ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES (J. F. Sellés)

16. El amar personal

Si, al parecer, “el amor es la última filosofía de la tierra y del cielo”[1], este Capítulo, no es sólo el último de este trabajo, sino que versa sobre el sentido culminar de la filosofía, a saber, acerca del amar personal humano. La ambición de explicar el amor humano es elevada, pero no por ello fatigosa, pues ¿quién se cansa de amar? “La aflicción puede marchitar las mejillas, pero no abatir el amor”[2]. Amar, para Marcel, reclama la inmortalidad[3]. También para Pieper, quien no se cansaba de repetir que amar es decir: “¡es bueno, en suma, que tú estés aquí! ¡Es fantástico que tú existas”[4]. Sin embargo, es pertinente precisar que amar es más que ser inmortal y más que existir; más incluso que la coexistencia, pues es el mayor añadido del que ésta es susceptible. El amor tampoco es exactamente en el hombre una realidad que haga ser, como pensaba Blondel[5], sino lo que intensifica de un modo muy especial el modo de coser humano.

La tesis de que se parte es que el amor es superior al bien. Según la filosofía tradicional el bien es uno de los trascendentales metafísicos descubiertos en el medievo, es decir, una perfección pura. Como tal, se puede predicar de toda la realidad, también de las personas, puesto que el ser persona es claramente un bien. Con todo, aquí se cuestiona si la persona es meramente un bien (aún considerándolo muy intenso), o una realidad superior al bien. En la Edad Media se decía que el bien es un trascendental relativo a la voluntad, o sea, que de no existir una voluntad que lo quisiera o se adaptara a él, el bien no se podría considerar como trascendental, sino solamente como una realidad. En consecuencia, parece que si el bien es reattivo al querer, el querer debe ser superior al bien. Con todo, es claro que la voluntad no puede ser un trascendental, puesto que es una potencia. Por tanto, hay que buscar en el hombre un trascendental personal que sea superior al bien, y sin el cual éste no sería un trascendnetal metafísico. 

  1. Distinción entre necesitar y sobreabundar

Es claro que el hombre dispone de voluntad, y que ésta busca el bien. Sin embargo, también cabe preguntar si el hombre es algo más que voluntad. Querer es desear algún bien del que carecemos o no tenemos entera posesión de él. No obstante, el amar, que es también netamente humano, no parece reducirse a querer, sino que indica algo más. Efectivamente, uno no ama porque le falte algo que necesita, pues amar es dar generosamente. Por ejemplo, cuando una madre quiere a su hijo no busca compensaciones, sino que se da sin reserva. Pues bien, si no cabe bien sin querer, menos debe caber sin amar. De otro modo: “¿qué cosa puede haber sin amor buena?”[6].

Si el bien no es un trascendental metafísico sin el querer, y el amar es más que querer, la pregunta pertinente es si el amar es en el ser humano una realidad de orden trascendental, es decir, una perfección pura que caracteriza a las personas por el hecho de serlo. El amor humano no es el bien querido, ni tampoco un querer. En una primera aproximación podemos percatarnos de que el amar no es la voluntad tomada como potencia o facultad de querer; tampoco la mera amistad, que con ser bastante, parece todavía escasa respecto de la intensidad del amor personal. Amar implica enteramente a la persona amante, puesto que cuando alguien ama su ser está completamente comprometido. Querer, en cambio, no. Se quiere hasta cierto punto, porque querer es de la voluntad, y esta potencia no se puede despotencializar enteramente en la presente situación.

Por eso, “hay diferencia entre buena voluntad, amistad y amor. Buena voluntad es la que puedo tener al que nunca vi ni tuve dél otro conocimiento que oír sus virtudes o nobleza o lo que pudo y bastó moverme a ello. Amistad llamamos a la que comúnmente nos hacemos tratando y comunicando o por prendas que corren de por medio. De manera, que la buena voluntad se dice entre ausentes y amistad entre presentes. Pero amor corre por otro camino. Ha de ser forzosamente recíproco, traslación de dos almas, que cada una de ellas asista más donde ama que adonde anima. Éste es más perfecto cuanto lo es el objeto; y el verdadero, el divino”[7]. En suma, la persona amante no parece reducirse al bien trascendental tal cual reside en el resto de las realidades inferiores al hombre. Es más que bien, y es más que voluntad, pues es claro que “ama el hombre sin que en ello tenga parte su voluntad, no puede rehuir el amor ni a costa de la muerte”[8]. En rigor, el amor personal es tan radical que podemos decir que la persona es amor.

Con las realidades inferiores el hombre comparte la relación al bien, aunque no del mismo modo. No se trata exclusivamente, por tanto, de que la vida humana sea buena en cuanto a su ser, sino de que el ser personal humano es amoroso; más aún, fuego incesante de amor. Por eso, puede realizar el bien, porque el amor es condición de posibilidad del bien. El hombre puede añadir bien, porque es más que bien. No se reduce a él. El amor es libre y lúcido don de sí. Es libre porque en el amor personal no hay necesidad, no hay un sentirse inexorablemente atraído por un bien que fuerce la tendencia (como le sucede a la voluntad). El amor es con luz, porque la sabiduría asiste, o mejor, es un amor sabio o un saber amante. Amar es salir de sí: darse. Amor personal es la afirmación personal de la persona amante a la persona amada. Esa afirmación no difiere de la persona amante[9].

La apertura personal humana no es sólo buena, sino más: amante. O de otro modo: el bien humano no sólo es difusivo, como de ordinario se predica, sino efusión inagotable de amor. El amor denota apertura irrestricta, como la señala el conocer. Apertura, además, no reductible al tiempo[10]. La apertura amorosa personal es otorgamiento, es decir, es darse. Así se entiende el amor como un radical personal; como don sincero de sí. Que el amor es superior a las manifestaciones amorosas humanas se puede ver como norma negativa. Así, cualquier quebrantamiento que le pueda suceder al hombre, el sufrimiento, por ejemplo, no ahoga o supera el amor radical que uno es. El amor puede más que el sufrimiento, que todo defecto personal o ajeno y que cualquier clase de brechas que hieren al corazón humano. El acto de ser personal es más que la naturaleza y esencia humanas, y, por tanto, más que las lesiones causadas en la esencia humana; el amor es ser. El ser amoroso sólo se puede perder libremente, aunque si se pierde definitivamente ya no se puede amar personalmente.

Una de las manifestaciones más humanas del amor es jugar[11]. Jugar es gozar el sentido de la libertad humana. Jugar es lo contrario de necesitar. En lo radical, el hombre no es un ser necesitante, sino que sobra respecto del necesitar. El hombre no necesita radicalmente, es decir, como ser, porque su ser lo ha recibido. Más bien es lo contrario: sobrar. Si sobra, da; y ese es el meollo de la fiesta[12]. Ser persona es ser fiesta: “cada hombre es fiesta. Soy fiesta porque soy un regalo, un don de Dios”[13]. El amor está abierto al bien y, por encima de él, al Amor. Sí; “al fin la sabiduría divina anda jugando con las cosas humanas”[14].

El amor personal no puede ser un amor puro en el sentido de ayuno de conocer, tal como postuló Fenelón[15], porque el amor que uno es sin vínculo con el conocer personal es absurdo. Del mismo modo, un conocer personal desamorado no es personal. Conocer y amar en el núcleo personal se convierten hasta cierto punto, aunque uno es superior al otro. No se convierten conocer y querer a nivel de potencias (razón y voluntad). El amor personal no cabe sin el previo conocer personal, sin libertad y sin co-existencia, pero es superior a ellos[16]. Acierta quien sugiere que “no puede amar a otro el que a sí no ama, ni amarse el que a sí no se conoce”[17].

El amor personal es superior al conocer personal. Superior también a la co-existencia y a la libertad personales. Atrae a esos radicales. Esta superioridad se ha detectado de alguna manera en tiempos antiguos, y también en otros más recientes[18]. El amor atrae al conocer personal, por eso dice verdad quien escribe que “el supremo saber es hacer de los enemigos amigos”[19], asunto que no es nada fácil, porque primero hay que vencer la propia inclinación que nace de la soberbia. Ello reporta una ventaja, y es que al amar a los demás, nos conocemos también mejor a nosotros mismos: “si el hombre no llegara, siquiera en breves lapsos de tiempo, a amar perfectamente a otro, jamás podría conocerse a sí mismo en su intimidad: especialmente jamás conocería lo que es capaz de dar de sí mismo”[20]. Esta frase, salvo lo de “perfectamente”, es verdad.

A continuación, del mismo modo que al estudiar la coexistencia personal se procedió a distinguirla del “yo”, tal como éste ha sido concebido a lo largo de las diversas etapas de la historia de la filosofía, y de modo semejante a como se actuó al tratar de la libertad personal (negación, agnosticismo, intelectualismo, voluntarismo, etc.) y del conocer personal (diversas tesis históricas acerca del intelecto agente), es pertinente esbozar un breve repaso de los hitos más relevantes en la historia del pensamiento occidental sobre del amor personal humano

  1. El amor humano en la filosofía griega clásica y en el medievo.

En los pensadores cumbre de la filosofía griega clásica el amor se entiende como amistad. Para Aristóteles, por ejemplo, caben diversas formas de amistad, pero según el filósofo de Atenas la perfecta se distingue de las imperfectas en que en la primera los amigos se quieren entre sí porque son buenos en sí mismos según la virtud, mientras que en las otras se quieren por algún interés, placer, etc.[21]. Es claro que la primera tiene a las personas como fin, mientras que las demás, en rigor, no tienen fin, sino medios.

Según el Estagirita, para que exista verdadera amistad con los demás se requiere que uno sea previamente amigo de sí mismo[22], es decir, que ame la virtud que existe en él. La amistad, además de la prudencia, exige de otro requisito, pues no basta controlarse a sí mismo mediante esa virtud práctica dianoética, sino también regular las relaciones con los demás, es decir, la justicia. La justicia es el tema del deber. Sin esta virtud no cabe amistad, pero la amistad es superior a la justicia, porque la amistad no es únicamente un asunto de deberes, sino de predilección libre[23]. Justicia es dar a cada uno lo suyo (cosas); en cambio, amistad es darse (poner a disposición la propia esencia y naturaleza humanas); es, pues, añadidura, sobreabundancia. Las cosas son medios; las personas, fines. Si bien es claro que el fin no se puede alcanzar a querer sin medios, no nos podemos quedar en ellos si queremos ser verdaderamente amigos.

La justicia mira a los medios; la amistad, al fin. La justicia es una virtud social, pero la clave de la cohesión social es –como se dijo en el Capítulo 10– la virtud. Ahora bien, unirá más la virtud que sea más alta. La más alta virtud de la razón práctica es la prudencia, y la más alta de la voluntad es la amistad. A la par, lo más alto de la prudencia parece ser la veracidad, pues si el mejor vínculo de relación social es el lenguaje, el correcto empleo de éste, su uso ético, es la sinceridad. Sin veracidad no cabe cohesión social; ni siquiera familiar. Por otra parte, la amistad comporta predilección; la justicia, en cambio, no. Para Aristóteles un hombre puede ser justo con muchos hombres, pero siempre tendrá pocos amigos, porque la amistad requiere mucho trato y eso escasea. A la par, para el Estagirita un hombre puede ser justo con los demás hombres, pero no con Dios. Puede ser amigo de otro, pero no de Dios, porque entre el hombre y la divinidad falta la debida proporción, y Aristóteles supone que la justicia y la amistad se deben dar siempre entre iguales[24].

Tras los grandes socráticos, se aprecia un decaimiento en la comprensión del amor por parte de las diversas escuelas filosóficas helenísticas. Por ejemplo, para Diógenes Laercio, un estoico del s. III a. C., hay cuatro géneros de pasiones: el placer, el dolor, la concupiscencia y el temor[25]. Según él, el amor era una de las especies de concupiscencia. De manera que parece haber olvidado el tema del amor entendido como amistad humana.

Con la aparición del cristianismo, en cambio, se retoman los temas de la justicia y de la amistad. Ahora se entiende que cabe ser justo con los demás hombres, pero también con Dios[26], y cabe asimismo la amistad con los hombres y también con Dios. En efecto, por una parte, se puede ser justo con Dios, porque si la justicia busca el bien común, al ser Dios el último fin, Dios tiene que ser el bien común para todos los hombres[27]. Por otra, en la Revelación cristiana, más que hablar de que el hombre busque la amistad con Dios, es éste quien toma la iniciativa y manifiesta su amistad con el hombre, con cada hombre[28]. Tener amistad con Dios es mucho más que cumplir sus mandamientos, aunque cumplirlos es requisito para ser amigo de Dios[29], es decir, ser amigo de Dios es mucho más que lo justo. Si se cumplen las normas a que inclina la naturaleza humana, se es justo, pero no necesariamente amigo[30]. La justicia es inferior a la amistad, aunque es requisito indispensable para que ésta se dé. Por eso no existe verdadera amistad entre quienes no cumplen la ley natural. Por lo demás, ser amigo de Dios comporta predilección por su parte, y ello por encima de todas las demás cosas.

Para Agustín de Hipona, por traer a colación un autorizado ejemplo de la patrística, la pasión clave y la raíz de todas las demás, como después retomará Tomás de Aquino, es el amor[31]. Del él nacen, según San Agustín, unas pasiones primordiales que son el gozo, el dolor, el deseo y el temor[32]. Como se puede apreciar, se ha dado la vuelta al planteamiento estoico, pues ya no se considera que es el amor el que nace de la concupiscencia, sino al revés, es decir, que de él nace no sólo la concupiscencia, sino también las demás pasiones. Con todo, el amor pasa a concebirse como pasión.

También para Sto. Tomás, el mejor ejemplo de la escolástica, el amor no es una pasión cualquiera, sino una pasión principal[33], pues escribe que “ninguna pasión es más vehemente que el amor”[34]. Sostiene, en continuidad con la doctrina agustiniana, que del amor nacen unas pasiones principales que son el centro de donde se originan todas las demás: el odio, la esperanza y la desesperación, el gozo y la tristeza… Pero en el corpus tomista se percibe una fluctuación en torno a la concepción del amor, pues si bien es cierto que unas veces se concibe como pasión, otras, en cambio, se entiende como un acto e incluso como una virtud. En efecto, señala que “cuatro nombres encontramos que en cierto modo pertenecen a lo mismo, a saber, el amor, la dilección, la caridad y la amistad”[35]. A veces estos términos denotan actos. En efecto, muchas veces amor y dilección como sinónimos[36]. Otras veces, sin embargo, los distingue[37]. En muchas ocasiones nos diferencia entre dilección natural y dilección electiva haciendo coincidir esta última no pocas veces con la caridad[38]. Por el contrario, en algún otro texto aparece neta la diferencia entre la dilección y la caridad[39]. Asimismo la dilección también aparece en clave de amistad. En cualquier caso, lo que es seguro en los textos tomistas es que la dilección es un acto, no un hábito[40], y un acto de la voluntad. Otras veces, entiende el amor como amistad[41], y entonces denota una virtud.

En suma, para Tomás de Aquino el sujeto de las pasiones puede ser, o bien el apetito sensible[42], o bien la voluntad[43]. Cada potencia tiene sus pasiones propias. De modo que unas son sensibles y otras no. En efecto, el amor unas veces lo considera como una pasión, otras como un acto de la voluntad, otras incluso como amistad. Si es claro que las pasiones y los actos de la voluntad no pertenecen al acto de ser personal, tampoco la amistad parece equivalente, al menos sin resquicios, al amor personal. Por último, alguno de los estudiosos del tomismo de este tema ha afirmado que el amor es un hábito innato[44], pero esa tesis no es explícita en los textos tomistas.

En resumen, en la tradición clásica griega y medieval el amor humano se considera, o bien como una pasión sensible, o bien como un acto de la voluntad, y, a lo sumo, como una virtud a la que se denomina amistad. Pero, en todas esas acepciones se nota que no se considera como una realidad propia del acto de ser personal humano.

  1. El amor humano en la filosofía moderna y contemporánea.

Por lo que respecta al Renacimiento, el tratado más extenso de las pasiones parece ser el de Juan Luis Vives (s. XVI), quien ensalza asimismo el amor por encima de las demás[45]. El elenco de las pasiones en el libro tercero de su obra El alma y la vida es abigarrado. Distingue tres géneros. En el primero coloca las que proceden del bien, dentro de las cuales encuadra la complacencia, que cuando se consolida se llama amor (al que pertenecen el favor, la reverencia y la compasión). Admite también que unas emociones nacen de otras, y así, del amor surge la envidia, el odio, y la ira. Describe al amor como el agrado o complacencia consolidada de la voluntad en un bien conforme consigo. En suma, para Vives el afecto principal es el amor, que es una pasión, origen de los demás, y tiene como sujeto a la voluntad.

Dentro del racionalismo, para Descartes (s. XVII) el amor es una de las seis pasiones primarias que él admite (admiración, amor, odio, deseo o apetito, gozo y la tristeza)[46]. Lo describe como “una emoción del alma causada por el movimiento de los espíritus (algo así como geniecillos) que incita a la voluntad a unirse a los objetos que parecen serle convenientes”; surge de considerar que un objeto es bueno y conveniente para nosotros. A distinción de la tradición medieval, admite que el odio es anterior y más necesario que el amor[47]. Del amor, según él, derivan otras cuatro pasiones (el simple afecto, la amistad, la devoción, y agrado). En suma el sujeto del amor es la voluntad; es provocado por una causa extrínseca al hombre y desconocida, y se considera -como la amistad- una pasión; de modo que en el cartesianismo parece darse una reducción de la concepción clásica de la amistad como virtud a ésta como pasión.

Por su parte, Spinoza (s. XVII) dedica la 3ª y 4ª parte de su célebre libro Ethica al análisis de los afectos y pasiones. Afecto es, para él, una acción o una pasión, según si, respectivamente, somos causa de una afección o si la recibimos. La distinción entre ambas es que “las acciones del alma nacen de las solas ideas adecuadas; pero las pasiones dependen de las inadecuadas solas”[48]. El influjo de Descartes en su clasificación de las pasiones es neto. En efecto, distingue Spinoza tres pasiones fundamentales: el deseo, la alegría y la tristeza[49]. Las tres que señala como principales son tres de entre las seis que ofrecía Descartes, relegando a un segundo plano las otras tres: la admiración, el amor y el odio, Los demás afectos de su tabla, more cartesiano, Spinoza los entiende como especies o combinaciones de las tres precedentes. En concreto, la pasión del amor la describe como una alegría acompañada por la idea de una causa externa. El amor se considera, pues, una pasión que nace de una idea inadecuada. Por lo demás, al igual que Descartes, Spinoza no parece distinguir entre pasiones, virtudes y vicios.

Ya dentro del empirismo, para Hobbes (s. XVII) el amor también es una pasión. Lo describe como “ser retenido estrechamente por otro”[50], y puede admitir niveles: el goce actual de una cosa, el estar enamorado de alguien, y la caridad, que es una buena voluntad.

En cambio, para Locke (s. XVII) los afectos son ideas simples. El amor es la idea que surge al reflexionar sobre nuestro deleite. Desde luego que cabría preguntar si es sólo eso, pues explicar el amor por el deleite parece una pobre idea del amor. “Nuestras ideas de amor y odio -ratifica- no son sino disposiciones de la mente en relación al placer y al dolor en general, cualesquiera que sea la causa que los produzca en nosotros”[51].

Por su parte, para Hume (s. XVIII) la razón es la esclava de las pasiones[52]. Entiende que las pasiones no son otra cosa que impresiones (en oposición a ideas). Distingue entre pasiones simples y complejas. El libro II del Tratado de la naturaleza humana lleva por título Las pasiones, y queda dividido en tres partes, la segunda de las cuales tiene como encabezamiento Del amor y del odio. Hume enumera cuatro pasiones que llama básicas: orgullo y humildad, amor y odio. Para él, “el orgullo y el odio infunden vigor al alma, mientras que el amor y la humildad la debilitan”[53]. La causa de estas dos últimas pasiones es un ser pensante, y tienen por objeto a otra persona. Amor y odio son seguidos de benevolencia y cólera, de respeto y desprecio, de amor sexual.

Para otro empirista del s. XVIII, David Hartley, las pasiones no son sino vibraciones corporales. Distingue 10 tipos de pasión, 5 agradables, entre las que coloca el amor, y 5 desagradables, entre las que pone el odio[54]. En suma, el empirismo entiende el amor, según variantes, bien como una pasión, bien como una idea, bien una impresión, bien una vibración corporal, etc. En cualquier caso, no se concibe el amor como la virtud de la amistad.

En el ámbito de la Ilustración, para Wolff (s. XVIII) “a un grado perceptible del deseo y de la aversión sensuales se llama afecto”[55]. Como se ve, los afectos, para este pensador, son corporales, una concepción similar a la que mantenían los utilitaristas ingleses (Mill, J. S., Bentham, J., Smith, A.,), que defendieron el sentimentalismo. En efecto, para Wolff los afectos también se distinguen según los distintos grados de placer y displacer. De modo semejante a Spinoza, Wolff enumera una amplia gama de afectos. Describe el amor como la disposición a extraer un placer perceptible de la felicidad de otro. En suma, en esta noción no sólo se ha dejado de lado la amistad como virtud, sino que se vincula en exceso el amor al placer sensible.

Por otra parte, frente a toda la tradición filosófica precedente, que admitía dos potencias en el alma, para Kant “todas las facultades del alma o capacidades pueden reducirse a tres, que no se pueden deducir de una base común, y son: la facultad cognoscitiva, el sentimiento de placer y dolor y la facultad apetitiva”[56]. En otro lugar, Kant distingue entre sentimientos, apetitos, emociones y pasiones[57]. Pasemos a describirlos sucintamente. a) Para Kant hay dos tipos de sentimientos opuestos: el placer y el displacer, pero ambos pueden ser sensibles o intelectuales. b) Los apetitos, a los que llama inclinaciones, son “la autodeterminación de la fuerza de un sujeto por medio de la representación de algo futuro como un efecto de la autodeterminación”[58]. c) Considera la emoción como el sentimiento de placer o displacer en el estado presente que no permite reflexionar al sujeto. d) La pasión es, para Kant, la inclinación difícil o absolutamente invencible por la razón del sujeto. Es un estado de ánimo perteneciente a la facultad apetitiva. Para Kant emoción y pasión son distintas y aún opuestas, pues donde hay mucha emoción existe comúnmente poca pasión. Considera que las emociones son nobles y francas, mientras que las pasiones astutas y solapadas. A distinción de las emociones que son simplemente “desgraciadas”, las pasiones son “malas en sí sin excepción”. Divide las pasiones en innatas y culturales. De las primeras son la inclinación a la libertad y la inclinación sexual. De las segundas, el afán de honores, el de dominio y el de poseer. Las primeras son ardientes, frías las segundas.

Como se aprecia, Kant no menciona en esos pasajes al amor. De modo que nos topamos ante un problema de clasificación. En efecto, ¿será un sentimiento, un apetito, una emoción o una pasión? Si no es “desgraciado” o “malo sin excepción” tal vez no sea emoción ni pasión. ¿Será acaso una inclinación? Si lo fuera, ¿seguro que es una autodeterminación?, ¿su representación es inexorablemente futura? Por otra parte, ¿será tal vez un sentimiento? Pero si lo fuera, ¿sería un placer o un displacer?, ¿sensible o intelectual? No tenemos respuesta. En cualquier caso, el amor para Kant no puede ser una realidad intrínseca del sujeto, porque para él el sujeto es una incógnita, una X que de ningún modo se puede despejar.

Tras las opiniones sobre los sentimientos de Rousseau, Smith, Jacobi (ss. XVIII-XIX), y de los románticos decimonónicos, aparece la drástica réplica a ellos de Hegel (s. XIX), quien, como cumbre del idealismo, considera que las pasiones se deben subordinar a la razón, pues son “el lado subjetivo y, por lo tanto, formal, de la energía de la voluntad y de la actividad”[59]. Para él “es sospechoso y más que sospechoso atenerse al sentimiento y al corazón contra la racionalidad pensada… porque lo que hay de más en aquél respecto de éstos, es solamente la subjetividad particular, lo vano y arbitrario. Por la misma razón, es impropio, en la consideración científica de los sentimientos, buscar otra cosa que no sea su forma y su contenido… como pensado… A la consideración peculiar de los sentimientos prácticos, como de las inclinaciones, quedan reservados solamente los egoístas y malvados; puesto que solamente ellos pertenecen a la individualidad que se mantiene contra lo universal: su contenido es lo opuesto respecto de él”[60].

Saltando a la filosofía contemporánea, se pueden aportar varios ejemplos de estudiosos de este tema, entre ellos, Bergson, quien denomina inclinaciones tanto al placer y al dolor como a las sensaciones y a los sentimientos. Todas las inclinaciones naturales se pueden transformar, según él, en pasiones. Así, las inclinaciones simpáticas o altruistas se pueden convertir en pasiones, como el amor a la patria en chauvinismo, el amor a la humanidad en filantropía, etc. Las pasiones son, según el pensador francés, “enfermedades del alma, esto es, un estado violento de nuestra sensibilidad, es decir, una inclinación pervertida y degenerada”[61]. Como se ve, describe al amor como una inclinación natural que se puede transformar en una pasión o enfermedad. Pero ¿no será el amor algo más que una inclinación natural o que su perversión?

Por su parte, Kierkegaard, inspirador del existencialismo, es uno de los filósofos contemporáneos que más ha calado en los sentimientos más altos. Con todo, no hay en él un tratado sistemático de los sentimientos, pero sí muy agudas descripciones de algunos de ellos. En cuanto al amor humano (Elskov), unas veces lo entiende de modo romántico, otras como doloroso y aún otras como caricaturesco. En algunas obras describe los conflictos entre el amor humano y las exigencias éticas y religiosas. Pero lo que más importa al pensador danés es el amor con Dios, y por éste, el amor al prójimo; amor sin el cual cualquier otra expresión de amor, la pasión, la amistad, el maternal…, no es sino egoísmo[62]. Aquí percibimos una intensificación en la concepción del amor por la carga sobrenatural que la fe religiosa presta a Kierkegaard, pero a pesar de las finas y existenciales descripciones de esas vivencias amorosas, no encontramos un estudio sistemático del amor personal.

Para los pensadores de la fenomenología, Scheler por ejemplo, el amor es más radical en el hombre que el conocer[63]. Por su parte, Hildebrand distingue entre una afectividad noespiritual y otra espiritual. Lo que llama “corazón”[64] coincide con la espiritual. Los distintos niveles de afectividad o sentimientos para Hildebrand son los siguientes: unos inferiores o corporales (placer, dolor, etc.); otros superiores a éstos, a los que llama psíquicos (humor, depresión, etc.), que aunque no son corporales dependen del cuerpo: “dejando aparte los auténticos sentimientos corporales, hay también una amplia serie de sentimientos psíquicos manifiestos que son radicalmente distintos de aquellos, como, por ejemplo, la depresión, la alegría, el ánimo dispuesto, la alteración, el buen y el mal humor y que, sin embargo, en una especial manera, dependen del cuerpo”[65]. Por la dependencia del cuerpo, les deniega a estos sentimientos el carácter espiritual, pero sobre todo se la niega porque carecen de intencionalidad, es decir, que no apuntan a un objeto determinado o a un valor. Superiores a los precedentes son los sentimientos espirituales (alegría, tristeza, compasión, amor, etc.). Estos últimos difieren de los precedentes porque son siempre intencionales respecto de un determinado objeto real, mientras que aquellos no; y porque los sentimientos no espirituales están “causados” por procesos corporales o psíquicos, mientras que los espirituales son “motivados”. Además, los sentimientos tienen una trascendencia característica (libre de necesidades y apetitos subjetivos), pues es sólo la importancia del bien lo que motiva el sentimiento. Por lo demás, los espirituales también repercuten en el cuerpo dada la unidad entre cuerpo y alma. En suma, para Hildebrand el amor es un sentimiento espiritual y, como tal, intencional respecto de un bien real. La altura que Hildebrand otorga al amor humano parece carecer de precedentes. Sin embargo, todavía cabe preguntar si éste es algo más que un sentimiento. De modo semejante a Hildebrand, para pensadores como Marcel, el amor es una de las realidades humanas con más peso ontológico[66].

El tema del amor humano también se ha estudiado dentro del ámbito de la psicología. Así por ejemplo, Philipp Lersch distingue entre emociones y sentimientos. En el grupo de las primeras, a las que llama “vivencias emocionales”, distingue 6 tipos, de entre los cuales uno es denominado el de las emociones transitivas. A este grupo pertenecen, según él, el amor al prójimo, el amor erótico y el amor humano, el amor y el odio, el amor extrahumano de las cosas. Pero en esta clasificación surgen varios interrogantes: ¿seguro que el amor es más propiamente una emoción que un sentimiento? Y en caso de considerarlo simplemente como una vivencia emocional, ¿seguro que es una emoción transitiva?

Dentro del neotomismo, se puede poner el ejemplo de Ramírez, quien estableció ésta clasificación de las pasiones: 1º, amor; 2º, odio; 3º deseo, 4º, fuga; 5º, esperanza; 6º, desesperación; 7º, temor; 8º, tristeza; 9º, audacia; 10º, ira; y 11º, gozo. Por su parte, en orden de importancia, las más altas son el gozo y la esperanza. Por lo demás, Ramírez distingue dentro de algunas pasiones dos tipos: las sensibles y las racionales. Así en el amor, la tristeza y la esperanza. No obstante, no considera que alguno de estos sentimientos sea supraracional, es decir, sean propios del espíritu o persona humana, o sea, que estén por encima de la razón y voluntad. También Nédoncelle trató de este tema[67]. Describió al amor como la esencia del espíritu, pero lo entiende como lazo de unión, amistad, entre el yo y el nosotros, no como un trascendental personal.

En todas estas explicaciones modernas y contemporáneas del amor humano se aprecian varios pareceres que van desde considerarlo como una realidad más bien sensible a otra de índole más bien espiritual. En cualquier caso, y a pesar de que las descripciones sean en algunos casos muy sutiles, en ninguno de los pensadores mencionados el amor humano ocupa un nivel trascendental, es decir, no se considera como formando parte del acto de ser personal humano. Precisamente por eso conviene prolongar la investigación en este tema.

  1. La persona humana como amar.

Acierta Scheler al advertir que “antes de ens cogitans o de ens volens es el hombre un ens amans”[68]. Más que desde el conocer personal, desde el amor personal se puede aludir a la intimidad personal. El amor personal humano no se reduce ni a las pasiones sensibles, ni a los actos de la voluntad ni a sus virtudes, ni siquiera a los afectos del espíritu. Está más allá de unos y otros y de la facultad misma de la voluntad. Más aún, acceder a la intimidad amante implica ver la voluntad, aún en todo su esplendor, como límite. En efecto, los actos y los hábitos volitivos tienden a ser posesivos. La voluntad tiende a poseer asuntos reales y a poseer sus actos con sus virtudes. Los griegos describían precisamente la libertad como disposición de los propios actos, y esa descripción afecta a la voluntad, es decir, capta la libertad tal como se manifiesta en esa facultad. En cambio, la persona no necesita poseer nada porque es donación, efusión. De manera que la libertad personal no se debe describir como ser dueño de los propios actos, pues éstos son inferiores a la persona, sino como pura apertura personal.

La distinción entre el conocer de la inteligencia y el conocer personal estriba -como hemos tenido ocasión de advertir en el Capítulo precedente- en que el primero está llamado a iluminar lo heterogéneo, mientras que el segundo no necesita iluminar nada porque es transparencia, luz. La distinción entre la voluntad y el amar personal está en que la primera quiere asuntos heterogéneos, mientras que el segundo se da; que la primera quiere muchas cosas y que el segundo da lo mejor, pues se ofrece él mismo. La razón necesita iluminar para que a ella le vaya bien. La voluntad necesita querer para crecer. Sin embargo, el conocer y el amor personales no son necesitantes sino sobrantes.

Además, la voluntad no refluye enteramente en la inteligencia y viceversa, pues muchas veces ambas potencias entran en conflicto, aunque conviene que sean como un matrimonio bien avenido. En cambio, el amor personal es cognoscitivo, transparente. Amor sin conocimiento personal no es amor personal ninguno. Y al revés: conocer que no reclame o busque al amado tampoco es personal.

Se conoce que una persona es amor personal, pero no se conoce directamente el tema al que remite ese amor insondable, esto es, el Amado. Nos conocemos (por el hábito de sabiduría) como amantes, aunque no el término, el tema, de ese amor personal, que permanece todavía oculto. Conocerse como amantes a nivel personal posibilita aceptarse. Aceptarse es más que conocerse y, seguramente más que darse. Lo primero en la persona humana no parece ser dar amor, sino aceptar; en este caso, aceptarse como amante; aceptar el amor que uno es; aceptar ese don. El dar parece segundo tras haberse aceptado. En el fondo se trata de aceptarse como la persona que se es. Si uno se acepta, acepta ser hijo, porque el don que como persona se es se le ha otorgado de modo personal. Persona y amor son equivalentes. Reconocerse como hijo equivale a no querer personalmente dejar de serlo nunca, a no dejar de amar. Si el don es perpetuo, uno no debe dejar de ser hijo jamás, a menos que quiera dejar de ser persona.

El amor es el radical personal del acto de ser humano más alto. Es el imán que arrastra tras sí a los demás trascendentales personales y el que más redunda en la naturaleza y esencia humanas. En lo personal tira del conocer, de la libertad y de la co-existencia personales. En la naturaleza humana, el amor personal añade a la ternura, candidez, cariño natural que ésta tiene, la personalización amorosa de la esencia humana. En efecto, si el hombre se comporta de acuerdo con el amor personal que es, manifiesta por todos los poros de su cuerpo y facultades que ama, es decir, que se entrega, que acepta, que se convierte en un don para los demás.

Las dimensiones del amor personal humano (a distinción del resto de dualidades humanas) son tres. Esa tríada trascendental está conformada por el dar, el aceptar y el don. Los tres se coimplican. En efecto, por una parte, dar es aceptar la donación, y no cabe dar sin don. Por otra, aceptar es dar aceptación, y no cabe aceptación sin don. Por otra, el don lo es respecto del dar y del aceptar, y no caben el dar y el aceptar sin el don. La persona humana sólo se da si es aceptada como persona. A la par, sólo es aceptada como persona si se da como persona. A la vez, el dar y el aceptar comportan el don. De modo que no hay verdadero dar y aceptar sin dones. Por ello los hijos en el matrimonio son los mayores dones (personales, novedosos) que garantizan el amor personal entre los esposos; y también por eso “obras son amores y no buenas razones”[69].

Lo difícil del amor personal humano estriba en que mientras nuestro conocer es dual a todo nivel, el amor es triádico, y como para explicarlo usamos del conocer, el amor debe ser expuesto con dualidades. Primero, dos, luego otras dos, luego otras dos. Es decir, no podemos explicar el amor humano en su altura real, sino rebajándolo de nivel. Con otras palabras, el amor supera todo conocimiento, aunque no es enteramente inalcanzable por éste. Es decir, es explicable, comprensible, aunque hasta cierto punto. Revisemos a continuación las dimensiones del amor personal: dar–aceptar–don. Dado que son realmente distintas, deben ser jerárquicamente distintas, pues lo igual es meramente mental, no real. Por tanto, hay que indagar en primer lugar cuál es la jerarquía en estas dimensiones. Tras resolver ese punto, habrá que indagar acerca del tema del amar personal humano, es decir, el tema de cada una de esas dimensiones, porque si bien conocemos que somos amor y que el amor personal humano es dar, aceptar y don, con ello todavía no sabemos cuál es su tema.

  1. “Dar”, “aceptar” y “don”.

a) El dar. No falta quien, como el ávaro de Moliére, “dar es una palabra por la que siente tal aversión, que no dice nunca: os doy, sino os presto los buenos días”[70]. Y eso que el dar personal no consiste, obviamente, en dar limosna, y menos –como declara la frase castiza– si se trata de unas perras gordas… Tampoco se trata de dar otras cosas de más valor, regalos; ni siguiera dar tiempo, o de poner a disposición de los demás nuestras cualidades. No consiste incluso en entregar la vida por los demás (que dicho sea de paso, es el don natural más alto que se puede ofrecer). Dar es enteramente personal, y quien se entrega es la persona, no algo de ella (su cuerpo, la vida natural, las cualidades de su inteligencia, etc.).

En una primera aproximación el dar parece denotar más actividad que el aceptar[71]. El aceptar parece menos activo que aquél porque se suele tomar como sinónimo de recibir, que sí es pasivo. Pero seguramente no es así, pues aceptar es dar aceptación. También el dar es aceptar la entrega. Por su parte, el don, si es personal, conlleva decir sí (por tanto, dar) a quien entrega, es decir, ser don respecto de quien da, y asimismo serlo respecto de quien acepta, lo cual conlleva, por una parte, una ineludible entrega a ambos y, por otra, una no menos manifiesta aceptación que manifiesta que el dar y el aceptar no son tales sin el don. Por aquí no notamos cuál de las tres dimensiones del amor personal humano es superior.

Tratándose del amor personal humano, será superior aquella dimensión que arrastre tras de sí a las demás, es decir, la que vincule más a las otras, la que dé más razón de las otras. ¿Qué es primero, qué es más, en el amor humano: amar o ser amado? Seguramente ser amado, pues en ello radica nuestra condición de criaturas. Por tanto, será más en el amor humano aquello que mejor responda al carácter de ser amado. En este sentido parece primero, superior, aceptar a dar, porque respecto de ser amado por Dios la mejor respuesta humana es aceptar. La iniciativa no parte de la criatura; por tanto, primero aceptar, y secundariamente, dar. Nadie da si no acepta. Además, da en la medida en que acepta. Si en la vinculación entre Dios y la criatura la iniciativa parte siempre del Creador, en el amor personal humano no puede ser primero respecto de Dios el dar, sino el aceptar. La persona humana es siempre ser segundo; por eso no puede dar sin haber aceptado previamente. Si Dios no se cansa de dar, la clave del amor humano respecto de Dios no puede dejar de ser la aceptación.

Si en vez de comparar el amor personal humano con Dios, lo comparamos con lo inferior a la persona humana, por ejemplo con la esencia humana, cabe preguntar si lo que prima entonces es más dar que aceptar. Es claro que tanto la esencia como la naturaleza humanas están diseñadas para recibir dones y en virtud de ellos ser perfeccionadas. También el mundo físico está proyectado para recibir donaciones humanas. Con todo, cabe preguntar si la tesis que precede está suficientemente fundada o hay que preguntar todavía por la mayor validez de la contraria, a saber, si no será incluso en esos casos más alto el aceptar que el dar, pues también parece claro que nadie da nada si no acepta previamente.

Si aceptar es primero respecto de las realidades inferiores a la persona, amar la naturaleza y esencia humana y amar al mundo apasionadamente no significará en primer lugar y directamente otorgarles dones que permitan cambiarlos a mejor, sino sobre todo aceptarlos también como dones divinos, y por tanto, como buenos; al mundo como bueno, a la naturaleza y esencia humanas como muy buenas. Ahora bien, que el aceptar respecto de lo inferior a la persona sea primero no significa sin más que sea superior que el dar, pues es claro que el dar los perfecciona. Preguntemos, pues, de nuevo: ¿es superior el dar al aceptar respecto de lo no personal? Los dones son mejores en la medida del dar, pero también en la medida del aceptar. Con esto descubrimos que los dones son inexplicables sin el dar y el aceptar, aunque todavía no logramos saber si el dar es superior al aceptar o viceversa. De manera que hay que insistir en la pregunta: ¿un don es más don a raíz de quien da o por quien acepta?

Parece que el don cobra más realce como don si es aceptado que si es otorgado porque el don se da para ser aceptado. De modo que el don es más don en la medida de quien acepta que de quien da. Por ejemplo, si una corbata no es aceptada como regalo por quien la recibe, no es don, aunque quien la dé haya puesto todo su cariño en el don. En tal caso esa tela podrá servir, por ejemplo, para quitar el polvo a los muebles, pero no como corbata. Por eso al regalar una corbata hay que ponerse en la personalidad de aquel a quien se regala, no actuar según el gusto de quien regala. Ponerse en la piel del otro es aceptarle; y solo si se le acepta se acierta en el regalo, es decir, sólo así el don es verdadero don. También por eso no conviene echar perlas a los puercos…, pues ante la falta de aceptación sobra el dar y los dones.

Por lo demás, el dar personal humano no puede carecer de tema. Se frustraría como dar. Su tema debe ser aceptante respecto del dar. Quien puede aceptar enteramente ese dar personal humano sólo es Dios (no otra persona creada). Si es así, el dar personal humano descubre no sólo que Dios existe, sino que Dios es la aceptación amorosa increada e irrestricta. Consecuentemente, que no cabrá en Dios dicha aceptación de no existir en él una donación a su nivel. A la par, que la donación y aceptación divinas deben serlo respecto de un don divino. Con otras palabras, no se trata sólo de que en Dios es imposible que exista una sola persona, sino también de que si Dios es personal, cada una de las dimensiones del amor humano deben constituir en el ser divino una persona distinta, aunque no jerárquicamente distintas.

b) El aceptar. Entre las tres dimensiones del amor personal humano, lo primero en el hombre respecto de sí, de las demás personas, y de Dios es aceptar. En efecto, lo primero es aceptarse uno como quien se es, como una criatura personal irrepetible, como un hijo singularísimo. Si se acepta así, se ve como un don y se da, se entrega. Uno es un don de tal índole que está destinado a darse enteramente como persona. Y si eso es así, es porque está destinado a ser aceptado enteramente como tal persona. “La persona humana es un don creado que se acepta como un dar destinado a ser aceptado”[72]. Lo primero respecto de Dios es aceptar, porque, como dice San Juan, “Él nos ha amado primero”[73]. Y es precisamente porque la iniciativa siempre parte de Dios, por lo que nosotros podemos corresponder a ella aceptándola ahora y después.

De modo similar al amor personal humano en el que “nada hay que provoque tanto el amor como saberse amado”[74], a nivel manifestativo el mejor gobierno no estriba en dictar pautas de conducta (es decir, ponerle a cada uno los puntos sobre las íes, en ser excesivamente analítico y detallarle escrupulosamente a cada cual su tarea), sino en confiar (es decir, en dar responsabilidades y en estar dispuesto a aprender de los demás, es decir, en aceptar sus aportes), porque sólo confiando en los otros cada quién da lo mejor de sí, y ello mejora al propio gobernante, ya que acepta y, consecuentemente se entrega.

Aceptarse como la persona que se es en el fondo es aceptar a Dios que nos ha dado el ser personal[75]. Si personalmente aceptamos a Dios nos damos enteramente a él. Darse respecto de Dios implica a su vez la posibilidad de que Dios nos acepte. Si nos acepta nos eleva, es decir, nos diviniza. De modo que así salvamos en cierto modo la distancia tan tremenda que existe entre la criatura y el Creador, que es la distinción real más grande que existe, mayor que la que media entre Dios y la nada, sencillamente porque si bien Dios existe, la nada no puede existir realmente[76]. Salvar esa distancia se llama amistad. En efecto, la amistad (y éste es un descubrimiento cristiano sobre las averiguaciones filosóficas de la Grecia clásica) no cabe sólo respecto de los hombres, sino también, y con más intensidad, respecto de Dios.

Lo mejor que se puede decir a Dios desde el amor personal humano es “sí” (fiat, hágase), es decir, aceptar que Dios sea quien es respecto de uno. Lo segundo en importancia es decir a Dios también que “sí”, pero ahora se trata de aceptar a otras personas creadas, pues como existen pluralidad de hijos, y la distinción real entre ellos no puede estribar sino en que uno sea (o será) más hijo que otro, uno está llamado a aceptar que puedan existir hijos mejores que él. Si uno se aceptara a sí más que a esos otros hijos a los que Dios acepta más, aceptaría mal; en rigor, no aceptaría a Dios. Lo tercero es decirle a Dios también que “sí”, pero en este caso, aceptando la persona humana que se es y que se está llamada a ser respecto de Dios y de los demás.

Tampoco el aceptar personal humano debe carecer de tema, es decir, no puede ser un aceptar respecto de nada o de nadie. De ser así se frustraría. Su tema debe ser donante respecto de tal aceptar. Quien puede otorgar el ser amoroso personal que el aceptar humano es y al que está llamado sólo puede ser el Creador. Si es así, el aceptar descubre no sólo que Dios existe, sino también que Dios es la donación amorosa increada e irrestricta. Y si lo es, a dicha donación divina no le puede faltar el aceptar personal divino; y ambas no pueden carecer de un don personal divino.

c) El don. Nuestra naturaleza la hemos recibido. Lo más alto de nuestra esencia, también. Además añadimos muchos dones tanto sobre nuestras naturaleza como sobre nuestra esencia. El primer don que otorgamos a la esencia es la ética (cfr. Cap. 9), es decir, la mejoría intrínseca de las facultades espirituales humanas (inteligencia y voluntad) con los hábitos y virtudes y el incremento de la sindéresis. Luego, con la expansión de la ética posibilitamos la sociedad (cfr. Cap. 10). Después, como veíamos, vienen otras donaciones, por ejemplo el lenguaje, que posibilita todo dar laboral (cfr. Cap. 11). Luego, el trabajo, que es un gran don (cfr. Cap. 12). Toda la cultura humana son dones. La persona humana también puede dar la vida natural (naturaleza humana) por la virtud (clave de la ética), por la verdad (clave del lenguaje), por la ética (clave de la sociedad), y eso es un don inestimable. Pero este don no es la persona humana. Con todo, ésta es un don superior a la vida natural, y a la vida de la esencia humana: es un don de nivel trascendental.

En efecto, cada persona humana es un don divino, pues es explicable sólo desde Dios, ya que Dios le ha otorgado ese ser personal. Ese don no es nada en Dios, sino en la criatura, pues tal don no añade nada a Dios. Cada uno puede reconocerse, pues, en su intimidad como un don de Dios. Reconocerse como tal don es verse como el fin de un acto de amor divino. Es decir, tal don personal humano no es explicable sin el amor divino. Ahora bien, el don no es la única dimensión del amor humano, pues el don personal que Dios nos ha concedido también es capar de aceptar amor y de dar amor.

El don personal humano tampoco puede carecer de tema, es decir, si es personal, no puede ser un don respecto de nadie que dé y de nadie que acepte. Se frustraría como don personal. Su tema debe ser, pues, donante y aceptante respecto del don personal que se es. Quien puede otorgar el don personal humano y quien lo puede aceptar enteramente sólo puede ser el Creador. Carecería de sentido que quien lo otorgase y lo aceptase fuese una misma persona divina. De modo que el don personal humano descubre no sólo que Dios existe, sino también que Dios es pluripersonal, es decir, que no sólo existe una persona divina donante, sino también otra aceptante, y en ambos casos donación y aceptación amorosas increadas e irrestrictas. Pero además, es claro que la persona divina que da no se consuma ofreciendo a la persona divina que acepta cualquier don personal creado (ni la suma de ellos). De manera que el don humano exige su réplica en Dios, es decir, reclama que en Dios el dar y el aceptar divinos se empleen enteramente. Éstos sólo se emplean irrestrictamente si media entre ellos un don divino que sea personal, es decir, una persona divina que sea don.

El dar personal (y no solo la esencia humana) puede darse. También el aceptar puede aceptar. También el don es don para el dar y el aceptar. Por otra parte, el dar no puede ser enteramente aceptado por el aceptar humano, ni el aceptar íntegramente dado por el dar humano. Tampoco el don personal humano es dado y aceptado irrestrictamente por la persona humana. Los tres requieren de Dios. Ninguno de ellos puede ser elevado por sí o por el otro. Con ello se quiere indicar que no son fijos, sino que (como la parábola de los talentos) son susceptibles de incremento (aunque no por sí[77]). Esto no implica una ética trascendental (la ética es esencial, es decir, de la esencia humana), pero permite notar que el libre juego de la persona humana con su ser es la raíz explicativa de toda consecuente manifestación ética. Es decir, cualquier virtud o vicio a nivel esencial o manifestativo es expresión de lo que previamente ha ocurrido en la intimidad personal, en el corazón humano. Ahí es donde radica, más que el bien o el mal, el amor o el odio. Lo demás, las virtudes y vicios son manifestaciones esenciales del corazón humano. Si en esa intimidad el ser humano es elevado, estamos alegres; si lo enmohecemos o ese corazón entra en pérdida, nos invade la tristeza.

  1. ¿Qué son los “afectos” del espíritu?

Si se admite la distinción real entre acto de ser y esencia en el hombre, se puede aceptar que cada espíritu humano, esto es, cada persona novedosa e irrepetible, equivale al acto de ser, mientras que la naturaleza humana es lo común al género humano que cada quien hemos recibido de nuestros padres por generación (el cuerpo, sus funciones y facultades). A su vez, el desarrollo del cuerpo, de sus facultades y, sobre todo, de las potencias humanas espirituales (inteligencia y voluntad), junto con lo que hemos denominado sindéresis, constituye la esencia humana. Cada una de las facultades humanas puede ejercer distintos actos u operaciones inmanentes. También la esencia humana es activa, y asimismo lo es el acto de ser humano es activo. Pues bien, los sentimientos o afectos son siempre consecuencia de los actos. Los actos pueden ser de diversa índole, a saber, del nivel de la naturaleza humana (orgánicos, por tanto), del nivel de la esencia humana (inorgánicos, por tanto), y del nivel del acto de ser personal (personales, por tanto). En este epígrafe se atiende a los sentimientos más elevados, los que se vinculan al acto de ser personal.

En la naturaleza y esencia humanas, a todo acto sigue siempre un sentimiento. El sentimiento también es un acto. Un sentimiento puede ser positivo o negativo, dependiendo si el acto es concorde o no con la naturaleza de la facultad. Si se trata de las potencias sensibles (de la naturaleza humana), a los actos de éstas siguen unas emociones en la facultad. Si se trata de las facultades inmateriales (inteligencia, voluntad) y de la sindéresis –esencia humana-, a sus actos siguen unos afectos en esas potencias o en ese hábito. Por su parte, el acto de ser personal está conformado por unos radicales personales que son coactivos entre sí. Éstos son, como se ha indicado, al menos los siguientes: la coexistencia, la libertad, el conocer y  el amar personales[78].

Pues bien, si se trata del propio acto de ser personal, a su positiva o negativa aceptación y consecuente destinación, es decir, a su mayor o menor vinculación con su tema propio, siguen en esos trascendentales personales unos sentimientos que quedan en el propio acto de ser, en concreto, en el propio trascendental personal. Los “afectos” positivos y negativos del espíritu son, pues, los sentimientos que radican en el núcleo personal. No son, pues, sensibles, es decir, pasiones o afecciones que reciban las facultades del cuerpo humano. Tampoco son el “estado de ánimo” propio de las potencias inorgánicas humanas: la inteligencia y la voluntad. Son, más bien, “estados del ser” personal. Además, como dice Scheler, estos sentimientos nos permiten conocer en parte el estado de nuestro ser: “la persona se revele a sí misma en parte por los sentimientos”[79].

Para los pensadores clásicos la pasión del alma se puede entender de dos modos: en cuanto que afecta al alma sola o a alguna de sus potencias espirituales, o en cuanto que afecta al cuerpo o a alguna de sus potencias sensibles. Sin embargo, los sentimientos del espíritu no afectan a algo del hombre, ni sensible ni espiritual, sino a la persona humana como tal, a sus trascendentales personales. La pasión era considerada antaño como “el movimiento del apetito sensible que usa órgano corporal”[80]. Las pasiones son actos, y por ello se distinguen de las potencias o facultades, de los hábitos y de las virtudes. Los sentimientos del espíritu no son pasiones, pero tampoco potencias y hábitos.

Las pasiones sensibles no son hábitos o virtudes porque la virtud dice razón de perfección para la potencia, mientras que la pasión no[81]. Además, las virtudes moderan las pasiones. Los sentimientos del espíritu tampoco son hábitos de la inteligencia o virtudes de la voluntad, porque no siempre son perfección, sino que unos son positivos y otros negativos para el espíritu o la persona humana. Los primeros son indicio del esplendor del ser personal, de su elevación; los segundos, de su reducción o miseria que se ha llegado a ser. Las virtudes y hábitos son permanentes, mientras que las pasiones sensibles son pasajeras[82]. Los sentimientos del espíritu, en cambio, son más permanentes que los hábitos y las virtudes, y no sólo tienden a permanecer sino a perpetuarse. Las pasiones sensibles son “estados de ánimo” sensible. Los hábitos y virtudes son “estados de ánimo” de la inteligencia y voluntad respectivamente. Los sentimientos del espíritu son “estados de ánimo” del ser personal. El sujeto de las pasiones sensibles era considerado, en sentido estricto, los apetitos concupiscible e irascible, es decir, las potencias apetitivas sensibles[83]. El sujeto de las llamadas pasiones del alma son la inteligencia y la voluntad. El sujeto de los sentimientos del espíritu es, en cambio, la persona, el propio espíritu.

Los sentimientos sensibles nacen de comparar la facultad sensible con la operación que ésta ejerce. En estos sentimientos se nota el cúmulo de variantes que puede registrar la naturaleza humana. Los sentimientos sensibles surgen, pues, de comparar si éste o el otro acto cognoscitivo es adecuado o no, va bien o mal, al estado, también corpóreo, cambiante y transitorio de la facultad sensible (ej. si este acto de recordar va bien con mi memoria sensible ahora que estoy resfriado y tengo fiebre); comparación que tiene en cuenta no sólo la índole de tales actos sino también el estado actual de la facultad sensible.

Los sentimientos de la esencia humana pueden ser de la inteligencia, de la voluntad, y de la sindéresis. También pueden ser positivos o negativos, e indican si esas potencias o hábito se están ejerciendo bien ante sus objetos o temas propios. Por ejemplo, si un alumno no puede resolver un problema de matemáticas con su inteligencia, nota que aparece en esa facultad un cierto estado de ánimo negativo, que puede ser, según los casos, de pena, de aburrimiento, de enojo, consternación, abatimiento, exasperación, desaliento, etc. Si una alumna se esfuerza en adquirir la virtud de la laboriosidad en su voluntad, cuando nota que lo va consiguiendo a través de pequeñas batallas, aparece en esa facultad cierto júbilo, satisfacción, regocijo, etc. Si alguien se propone que su sindéresis tenga más diligencia en el cuidado y promoción de los bienes, tanto mediales como en el final, aparece en este hábito un sentimiento positivo que se puede caracterizar como suavidad, ausencia de impedimentos. El lector podría multiplicar los ejemplos con profusión.

También los hábitos innatos superiores son susceptibles de sentimientos. Así, al advertir mediante el hábito de los primeros principios los primeros principios reales y notar que existe el fundamento, es decir, que la realidad está bien fundada por su buen fundador, aparece el sentimiento de tranquilidad. Por su parte, al descubrir mediante el hábito de sabiduría los trascendentales personales, el lector habrá experimentado que tal saber es sabroso que, dicho sea de paso, de ahí procede el nombre de ese hábito.

Los sentimientos del espíritu, en cambio, son el indicio de que cada persona humana, como determinado proyecto que es, camina adecuadamente hacia su meta o no. Indican, pues, si cada persona está buscando el fin al que está llamada de modo libre y si está encauzando bien la búsqueda, o por el contrario, si renuncia a buscarlo, si se está alejando de él, o lo busca por derroteros equivocados, etc.

La pasión corporal siempre comienza en el cuerpo, aunque luego afecte al alma si ésta la asume. En cierto modo se puede decir que hay pasiones propias del alma, distintas del cuerpo, que comienzan en ella, y que en ella quedan. ¿De qué pasiones se trata cuando se alude a las pasiones del alma? Para los pensadores medievales, de todas aquéllas que inclinan al bien o al mal espiritual. Así, “entender, amar y odiar, son pasiones de ella, a saber, del alma”[84]. El honor, por ejemplo, es un bien espiritual, y la búsqueda de él por parte del alma es, en cierto modo, una pasión de ella. El aburrimiento es, por ejemplo, un sentimiento que sigue a la falta de uso o a un mal uso de la inteligencia. La pereza parece ser más bien un sentimiento negativo de la voluntad, una denuncia explícita de que ésta no crece según virtud.

  1. Sentimientos positivos y negativos del espíritu

Las pasiones sensibles que describían los pensadores medievales son, por una parte, las que asignaban al apetito concupiscible: el deseo, gozo, tristeza, amor sensibles, el celo, la misericordia, la envidia, la alegría, la exultación, la hilaridad, la jovialidad, el dolor, el deleite o placer. Y, por otra, las que adscribían al apetito irascible: la esperanza sensible, la desesperación sensible, el odio y el temor sensibles[85], la audacia, el furor, la acidia[86], la angustia, el pudor, la admiración, la ira, la venganza, etc. Éstas no son todas las pasiones del alma, pero tal vez sí sean bastante representativas. Junto a ellas se consideraba que los vicios capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza) son pasiones muy agudas del alma.

Hay que discernir entre las pasiones sensibles y los sentimientos del espíritu. Son sensibles, y por tanto pasiones: el deseo sensible, el dolor sensible, el deleite, el miedo, el furor, el rubor o sonrojo, la ira sensible, etc. Son, en cambio, sentimientos del espíritu: el gozo, la tristeza, el celo, la misericordia, la alegría, la esperanza y la desesperación, el odio, el pavor, la angustia, la pereza, etc. Dentro de éstos últimos son negativos los llamados vicios capitales, la tristeza, la desesperación, el odio, el pavor, la angustia, etc. Y son positivos el gozo, el celo, la misericordia, la esperanza, la alegría, etc.

Seguramente el peor de todos los sentimientos del espíritu es la tristeza, porque es señal inequívoca de aislamiento, de falta de saberse coexistenciacon, en una palabra, de despersonalización. De acuerdo con esto parece estar Cervantes cuando escribió en su inmortal obra que “las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres, pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias”[87]. Y es seguramente también la tristeza la raíz de los demás afectos negativos, como vislumbró Quevedo: “la misma tristeza inventa por sí misma muchos motivos de sentimiento”[88].

Por su parte, la raíz de todos los sentimientos positivos parece ser el amor. Para Calderón de la Barca, gran teólogo y literato, la vida humana unas veces parece sueño[89], otras parece un teatro en el que nos jugamos la eternidad interpretando bien o mal el papel que nos ha tocado[90]. A veces la vida aparece así, como una farsa, pero aún en esas circunstancias en las que la vida pierde sentido no hay que olvidar que “en las farsas de la vida, a esos muñecos como a los humanos muevenlos cordelillos groseros, que son los intereses, las pasioncillas, los engaños y todas las miserias de su condición: tiran unos de sus pies y los llevan a tristes andanzas; tiran otros de sus manos, que trabajan con pena, luchan con rabia, hurtan con astucia, matan con violencia. Pero entre todos ellos, desciende a veces del cielo al corazón un hilo sutil, como tejido con luz de sol y con luz de luna; el hilo del amor, que a los humanos, como a esos muñecos que semejan humanos, les hace parecer divinos, y trae a nuestra frente resplandores de aurora, y pone alas en nuestro corazón y nos dice que no todo es farsa en la farsa, que hay algo divino en nuestra vida que es verdad y es eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba”[91].

Centrados en los sentimientos del espíritu, la pregunta clave parece ser, pues, la siguiente: ¿cuáles son los sentimientos positivos que siguen a los trascendentales personales cuando éstos se vinculan libremente a su tema? Seguramente los siguientes: a la coexistencia sigue la alegría, pues pase lo que pase uno se sabe amparado por Dios. A la libertad personal sigue la esperanza, pues sentimos que alcanzaremos aquel sentido y aceptación plenos a que libremente e irrestrictamente nos abrimos. Al conocer personal, la confianza, es decir, la fe de que alcanzaremos el tema personal que buscamos. Al amar personal, el gozo y la paz.

También se puede preguntar por los sentimientos negativos del espíritu. ¿Cuáles son tales sentimientos que siguen a los trascendentales en estado de miseria, es decir, cuando éstos no se destinan a su respectivo tema? Seguramente los que siguen: a la falta de coexistencia sigue la tristeza, pues ésta es síntoma claro de que entre la persona humana y Dios existe un obstáculo. Si entre la persona humana en estado nativo y Dios no existe ni un papel de fumar, el obstáculo admitido consiste en el encapotamiento u oscurecimiento, mayor o menor, del sentido de la co-existencia, es decir, en la despersonalización. Por eso, siguiendo también al clásico castellano más satírico, se puede decir que “entre las desventuras, ninguna hay mayor que falta de alegría”[92]. Por su parte, a la merma de libertad personal seguramente sigue la desesperación, pues con la pérdida de tal libertad se obtura el futuro, y como uno no se siente feliz en ese estado, nota que sin futuro la situación se vuelve dramática, angustiosa. Por otra parte, a la pérdida de sentido personal, es decir, a la carencia de conocimiento personal debe seguir la infidelidad. Por último, el sentimiento del espíritu que sigue a la falta de amor personal debe ser el odio y sus afines (rencor, aborrecimiento, resentimiento, desprecio, etc.), pues en todos éstos cabe una escala de más y menos. En fin, la experiencia personal del agudo lector puede ratificar o corregir lo que aquí se propone. Todo ello, además, tiene que ver con la felicidad o la infelicidad en esta vida. Por ello, ya va siendo hora de atender un poco a qué sea eso de ser feliz.

  1. La felicidad.

¿Qué es la felicidad? Suele decirse que la felicidad en esta vida está en las cosas pequeñas: una pequeña mansión, un pequeño yate, una pequeña fortuna… También se oye que el dinero no hace la felicidad, sino que la compra hecha… Bromas aparte, la verdad es que si uno no sabe ser feliz en lo pequeño de cada día no lo será nunca. ¿Qué es ser feliz? Difícil pregunta, porque ningún hombre mientras vive en este mundo ni lo es, ni puede ser enteramente feliz. Con otras palabras: “todos los mortales andan en busca de la felicidad, señal de que ninguno la tiene”[93].

Dícese que un príncipe reunió en su corte una asamblea de sabios para que cada uno ofreciese una propuesta acerca de cómo alcanzar la felicidad. Uno de los doctos la cifraba en los gustos. Otro, en un agregado de todos los bienes, honras, placeres, riquezas, poder, mando, salud, sabiduría, hermosura, gentileza, dicha y amigos con quien gozarlo. Un tercero, en cambio, en no desear nada. Uno distinto decía que es feliz el que antes fue desdichado. Aún otro, que sólo el que sabe es feliz. El siguiente añadió que no se suele ver la alegría en el rostro del sabio… Por fin, aprovechando una pausa, el loco o bufón de la corte -que nunca falta- añadió: “De verdad, señor, que estos vuestros sabios son unos grandes necios, pues andan buscando por la tierra la que está en el cielo. Y dicho esto, que no fue poco, dio las puertas afuera”[94]. La anécdota es ilustrativa. Todos los hombres de este mundo deseamos y buscamos la felicidad, aunque ninguno la ha alcanzado definitivamente, porque la definitiva no es terrena.

La felicidad es el motor no sólo de toda nuestra actividad (ética), sino la razón de ser de nuestra vida personal (antropología). No sólo estamos en potencia de ser felices, sino que somos en acto ese anhelo. Por eso, respecto de la felicidad la clave no está en su actual posesión, sino más bien en la esperanza. Si la felicidad es del orden del ser y no del tener[95], como todavía no somos lo que seremos, esperamos ser felices. Sin embargo, no todo de lo que se espera felicidad atrae a la persona a su plenitud felicitaria. Por eso, el tipo de fin (felicidad) que se espera empuja a tener el tipo de vida que se tiene. La mayor parte de los hombres, a juzgar por sus vidas, no esperan demasiado; parecen incluso cortos de deseos. Del hombre cabe sentar lo siguiente: “¡Dime que vida llevas y te diré que felicidad esperas!”. El que trunca la esperanza rechaza el futuro y apuesta por el presente, pero como lo que se corresponde con el presente en el plano felicitario son el placer, los bienes prácticos, el bienestar, etc., el hedonismo confunde la felicidad con el placer, el pragmatismo con el bien útil subjetivamente mirado, el activismo con lo que uno hace, la sociedad del bienestar con la ausencia de dolor, de inseguridad, de riesgos, etc. Pero la felicidad no consiste en sentir, tener, hacer, estar, etc., sino en ser.

Ahora bien, todavía no somos quien seremos. La elevación personal definitiva, que en cada hombre depende sólo de Dios, todavía no ha tenido lugar. Con todo, el hombre es personalmente libre de aceptar o de rechazar tal elevación, porque uno dispone libremente de su vida en orden a ese fin que es ser feliz. Respecto del fin último, parece ser primero en el hombre la aceptación que la donación. Por eso nadie se entrega enteramente en esta vida si no acepta a Dios como fin último felicitario. Cualquier otra entrega a cualquier otro tipo de realidad felicitaria siempre admite reservas.

Ahora bien, ¿será puramente “teórica” esa felicidad última? Los clásicos respondían que la felicidad tiene que ver con la sabiduría y que ésta “no es sólo especulativa sino también práctica”[96]. ¿Qué indica todo este planteamiento?, ¿acaso será la felicidad un asunto sólo del conocer, o sólo del querer? ¿No será más bien algo intrínseco al ser de la persona? Responder esta pregunta es el mejor modo de terminar la propia vida, y también este libro. La felicidad es la más íntima y mayor posesión del amor irrestricto[97]. No se trata de tener o disponer de algo extrínseco, sino de ser feliz enteramente. De modo que alguien puede no dar con la felicidad porque la pone en algo extrínseco que no redunda en ser íntimamente feliz, y ello por dos motivos: a) porque la pone en aquello que no es máximamente felicitario, es decir, no la coloca en el amor irrestricto; o b) porque tras haberla puesto en el amor personal irrestricto, su adhesión amorosa a él es insuficiente, por falta de fidelidad. Fidelidad es responder a alguien[98]; es no fallar a; o también, cumplir con las personas, en este caso, con Dios. Debe distinguirse de la lealtad, que es ser cuidadoso con las cosas.

La corona de la felicidad es la alegría. La alegría –como se ha indicado– no es un estado de ánimo, un sentimiento sensible, sino un estado del ser que la persona es. Es resultado de dar con el sentido de la vida, de saberse abiertos cognoscitiva y amorosamente a Dios. En contraposición, la tristeza es la falta de ilusión vital debida al desconocimiento o a la pérdida del sentido de la vida. Es consecuencia del ocultamiento del sentido personal. Lo que alimenta la hoguera del corazón humano, la felicidad, irradia su resplandor, la alegría, en todas las manifestaciones del hombre. Como en la presente situación humana la felicidad no es completa, la felicidad entera tiene que ser posthistórica.

Como ese estatuto no ha sido alcanzado todavía, debemos esperar alcanzarlo. Por ello conviene insistir en que no cabe felicidad completa sin esperanza. La esperanza anima la búsqueda de aceptación del ofrecimiento que uno hace de sí; el deseo de respuesta positivo a dicho ofrecimiento. Para vivir personalmente según esperanza es menester conocer la realidad que se espera, es decir, se precisa la fe. Como la presente situación histórica humana no es, por ello, definitiva, en la ulterior no cabe esperanza ni fe, sino amor correspondido o denegado. Quien acepta o rechaza es Dios, el Creador de cada quién. ¿A quién acepta ya fuera de la historia? Seguramente sólo acepta al que ha sabido ser feliz en la historia. Conseguir ese saber es obtener la máxima calificación tras haber aprendido la asignatura que más importa a lo largo de toda la vida (aunque algún que otro examen parcial se haya reprobado).

En efecto, si la vida ulterior no es contradictoria con ésta, porque el fin de ambas es Dios, la felicidad de aquélla sólo es para quienes han sabido ser felices en ésta, es decir, para quienes han encontrado a Dios y se adhieren con fidelidad perseverante a él. Por eso, ¿Dios en la práctica? Sí. ¿En la teoría? También. Porque tanto una como otra dependen de nuestro íntimo ser, del corazón humano. Más aún, en ese núcleo personal no cabe distinción entre teoría y práctica, porque la teoría es vida y la vida es contemplativa. Por último, no caben dos felicidades iguales ni en el tiempo ni en la eternidad, porque no caben dos personas iguales ni ahora ni en el futuro posthistórico (ya se ha indicado que la igualdad es mental, no real). Cada uno debe alcanzar la suya, y esa es la que Dios tiene preparada para cada quién. En rigor, se puede decir aquello que se narra del protagonista de una novela al final de su vida: “ahora comprendía que sólo cuenta una cosa: ser santo”[99].

  1. Dios y el amor personal humano

Respecto de Dios, el parecido que se encuentra entre el conocer y amar personal –en la presente situación humana– es que tanto en uno como en otro lo superior es ser conocido y ser amado a conocer y amar. En la venidera, el conocer y el amar personal humanos deben estar al nivel de ser conocido y ser amado.

El amar personal humano muestra la existencia de Dios por triple motivo, es decir según cada una de sus dimensiones: dar–aceptar–don. Así, el dar la muestra, porque no encuentra en la intimidad humana la persona que lo acepte enteramente; el aceptar, porque tampoco encuentra en la intimidad humana la persona que lo da; el don, porque no existe en la intimidad humana la persona que lo da y la que lo acepta. No existen tales personas en la intimidad humana porque es claro: cada uno se sabe uno (también el esquizofrénico, aunque luego manifieste como dos o más). Suponerlo es absurdo, porque, en rigor, seríamos tres personas en vez de una. Las dimensiones del amor personal humano no son tres personas.

Por otra parte, si Dios es personal, Dios es amar personal. Si las dimensiones del amar personal son dar, aceptar y don, Dios no puede carecer de ellas. En efecto, el amar personal no cabe sin el aceptar personal, pero uno y otro exigen un don, también personal, pues no cabe un amor personal que no sea donal, ni un aceptar amoroso personal que no sea aceptación del don real que se entrega. ¿Encuentra Dios en su intimidad una persona que acepte enteramente el dar; otra que dé enteramente al aceptar; un don que lo sea respecto del dar y del aceptar? No puede ser de otro modo, porque en Dios no hay jerarquía entre las dimensiones del amor.

En efecto, así como en el hombre existe jerarquía entre estas tres dimensiones, en Dios no puede ser así. Es decir, esas tres dimensiones deben ser de idéntico nivel, divinas, pero, a la par, distintas. Más aún, las más distintas posibles entre sí. El dar en Dios no puede ser inferior al aceptar y al don. Si en Dios no puede ser mayor el dar que el aceptar o que el don, también el don es personal. En consecuencia, si Dios no carece de réplica en su intimidad, y no puede carecer tampoco de esas dimensiones del amor, cada una de ellas será una persona distinta en el seno de la divinidad[100].

El dar divino, a distinción del nuestro en esta situación, no puede ser sino enteramente aceptado. A su vez, el aceptar divino, a distinción del nuestro, debe ser entera donación de aceptación. Asimismo, el don divino, a distinción del nuestro, debe ser completo para el dar y el aceptar divinos. Es decir, tanto el dar como el aceptar y el don deben ser divinos y, por tanto, no menor uno a otro. Para algunos pensadores, mientras que el dar y el aceptar humanos son de orden personal, el don, en cambio, lo consideran de orden menor, es decir, de nivel esencial, esto es, que se debe manifestar en obras (donación de la vida, del tiempo, de obras, etc.)[101]. Para otros, en cambio, el don humano no se limita a ser de la esencia humana, sino que también está a nivel personal, trascendental, es decir, que cada persona se puede considerar como un don. Sea de ello lo que fuere, lo que es claro es que esas tres dimensiones del amor humano son de distinto nivel. La estructura del amor personal humano nos muestra que éste no puede ser explicado (tampoco creado y colmado) por una única persona, sino por tres.

El amor personal humano nos muestra que en Dios deben existir tres personas, una de las cuales sea dar, otra aceptar, y la tercera don. Desde el amor personal humano no sabemos si existen más personas divinas, pero sí, al menos, que existen esas tres. Evidentemente, eso no es racionalizar el misterio trinitario de la fe cristiana, pues para el amor personal humano siempre queda tácita quién es intrínsecamente cada una de esas personas divinas. Esto es, personalmente (sin la ayuda de la fe) no sabemos, por ejemplo, qué se ha revelado de cada una de ellas en la historia, qué nos piden a cada quién, qué se les atribuye a cada una de ellas, etc. Además, el amor humano no parece dar explicación de por qué no existen más.

Por otra parte, si lo más destacado en el amor personal humano parece el aceptar, seguramente encontraremos más sintonía entre nosotros y Dios con esa persona divina a la que alcanzamos a conocer como aceptar[102]. Esa será más nuestro modelo que las otras dos. Importa aclarar que si bien alcanzamos a conocer a las personas divinas desde el amor humano, el conocer personal humano no las abarca, es decir, nunca dejan de ser un misterio para él (ni ahora ni después, pues las personas divinas son inabarcables por las personas creadas).

Que la persona humana sintonice mejor con el aceptar divino que con las demás personas divinas no indica que las demás actúen menos que ésta respecto del hombre, pues como en Dios rige la identidad en sus operaciones ad extra, a ninguna de aquellas personas puede faltar intensidad en la creación del amor humano, pues de otro modo estas personas no serían divinas. Con todo, no actúan igual respecto del amor humano. El dar se debe comportar respecto del amor humano dando; el aceptar, aceptando, y el don como tal. A su vez, el amor personal humano debe vincularse distintamente a cada una de esas Personas divinas, pero no a una más que a otra, sino de distinta forma: al dar, dando (de modo similar a como acepta el aceptar divino); al aceptar, aceptando su don; al don, aceptando convertirnos en el don que él nos done.

Aprovechando la jerarquía de los trascendentales personales, se puede decir que si Dios nos ha creado a cada uno es por doble motivo, por un porqué y por un para qué. Primero: porque quiere coexistir con nosotros y para que coexistamos con él. Segundo, porque libremente ha deseado y para que le ofrezcamos nuestra entera libertad. Tercero, porque nos conoce enteramente desde la eternidad y para que le conozcamos enteramente según nuestro conocer personal (no según el suyo). Cuarto: porque nos ha amado primero y para que le amemos personalmente después. Como en Dios existen tres Personas y no sólo dos, vemos en Dios más motivo de cara a nuestra creación al alcanzar su amor personal que al notar su conocer, su libertad o su co-existencia. La creación de las personas humanas es un derroche efusivo del amor divino, sólo compresible porque las ha creado con un fin: para su amor. Por otra parte, desde el amor conocemos, más de Dios que desde los demás trascendentales personales, a saber, que Dios es familia. Más aún, el prototipo de familia, en quien cabe la mayor distinción Personal posible a la par que la mayor unidad entre las distintas Personas.

***

En suma, este Tema nos permite describir al hombre como un “ser amante”, y como ese amor está referido en primer término a Dios, podemos conocer a través de él a Dios como un ser coexistente amorosamente. Además, en consecuencia con estos últimos Capítulos, y desde la fe sobrenatural, también se puede concluir que la plenitud antropológica es imposible sin Dios, porque si bien los trascendentales personales están referidos a Dios, la persona humana tiene un límite ontológico ya que esos trascendentales no pueden culminar desde sí. Sólo Dios puede manifestar a cada uno quién es, pero como no los manifiesta enteramente durante esta vida, porque ahora no somos enteramente, queda la esperanza de que nos manifestará quién seremos.

Al concluir el libro, tras lo expuesto hasta aquí, tal vez se alcance a entender mejor el significado de su título. En efecto, una antropología para inconformes indica, en el fondo, que la persona humana no debe conformarse con nada menos que con Dios, pues la divinidad es lo más coexistente con la persona humana; co-existencia que es la más libérrima que puede existir en este mundo y en el otro, la más plena de sentido, y sobre todo, la más amorosa, feliz (no cabe más felicidad fuera de Dios que en Dios).

El primer propósito con el que se ha escrito este texto es el de ayudar al lector a fomentar su inconformismo personal. Esta actitud se ha intentado impulsar en la forma y en el fondo del escrito. En cuanto a lo primero, aunque el lenguaje usado dé cierta impresión de contundencia, se ruega sea disculpado, pues lo que aquí se pretende es justo lo contrario, a saber, abrir campos, no cerrar ninguna investigación. Por eso, lo que se ofrece son propuestas que, como tales, son de libre aceptación. Además, como están dirigidas a inconformes, de seguro que serán matizadas, incluso rectificas y seguramente proseguidas (rectificaciones que espera con anhelo el autor). Asimismo, el empleo de citas literarias, ciertas ironías, etc., no pretende ser corrosivo (que nadie se sienta molesto), sino que tiene como fin hacer agradable la lectura y atenuar la seriedad del estudio. ¿Constituye, por tanto, este trabajo un manual? Aunque la temática se ofrece escalonadamente ordenada como en un manual, en rigor, no lo es. Por eso no se deben aprender los párrafos (menos aún de memoria), sino dialogar con lo que se dice, y, en consecuencia, mostrar los acuerdos y desacuerdos personales.

En cuanto a lo segundo, al fondo de los temas, se ha intentado proceder pedagógicamente, es decir, desde lo sencillo a lo arduo, de lo menos a lo más importante. Por eso se ha aludido primero a las diversas historias (de la vida humana, de la antropología, del proceso de hominización, de los diversos saberes humanísticos); a los diferentes elementos de la naturaleza humana (cuerpo, funciones vegetativas, sentidos, apetitos, sentimientos, movimientos); a la esencia humana (inteligencia, voluntad, yo) y a sus características manifestaciones tanto primarias (familia y educación) como secundarias (ética, sociedad, lenguaje, trabajo, etc.); para pasar al final al estudio de los trascendentales del acto de ser personal (co-existencia, libertad, conocer y amar personales), a fin de ayudar al lector a reactivar su genuina rebeldía trascendental para que pueda dar con ella a la caza divina alcance. Obviamente, en sus manos está no sólo ese cometido -si libérrimamente desea-, sino también su juicio sobre si este trabajo cumple hasta cierto punto su cometido: ser una propedéutica a la antropología trascendental[103].

NOTAS DEL TEXTO

[1]     Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, nº 336, 117.

[2]     Schakespeare, Cuento de invierno, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 960-1.

[3]     “Amar a un ser (…) es decir: tú no morirás”, Marcel, G., Homo viator, Salamanca, Sígueme, 2002, 205

[4]     Pieper, J., “Das Phänomen Liebe”, Das Lebendige Wort, Katholisches Bildungswerk Voralberg Feldkirch, 1972, 3.

[5]     “El amor es por excelencia lo que hace ser”, Blondel, M., Exigences philosophiques du Christianisme, Pris, Presses Universitaires de France, 1950, 241.

[6]     Alonso de Ercilla, La Araucana, canto XV, 1, Madrid, Cátedra, 1993, 429.

[7]     Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 130.

[8]     Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury, Cuento del caballero, Estella, Salvat, 1986, 31.

[9]     Cfr. Polo, L., Analítica del amor, entrevista  de Cruz, J., 1996, pro manuscripto. 

[10]   Por eso el divorcio, por ejemplo, desconoce la índole del amor personal, pues supone la subordinación de la persona a la cosa, al tiempo físico. El amor no es tiempo físico: “que amor en el alma vive;/ y si ella a otra vida pasa,/ no muere el amor, sin duda,/ puesto que no muere el alma”, Calderón de la Barca, El mayor monstruo del mundo, Buenos Aires, El Ateneo, 1951, 383.

[11]   Yepes, R., observa que “las acciones lúdicas pertenecen a aquellas que contiene el fin dentro de sí mismas”, Fundamentos de antropología, Pamplona, Eunsa, 1996, 222.

[12]   Las fiestas buenas son expresiones del amor personal. Por eso, más que necesarias son libres, convenientes, reunitivas, con sentido personal. Si no son buenas y se las acepta, despersonalizan.

[13]   Polo, L., La exageración de lo necesario, en “La persona humana y su crecimiento”, Pamplona, Eunsa, 1996, 93. Y añade: “Hay todavía otra frase decisiva. Es del Crisóstomo y preside como lema el libro de Pieper: “Ubi caritas gaudet, ibi est festivitas””: Donde se alegra el amor ahí está la fiesta. En el interior del hombre, no en la tramoya de la animación organizada”, Ibid.

[14]   Sentencias político-filosófico-teológicas, op. cit., I Parte, n. 321, 43.

[15]   Cfr. Elton, M., Amor y reflexión. La teoría del amor puro de Fenelón en el contexto del pensamiento moderno, Pamplona, Eunsa, 1989.

[16]    Cfr. sobre este tema: Hildebrand, D. Von, La esencia del amor, Pamplona, Eunsa, 1998; Ferrer, U., Amor y comunidad. Un estudio basado en la obra de Dietrich von Hildebrand, Pamplona, Servivio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2000.

[17]   Sentencias político-filosófico-teológicas, op. cit., I Parte, n. 74. Otras semejantes dicen así: “no hay verdadero amor donde hay alguna sospecha”, n. 67; “nunca se cansa el que confía”, n. 68, 11; “el amor, rey sobre los reyes”, II Parte, n. 113, 91.

[18]    Scheler, por ejemplo, rectificando al racionalismo moderno y al voluntarismo contemporáneo, escribió que “antes que ens cogitans o ens volens el hombre es ens amans”, Ordo amoris, Madrid, Revista de Occidente, 1934, 130.

[19]   Sentencias político-filosófico-teológicas, op. cit., I Parte, n. 263, 38.

[20]    Cruz, J., El éxtasis de la intimidad, Madrid, Rialp, 1999, 101.

[21]   Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1171 ss.

[22]   Cfr. De Weis, R., Amor sui. Sens et fonctions de l´amour de soi dans l´ontologie de Thomas d´Aquin, Genève, Imprimerie du Belvédère, 1977; Kristeva, J., “Ratio diligendi o el triunfo de lo propio. Santo Tomás: amor natural y amor a sí mismo”, Historias de amor, Siglo Veintiuno, 2ª ed., 1988.

[23]   Desde este punto de vista parece que la ética aristotélica es superior a la moral kantiana.

[24]    Cfr. Polo, L., “La amistad en Aristóteles”, Anuario Filosófico, XXXII, 2 (1999), 477-85. En otro lugar añade: “es obvio que el juego fomenta la amistad porque comporta una igualdad básica”; Antropología de la acción directiva, Madrid, Aedos, 1997, 74. Es claro que por igualdad no se entiende una equidad en las posesiones materiales, en la capa social o cultural a la que se pertenece, a las mismas opiniones, etc.

[25]   Diogenes Laercio, Vida de Zenón, 7, 110.

[26]   Se trata de las virtudes de la piedad y de la religión, que, por ser parte de la justicia, requieren de manifestaciones sociales.

[27]   Ya se indicó en el Capítulo 10 que si en una sociedad se prescinde de Dios, entendido como bien común último, el bien común queda sesgado de entrada, y la justicia que se puede ejercer en esa sociedad no puede ser completa.

[28]   “Ya no os llamo siervos, (…); a vosotros, en cambio, os he llamado amigos”, Jn., XV, 15.

[29]   “Si diligitis me, mandata mea servabitis”, Jn., XIV, 15.

[30]   El ejemplo evangélico del joven rico puede ilustrar este punto. Cfr. Mt., XIX, 16-30; Mc., X, 17-31; Lc., XVIII, 18-30.

[31]    Cfr. San Agustín, De Civitate Dei, l. XIV, cap. 7. Cfr. Cuesta, S., El equilibrio pasional en la doctrina estoica y en la de San Agustín; Estudio sobre dos concepciones del universo a través de un problema antropológico, 1947.

[32]   “Entre nosotros… los ciudadanos de la Ciudad santa de Dios, que viven en la peregrinación de esta vida según Dios, estos digo, temen, desean, se duelen y alegran. Y porque su voluntad es recta, todas estas afecciones las tienen también rectas”, San Agustín, De Civitate Dei, l. XIV, cap. 9.

[33]   Cfr. In III Sententiarum, d. 27, q. 1, a.3, sc.2.

[34]   In III Sententiarum, d. 27, q. 1, a. 3, sc.3.

[35]   Cfr. Suma Teológica, II ps., q. 26, a. 3, co.

[36]   Cfr. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 1, co y ad 2; In Metaphy., l. III, lect. 11, n. 4; In Donisii De Div. Nom. 4, 9; De Perfectione Spir. Vitae, 13/24; Super Ev. Ioh., cap. 21, lc. 3; S. Teol., I ps., q. 37. a. 1, co; Ibid., q. 59, pr;  Ibid., q. 60.pr; S. Teol., I-II ps., q. 26, pr; Ibid., q. 26, a. 3, ad 1; S. Teol., II-II ps., q. 27, a. 2, co.

[37]   “Obiectum amoris est communius quam obiectum dilectionis, quia ad plura se extendit”, ST2. 26.3.ra2.

[38]   Cfr. In III Sent., d. 29, q. 1, a. 3 co; De Vir., q. 2, a. 9, ad 5; Qodlib., 8, 2.2co; S. Teol., I ps., q. 60, pr; Ibid., q. 60, a. 1 sc, co y ra3; Ibid., q. 60, a. 2 sc, co y ra1; Ibid., q. 60, a. 3,co; Ibid., q. 60, a. 4co y ra2 y 3; Ibid., q. 62, a. 7, co y ra3; Ibid., q. 93, a. 8, ad 3; S. Teol. II-II ps., q. 27.pr.

[39]   “Caritas addit aliquid supra dilectionem et amorem”, In III Sent., d. 27, q. 2, a. 1, ad 2; “addit enim caritas super dilectionem naturalem Dei promptitudinem quamdam et delectationem”, S. Teol., I-II ps., q. 109, a. 3, ad 1.

[40]   De Ver., q. 14, a. 11, rc 4.

[41]   Cfr. Bucchi, G., L´amore secondo la dottrina dell´Angelico, Pistoia, 1887; Geiger, L.B., Le probleme de l´amour chez Saint Thomas d´Aquin, Paris, Vrin, 1852;  Caldera, R.T., Sobre la naturaleza del amor, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 80, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1999; D´Arcy, M.C., La double nature de l´amour, Paris, Montaigne, 1948; De Finance, J., “Amour, volonté, causalité”, Giornale di Metafisica, 13 (1958), 1-22; D´Hautefeuille, F., “Métaphysique de l´amour”, Revue de Métaphysique et Morale, (1964), 184 ss; Ferrari, V., “L´amore nella vita umana secondo l´Aquinate”, Sapienza, 6 (1953), 63-71; 197-206; 408-424; Garrigou-Lagrange., R., “L´amour pur et la solution de St. Thomas”, Angelicum, VI (1929), 83-124; VII (1930) 1-16; Johann, R., The Meaning of Love, Westminster, The Newman Press, 1959; “The Problem of Love”, The Review of Metaphysics, 8 (1954), 2, 225-245; Manzanedo, M. F., “El amor y sus causas (Santo Tomás)”, Studium, 25 (1985), 41-69; “Propiedades y efectos del amor (Santo Tomás)”, Ibid., 423-443; Méndez, J.R., “El principio del amor”, Stromata, 43 (1987), 387-391;  Pieper, J., “El amor”, Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 1972; Rossner, W., The Theory of Love in the Philosophy of St. Thomas Aquinas, Princeton, Princeton University Press, 1953; Rousselot, P., L´histoire de l´amour au moyen age, Münster, 1908; Sánchez-Ruiz, J.M., “El amor en el tomismo”, Salesianum, 22 (1960), 3-35; Simonin, H.D., “Autour de la solution thomiste du probléme de l´amour”, Archives d´Histoire Doctrinelle et Litteraire du Moyen Age, 6 (1931), 174-276; Thibon, G., Sobre el amor humano, Madrid, Rialp, 4ª ed., 1965; Tomás de la Cruz, O.C.D., El amor y su fundamento ontológico según Santo Tomás, Roma, Angelicum, 1956; Vennette, N., Filosofia dell´amore, Roma, Organozazzione Editoriale Tipografica, 1945; Maritain, J., “Amour et amitié”, Approches sans entraves, Paris, Fayard, 1973, 202-239.

[42] Cfr. Tomás de Aquino, De Veritate, 26, Las pasiones del alma. Introducción, traducción y notas de J.F. Sellés, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 111, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2000.

[43]   Cfr. 3SN. 27.2.1co; 35.1.2a sc1; 4SN. 49.5.5a.ra3; QDV. 6.1.ra1; 29.3co; ST2. 26.3co; ST3. 27.2.ra2; 27.4co; 44.5co.

[44]   Cfr. Cruz, J., El éxtasis de la intimidad. Ontología del amor según Tomás de Aquino, Madrid, Rialp, 1999.

[45]   Cfr. Vives, J. L., El alma y la vida, Buenos, Valencia, Ayuntamiento de Valencia, 1992, pp245-256.

[46]   Cfr. Descartes, R., Las pasiones del alma, Madrid, Tecnos, 1998.

[47]   Cfr. Ibid,, 205.

[48]   Spinoza, Ética, demostrada según el orden geométrico, México, Fondo de Cultura Económica, 2ª ed., 1958, Proposición III, 109.

[49]    Ibid., Proposición XV, p. 116. Cfr. Crippa, R., Cfr. Studi sulla coscienza etica e religiosa del Seicento: Le passioni in Spinoza, 1965.

[50]   Hobbes, Th., Elementos de derecho natural y político, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1979, 169.

[51]   Locke, J., Ensayo sobre el entendimiento humano, México, Fondo de Cultura Económica, 2ª ed., 1956, 211. 

[52]   Cfr. Hume, Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Orbis, l. II, p. III, 3. Cfr. sobre este tema en ese autor: Cléro, J.P., La philosophie des passions chez Hume, 1985.

[53]   Ibid., p. 587.

[54]   Cfr. Hartley, D., Observations on man, Coniejturae quaedam de sensu, motu et idearum generatione, 1731.

[55]   Wolff, Ch., Pensamientos racionales acerca de Dios, el mundo y el alma del hombre, así como sobre todas las cosas en general, ed.  por Agustín González Ruiz, Madrid, Akal, 2000, prr. 439, 168.

[56]   Kant, E., Crítica del juicio, Introducción, III. Derivado de la influencia kantiana, buena parte de la filosofía posterior (Hamilton, Lotze, Herbart, etc.) acepta que existen tres tipos de potencias en el alma: las cognoscitivas (sensibles o intelectuales), las apetitivas (sensitivas o voluntad) y las sentimentales.

[57]   Cfr. Kant. I., Antropología en sentido pragmático, versión española de José Gaos, Madrid, Alianza Editorial, 1991, Primera Parte, Libros 2º y 3º, pp. 155-225.

[58]   Ibid. , p. 184.

[59]   Hegel, J.G.F., Filosofía de la Historia, trad. esp. I, 1928, p. 59. Cfr. Raurich, H., Hegel y la lógica de la pasión, 1974.

[60]   Enciclopedia de las ciencias filosóficas, III, Filosofía del espíritu, Trad. de E., Ovejero y Maury, Madrid, 1918, pp. 167-168. 

[61]   Bergson, H., Cours de psychologie et métaphysique, Paris, Preses Universitaires de France, 1990, vol. I, p. 79.

[62]   Cfr. Kierkegaard, S., Ouvres Complètes, Paris, ed. de l´ Orante, 1986, vol. XIV, pp. 191-357.

[63]   Scheler, por ejemplo, rectificando al racionalismo moderno y al voluntarismo contemporáneo, escribió que “antes que ens cogitans o ens volens el hombre es ens amans”, Ordo amoris, Madrid, Revista de Occidente, 1934, 130. Cfr. asimismo de ese autor: Amor y conocimiento, Buenos Aires, Sur, 1960. Y respecto de otros fenomenólogos, cfr. Hildebrand, D. Von, La esencia del amor, Pamplona, Eunsa, 1998; Ferrer, U., Amor y comunidad. Un estudio basado en la obra de Dietrich von Hildebrand, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2000.

[64]   Por “corazón” este fenomenólogo entiende “nuestro más profundo y auténtico yo”, La afectividad cristiana, Madrid, Fax, 1968, 62.

[65]   Hildebrand, D. Von., “Las formas espirituales de la afectividad”, en Excerpta Philosophica, trad. de Juan Miguel Palacios, 1996, pp. 18.

[66]   Cfr, Urabayen, J., El pensamiento antropológico de Gabriel Marcel, Pamplona, Eunsa, 2001, 169.

[67]   Cfr. Nédoncelle, M., Vers une philosophie de l´amour et de la personne, Paris, Aubier, Montaigne, 1957.

[68]   Gesammelte Werke, Francke-Bouvier Verlag, Bern-Bon, vol. X. 356.

[69]   Es pertinente recordar que no se trata de cualesquiera obras, pues “Amor, cuando no hace imposibles, le parece que no cumple con su deber”, María de Zayas Sotomayor, El juez de su causa, en Todos los cuentos, vol. I, Barcelona, Planeta, 2002, 385. Sirva al respecto el ejemplo que sigue: Un matrimonio formado por una pareja tan pobre como enamorada discurrían en qué se podrían regalar uno a otro por la fiesta de Reyes. Ella tenía un cabello largo precioso y él un reloj de bolsillo sin cadena. Tras mucho cavilar ella vendió su cabello a fin de comprar una cadena para el reloj de su marido, y él vendió su reloj para comprar una peineta a su esposa. El suceso terminó en un enamorado abrazo. Y es que siempre “los Reyes Magos traen regalos valiosos”, O Henry, El regalo de Reyes, en Todos los cuentos, vol. II, Barcelona, Planeta, 2002, 164.

[70]   Moliére, J.B.P., El ávaro, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1957, 719a.

[71]   Cfr. Piá Trazona, S., El hombre como ser dual, Pamplona, Eunsa, 2001, 327 ss.

[72]   Polo, L., Antropología Trascendental, Tomo I, La persona humana, Pamplona, Eunsa, 1999, 221.

[73]   I Jn, cap. 4, vs. 10.

[74]   Tomás de Aquino, De rationibus fidei, cap. 5, ed. Vivés, t. 27, 132-133.

[75]   Nótese que habla de aceptación a nivel de acto de ser personal, no de aceptación de la mediocridad a nivel de esencia humana, pues eso no pasaría de una barata autojustificación de la pereza que impide luchar contra los propios defectos.

[76]   La nada no es nada real, sino algo mental. Por eso la nada no se puede comparar con, o distinguir realmente de, Dios.

[77]   Seguramente la elevación de la co-existencia se lleva a cabo por la gracia divina; la libertad por la esperanza sobrenatural; el conocer personal por la fe sobrenatural; el amor personal por la caridad sobrenatural. También los hábitos nativos son susceptibles de elevación sobrenatural. Seguramente la sindéresis es elevada por el don de consejo; el hábito de los primeros principios por el don de entendimiento; el de sabiduría por el don de sabiduría. Cfr. Alfaro, J., Fides, spes, caritas, pars tertia, Roma, 1964.

[78]   Se sigue en esto el planteamiento de L. Polo, Antropología trascendental, I. La persona humana, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 2003.

[79]   Cfr. Gesammelte Werke, ed. cit., vol. II, 334. Cfr. también vol. VI, 36.

[80]   Tomás de Aquino, In Ethic,, l. IV, lect. 17, n. 3.

[81]    Tomás de Aquino, In Sent., l. III, d. 1, q. 3, b, co.

[82]   Cfr. Tomás de Aquino, S. Theol., II-II ps., q. 156, a. 3 co.

[83]   Cfr. Tomás de Aquino, S. Theol., I ps., q. 95, a. 2 co; I-II ps., q. 24, a 2, co; I-II ps., q. 45, a. 2, co; II-II ps., q. 158, a. 2 co.

[84]   Tomás de Aquino, De Anima, l. I, lect. 10, n. 20.

[85]   El temor, terror o pavor tiene seis especies: la pereza, el rubor o sonrojo, la vergüenza, la admiración, el estupor y la agonía.

[86]   La acidia consta de seis hijos: la malicia, el rencor, la pusilanimidad, la desesperación, la torpeza y la dispersión de la mente.

[87]   Cervantes, M. de, El Quijote, 2ª Parte, Madrid, ed. Castilla, 540.

[88]   Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, n. 44, 8.

[89]   Recuérdese ese célebre poema: “… pues estamos/, en un mundo tan singular/, que el vivir sólo es soñar/; y la experiencia me enseña/ que el hombre que vive, sueña/ lo que es, hasta despertar…/¿Qué es la vida?, un frenesí/; ¿qué es la vida?, una ilusión/, una sombra, una ficción/, y el mayor bien es pequeño/: que toda la vida es sueño/, y los sueños, sueños son”, Calderón de la Barca, La vida es sueño, Madrid, ed. Mediterráneo, 1985, 103-104.

[90]   Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo, ed. Domingo Ynduráin, Madrid, Alambra, 81.

[91]   Benavente, J., Los intereses creados, Barcelona, Orbis, 1982, 175.

[92]   Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, 11.

[93]   Baltasar Gracián, El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 731.

[94]   Ibid., 736.

[95]   “La felicidad no es un sentimiento, ni un placer, ni un estado, ni un hábito, sino una condición de la persona misma, de toda ella, es decir, está en el orden del ser, y no del tener”, Yepes, R., op. cit., 216. 

[96]   Tomas de Aquino, S. Teol., II-II, c. 45, a. 3, sc.

[97]   “Consiste en la posesión de lo que conviene más adecuadamente sin temor a perderlo”, Polo, L., “Tener y dar”, en Sobre la existencia humana, Pamplona, Eunsa, 1996, 125.

[98]    Aunque, en rigor, no se pueda decir que los animales sean fieles, los siguientes ejemplo pueden ser ilustrativos: un senescal de Roma casado con una noble dama tuvo un hijo. El matrimonio salió un día de fiesta a pasear por la ciudad dejando el cuidado del niño a las criadas. Como éstas estaban aburridas, se subieron a la azotea para presenciar desde allí un espectáculo público. Aprovechando esa circunstancia, salió de entre los huecos de las paredes una gran culebra que penetró en la estancia del niño que dormía plácidamente. A los pies de éste se encontraba un perrillo que, al ver el peligro, se lanzó contra el repugnante reptil al que, después de mucha pelea, logró vencer. Luego el perrito se colocó sobre la cuna, pero como estaba herido y manchado de sangre ensució las ropas. Cuando las criadas bajaron, pensando que el perro había matado al niño, gritaron y salieron en busca de sus señores. Tras comunicar la noticia a su señor, vino éste corriendo a su casa. Salió el perro a recibirle, pero su señor sacó la espada y partió al fiel animal por medio. Se dirigió a la cuna llorando, pero en aquel momento el niño se despertó. El padre se volvía loco de alegría. También la madre que acababa de llegar. Limpiaron al niño y descubrieron el cuerpo de la serpiente. Al comprender lo ocurrido fue grande el dolor del caballero. Jakes de Basin, El perro y la serpiente, en Todos los cuentos, vol. I, Barcelona, Planeta, 2002, 130-1. Por otra parte, Rudyard Kipling, en “Rikki-tikki-tavi” nos cuenta también un ejemplo parecido. En este caso se trababa de una mangosta que defendió a una familia de varias serpientes venenosas que acosaban a los miembros de ésta durante sus vacaciones de campo en un bungalow. Cfr. en Todos los cuentos, vol. II, Barcelona, Planeta, 2002, 584-598. Sobre este tema, cfr. Nédoncelle, M., La fidelidad, Madrid, Palabra, 2002.

[99]   Graham Greene, El poder y la gloria, Barcelona, Plaza y Janés, 2ª ed., 1995, 271.

[100] Para ilustrar el misterio central de la teología de la fe cristiana se puede decir que podemos entender al Padre como el Dar, al Hijo como el Aceptar y al Espíritu Santo como el Don. De este modo que se puede comprender de mejor manera que las Personas divinas son tres, que cada una de ellas es distinta, y que ninguna es antes o después, ninguna mayor o menor que otra. Con ello, evidentemente, no se pretende racionalizar el misterio trinitario (la razón no llega a él, porque la razón es dual, es decir, procede con dualidades), sino sacar partido de la Antropología Trascendental en orden a que el misterio de la Santísima Trinidad revelado en el cristianismo sea un poco más comprensible para los hombres, pues si Dios lo ha revelado a los hombres, es para que intentemos penetrar cada vez más en él. Tal misterio lo conocemos por fe, pero como por una parte la fe no se opone a la razón, y mucho menos al conocimiento personal, y como por otra parte la fe, como nuevo modo de conocer que es, espolea al conocimiento tanto racional como personal, no puede haber contradicción entre el conocimiento que nos permite la antropología trascendental y el que nos permite la fe, aunque el primero sea inferior y distinto del segundo.

[101]  Cfr. Polo, L., Antropología trascendental. Tomo I. La persona humana, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 2003, 232 ss; Piá Tarazona, S., El hombre como ser dual, Pamplona, Eunsa, 2001,414 ss.

[102]  El Padre se puede notar como dar, el Hijo como aceptar, y el Espíritu Santo como don. Como a quien nos parecemos las personas humanas es al Hijo, pues todos somos radicalmente hijos, la mayor semejanza divina en nosotros será aceptar, en vez de dar y de ser don.

[103]  Como se dijo, la antropología trascendental es un descubrimiento de Leonardo Polo, seguramente, la cumbre de su pensamiento. Pero la esposición de ella en sus libros centrales es difícil de comprender para un público amplio. Por lo demás, esa es cierta crítica que ha recibido tanto su descubridor como en buena medida sus discípulos. De manera que este trabajo tal vez ayude a convertir en más sencilla dicha temática. De momento, a los alumnos universitarios de todas las latitudes y paises a los que se les ha explicado la han entendido y les ha gustado.