instrumentos distintos no podríamos compararlas, asunto que evidentemente hacemos.

[69]   Cfr. mi libro Conocer y amar: estudio de los objetos y operaciones del entendimiento y de la voluntad según Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 2000.

[70]   Cfr. Tomás de Aquino, Q.D. De Vir., q. 1, a. 6; S. Theol., II-II, q. 47, a. 6, co, ad 1 y ad 3.

[71]   Cfr. mis trabajos: “Unicidad e innatismo del hábito de los primeros principios”, Miscelanea Poliana, 1 (2005), http://www.leonardopolo.net; texto, nº 2;  “Origen y lugar del hábito de sabiduría. Su estudio según Tomás de Aquino”, Rivista di Filosofia Neo-scolastica, XCVI (2004) 1, 51-64.

[72]   La apertura de la sindéresis a la inteligencia es inferior a la de la voluntad porque conocer (activar) la inteligencia es más fácil que activar la voluntad, pues la primera es clara, cognoscitiva, mientras que la segunda es oscura y no conoce. Además, porque la orientación al fin último es más neta en la voluntad que en la inteligencia, fin último que, además, la voluntad no puede alcanzar nunca en esta vida. Por ello, respaldar la activación de la voluntad respecto del fin último exige más actividad que la empleada para actualizar la inteligencia de cara a conocer asuntos mentales o reales mediales.

[73]   Como la presentación de estas aperturas cognoscitivas pueden resultar muy escuetas para el lector, y por ello un tanto crípticas, y dado también que las respectivas aclaraciones no pertenecen al meollo de nuestro tema antropológico, quien desee una visión amplia y sinóptica de este asunto la puede encontrar en nuestro trabajo “Los actos racionales que permiten conocer la realidad física”, en Polo, L., El conocimiento racional de la realidad, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 169, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2004.

[74]   Este hábito es el que permite el desarrollo de dos disciplinas teóricas: la metafísica o estudio del ser extramental como principio, y la teología natural o estudio de Dios como principio (no como ser personal). Ambas se engarzan a través del tratado filosófico de la creación.

[75]   Cfr. Aersten. J.A., La filosofía medieval y los trascendentales. Un estudio sobre Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 2003.

[76]   “Se propone que la teoría de los trascendentales se puede ampliar, es decir, que los trascendentales descubiertos, y más o menos coordinados por la filosofía tradicional –a los que llamo trascendentales metafísicos–, se deben distinguir de otros trascendentales, a los que llamo personales”, Polo, L., Antropología trascendental, vol. I, La persona humana, 24.

[77]   Cfr. De Garay, J., “El sentido de los trascendentales”, Anuario Filosófico, XXIX (1996) 2, 573-586.

[78]   Polo, L., Antropología trascendental, vol. I, La persona humana, 216.

[79]   Tal vez por ello, Cristo, el Verbo, se llama a sí respecto de la presente situación humana el “Camino”. En efecto, el camino es el “en” en el que se vive y permanece. Somos “luz en la Luz”, o también “verdad en la Verdad”, “vida en la Vida”.

[80]   “Buscar una réplica más alta que el propio intelecto personal confirma que la persona humana es el adverbio en busca del Verbo”, Polo, L., Antropología, I, 226, nota 40. Cfr. también: Presente y futuro, 184.

[81]   A este respecto puede servir el título de ese libro de V. Frankl: El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 1986, aunque la búsqueda que Frankl propone está más en el orden de la esencia humana que en el acto de ser personal.

[82]   El conocer humano no está hecho para aislarse del conocer personal divino. De aquí se saca una manifiesta conclusión: la teoría del conocimiento humano sin Dios, en rigor, es reductiva, deficiente. El conocer humano está hecho para co-conocer con Dios. Por eso, la filosofía que prescinde de Dios, o no lo tiene suficientemente en cuenta en su recorrido, peca forzosamente de indigencia cognoscitiva.

[83]   No se trata únicamente de que la naturaleza humana (lo común al género humano) esté constituida por un cúmulo de dualidades distintas jerárquicamente ordenadas entre sí (sentidos-apetitos, sentidos externos-internos, mujer-varón, etc.), ni incluso porque también esas distinciones duales y jerárquicas rastreen la entera esencia humana, esto es, el perfeccionamiento de la inteligencia y de la voluntad (objetos-actos, actos-hábitos, hábitos-virtudes, etc.). Tampoco incluso porque los hábitos nativos superiores a la esencia humana sean plurales y duales entre sí (sindéresis, primeros principios, sabiduría,…), sino que el acto de ser personal humano es dual, es decir, conformado por dualidades de distinto nivel.

[84]   San Agustín, Confesiones, I, 1.

[85]   Cfr. Piá Tarazona, S., El hombre como ser dual, Pamplona, Eunsa, 2001.

[86]   Con un sencillo ejemplo: un bebé, aún en el seno materno, tiene en acto su conocer personal abierto a Dios, aunque no sea consciente de ello.

[87]   También se puede adverbializar el conocer y el amar personal. Así, el conocer personal es ser cognoscentemente, y el amar personal es ser amantemente.

[88]   Por otra parte, la libertad personal se convierte con el amar personal. En rigor, con todos los trascendentales. La libertad en su puridad, sin interés, se convierte con el amar, pues no se puede amar a una persona como persona sino libremente, personalmente. Esto es aplicable en especial a Dios. A Dios no se le ama por necesidad ni por interés, sino con plena libertad, con toda la carga de la libertad personal, pues sólo respecto de Él uno puede emplear enteramente su libertad personal. Cada persona debe amar más a Dios que a sí mismo, y esto no es un precepto sobrenatural de corte positivo o positivista, sino una demanda entrañada en el corazón humano.

[89]   Lamento no poder ofrecer al lector interesado en este tema bibliografía al respecto, porque esa andadura teológica, que yo sepa, parece que está por hacer. Con todo, algo de ello expuse en un breve escrito titulado “Un programa distinto de idea cristiana del hombre”, Idea cristiana del hombre, Pamplona, Eunsa, 2002, 221-238.

[90]   Schakespeare, Cuento de invierno, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 885.

[91]   En efecto, -como vimos en el Capítulo14- la libertad sólo tiene sentido pleno si se juega enteramente respecto de Dios, si a él se entrega y destina, pues ninguna instancia inferior colma la libertad humana. Efectivamente, siempre nos queda más carga de libertad que la que empleamos en un trabajo, empresa, diversión, etc., e incluso en una persona humana. Por tanto, si la libertad personal humana es inagotable, una de dos: o se acepta que está diseñada para Dios, o se acepta –como Sartre– que es absurda, pues ¿para que tanta carga de libertad si no la puedo saturar con nada? Sería, más que una “pasión inútil”, un anhelo personal absurdo.

[92]   Para ilustrar esto, tal vez valga la pena traer a colación el final de aquel cuento de Oscar Wilde: “Tráeme las dos cosas más preciosas que encuentres en la ciudad –dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto. –Has escogido bien –dijo Dios–, pues este pajarillo cantará eternamente en mi jardín del paraíso, y en mi ciudad de oro me glorificará el Príncipe Feliz”, El Príncipe Feliz, en Todos los cuentos, vol. II, Barcelona, Planeta, 2002, 164.

[93]   “El que se miente a sí mismo y se cree su propia mentira, concluye por no discernir ya la verdad ni en sí mismo ni en torno suyo, dejando, por tanto, de respetarse a sí propio y de respetar a los demás. No respetando ya a nadie, deja también de amar, y para, careciendo de amor, entretenerse y distraerse, se entrega a las pasiones y a los goces vulgares, llegando a la bestialidad en sus vicios”, F.M., Dostoyevski, Los hermanos Karamazovi, Madrid, Aguilar, 1960, 102.

[94]   “A mi parecer, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios: mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza”, Sta. Teresa de Jesús. Tomado de Suárez, F., La Virgen Nuestra Señora, 18º ed., Madrid, 1985, 137.

[95] A ello responde esa frase del libro que cierra la Sagrada Escritura: “al vencedor le daré del maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe”, Apocalipsis, cap. 1, vs. 17. Salvando las tremendas distancias, en el Cielo sucede algo parejo a lo que ocurrió en el cuento “Bargamot y Garaska”: Bergamov era un corpulento guardia que un día de fiesta acogió en su casa a un pordiosero conocido como Gasaska, el cual, ya en la mesa, junto a la familia del guardia, se echo a llorar cuando quienes le hospedaban le llamaron por su auténtico nombre, a saber, Guerasim Andreich. Leónidas Andreiev, en Todos los cuentos, vol. II, Barcelona, Planeta, 2002, 704-711. Más cercanía con la realidad que se intenta describir puede que tenga esa otra anécdota que se cuenta de la madre del filósofo J. Pieper, que en el lecho de muerte preguntaba: “cuál es mi nombre”. Cuando le respondieron con su nombre propio, ella replicó que no preguntaba por ese, sino por “su verdadero nombre”.

[96]   Juan Pablo II, Escatología universal: la humanidad en camino hacia el Padre, en Creo en la vida eterna, Madrid, Palabra, 2000, 224.

[97]   En sentido amplio, comparativo, se puede decir que una persona es una sustancia, una naturaleza, una esencia, etc., pero en sentido estricto no. Por eso, la tesis que se defiende no parece concordar, por ejemplo, con la que mantiene un pensador relevante: A. Millán-Puelles. Cfr. respecto de su propuesta antropológica: Barrio, J.M., “Dignidad y trascendencia de la persona”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 47-75.

[98]   Piá, S., op. cit., 402.

[99]   Como ordinariamente se dice, entre la persona humana y Dios no debe mediar ni “un papel de fumar”. Por eso no parece correcto decir que el conocimiento (actual y futuro) de Dios por parte del hombre deba ser según especies u objetos pensados, porque estas ideas son mediaciones. El conocimiento de Dios o es directo o no es personal.

[100]  El lumen fidei es el conocer sobrenatural que Dios otorga gratuitamente a una persona humana en esta vida para que ésta conozca a Dios tal como él la conoce, aunque parcialmente. La fe no es nada distinto de la persona humana, sino la elevación de ésta: “La fe es una adesión personal del hombre entero a Dios que se revela”, Catecismo de la Iglesia Católica, nº 176.

[101]  El lumen gloriae es el conocer sobrenatural que Dios otorga gratuitamente a una persona humana en la vida futura para que ésta conozca a Dios tal como él la conoce. También es sin mediación: “no tienen necesidad de luz de lámparas ni de la luz del sol, porque el señor Dios alumbrará sobre ellos”, Ap. 22, 5.

[102]  Aquí puede valer el título del libro de Popper Búsqueda sin término, pero sólo como título, porque la temática de ese libro no sólo no toca lo trascendental humano, sino que pone en entredicho el que la inteligencia humana sea susceptible de alcanzar verdades sin vuelta de hoja.

[103]  Estas tesis son clásicas: “el amor mueve el deseo y la esperanza”; “el movimiento de la fe está incluido en el movimiento de la caridad”, Tomás de Aquino, De Ver., q. 28, a. 4, co. Y más adelante: “en este movimiento (de la caridad) está incluido el movimiento de la fe”, Ibid., ad 5.

[104]  Lo contrario indicaría pasividad, incompatible no sólo con el ser de Dios, sino con cualquier conocer.