ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES (J. F. Sellés)

07. Inteligencia y voluntad

Tras atender al cuerpo humano, a las diversas funciones vegetativas, a las facultades cognoscitivas sensibles, a los distintos apetitos o tendencias sensibles, a las funciones locomotrices, y a los sentimientos sensibles, reparando en todo ello el carácter distintivo que esas ofrecen en el hombre respecto de los animales, es pertinente pasar a continuación al estudio de aquellas facultades humanas que carecen de base corporal, y que son, por ello, no menos diferentes que lo anterior respecto del género animal. Se trata de estudiar las dos potencias superiores: la inteligencia y la voluntad. En este tema se salta, pues, del estudio de la naturaleza al de la esencia humana.

En efecto, inteligencia y voluntad no forman parte de la naturaleza humana. Estas facultades humanas no se pueden encuadrar en lo que hemos llamado vida recibida, la que debemos a nuestros padres, puesto que carecen -como se verá- de soporte orgánico. No son, pues, algo fisiológico o biológico. Es cierto que al inicio todas las inteligencias y voluntades humanas se parecen en exceso, pues son, según el decir de Aristóteles, como “tabula rasa“, esto es, carecen de actos de pensar y de querer y de contenidos pensados o asuntos reales queridos, respectivamente. Por eso, no hay que sentar que forman parte de la dotación natural del hombre, porque tales facultades no surgen de la biología, sino del ser personal de cada quién a través de la esencia humana.

Con todo, si dichas potencias no radican en el soporte somático (naturaleza), y esas facultades tampoco son la persona que uno es (o acto de ser personal), porque la persona es irreductible a ellas, ¿dónde radicarlas? Para responder a esta cuestión es procedente recurrir a la distinción tomista entre acto de ser y esencia en lo creado. Si esa heterogeneidad real se tiene en cuenta en antropología, y se toma en serio aquello de que la racionalidad (incluida la voluntad en ella) es de lo esencial en el hombre, habrá que vincular la inteligencia y la voluntad a la esencia humana, y distinguir a ésta del acto de ser personal. Ahora bien, la esencia humana es distinta de la naturaleza humana porque la primera indica perfección; no directamente la segunda. Además, si el planteamiento que precede es correcto, la esencia humana no se puede reducir a esas dos potencias aludidas, porque éstas son nativamente pasivas, imperfectas por tanto, aunque susceptibles de activación, o sea, de crecimiento perfectivo.

En efecto, la esencia humana no se reduce a la inteligencia y voluntad, puesto que la perfección de dicha esencia es incompatible con la potencialidad o pasividad inicial de esas dos facultades. De manera que habrá que indagar qué realidad sea lo activo de la esencia humana, si ya se ha descubierto que lo pasivo de ella lo conforman esas dos potencias. Un indicio de respuesta la aporta Tomás de Aquino, cuando advierte que lo que activa a esas dos facultades es la sindéresis (abordaremos este asunto en la Lección 13). En otros lugares denomina a todo esto alma, pero distingue en ella entre lo que actúa como acto y lo que actúa como potencia[1]. A lo primero responde la aludida sindéresis, a lo segundo, ambas facultades, a las que podemos pasar a considerar a continuación.

  1. ¿Es la inteligencia una facultad inmaterial?

Comencemos por la inteligencia e indaguemos si es o no una facultad inmaterial. Como es sabido, actualmente algunos ponen en duda que la inteligencia sea inmaterial. Se trata del debatido y divulgado problema de las relaciones mentecerebro (al que ya se ha atendido al final del Tema 5). Sobre este asunto, la mayor parte de pensadores de la filsofía griega y medieval admiten la inmaterialidad de esta potencia. En la moderna y contemporánea, en cambio, ha habido de todo. Para Husserl, por ejemplo, la verdad es irreductible a lo psíquico. Popper -no ha sido el único[2]– también arremetió contra las tesis materialistas que identificaban el pensamiento con la actividad cerebral. Por su parte, Eccles sostuvo que la mente no es orgánica, pero que interactúa con el cerebro[3]. Por su parte, Polo dirime rigurosamente ese problema[4].

La inteligencia no es la totalidad del alma, sino una potencia suya, aunque,  junto con la voluntad, la más elevada: “es el mayor tesoro del alma el entendimiento”[5]. La inteligencia tampoco es la persona humana. Por eso, “por más viva y fuerte que sea la aprehensión de un noble entendimiento, ha menester quien le guíe y gobierne”[6]. Si lo propio de esta facultad es pensar, razonar, es evidente que la persona humana no se reduce a razonar. Además, inicialmente la inteligencia ni conoce nada ni sabe que tiene que conocer. Ni siquiera tiene noción de sí misma. Sin embargo, todo ello es susceptible de conocerlo cuando se activa. Además, ésta potencia, más que ninguna otra, se entiende por su capacidad de crecimiento. Siempre se puede pensar más y mejor. Mucho es lo que podríamos extendernos al tratar de la inteligencia, pero conviene ahora demostrar su inmaterialidad de modo claro y breve; de una manera necesaria (porque se trata de una verdad necesaria o “sin vuelta de hoja”). ¿Cómo? Demostrando su inmaterialidad. ¿Y cómo demostrarla? Por los siguientes argumentos, por lo demás, clásicos:

1) La inmaterialidad de la inteligencia se comprueba demostrando la inmaterialidad de sus actos, y la de éstos, por la inmaterialidad y universalidad de sus objetos (como vimos en el Tema 1, epígrafe 8). El primer acto de la inteligencia, el más básico, es abstraer, y lo abstraído por ella se llama tradicionalmente abstracto. Atender a ese acto permite darnos cuenta de que el objeto conocido al abstraer no sólo es inmaterial, sino también al margen de las condiciones particulares de la materia. Abstraer es presentar algo conocido con cierta universalidad. Al abstraer separamos una forma de lo material singular, concreto (ej. el abstracto de “silla” no se refiere sólo a ésta o a la otra silla reales, o sólo a las de metal o madera, a las de tres o cuatro patas, a las funcionales o barrocas, sino a todas las sillas habidas y por haber). El objeto conocido por la inteligencia es en universal. Nada hay, en cambio, en lo real material que sea de ese género. Si pensamos lo universal, nuestra inteligencia no es material. El objeto es ideal y enteramente intencional; lo ideal e intencional no es material en modo alguno.

2) También se comprueba la inmaterialidad de la inteligencia porque esta potencia puede conocerlo todo, es decir, no tiene límite. Para que una potencia sea enteramente cognoscitiva, es decir, que toda su naturaleza sea explicable en vistas a conocer, requiere, obviamente, no ser otra cosa que pura capacidad de conocimiento, sin otras tareas, como por ejemplo, la de vivificar algún órgano, como les sucede a los sentidos. Así es la inteligencia. Si fuera por naturaleza otra cosa que cognoscitiva, esa otra cosa no la podría conocer. Los sentidos conocen sus objetos siempre dentro de unos límites, de un marco al que la psicología denomina umbral. El intento de traspasar esos límites perjudica al órgano y a la facultad sensible (ej. la luz del sol excede la capacidad del umbral de la vista cuando se le mira de frente y daña el órgano; por eso cerramos los ojos). La inteligencia se salta el umbral, el límite. Sólo se conoce el límite trascendiéndolo. En efecto, tematizar intelectualmente la noción de límite es haberlo trascendido. La inteligencia puede conocerlo todo. Al decir de Aristóteles, el alma es en cierto modo todas las cosas[7]. Su apertura es irrestricta. No obstante, lo material, por definición, es limitado. En consecuencia, la inteligencia es inmaterial.

Con todo, suele repetirse en demasía que nuestro conocimiento es limitado, y que, además, nuestra razón queda no pocas veces entorpecida por muchos factores externos (cansancio, enfermedades, accidentes, alcohol, estupefacientes, etc.), pues como declaraba Lope de Vega, “el vino y cansancio son candados de la razón y sentidos exteriores”[8]. Y más que los agentes externos, parece que sobran motivos internos para obnubilar la razón (la operatividad alocada de la imaginación y de los demás sentidos internos, el desorden de las pasiones, el desbordamiento de los sentimientos sensibles, etc.), ya que “no embriaga tanto el vino cuanto el primer movimiento de la ira, pues le ciega el entendimiento sin dejarle luz de razón”[9]. Sin embargo, esos factores ni son intrínsecos a la razón, ni inciden directamente sobre ella, sino indirectamente, a saber, en la medida en que entorpecen la actividad propia de los sentidos internos, de cuyos objetos toma la razón sus propios contenidos al abstraer. Por ello, al ser impedida o alterada la sensibilidad intermedia, la razón adolece de recursos objetivos para llevar a cabo su propia operatividad.

3) Por su capacidad de negar. Este argumento es netamente tomista, e indica que si la inteligencia tiene la capacidad de negar, y no por llevarlo a cabo ella se niega. Efectivamente, la inteligencia no sólo afirma, sino que también niega, pero negar no es perder inteligencia o anularse progresivamente como tal, sino otro modo de seguir conociendo cada vez más. Si la vista, por ejemplo, negase el color, dejaría de ver, pues sólo se ven colores. En cambio, la inteligencia niega lo pensado, por ejemplo, la noción de ente (todo lo que cae bajo ella se puede describir con esta noción). Al negar el ente forma una nueva noción, no ente, que no anula la precedente; de modo que la inteligencia puede mantener las dos nociones sin prescindir de ninguna de ellas. Mantener las dos indica conocer más que pensar sólo una de ellas. También es claro que la expresión “no ente” no indica nada sensible, sino que, precisamente, niega -entre otros- a los entes sensibles. Ahora bien, negar lo real sensible es saltar por encima de ello. De modo que si la inteligencia es capaz de negar, salta por encima de la realidad material.

4) Nos percatamos también de la inmaterialidad de la inteligencia por la cierta referencia que tiene respecto de sí[10]. En efecto, nada de lo corpóreo se autoconoce ni se refiere a sí mismo, porque la materia es límite para ello, pues no es transparentemente cognoscitiva. Las facultades sensibles conocen con sus actos otros asuntos, pero no su propio soporte orgánico, ni tampoco su propio acto de conocer (ej. la facultad de ver no ve directamente su ojo, sino a través de su ojo; ni tampoco ve el acto de ver, ni a sí misma como facultad). En la inteligencia, por el contrario, alguna instancia suya se puede referir a otra instancia de ella. Así es, la inteligencia conoce que conoce, conocemos que pensamos, es decir, la inteligencia conoce algo de ella: sus actos de conocer. Esta permeabilidad indica que esta facultad carece de soporte orgánico. Por lo demás, no hay que confundir esa cierta referencia con la llamada reflexión[11], pues la inteligencia conoce con unos actos suyos superiores otros actos suyos inferiores, pero no conoce sus actos con los mismos actos, ni tampoco se conoce ella a sí misma como facultad.

5) Otra prueba de su inmaterialidad la da su capacidad de crecimiento irrestricto. Si puede crecer en conocimiento sin coto, ello implica que carece de soporte orgánico que la limite, puesto que lo orgánico, por definición es limitado. Si carece de órgano (la inteligencia no está en el cerebro[12]), no se puede decir en sentido estricto que esta potencia sea un sobrante formal, puesto que no sobra respecto de vivificar, organizar, etc., ningún órgano al que informe, ya que carece de él. Tampoco es propiamente una facultad, porque esta palabra denota pasividad, y la inteligencia activa remitiendo en ella misma lo que tiene de potencialidad. Es, pues, más que facultad. Se puede llamar potencia activa, pues lo que en ella se activa deja para siempre de ser potencial. Por ejemplo, si se abstrae, ya se ha aprendido a abstraer “semel pro semper“, es decir, de una vez por todas y para siempre.

Si la inteligencia no tiene límite (tampoco parecen tenerlo la necedad y las faltas personales…[13]), lo que se puede pedir cognoscitivamente a esta potencia se puede resumir en esta palabra: “¡audacia!”. En efecto, lo que cada persona le puede decir a su inteligencia es “¡ve a más!”, “¡no te conformes!”. Ya lo formuló Kant: “¡sapere aude!”. Pero hay que hacer crecer a la inteligencia por un motivo que no es el kantiano, a saber, por subordinar el saber racional a la persona humana, es decir, por personalizar el conocer racional humano para que éste manifieste cada vez más y mejor el modo de ser irrepetible que cada persona humana es. El peor enemigo que puede tener la inteligencia es el no querer sacar partido de ella, pues “no hay peor saber que no querer”[14]. Quien saca o no beneficio de ella no es ella misma, sino el yo, es decir, esa instancia cognoscitiva superior a ella que debe activarla. El yo (como se verá en la Lección 13) es el ápice de la esencia humana; una realidad que es nativamente activa, y que con el tiempo activará (esencializará) progresivamente a la inteligencia (también a la voluntad).

  1. ¿Anhelo de verdad o “relativismo”?

“Común y general costumbre ha sido y es de los hombres, cuando les pedís reciten o refieran lo que oyeron o vieron, o que digan la verdad y sustancia de una cosa, enmascararla y afeitarla, que se desconoce, como el rostro de la fea”[15]. Esta parece ser desde antaño la actitud dominante frente a la verdad. La verdad no está de moda, no interesa[16]. La costumbre es, en expresiones castizas, dorar la píldora o montar la piedra, seguramente por respetos humanos[17]. Consecuentemente, la gente prefiere la “política”, en el sentido amplio de quedar bien con los demás a la verdad (en rigor, adulación[18]). Por eso les da igual que la gente parezca lista a que sea lista; también por eso para muchos todo es democracia, hasta la verdad. Hay filósofos incluso a los que molesta que alguien diga tener la verdad sobre cualquier asunto. Frente a eso, su socorrida actitud consiste en declarar que ellos, exclusiva y modestamente, “buscan la verdad”. “Pero por el contrario, hay que preguntar: ¿qué es la búsqueda de una cosa que nadie puede alcanzar? ¿Ella busca realmente, o en realidad no quiere encontrar, porque no puede ofrecer lo encontrado?”[19].

Cabe añadir que hoy día mucha gente se ha creído incluso que la verdad ni siquiera se puede conocer, con lo que se pasa a dudar incluso de su existencia. Es más, se declara algo tan jocoso como lo que sigue: “la verdad absoluta no existe; y esto es absolutamente cierto”, que es tanto como decir que lo confuso es clarísimo. Otras veces la verdad no se dice por cobardía, por miedo. No es de admirar que quien mantiene esa actitud acabe dándole más o menos intencionadamente la espalda a la verdad para no sentirse urgido por ella. Otros -incluso a nivel filosófico universitario- son los que dicen buscar la verdad, pero la postponen a su prestigio profesional, cargo, reputación, comodidad, etc. Con esta actitud no pocos se vuelven taimados, astutos, hipócritas, cínicos, envidiosos de que la verdad ampare más a otros. Parece que con ellos hay que proceder con todo cuidado y con rodeos, nunca de frente[20]. En el fondo, se trata de la actual sofística universitaria, pues es claro que -lo quieran o no- los tales acaban subordinando la verdad a sus propios intereses. Estas actitudes muestran bien a las claras el perjuicio intrínseco que conlleva el no ser fiel a la verdad aunque ésta acarree la muerte[21]. La verdad es que mantener la verdad a toda costa comporta mucho y prolongado sufrimiento, pero más vale sufrir con la cabeza clara que intentar pasarlo bien sumido en la mediocridad y pereza intelectual. Es asombroso la innumerable cantidad de enemigos -muy pudientes- que la verdad tiene actualmente. De modo que uno se ve frecuentemente ante esta disyuntiva: “si no decís la verdad, es vileza; si la decís, quebraros han la cabeza”[22]. Con todo, vale la pena ser fuerte y defender la verdad, porque al hacerlo se defiende el sentido de la vida humana, propia y ajena. ¿Y si la verdad no se acepta? Donde no hay aceptar sobra el dar.

Por lo demás, toda crítica contra la verdad es una autocrítica. Toda actitud frente a la verdad es una pérdida de sentido, de verdad humana. Vayamos a los ejemplos. Pensar que no cabe verdad, es a su vez mantener que esa afirmación no es verdadera. Decir que todo es relativo o subjetivo, es sostener -si se es coherente- que esa tesis también lo es. Y para quien se empecine en seguir defendiendo que él admite que esa, su tesis, también es relativa o subjetiva cabe preguntarle si es verdad que él mantiene tal tesis, o más bien es relativo o subjetivo que él la mantiene. La respuesta sobra -la verdad ama la claridad-, porque es obvia. De manera que, lo quiera o no, la verdad que intenta echar por la puerta se le cuela por la ventana.

El hombre no puede vivir sin la verdad, porque no puede vivir sin inteligencia, y el objeto de la inteligencia es la verdad[23]. La verdad es a lo que de entrada está abierta naturalmente esta facultad. Ahora bien, antes de actuar la inteligencia carece de verdad alguna. La adquiere más tarde, a través de sus actos. La inteligencia está llamada a crecer en orden a la verdad, a conocer más verdad. Cuando la inteligencia se despoja de su estado natural y se activa adquiere verdad. No obstante, la verdad no se da en un sólo acto de la razón, sino en muchos. En otros se da, en cambio, la verosimilitud. Hablamos entonces de probabilidad. Es el ámbito de la opinión. En efecto, opinamos acerca de lo contingente, de lo no necesario, de lo que puede ser de un modo o de otro[24]. Opinar sobre lo que está claro carece de sentido, es charlatanería y manifiesta torpeza. Por eso el buen filósofo no es el que opina; tampoco el que discute, ni menos aún el que descuella en la amena retórica, sino el que descubre. Aunque lo descubierto no guste, o provoque recelos, lo verdaderamente importante es haber abierto camino humano a la verdad. Además, aunque los famosos oradores no la acepten -otros la aceptarán-, más pierden dichos demagogos que la verdad.

En los actos de la inteligencia en los que se da la verdad se da más en unos que en otros, porque los actos son jerárquicos, esto es, unos conocen más que otros, y aquello que los otros no podían conocer. De entre aquéllos en los que se da la verdad sólo en algunos se conoce que se da la verdad[25]. Y en los que se da la verosimilitud, en unos se da más verosimilitud que en otros, y en alguno se sabe que se conoce la verosimilitud. De modo que no todas las verdades tienen el mismo peso, ni tampoco todas las opiniones valen lo mismo. La distinción entre ellas también es jerárquica. La jerarquía de unos actos cognoscitivos se mide por el grado de verdad que éstos alcanzan; la de otros por el grado de verosimilitud, no por la multitud o celebridad de las personas que defienden las opiniones, pues hay opiniones que no pasan de ser una simpleza[26]. Además, pulula por doquier un agravante para quien mantiene las malas opiniones, a saber, que ese tal las hace más suyas que su propia naturaleza[27], de manera que le resulta muy difícil salir del error. Pero atendamos a la verdad, y a la relación de ésta con el hombre, en vez de fijarse en el complicado y poco claro mundo de la “opinionitis”.

En los actos de la inteligencia la verdad no es ni la realidad, ni el acto de conocer, sino lo que de lo real o de lo mental conoce el acto de conocer. La verdad está en la mente, no en la realidad. Lo real es real, es causa de que conozcamos esa realidad, porque si no existiera la realidad, no la podríamos conocer y nuestra mente carecería de verdad. Al conocerla, la realidad no está en nuestra mente como realidad (por suerte), sino que en ella está la verdad, es decir, una perfecta semejanza -decían los medievales- de lo real. La verdad es, pues, la pura remitencia intencional a lo real cuando esta remitencia es conocida y se adecua a lo real. Lo conocido es “lo mismo” intencionalmente que lo real, pero no es lo real, sino lo conocido de lo real. La verdad estriba en la comparación cognoscitiva, confrontación, adecuación, entre el acto de conocer y lo real.

Por lo demás, la verdad no es ni temporal ni eterna, sino presente mientras se piensa, mientras la inteligencia la presenta. No es temporal, porque no está sometida al tiempo. Tampoco al espacio (“la verdad en todas partes lo es”[28]). Ello indica que no es física. Tampoco es eterna, porque nuestra mente no es la divina. En efecto, la verdad que alcanza la inteligencia humana no es eterna, puesto que no siempre se piensa. Es presente al acto de pensar. No está ni antes ni después, sino mientras se piensa, o al pensarla. La verdad es lo conocido por el acto. El objeto conocido en cuanto que conocido se conoce en presente; es lo presentado por la presencia, que es el acto de pensar, pero el presente no es ni tiempo ni eternidad. En efecto, por una parte, a lo pensado no le afecta el tiempo; es decir, la verdad lo es independientemente del tiempo en que se piense, y por ello no es temporal. Por otra parte, si no se piensa, esto es, si no se presenta la verdad, no hay verdad ninguna.

El objeto de la inteligencia es, pues, en uno de los usos de la razón, la verdad; en otro, la verosimilitud. Unas verdades que descubre la inteligencia son necesarias, obvias, y no tienen “vuelta de hoja” o posibilidad de duda (ej. pensar que se está pensando, saber que vivimos, notar que queremos, etc.). Otros pensamientos o ideas, en cambio, caen dentro del campo de lo verosímil (ej. si mañana lloverá; si un famoso equipo de fútbol es mejor que otro no menos célebre; cuál es el mejor horario para estudiar esta materia, etc.). En estos casos no se conoce lo necesario, sino lo que es contingente y admite un más y un menos. Al primer modo de conocer responde un conocimiento riguroso que se llama ciencia; a lo segundo, la opinión. A las verdades necesarias los medievales las llamaban teóricas; a las del ámbito de lo verosímil, prácticas. En virtud de esto tradicionalmente se han distinguido dos usos de la razón. Al primero se le ha llamado razón teórica, y al segundo, razón práctica. No son, pues dos razones, dos potencias, sino dos usos racionales jerárquicamente distintos, estimándose tradicionalmente el teórico superior al práctico. Respecto de la verdad teórica cabe decir aquello de “no hay cifra que pueda hacer que la verdad sea más o menos verdad”[29]. En cambio, el más y el menos sí caben respecto de la verdad práctica.

Conviene atender ahora a la relación del hombre con la verdad, al encuentro personal con ella, ya que esto es antropología y no teoría del conocimiento. El quid de la cuestión es éste: “por dura que sea la verdad hay que mirarla de frente”[30], y no sólo eso, sino hacerla propia. Si no se descubre la verdad se es ignorante, aunque algunas veces uno no sea culpable de su ignorancia. Ante el descubrimiento de la verdad caben dos actitudes: adhesión o rechazo. Servirla o servirse de ella, es decir, subordinarse a ella o subordinarla a los propios intereses. Ambas actitudes son libres, pero en la aceptación de la verdad se emplea más a fondo la libertad personal, pues uno queda comprometido enteramente. ¿Qué es más humano, doblegar la verdad a los intereses o adherirse a ella? ¿Qué tiene que ver la verdad con el hombre? Tiene que ver bastante, porque descubrir que la verdad es intemporal permite darse cuenta que en el hombre hay algo que se corresponde con lo intemporal. Así se empieza a captar que el hombre no se reduce a tiempo; que aunque haga historia, él no es intrahistórico.

Más aun, descubrir la verdad es notar que ésta es independiente de opiniones, gustos y pareceres subjetivos, pues a veces la descubrimos sin querer, o descubrimos verdades que incluso nos son molestas, y es claro que ese hallazgo nos golpea y hiere por dentro. Notar esto es saber que el hombre está en función de la verdad, no al revés. Es comprobar que el hombre no es el dueño de ella y tampoco el señor de sí mismo. Es decir, que el hombre no se autofunda, que no puede decidir ser verdadero aquello que a él le apetezca, y que aunque lo desee, tal decisión no cambia una verdad en falsedad. Es saber, en fin, que la brújula de la inteligencia humana tiene imantada la flecha, no en la dirección que a uno le parezca, sino hacia la estrella polar de la verdad. Y eso no es ninguna imposición de la naturaleza, sino una guía de ingente ayuda para ser cada vez más libre y llegar a puerto seguro, a la felicidad, pues, quien no sigue la verdad pronto o tarde naufraga, y en su navegación, repleta de escollos, peligros y zozobras, es inseguro e infeliz. ¿Por qué es inseguro? Porque la voluntad sin verdad gira como una veleta. ¿Por qué es infeliz? Porque si la inteligencia sigue a la verdad crece, mejora, cada vez conoce más. Si no, decrece, no se anima a proseguir conociendo, porque se supone que da igual tomar cualquier dirección, y, consecuentemente, se aburre, y el aburrimiento no parece ser precisamente el ideal de la felicidad.

Importa, pues, buscar con ahínco la verdad, y por encima de ello, encontrarse con ella, porque “no es simple asunto de la inteligencia, sino que implica también a la persona. La persona no se limita a entender, sino que está referida a la verdad de acuerdo con una búsqueda orientada al encuentro con ella”[31]. El hombre es un buscador de la verdad. La verdad inspira a la persona entera que se adhiere a ella. Si se alcanza se goza en ella; se es feliz. Si no, uno se vuelve mustio. En el fondo, lo que está en juego es, por lo menos, la felicidad personal. Tal gozo es un enamoramiento que desborda de alegría.

En el plano de la persona, además, no sucede que ésta tenga, posea, la verdad -como le sucede a la inteligencia-, sino que la Verdad le posee a uno, si uno la acepta. Esa Verdad se abre paso a uno siempre, a pesar de las dificultades, más rápida e intensamente incluso si median más dificultades. De manera que el que todo lo considera opinable ha pactado con la mediocridad. A esa actitud le sigue la desesperanza, por varios motivos: uno, porque ¿para qué se va a esforzar por alcanzar y defender una meta intelectual si todo es opinable, si todo vale lo mismo?; otra, porque tampoco podrá esperar encontrarse con la verdad que uno es, la que más importa. ¿Y qué le pasa entonces? Que ha matado su alegría personal, porque ésta sin descubrir la verdad personal es imposible. En efecto, la alegría es el “sentimiento” de la intimidad personal que nace de saber qué verdad se es, no de la opinión que se desea o apetece ser. En rigor, quien pierde es el que no acepta la verdad, pero la peor pérdida en ese trance es uno mismo, pues es uno el que pierde su sentido personal.

¿Acaso hoy no se intenta doblegar la verdad a otros intereses? Desde luego que esa actitud se multiplica como las arenas del Sahara, aunque existen honrosos y reconfortantes oasis. Con todo, la verdad es tan noble que no se deja doblegar ante intereses ajenos, subjetivistas, voluntarios, pragmáticos, etc. Cualquier intento de acabar con ella la supone. Cualquier crítica a ella es -como se ha indicado- una autocrítica. Por eso, una teoría acerca de la verdad da cuenta, a su vez, del error. Todos los errores sobre la verdad surgen cuando se intenta doblegar la verdad a los intereses subjetivos, pero la verdad hay que preferirla incluso a uno mismo[32]. El consejo es sabio, pero ¿de “verdad” vale la pena aceptarlo? Al hombre le va muy bien cuando se adapta a la verdad, porque el primer beneficiado es uno mismo, ya que su inteligencia crece intrínsecamente. En efecto, cuando se adhiere a ella por la inteligencia, porque esta potencia topa con lo evidente, surge en esta facultad una perfección intrínseca que se llama hábito. Esa perfección hace crecer a la misma inteligencia en cuanto tal, es decir, que desde ese mismo momento la inteligencia puede más, conoce más, y con más facilidad, que lo que antes podía y conocía.

¿Y si en vez de verdades de la inteligencia se trata de verdades personales? Pues entonces la persona es elevada, es decir, cumple mejor que antes el proyecto personal al que está llamado a ser. Que una persona sea elevada es la mayor ganancia proporcionada a cada hombre. En rigor, no se trata de “crecer” como persona, porque sólo crece lo que es imperfecto y es susceptible de perfeccionarse. El ser personal es perfecto desde el origen. De modo que aquí “elevar” indica que, sin perder la perfección nativa debida a cada ser humano, con la elevación se consigue una perfección distinta: la divina. ¿Y si en vez de verdades personales se trata de verdades de mayor categoría o importancia que la verdad que uno es? Más verdad que la verdad que una persona es sólo es Dios, que también es Verdad, y también es personal. Si se acepta su Verdad, entonces uno se diviniza. ¿Cabe mejor negocio? Sería necio no aspirar a la Verdad al hombre proporcionada. Es más humano y más digno de la persona no manipular la verdad, es decir, no mentir en diversos asuntos inferiores a uno[33], ni mentirse a uno mismo no aceptando su propia verdad, ni a los demás, ni menos aún a Dios, que es quien proporciona la elevación personal.

Por lo demás, si sólo se considerara la verdad a nivel de inteligencia, fuerte sería la tentación de querer imponerla a quien no la reconoce, porque muchas de las verdades que la inteligencia descubre -ya se ha dicho- son necesarias. En cambio, si se nota que la persona es una verdad de mayor índole que la que descubre su inteligencia, y que es, además, de índole superior, pues no es necesaria sino libre, respetaremos mucho a las personas (aunque estén equivocadas), y nos daremos cuenta que la verdad racional no se puede imponer a nadie, sino aconsejar que se busque. ¿Cómo se realiza tal búsqueda? Pensando, estudiando, rectificando con fortaleza la conducta, con buenas palabras y maneras, no maltratando a nadie, etc., pero hablando claro cuando sea oportuno[34]. Hay que decirla, incluso críticamente, siempre que la crítica sea constructiva, nunca negativa; siempre que con decirla se alcancen bienes -verdades- mayores, nunca menores. Y más oportuno es todavía sugerir que se busque y acepte libremente la verdad del ser que cada uno es. Eso sólo se puede decir si el que escucha está dispuesto a aceptar la verdad (conviene insistir en que donde no hay aceptar sobra el dar a veces el silencio ante la acusación injusta o el desprecio es más elocuente que la locuacidad). En cualquier caso, nunca es justificable la mentira, que admite muchos disfraces: disimulo o simulación, hipocresía, afectación, exageración, insinceridad, aparentar, etc. Para combatirla, es menester ser fuerte y luchar no sólo contra corriente[35], sino especialmente contra uno mismo[36]. Por lo demás, ceñirse al relativismo suele desembocar en neurosis, que no es otra cosa que la absolutización de lo relativo. Frente a esa actitud, aunque sólo fuese por salud mental, conviene “pasar” del infundado “dogma” de lo relativo.

  1. ¿Facultad espiritual la voluntad?

En su estado de naturaleza la voluntad es una pura potencia, una capacidad irrestricta de querer que todavía no quiere nada en concreto. No obstante está abierta al fin último, es decir, a ser enteramente feliz. La completa felicidad para una potencia que es capaz de querer irrestrictamente sólo se la puede proporcionar un bien espiritual infinito, a saber, Dios. Negarlo es, en el fondo, ateísmo, e implica afirmar también que la voluntad humana es absurda, puesto que ¿para qué una capacidad de querer cada vez más si no hay un bien último irrestricto que la sacie? Pero si no es absurda y no carece de fin, para perseguirlo “no hay mayor dificultad que la poca voluntad”[37].

Es claro que la voluntad no se dirige de entrada a Dios como tal, porque éste no ha sido conocido todavía como bien último felicitario. La voluntad es al inicio potencia pasiva. Es, podríamos decir aprovechando la metáfora de Tomás de Aquino, como el leño respecto del fuego. No actúa por propia iniciativa, sino que necesita del concurso de varias instancias para ponerse en marcha. Una de esas realidades es la inteligencia, en concreto, la razón práctica. En efecto, sin la presentación de objetos como bienes por parte de la inteligencia, la voluntad nada puede querer. Otras instancias de las que requiere son la sensibilidad humana, y los apetitos o tendencias sensibles, pues por ellas se adapta a bienes mediales en su búsqueda del bien final. A pesar de eso, la voluntad requiere más ayudas y más poderosas que las precedentes. Requiere el respaldo de la persona. Sin la ayuda de ésta la voluntad no traspasa el estado de naturaleza y su natural pasividad. Con todo, la persona se sirve de un instrumento nativo para activar a la voluntad: la sindéresis, un hábito innato al que ya se ha hecho referencia (y al que se atenderá más detenidamente en el Capítulo 13). En estado de naturaleza la voluntad es pasiva respecto de su fin último: la felicidad. En cuanto a su naturaleza, la cuestión clave ahora es: ¿se trata de una potencia espiritual?, ¿qué razones de peso hay para admitir su inmaterialidad? Al menos, las siguientes, que son paralelas a las de la inteligencia:

1) El objeto propio de la voluntad no es sólo el bien particular material sensible, sino también el bien en universal. La universalidad de los objetos queridos por parte de los actos de la voluntad ya fue registrada por Aristóteles cuando en su libro de Retórica advierte que odiamos (rechazar es propio de la voluntad) universalmente todo género de ladrones, y eso no es aborrecer a ningún ladrón en particular. Si la voluntad puede referirse a lo universal, no es material, porque nada de lo material es tal.

2) La voluntad está abierta a todo lo real (material, inmaterial y espiritual[38]), y también a todo lo posible, e incluso a lo irreal. Ello es así, porque de todo lo que conocemos podemos tener voluntad, es decir, podemos quererlo. Posibilidad de quererlo todo indica carencia de soporte orgánico que limite el querer dentro de un marco o ámbito restringido.

3) También la voluntad niega, e incluso se niega, pero no por ello desaparece. En efecto, puede incluso querer no existir o querer la nada, y no por ello deja de existir o se resuelve en la nada. En cambio, si los apetitos sensibles se negasen, no apetecerían, es decir, desaparecería su tendencia. Piénsese que cierto sector del existencialismo del s. XX opinaba que el hombre es un ser para la muerte, en rigor, para la nada. Quien defendía tal posición parecía querer disolverse en la nada para evitar de ese modo lo gravoso de la existencia, pero es claro que no por desear la nada se extinguía la voluntad de quien albergaba ese deseo y tampoco desaparecía la consiguiente angustia existencial.

4) Por otra parte, las potencias sensibles, según señalamos, son susceptibles de crecimiento en su operatividad, pero hasta cierto punto. El límite lo ofrece su mismo soporte orgánico[39]. Sin embargo, el querer de la voluntad puede crecer indefinidamente. Es claro que se puede querer cada vez más, cada vez mejor. Capacidad de crecimiento irrestricto indica, por tanto, carencia de límite. El crecer de esta potencia se denomina virtud. La virtud se puede acrisolar cada vez más. Eso muestra que la voluntad no tiene un soporte corpóreo que la limite, porque lo orgánico es limitado. Ausencia de límite implica inmaterialidad. Ese crecer otorgado libremente por la persona a su voluntad eleva a esta potencia al orden personal, al orden del espíritu, o sea, la personaliza. Por eso se puede también llamar a la voluntad potencia espiritual. Potencia espiritual significa que forma parte del espíritu, pero no sólo eso, sino que engarza o conecta directamente con el espíritu sin depender del cuerpo. Del cuerpo sólo tiene la dependencia de los bienes mediales, pues se adapta a éstos mediante el cuerpo, y debe adaptarse, pues tiene que habérselas con ellos como medios para alcanzar el último fin. La voluntad no depende del cuerpo, sino del espíritu, como de su raíz desde la que brota.

5) Además, la voluntad es en cierto modo transparente, porque se pueden referir a sí misma, y ello es señal de inmaterialidad. Se puede querer querer (o no querer: “el sujeto es el no amar, y voluntad hay en esto, pues si quiero no querer, ya quiero lo que no quiero”[40]). Nada de lo material se refiere a sí. También se pueden relacionar la razón y la voluntad entre sí, pues se puede pensar que la voluntad quiere, y se puede querer que la razón piense.

  1. El bien como objeto natural de la voluntad

El objeto propio al que está abierta por naturaleza la voluntad es el bien[41]. Bien es aquello que todas las cosas apetecen, declaró Aristóteles[42]. Los medievales decían que ese apetecer se podía ejercer con apetito natural, con apetito sensitivo o con apetito intelectual. El intelectual es la voluntad; el sensitivo, los apetitos concupiscible e irascible, a los que ya se ha hecho mención. El apetito natural se consideraba como la inclinación de los seres inertes a ocupar su posición propia (por ejemplo, la propensión que una piedra lanzada al aire tiene de caer sobre la superficie de la tierra atraída por la gravedad de ésta), o la tendencia de los vegetales a su fin natural (crecer, reproducirse, etc.). Sin perjuicio de ese intento explicativo, cabe decir que, en rigor, el apetito natural no es ningún apetito, porque para que haya deseo debe mediar conocimiento. Por eso, en sentido preciso, ni los seres inertes ni los vegetales apetecen. En cualquier caso, el bien es relativo al querer o desear, lo cual significa que no se explica aisladamente.

También el querer o desear es relativo al bien. En efecto, el apetecer es una tendencia, y por ello, el bien que se apetece no está en ella. De lo contrario no se apetecería, porque se poseería. Si el bien apetecido no está en el apetecer, radica fuera. Más allá de la voluntad o del deseo indica que éstas tendencias están llamadas a alcanzar el bien. Además, la voluntad es una potencia nativamente pasiva. Pese a ello, si está hecha para el bien, se puede decir de ella que, ya en estado de naturaleza, es una relación trascendental al bien. Relación, porque sin su apertura a él la voluntad es inexplicable; trascendental, porque el bien es externo a ella; al bien, porque la realidad para la que ella está diseñada es trascendental[43], esto es, un el bien irrestricto, pues una potencia espiritual no se puede conformar exclusivamente con bienes sensibles o mediales, sino con todos los bienes, en especial con el final o último bien. Dado su estado inicial pasivo y su tener que ver con el bien irrestricto, la voluntad puede crecer en la medida en que se adapte a bienes mayores. Dicho crecimiento se denomina virtud. A lo que se inclina la voluntad por naturaleza es, pues, a querer más bien.

No obstante, es necesario que el bien, antes de que sea querido, deba ser conocido como bien. Por ello en el querer pasa algo distinto a lo que ocurre en el conocer, a saber, que los objetos[44] -no sólo los conocidos, sino también los asuntos reales-, son previos a los actos de querer; actos que la voluntad ejerce para adaptarse a ellos. Lo real (y no sólo lo físico sino todo lo real), es, en definitiva, lo apetecible, y esto es lo que mueve a la voluntad. Es anterior el objeto de la voluntad a su acto, porque el objeto existe realmente en la realidad, se conoce antes que se dé el acto de la voluntad, y separado del acto. El objeto de la voluntad es posterior al de la inteligencia. El bien es posterior a la verdad. Primero conocemos la verdad y después el bien. Como la inteligencia precede al afecto, se puede conocer la verdad sin conocer el bien, pero no al revés, porque si fuera así, no se sabría si lo conocido es un bien verdadero o un bien aparente[45].

La verdad está en la mente, pero el bien está en la realidad[46]. Es claro que conocemos el bien, pero ese conocimiento es distinto de conocer la verdad. A lo real, tal cual lo real es, se adaptará la voluntad mediante sus actos, porque su intencionalidad es de alteridad. El bien es real. Por tanto, hay tantos tipos de bienes como de realidades[47]. En la realidad nada es igual[48]. El bien que presentan las realidades es siempre distinto, porque unas son más buenas, mejores, que otras. El bien es jerárquico porque la realidad lo es. La diferencia entre dos realidades es que una es mejor que otra. Un ser vivo, por ejemplo, es más bueno que uno inerte porque es más real, es decir, su realidad es más rica. Los distintos géneros de lo real no son igualmente buenos (ej. los perros son superiores a los crustáceos). Dentro de un género, sin embargo, el bien que los diversos individuos presentan es más homogéneo (ej. es difícil averiguar, por ejemplo, si un gato es mejor que otro).

El bien está en lo real, pero ello no implica que no sea entendido, que no esté conocido en la mente. Si no lo estuviera no sería objeto de la voluntad, porque nada se quiere si antes no es conocido[49]. Pese a lo cual, debe ser conocido como bien, no sólo como verdad, porque la voluntad sólo sigue a lo que se conoce como bien. En consecuencia, el conocimiento del bien es correlativo al descubrimiento de lo real. A más alto nivel cognoscitivo, más bien descubierto[50]. La ignorancia es, también aquí, el peor de los males, pues si no descubrimos los bienes mayores, nos quedaremos sesteando en los mediocres y, en consecuencia, nuestra voluntad no crecerá, sino que su querer será de corto alcance, cuando no vulgar, trivial o ramplón. Ahora bien, la voluntad no sigue necesariamente a lo conocido. Más aún, no pocas veces se retrotrae de adaptarse a lo que la inteligencia le indica, lo cual supone también una rémora para la propia inteligencia[51].

La verdad, decíamos, no es sólo un objeto de la inteligencia, sino un asunto con el que tiene que ver la persona. Tampoco el bien se reduce a ser mero objeto de la voluntad, pues la persona también está implicada en él. De lo contrario no se podría hablar de bien y mal moral, por ejemplo. El hombre que se adapta al bien mejora por dentro; el que se aleja de él, lo contrario. El adaptarse a bienes menores, correlativo de la renuncia a los mayores, a los que uno está llamado, empeora no sólo a la voluntad humana, sino que también compromete a la persona. ¿Adherirse a lo mejor tras haberlo descubierto, aunque cueste, o creer que lo mejor es lo más fácil y placentero? En esa alternativa anda en juego la felicidad humana.

La filosofía clásica solía decir que la felicidad humana consiste en la consecución del último fin o bien perfecto. Esta tesis es bastante difícil de entender hoy en día, porque se exigen bienes inmediatos y, consecuentemente, no se sabe qué puede significar eso del bien último. Además, antes parecía existir acuerdo unánime entre los autores al poner la felicidad en el fin último, y se daba también por supuesto que todo hombre desea por naturaleza ser feliz. También esto se pone hoy en duda. No concordaban, en cambio, los pensadores tradicionales en qué consistía ese fin o bien. Por eso, como registró Aristóteles, unos lo colocan en las riquezas, otros en los placeres, otros en los honores[52]. Los cristianos, entre otros muchos, en cambio, ponen el bien último en Dios. Desde luego que actualmente no hay acuerdo al respecto. Pese a lo cual, se puede preguntar cuál es el verdadero bien último, el objeto de la felicidad. Si bien y realidad coinciden, es decir, son idénticos, a más realidad más bien. Sólo en un bien relacionado con el hombre (personal, por tanto) en el que no quepa mezcla de mal, residirá la felicidad humana si a ese bien se adapta el hombre. Ese bien sólo puede ser Dios.

La voluntad está inicialmente abierta a la felicidad, pero sin concretar todavía esa felicidad en Dios. El bien al que está abierta es el bonum commune. Podemos descubrir a Dios y quererlo como bien. Cuando la voluntad lo quiere, aunque lo quiera todo lo que pueda, no lo quiere enteramente, por dos motivos: a) porque Dios es infinitamente amable, y b) porque si lo quisiera acabadamente en esta vida no podría amar otra cosa por encima o al margen de él en un momento determinado, es decir, no tendría posibilidad de equivocarse, cosa que lamentablemente acaece en demasía. Al principio la voluntad tiende al bien, pero se trata del bien en común, es decir, que la voluntad en estado de naturaleza desea el bien, pero no ama tal o cual bien, por eso caben errores en las elecciones. Si media la inteligencia y se van descubriendo diversos tipos de bienes cada vez mejores, entonces la voluntad, como tiene una capacidad de felicidad sin coto, podrá, si quiere, crecer cada vez más en su querer (virtudes); es su crecer en orden a los bienes a los que la abre la inteligencia. Si la voluntad se aferra a bienes que no la llenan (ej. todos los materiales, sensibles), ya que éstos son inferiores a ella, puesto que ella es espiritual, aparece la frustración. ¿Hay algún bien que la sature en esta vida? No, porque siempre se puede querer más, y mientras se vive, en la presente situación la voluntad no puede adaptarse al bien último de tal modo que no quepa en ella posibilidad de no serle fiel, porque tal bien no la colma definitivamente. Sí hay uno que la llena más que los demás, Dios, y puede además colmarla tras esta vida. De modo que “aquél es bueno que está bien con Dios”[53].

Algunos hombres niegan personalmente la tendencia natural de su voluntad a Dios. La negación de esa tendencia propia de la naturaleza humana es siempre manifestación de rechazo personal. La persona rechaza libremente su vinculación con Dios como tal persona porque desea ser fundamento de sí, es decir, autónoma, independiente; lo cual implica rechazar la persona que está llamada a ser y adherirse a la persona que se quiere ser. Como la persona que se desea ser no es persona ninguna sino un invento de cada quién, ¿cuál es el resultado definitivo de esta actitud si es persistente? Parece un trueque de la realidad personal por una idea; algo así como cambiar oro y brillantes por fragmentos de vidrios y espejos. En el fondo, un mal timo. ¿Y si, por el contrario, la persona responde afirmativamente a quien tiene la razón de su ser personal? Llega a ser eternamente la persona que estaba llamada a ser, y tal consecución redunda, sin duda, en su naturaleza elevándola irrestrictamente, y por tanto, también en su voluntad.

  1. ¿Hábito o costumbre?

Por hábito en el lenguaje ordinario se entiende, usualmente, costumbre, moda, estilo, forma de vivir, posesiones físicas, disposiciones, rutinas, usos sociales, incluso manías, etc., es decir, algo así como un comportamiento adquirido a raíz de una repetición de acciones. Comportamientos, por cierto, que están tan acrisolados en nosotros, y “tanta es la fuerza de la costumbre… que no hay fuerzas que le venzan y tiene dominio sobre todo caso. Algunos la llaman segunda naturaleza; pero por experiencia nos muestra que aún tiene mayor poder, pues la corrompe y destruye con grandísima facilidad”[54]. Por eso es tan difícil perder las malas costumbres (ej. dejar de perder el tiempo ante la TV varias horas todos los días, comer en exceso, no levantarse a la hora, etc.). En efecto, “duro es dejar lo usado; y mudar costumbre es a par de muerte”[55]. De ahí la importancia de no adquirir malas costumbres desde joven, pues después es mucho más penoso enfrentarse a ellas, e incierta la victoria. Empero, no todas las costumbres son malas, sino que las hay buenas y muy buenas (ej. pasear, hacer ejercicio, estar de tertulia con los amigos, etc.) y las hay un tanto indiferentes (ej., vestir de azul, verde o gris, tomar un tipo de refresco u otro, etc.). De las buenas podemos sacar virtudes en la voluntad, pero ninguna costumbre es un hábito de la inteligencia.

En efecto, a nada de eso se parece un hábito de la inteligencia del que aquí se quiere tratar. Ninguna costumbre, disposición o uso social, en sí misma considerada, mejora o empeora intrínsecamente al hombre, es decir, al hombre como hombre. Nadie es más y mejor hombre, por ejemplo, por el mero hecho de llevar corbata, practicar tenis o saludar dando la mano. En cambio, los hábitos de la inteligencia, y también las virtudes de la voluntad, son la humanización progresiva del hombre como tal. Con ellos alcanzamos más saber, mejor querer. Uno no es más hombre o mujer por tener más cualidades naturales, posesiones físicas, por vivir unas costumbres u otras, etc., pero sí es más humano por poseer más hábitos y virtudes. En contrapartida, el que tiene menos hábitos y más vicios es menos hombre. Además, los hábitos y virtudes son de adquisición gratuita y, por ello, están al alcance de cualquier fortuna. Es más, de ordinario los consiguen los que cuentan con menos fortuna externa, como advertían los clásicos españoles del Siglo de Oro[56].

Por hábito de la inteligencia se entiende una perfección intrínseca, de índole inmaterial, adquirida en esta potencia[57] que le permite a esta facultad conocer más y mejor. La inteligencia es susceptible de un crecimiento irrestricto merced precisamente a los hábitos. Como el crecimiento de la inteligencia no es arbitrario, sino sólo en una dirección, a saber, según la naturaleza de la misma y en orden a su fin, que es la verdad, los hábitos son el crecimiento en conocimiento de la inteligencia respecto de la verdad. Si el acto de pensar (en esto, en lo otro, o en cualquier asunto) no es material o físico, como tampoco lo es el objeto pensado en cuanto pensado (la idea), menos aún lo será un hábito cognoscitivo, que consiste precisamente en conocer al acto de pensar. Pensamos que pensamos o conocemos que conocemos. El primer “pensamos” o “conocemos” es un hábito; el segundo, un acto de pensar. O también: nos damos cuenta de que pensamos. Ese darnos cuenta es el hábito, el pensamos que pensamos, el saber que ejercemos actos de pensar.

Los hábitos son, además, la garantía de esas verdades que hemos llamado “sin vuelta de hoja”. En efecto, nadie duda de que piensa cuando piensa, es decir, no cabe duda alguna por parte de nadie de que conoce que piensa, esto es, que es consciente o se da cuenta de que piensa, de que conoce sus actos de pensar. Sin este darse cuenta no cabría la posibilidad de que fuéramos responsables de nuestros actos y de nuestras acciones externas. Los hábitos adquiridos son la conciencia racional; el primer nivel -no el único ni el más alto- de conciencia intelectual. Por lo demás, la ética sería imposible sin ellos, pues si no se es consciente de los propios actos, no se puede ser responsable de los mismos.

La naturaleza nos ha dado potencialidades según el cuerpo. Algunas de estas se pueden mejorar, pero hasta cierto punto. En cambio, nadie ha heredado hábitos racionales por naturaleza, y es precisamente la adquisición de éstos la que nos ofrece posibilidades irrestrictas de conocer. Los hábitos son las prendas con que uno debe vestir su inteligencia, prendas que él debe confeccionar, pues ahí no tienen validez los trajes heredados de los antepasados[58]. Si esos hábitos son altos y amplios andará por dentro muy elegante; pero si no lo son, andará harapiento. Es peor mal que una de las potencias más altas del alma, la inteligencia, ande desnuda que sea el cuerpo el desarropado.

El hábito es, pues, una perfección intrínseca, un incremento del conocimiento de la inteligencia. El perfeccionar sin límite la naturaleza intelectual es exclusivo, distintivo, del hombre, no sólo respecto de los animales y de la naturaleza física, sino también respecto de las personas que no son humanas (ángeles y Personas divinas). Por eso, en rigor, la antropología comienza con el estudio de los hábitos. ¿Por qué? Porque si el hábito es una perfección añadida a la naturaleza de una potencia de la que ella no puede dotarse por su propia cuenta, pues nadie da lo que no tiene, la pregunta sobre quién otorga a tal perfección a dicha potencia, orienta la respuesta hacia la persona o hacia alguna instancia de la que se sirve la persona para ese menester.

El hábito dice relación, en primer lugar, a la facultad de la inteligencia, a esa parte de la esencia humana que es la potencia intelectual en el cual el hábito inhiere; pero dice orden también al acto, porque mediante la posesión del hábito se actúa mejor y con más facilidad. Los actos, pues, no son lo último de las potencias, porque sólo se explican en correlación con los hábitos. ¿Qué es, en definitiva, un hábito? En la inteligencia no puede ser más que una perfección cognoscitiva. ¿Cuál? La que nos permite conocer nuestros actos, es decir, conocer que conocemos. Asunto tan sencillo y evidente como lamentablemente olvidado. Como hay muchos actos de la razón y varias vías racionales, la conciencia es plural, es decir, los hábitos pueden referirse a varios campos de nuestros actos de pensar, no sólo al que uno desee, pues de lo contrario la conciencia se dislocaría[59].

  1. Naturaleza de los hábitos

El hábito es, decíamos, el perfeccionamiento intrínseco de la facultad o potencia espiritual del hombre llamada inteligencia, es decir, una perfección que inhiere en esa potencia haciéndola capaz de más. Esa facultad crece con la adquisición del hábito. La inteligencia nace de la esencia humana (no de la naturaleza humana). Nace en estado potencial, no hecha o desarrollada, sino abierta, susceptible de mejora. El crecimiento de ésta según su propio modo de ser se lleva a cabo por los hábitos. Por consiguiente, el hábito es absolutamente necesario para el perfeccionamiento de nuestra naturaleza intelectual. El hábito es, por tanto, el premio con que cada persona puede dotar a una de sus potencias inmateriales. El hábito esencializa la inteligencia. La inteligencia premiada ya está perfeccionada y, por consiguiente, ya no está en el mero estado de potencia pasiva. No es la misma una inteligencia sin hábitos que con ellos, ya que con hábitos es más inteligencia. Por eso, a ese nuevo estado, que ya no es nativo sino adquirido, conviene llamarlo esencialización de la inteligencia[60].

¿Eso interesa a la Antropología? Sumamente. Desde luego no es un tema de psicología, porque esta disciplina estudia las potencias en el puro estado de naturaleza, pero no perfeccionadas[61]. Los hábitos de la inteligencia son, en primer lugar, un tema de Teoría del Conocimiento (como las virtudes son un tema de Ética), pero también son de enorme interés para la Antropología, porque ellos indican que la persona está abierta a su esencia; que esa apertura es donante, y que con ella es capaz de incrementar la dotación intelectual, perfeccionarla. El hábito implica, pues, un aumento, un crecimiento irrestricto de la facultad intelectual. Si eso es así, y las potencias espirituales del hombre, la inteligencia y la voluntad, carecen de límite, puesto que no tienen soporte orgánico, o sea, el perfeccionamiento de estas facultades puede ser irrestricto.

En cambio, las potencias corporales están dotadas de un límite respecto de ese crecimiento, a saber, su propio soporte orgánico. Por eso, no se dan hábitos en sentido estricto en las facultades corpóreas. La salud, la belleza y cualidades semejantes, por ejemplo, son naturales al cuerpo humano, pero son mudables, poco estables, y no pueden crecer indefinidamente (más bien tienden a la baja con el paso del tiempo), porque el cuerpo ofrece un límite que lo impide. No puede darse hábito alguno en las potencias cognoscitivas sensibles (sentidos externos e internos), ni en los apetitos sensibles (concupiscible e irascible), porque sus órganos, soporte de las facultades, no crecen de modo irrestricto, sino hasta cierto punto.

¿Por qué esa capacidad de incremento irrestricto? Porque la persona es riqueza irrestricta, y el hábito (también la virtud) es la mayor manifestación del don que la persona humana puede otorgar a las potencias que nacen de la esencia humana. La persona es dar. Un ofrecimiento tal que no es susceptible de pérdidas en la donación. El hábito es la refluencia de ese dar en la inteligencia. Por eso los hábitos exclusivos de la inteligencia en rigor no se pierden. Las virtudes también son fruto del otorgamiento libre de la persona a su voluntad y, aunque son difícilmente mudables, sí pueden crecer, disminuir e incluso perderse. Y ello, en razón de la intencionalidad propia de la voluntad que, por versar sobre lo otro, si lo otro a lo que tiende es menor que la propia voluntad (placeres, riquezas, honores, bienestar, etc.), esta potencia mengua; en cambio, si lo otro es más que la voluntad (una persona, Dios, etc.), ésta crece.

Dado que existen diversos hábitos adquiridos en la inteligencia, y todos ellos son jerárquicos, el anhelo de verdad de esta facultad se fomenta más, obviamente, con los más altos. Si el fin de la inteligencia es abrirse a la contemplación, quedarse en los conocimientos más bajos es quedarse en los medios. La lógica por ejemplo, es un conocimiento medial. Si uno se queda a medio camino en lo que se puede conocer aparece un sentimiento negativo en la inteligencia: el aburrimiento. En cambio, si crece en orden a la contemplación de la verdad aparece un sentimiento positivo: la admiración que, por cierto, caracteriza al inicio de la filosofía.

Los hábitos son la conciencia racional. Por ellos nos damos cuenta de que conocemos racionalmente, inteligentemente. Sin embargo, nos percatamos de que tenemos varios modos de conocer. Por eso hay que admitir pluralidad de hábitos. Es clásica la distinción en la inteligencia entre dos tipos de hábitos: los de la razón teórica y los de la razón práctica. Los teóricos perfeccionan a la razón en orden al conocimiento de la verdad. Los prácticos, también la perfeccionan, pero para conocer cada vez mayor verosimilitud o probabilidad en las cosas y, derivadamente, para realizar actividades externas que permitan elaborar productos culturales cada vez mejores, más humanos. Los primeros hábitos se adquieren con un sólo acto de pensar; los segundos, a base de reiterar actos de conocer. Los hábitos de la razón teórica nos permiten conocer actos de la razón en su uso teórico. Los hábitos de la razón práctica, iluminan los actos del uso práctico de la razón. Un ejemplo de los primeros es el hábito de ciencia, mediante el cual discernimos entre nuestros juicios verdaderos y falsos que pronunciamos sobre lo real; un ejemplo de los segundos es el hábito de prudencia, por medio del cual notamos que mandamos correcta o incorrectamente nuestras actividades prácticas.

  1. Las virtudes de la voluntad

Virtud viene de la palabra latina “vis” que significa fuerza. En el lenguaje ordinario hablamos de “ser fuerte de voluntad” para trabajar, estudiar, etc. ¿Qué significa eso? A simple vista indica que quien tiene virtud tiene más voluntad que otro que carece de ella. La virtud –solía decirse– es un “hábito operativo bueno de la voluntad”[62]. Actualmente se ha llegado a describir como “la democratización del heroísmo”[63], aunque bien mirado, parece lo inverso, es decir, es la heroicización de lo ordinario, de la vida cotidiana, porque adquirir virtudes cuesta, y no poco, pues “para alabar las obras de la virtud tenemos mucho fervor, pero para obrarlas mucha tibieza”[64]. Además, a pesar de que se suele decir que tal o cual virtud (la pureza, pobreza, etc.) no está de moda, si se mira el asunto más atentamente, cabe decir que no sólo se ha riduculizado en el s. XX, como escribió Scheler[65], sino que ninguna virtud ha estado nunca en boga, pues como cuesta adquirirlas, cabe indicar, recogiendo el común sentir de los literatos, que la senda de la virtud es camino de pocos, no es una senda ancha y regalada, prodiga en ventas y mesones[66].

En suma, de modo parejo a como la verdad no es democrática y tampoco lo es su adquisición habitual, el bien arduo no es democrático y menos aún su conquista virtuosa. Esto último es, por lo demás, de sentido común, pues esa claro que “más hace la virtud que la multitud”[67]. En suma, la virtud es una perfección sobrevenida a la voluntad. Mientras estas perfecciones adquiridas en la inteligencia se llaman hábitos sin más, en la voluntad se designan con el nombre de virtudes o virtudes morales. La voluntad es sujeto capaz de virtud porque está abierta –merced a la ayuda de la inteligencia– a todo, a objetos diversos, incluso contrarios; por eso es conveniente que haya ciertas cualidades que inclinen a la voluntad a lo bueno, y eso son las virtudes.

La virtud es descrita clásicamente como una cualidad Nótese que se trata de una perfección en orden a actuar, pues la omisión para la voluntad es un gran perjuicio, ya que es sabido por experiencia que “a bien ocupado, no hay virtud que le falte; al ocioso, no hay vicio que no le acompañe”[68]. El ocio y el vicio son camaradas inseparables de camino, porque el ocio ya es un vicio. En rigor la virtud es un acto, aunque no es cualquier acto de querer de la voluntad, sino un acto superior que refuerza a esta potencia para querer mejor. Es lo último de la potencia[69], porque la perfecciona, la actualiza. Con todo, es acto después de su adquisición, no antes. Ninguna virtud, por tanto, es innata. No caben de entrada hábitos innatos en la inteligencia ni tampoco virtudes innatas en la voluntad. No ha habido ni doctos ni laboriosos desde el seno materno.

¿Por qué tener en cuenta a la virtud en Antropología? Por lo mismo que se procedió a atender a los hábitos de la inteligencia, a saber, porque el hombre es el único ser que puede darse –los animales no pueden– a sí mismo el premio o tesoro gratificante de la virtud[70], no a su persona, sino a su voluntad[71]. El hombre eleva las potencias de su esencia. A su potencia inmaterial de querer la hace capaz de más con este premio. Voluntad elevada ya no es “voluntad natural” sino “naturaleza indirecta”[72], aunque no del mismo nivel que aquélla en estado natural, sino “supernaturaleza” o mejor, “superpotencia”. Los hombres que la adquieren sí pueden ser llamados en rigor “superhombres”, no los que describe Nietzsche como tales, porque la virtud humaniza cada vez más la voluntad humana, mientras que el superhombre nietzscheano no pasa de ser mero satélite de una voluntad tan cósmica como impersonal. Este crecer indica que la persona está abierta a su esencia, y que en esa apertura es capaz de incrementarla, perfeccionarla.

Una antropología que no tenga en cuenta las virtudes a la fuerza ha de ser no sólo reductiva sino también pesimista, porque éstas son el modo según el cual cada hombre puede hacer crecer lo propiamente humano. Una antropología sin ellas es una antropología sin esperanza, porque la esperanza en la esencia humana aparece sobre todo cuando se da el fortalecimiento de la tendencia natural de la voluntad para adherirse a la felicidad. Y será también una antropología desamorada, porque el amor es la adhesión a lo felicitario, a lo que tiende la esperanza. También por eso, el vicio provoca el hastío, el aburrimiento, la vida absurda, la desesperación, el desamor. Además, en el fondo, es una cuestión de autenticidad, porque la virtud es saberse conducir en la esencia humana de acuerdo con lo que se es y se está llamado a ser en el acto de ser Vivir en el vicio no es ser un tipo auténtico, sino un auténtico bruto despersonalizado. Y frente a ese defecto hay que proceder con firmeza (en la educación familiar, social y estatal), porque el “temor es freno de bestias y de ánimos bajos”[73].

En correlación con lo precedente, se puede comprender ahora por qué muchas antropologías modernas y contemporáneas son pesimistas, a saber, porque se han olvidado de la virtud. En efecto, si la virtud es perfección intrínseca, es también un modo de abrir el futuro. Con la virtud se gana tiempo, porque ésta comporta facilidad a la hora de actuar, pero también porque merced a ella, el hombre crece como hombre. Si se crece, se vive más, se tiene más vida, porque el crecimiento es lo más propio de la vida. Además, si se crece como hombre, el futuro tiene sentido, y de cara a él se espera mayor perfeccionamiento. Por el contrario, sin crecimiento ¿qué se puede esperar? Solamente resultados externos (dólares o euros, compensaciones sensibles…), pero ¿con ellos se garantiza la mejoría, la felicidad humana? Obviamente no.

Traigamos a colación el aserto aristotélico de que vivir para los vivientes es ser. Ahora cabe sacar de esa tesis otra implicación: si el modo de ser de los vivos depende del grado de vida, una razón con hábitos y una voluntad con virtudes están más vivas que las que carecen de ellos. Con hábitos y con virtudes se consigue la progresiva humanización de los hombres; humanización que, por lo demás, nunca es susceptible de culminación, de finalización. Si ello fuera posible por parte de algún hombre, ese hombre sería la humanidad, asunto que no pasa de ser una mera ocurrencia, porque si eso acaeciese sólo existiría tal hombre.

  1. Distinción entre hábitos y virtudes

Algunos hábitos de la razón, los teóricos, decíamos, se adquieren con un sólo acto. Otros, los prácticos, con repetición de actos[74]. Las virtudes de la voluntad son de este segundo tipo. Sólo por medio de pluralidad de actos alcanzamos a ser más templados, fuertes, justos, amigos, etc., y nunca los somos completamente. Ello es así porque mientras que la razón teórica topa con la evidencia, y no cabe, por tanto, posibilidad de duda, ni la razón práctica ni la voluntad son de ese estilo. La razón práctica no lo es, porque su objeto propio no es la verdad, sino la verosimilitud, lo más o menos verdadero; y la voluntad tampoco lo es, porque su objeto propio no es la verdad sino el bien, y en la presente situación la voluntad no topa con ningún bien que la colme por entero, es decir, de tal manera que no quepa la posibilidad de volverle la espalda.

Además, cuando ya se ha adquirido una virtud, ésta no es fija, pues puede crecer o disminuir, e incluso perderse, pues la persona humana puede ir contra ella, asunto impensable en el caso de la razón teórica, pues sólo se puede ir contra sus hábitos teniéndolos en cuenta (ej. sólo se puede criticar o ir contra el hábito de ciencia empleando dicho hábito). Una vez adquiridos, los hábitos de la razón (al menos en su uso teórico) no se pierden. Son más permanentes que los prácticos y las virtudes. Eso es compatible con afirmar que las virtudes de la voluntad son más continuas durante la vida humana, porque si bien el hombre no teoriza siempre, es decir, no siempre está pensando, en cambio, la virtud asiste siempre[75]. ¿Por qué es esto así? Porque la persona está más unida a su voluntad que a su inteligencia, de modo que la voluntad humana no actúa nunca sin el consentimiento de la persona. Ahora bien, se actúa según virtud si la inteligencia, y no sólo la persona, también asiste a la voluntad.

Con los hábitos de la inteligencia se descubre que siempre hay más verdad por conocer que verdad conocida, y con las virtudes de la voluntad notamos que siempre hay más bien por querer que el que de momento se quiere. Si se nota que la verdad y el bien transcienden nuestro actual conocimiento y nuestra actual adhesión volitiva, uno no intenta aferrar de modo egoísta la verdad o el bien, porque nos superan, sino que se pone al servicio de ellos. Y lo que permite ese servicio son, precisamente, los hábitos y las virtudes. En rigor, los hábitos y las virtudes son un salir de uno mismo; un evitar el egoísmo y un facilitar el servicio nobilísimo a la verdad y al bien. Si uno conoce y quiere para sí, no sale de sí. Si refuerza el conocer y el querer abriéndolos a verdades y bienes superiores a uno, entonces, se libera de su yo, o lo que es lo mismo, se ennoblece, porque se abre a más.

La virtud de la voluntad refuerza directamente sus actos, no las pasiones de la sensibilidad (propias de los apetitos sensitivos), pero con sus actos controla las pasiones. No obstante, las pasiones son pertinaces y algunas vehementes, de manera que pueden entorpecer el querer de la voluntad e inclinar a esta potencia a satisfacer el deseo de la pasión. En que la voluntad se vuelva a querer lo menos estriba el peligro, pues “ningún peñasco más peligroso para dar al través navíos grandes que la pasión”[76]. La voluntad se puede referir a los objetos de las pasiones, y tomarlos equivocadamente como fines suyos. Con todo, la virtud que perfecciona a la voluntad redunda en los actos de ésta, no en los actos de las pasiones, si bien, para adquirir la virtud debemos mantener bajo control las pasiones. Sin esa vigilancia no cabe hombre virtuoso, y es claro que pasiones tenemos todos. El hombre bueno y amable es el virtuoso que no se deja arrastrar por sus pasiones: “dame un hombre que no sea esclavo de sus pasiones, y yo le colocaré en el centro de mi corazón, en el corazón de mi corazón”[77].

Existe un obstáculo superior al de las pasiones sensibles para impedir el crecimiento de la voluntad: se trata del propio yo (pero de éste hablaremos en el Capítulo 13). Y otro escollo aún superior: la soberbia, que “suele querer resistir aun a Dios”[78]. En efecto, el gran monarca Felipe II decía de los nobles castellanos de aquella época que para ellos la moral se reducía a estar vigilantes de cintura para abajo. En nuestros días, mucha gente (incluso universitaria) que se tiene a sí misma por “buena” cae en la misma reducción, sin darse cuenta que hay “pasiones” mucho más sutiles que no sólo impiden la virtud de la voluntad, sino que despersonalizan en mayor medida que las pasiones sensibles: soberbia, envidia, doblez, etc. Pero de éstas “pasiones”, que radican en la intimidad personal, trataremos más adelante.

Por otra parte, quien ayuda en orden a la formación de la virtud moral en la voluntad es la razón práctica[79]. Es ésta la que indica qué está bien, qué mal y donde está el justo medio para cada uno de los bienes y en las actuaciones humanas; por eso las virtudes morales consisten en un medio, en atenerse a la regla que la inteligencia pone al arrojar luz sobre las facetas humanas prácticas: “in medio, virtus”, sentenciaban los medievales. Fijar ese medio por parte de cada quién y en cada caso implica evadir los excesos, es decir, descubrir al posible enemigo para combatirlo, ya que “lo bien apercibido, está medio combatido”[80]. Por lo demás, quien no lucha contra sus propias pasiones, acaba incluso por no apreciar con claridad que las tiene, pues se transforman en él como en su propia naturaleza, impidiendo a la par que los reclamos de la inteligencia y de la voluntad tengan carta de naturaleza en sí. “Éntranse los vicios callando, son lima sorda, no se sienten hasta tener al hombre perdido. Son tan fáciles de recibir cuanto dificultosos de dejar”[81]. Ahora bien, subordinar lo superior a lo inferior es deshumanizarse. Si buena parte de nuestra sociedad no puede entender esto, es porque no acaba de comprender la esencia humana; y esa oscuridad denota ignorancia en ella.

Por otra parte, mientras que los hábitos de la razón son plurales, en dependencia de las diversas vías racionales, las virtudes de la voluntad están unidas. En los primeros conforman algo así como compartimentos estancos. Las segundas, en cambio, algo así como vasos comunicantes. Si se mejora en una, por redundancia, también se crece en las demás. En efecto, “poco importa que el otro sea limosnero, si no es casto; que éste sea sabio, si a todos desprecia; que aquél sea gran letrado, si da lugar a los cohechos; que el otro sea gran soldado, si es un impío: son muy hermanas las virtudes y es menester que vayan encadenadas”[82]. Eso es así porque la voluntad sólo tiene un único fin último, y en la medida en que se acerca a él se activa más la voluntad. Unas virtudes serán superiores a otras en la medida en que adapten más la voluntad al fin. A la par, las superiores englobarán a las inferiores. En efecto, no se puede ser fuerte si no se es templado; no se puede ser justo si no se es fuerte; no se puede ser amigo si no se es justo.

Hablar de distintas virtudes depende de la mayor o menor activación de la voluntad respecto del fin último. Por eso carece de sentido pelear por adquirir unas virtudes y dejar de lado otras, pues del mismo modo que una golondrina no hace verano, una sola virtud no hace bienaventurado[83]. También por mor de ese fin último, la clave de la virtud es seguir creciendo, pues sólo lo alcanza quien no dice basta, ya que “siempre se ha de passar adelante en la virtud, que el parar es volver atrás”[84]. ¿Por qué el que no avanza retrocede? Porque la esencia humana está diseñada para crecer. Si el crecimiento no ha lugar, la distancia entre la meta a llegar y la actual situación es mayor que si se crece aunque sólo sea un poco.

  1. Voluntad y persona

Se ha hablado de la razón y de la voluntad activadas. Quedaba, sin embargo, una cuestión en el aire: ¿cuál de las dos potencias es más activa? Cuanto más inmaterial es alguna realidad tanto más noble es, decían los medievales. Toda potencia tiene cierta inmaterialidad, aunque no todas lo sean enteramente. Inteligencia y voluntad son inmateriales enteramente. Por este lado no notamos superioridad jerárquica entre ellas. Hablar de jerarquía es hablar de dirección, control, dominio. Es manifiesta la jerarquía de la inteligencia y de la voluntad respecto de las potencias inferiores. Que la inteligencia gobierna las potencias inferiores es evidente. Y así con las demás potencias. En ese gobierno también es claro que la inteligencia se ayuda de la voluntad. A la inteligencia asiste en compañía la voluntad. “Nuestros cuerpos -decía Schakespeare- son jardines en los que hacen de jardineros nuestras voluntades”[85]. La alusión a la jerarquía nos permite también comprender que lo que hacemos según voluntad es más perfecto que lo que hacemos según naturaleza, pues los que poseen voluntad –y por tanto, inteligencia– se determinan a sí mismos a obrar, demostrando así el dominio sobre sus acciones. Tampoco por este lado notamos la superioridad de una facultad sobre otra, sino de las dos sobre las facultades sensibles.

En cambio, si se atiende a los actos de estas potencias la inteligencia es más activa que la voluntad, porque sus actos y hábitos son más activos. Con todo, si tratamos de esbozar su distinción jerárquica en atención a la persona humana de quien éstas son facultades, la cosa cambia, porque la persona apoya más a la voluntad que a la inteligencia. En efecto, aparte de la comparación entre los objetos, los actos, los hábitos y las mismas potencias para vislumbrar la jerarquía, si tenemos en cuenta la vinculación de una y otra facultad con la persona humana, vemos que la inteligencia es más autónoma, más separada, distante, del ser personal. La persona no personaliza tanto la inteligencia como la voluntad. Si lo hiciera, subjetivizaría el conocimiento. Ello indica que en cuanto potencia es más noble la inteligencia, pero con la ayuda que la voluntad recibe de la persona, ésta es se ennoblece más que la inteligencia.

Con todo, la persona no eleva directamente ni la inteligencia ni la voluntad, sino a través de un instrumento nativo: la sindéresis. Ésta se emplea mucho más en la activación de la voluntad que en la de la inteligencia. Según esto, en la sindéresis se pueden distinguir dos vertientes, una referida a la inteligencia y otra a la voluntad, de las cuales una será jerárquicamente superior a otra. Activar la inteligencia es más fácil porque se trata de iluminar lo claro. En cambio, la voluntad no es clara, puesto que no es cognoscitiva. Si bien, como cualquier realidad, la voluntad no debe carecer de verdad. En consecuencia, iluminar la verdad de la voluntad exige más luz por parte de la sindéresis que iluminar la inteligencia. Y es precisamente esa mayor ayuda (activación o iluminación) lo que favorece que la voluntad sea superior a la inteligencia.

Es curioso apreciar cómo en la dualidad humana conformada por las dos potencias superiores inteligenciavoluntad el miembro inferior, la voluntad, puede ser realzado por la persona hasta el punto de sobresalir por encima del superior, la inteligencia. Ello indica que la activación de la voluntad puede ser superior a la de la inteligencia, y que, consecuentemente, la virtud superior de la voluntad, la amistad, será más excelente que el hábito adquirido superior de la inteligencia, el de los axiomas lógicos[86]. En efecto, el amigo es otro yo, pero la noción de otro yo incluye la noción de yo propia de la sindéresis, y es claro que ésta es un conocimiento superior al de la razón como potencia. Por tanto, a nivel de facultades humanas es preferible ser amigo que saber mucho acerca de realidades intramundanas o sobre asuntos mentales, es decir, que hacer ciencia o lógica. Es preferible porque es más felicitario para la esencia humana. Claramente no se puede ser amigo sin conocer muchas cualidades del amigo, pero el amor al amigo resalta por encima del conocimiento. Por ello la clave de las mejores relaciones referidas a la esencia humana (relación entre esposos, relación padres-hijos, profesores-alumnos, etc.) pasa por la amistad.

Por lo demás, la virtud de la amistad tiene una gran peculiaridad, y es que es simbólica, es decir, cuando la conocemos nos lanza a una realidad personal superior a ella, a saber, al hábito innato de sabiduría (del que se trata en el Capítulo 15) porque de quien primero y principalmente se debe ser amigo es de la sabiduría. Más aún, sólo la sabiduría es la que puede dirimir entre verdadera y falsa amistad. Este aspecto es sumamente relevante para el filósofo, pues el amor a la sabiduría no sólo saca el mejor partido a la voluntad humana, sino que anima a la inteligencia a conocer cada vez más[87].

***

La polémica en torno a la hegemonia de la inteligencia o la voluntad humanas constituye uno de los grandes temas de la filosofía occidental[88]. Aunque la controversia recorre todos los siglos, el climax de la discusión seguramente se enmarca en el s. XIII, y sus protagonistas más destacados tal vez sean Tomás de Aquino y Escoto. Estos dos autores dan argumentos a favor de una u otra potencia tomando en cuenta su distinta intencionalidad, sus actos, sus hábitos-virtudes y la consideración de las mismas facultades. Es un problema intrincado, difícil de resolver. Ahora bien, si todo problema se soluciona por elevación, desde este perfil tenemos bastante facilidad para dar con la solución, puesto que la persona humana, en la que centra la atención nuestra antropología, es superior a esas potencias. En efecto, sólo dualizando esas potencias con la persona humana podemos saber cuál de ellas es superior. Con todo, no se dualizan diréctamente con la persona, sino con un instrumento suyo, la sindéresis. Ésta se emplea mucho más a fondo con la voluntad que con la inteligencia, sencillamente porque la inteligencia es naturalmente más activa que la voluntad. De manera que la desventaja natural de la voluntad respecto de la inteligencia es superada con creces por la ayuda de ese principio activo superior que desarrolla más a esta potencia que a la inteligencia.

En suma, continuando las conclusiones de la Lección precedente y teniendo en cuenta lo descubierto en este Tema, se puede decir que el hombre es un ser que no es “animal”, pero que, sin duda, es “racional”, y por encima de eso es “voluntario”, aunque sobre todo es “sinderético”, es decir, que constituye un “yo” capaz de gobernar y desarrollar su razón y su voluntad, y contando con ellas, toda su sensibilidad. Con los temas anteriores hemos atendido a la naturaleza y a la esencia humana. Ahora bien, el modo de ser de una y otra admite dos tipos: varónmujer. Pasemos a estudiar esa doble modulación de lo humano.

NOTAS DEL TEXTO

[1] Cfr. Q.D. De Anima, q. un., a. 1, ad 6.

[2]   Cfr. González Quiros, J. L., Mente y cerebro en el pensamiento contemporáneo. Crítica de las teorías materialistas de la mente, Madrid, Universidad Complutense, Departamento de Filosofía, 1988.

[3] Cfr. Popper, K., Eccles, J., El yo y su cerebro, Barcelona, Labor, 1985.

[4] Cfr. Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, II, Pamplona, Eunsa, 1997, Lección Primera.

[5]     Lope de Vega, Leonardo, en Peribañez y el Comendador de Ocaña, Barcelona, Orbis, 1983, 164.

[6]     Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, n. 1009, 201.

[7]     Cfr. De Anima, l. III, cap. 8, (BK 431 b 21); ibid., l. III, cap. 5, (BK 430 a 14 ss).

[8]     Lope de Vega, Peribañez y el Comendador de Ocaña, Barcelona, Orbis, 1983, 172.

[9]      Alemán, M., Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 349. He aquí otro autorizado testimonio: “cuando el valor devora la razón, ésta se traga la espada con que pelea”, Schakespeare, W., Antonio y Cleopatra, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 753.

[10]   Por referencia no se entiende que un acto de conocer, por ejemplo, se conozca, se refiera, a sí mismo, sino que hay alguna instancia del conocer de la inteligencia que conoce otra instancia de esa misma facultad de conocer.

[11]   “Cierta referencia” no indica “referencia completa”. La inteligencia no se autoconoce de modo completo. La completa referencia “reditio completa” atribuida a todos los seres espirituales es una tesis neoplatónica (de Proclo) que no se compagina con la realidad, pues implica un paso injustificable desde la ignorancia al saber completo, de la potencia al acto.

[12]   Si la inteligencia no está en el cerebro ¿dónde está? No es que no se quiera responder, sino que la pregunta está mal hecha, es decir, es improcedente, porque preguntar por el estar o por el dónde sólo se puede referir a lo sensible, pero no a lo inmaterial, pues esto no está sino que es. Además, no se debe referir a todo lo sensible. En efecto, nótese que tampoco las imágenes, recuerdos, etc., están en el cerebro, porque no son materiales. Entonces, ¿dónde están? Mala pregunta, pero si se quiere, se puede responder que están en el acto de imaginar, recordar, etc., que tampoco son materiales.

[13]   “Las faltas no tienen límites/ como tienen los terrenos/ se encuentran en los más buenos/ y es justo que les prevenga/: aquel que defectos tenga/ disimule los agenos”, Hernández, J., Martín Fierro, Buenos Aires, Albatros, 1982, 197.

[14]   Correas, G., op. cit., 575.

[15]   Alemán, M., Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 104.

[16]   “Debemos recordar que, en general, el objetivo de nuestros periódicos es más el crear una opinión, impresionar a sus lectores, que defender la causa de la verdad. Este último fin se persigue tan sólo cuando coincide con el primero”, Alan Poe, E., Narraciones extraordinarias, Bogotá, El Tiempo, 2002, 64-65. 

[17]   “No hay arma que así trabe y mude la voz natural como respetos humanos el juicio de la verdad”, Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, nº 813, 177.

[18]   “Aduladores. Verdaderamente se pueden llamar polillas de la riqueza y carcomas de la verdad”, Alemán, M., Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 365.

[19]    Ratzinger, J., “Cristo, el Redentor de todos los hombres”, en Caminos de Jesucristo, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2004, 68.

[20]   En rigor, nada nuevo: “existen ciertos espíritus que solo deben atacarse con rodeos; tempreramentos enemigos de toda resistencia; caracteres reacios a los que encocora la verdad, que se rebelan siempre contra el camino recto de la razón y a los que sólo se puede llevar con rodeos a donde uno quiere conducirlos”, Moliére, J.B.P., El ávaro, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1957, 713 b-714a.

[21]   La expresión es de San Josemaría. Cfr. Camino, nº 25.

[22]   Correas, G., op. cit., 739.

[23]   Cfr. mis libros Conocer y amar, Pamplona, Eunsa, 1994, cap. I, y Curso Breve de Teoría del Conocimiento, Bogotá, Universidad de La Sabana, 1997, cap. 3. Cfr. asimismo: García López, J., La verdad, Pamplona, Servicio de Publicaciones, 1996; Millán Puelles, A., El interés por la verdad, Madrid, Rialp, 1997.

[24]   Cronin pone en boca del protagoniosta de su novela La ciudadela una sentencia que puede venir bien al caso. En efecto, cuando Andres, joven médico, estaba relizando un exigente examen oral para obtener un buen puesto estatal, a la pregunta personal que le realiza el doctor examninador sobre cómo se conduciría el candidato en el ejerccicio de su profesión, éste responde que su talante sería el de no tomar en su profesión nada como absoluto. En efecto, si la medicina es cienca práctica, no caben en ella verdades absolutas, sino opiniones más o menos certeras y fundamentadas. Con ello no se pretende invalidar esta disciplina ni menospreciar, como intenta Moliere en El enfermo imaginario, la profesión médica.

[25]   La verdad explícita se da por primera vez en el acto del juicio de la razón, que, sin embargo, no es ni la única ni la más alta sede de la verdad.

[26]   Por ejemplo, “la opinión que nos hace medir el valor intrínseco de un hombre por su equipo exterior es una tontería”, Schakespeare, W., Pericles, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 677.

[27]   “Cada uno es hijo de su madre y de su humor, casado con su opinión”, Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 100.

[28]   Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, n. 1117, 218.

[29]   Schakespeare, W., Medida por medida, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 478.

[30]   Casona, A., La sirena varada, Madrid, Espasa Calpe, 1991, 86.

[31]   Polo, L., “La verdad como inspiración”, en La persona humana y su crecimiento, Pamplona, Eunsa, 1996, 198, nota 1.

[32]   Cfr. Tomás de Aquino, Suma Contra los Gentiles, l. III, cap. 26, n. 9.

[33]    No hay mentiras “piadosas”, porque así como la verdad es hija de Dios, la mentira es hija del demonio.

[34]   No siempre es oportuno decir la verdad. Por una parte uno debe saberse así: “soy tan sincero como la sencillez de la verdad, y más sencillo que la infancia de la verdad”, Schakespeare, W., Troilo y Cressida, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 326. Pero por otra parte, atienda a que “casi había olvidado que la verdad debe ser silenciosa”, Schakespeare, W., Antonio y Cleopatra, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 725.

[35]   “¿No adviertes que te declaras contra la plausible Mentira, que es decir contra todo el mundo, y que te han de tener por loco? Quisiéronla vengar los niños con sólo dezirla, mas como flacos y contra tantos y tan poderosos, no fue posible prevalecer: con lo cual quedó de todo punto desamparada la hermossísima Verdad, y poco a poco, a empellones, la fueron todos echando tan lexos que aun hoy no parece ni se sabe dónde haya parado”, Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 140.

[36]   Supongamos que ese uno sea universitario. Si, como se suele decir, “la universidad consiste en buscar, vivir y difundir la verdad”, no será universitario quien no la busque; será poco universitario quien poco la busque, y, consecuentemente, quien poco la viva; lo será más quien más la busque y la viva. Superará a éste quién, además, la difunda. Siempre cabe preguntarse: ¿en qué etapa me encuentro?

[37]   Correas, G., op. cit., 573.

[38]   Con ejemplos: querer una realidad material es querer una tableta de chocolate; querer una realidad inmaterial es querer ver, pues el acto de ver no es material; querer una realidad espiritual es ese querer que una madre tiene por su hijo que ya hace muchos años ha perdido la vida a causa de un accidente, una guerra, un asesinato, etc.

[39]   Con ejemplos: se puede afinar la vista hasta cierto punto, más allá del cual, si se insiste en esta pretensión, se alcanza una miopía; se puede desarrollar la memoria sensible hasta cierto punto, más allá del cual adviene la ruina psíquica, etc.

[40]   Moreto, A., El desdén, con el desdén, Barcelona, Planeta, 1987, 65.

[41]   Cfr. mi libro Conocer y amar, ed. cit., cap. I. Cfr. asimismo: Cardona, C., Metafísica del bien y del mal, Pamplona, Eunsa, 1987; García López, J., El bien, Pamplona, Servicio de Publicaciones, 1996.

[42]   Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. I, cap. 1 (BK 1094 a 2-3).

[43]   El bien es un trascendental relativo a la voluntad humana, es decir, una perfección que se encuentra en toda realidad. Se conoce como trascendental cuando iluminamos nuestra voluntad desde la sindéresis, porque esa luz nos declara que la voluntad está abierta al bien sin restricción, a todo bien, a todo lo real.

[44]   La tradición clásica denomina “objeto” del querer a los diversos asuntos reales. En ese mismo sentido se emplea el término en esta lección.

[45]   Este es el planteamiento clásico del orden de los transcendentales. Primero es el ser, luego la verdad, en tercer lugar el bien. Cfr. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 21, a. 3. Cfr. asimismo: Polo, L., Nominalismo, idealismo y realismo, Pamplona, Eunsa, 1996.

[46]   Cfr. aristóteles, Metafísica, l. VI, cap. 5 (BK 1027 b); Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 16, a. 1 co; q. 82, a. 3 co; II, q. 172, a. 6 co. 

[47]   La sentencia clásica al respecto dice así: bien y ser coinciden, sunt idem in re. Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 5, a. 1 co; q. 16, a. 3 co; 4 co; q. 80, a. 1 ad 2; I-II, q. 29, a. 5 co; q. 36, a. 3 co; q. 55, a. 4, ad 1.

[48]   La igualdad es una abstracción formal de la mente, fruto de considerar los abstractos como tales, como formas, no su contenido real. De ese modo los podemos igualar. En la realidad no hay, sin embargo, ninguna realidad igual a otra.

[49]   Cfr. Tomás de Aquino, Suma Contra los Gentiles, l. I, cap. 5, n. 2.

[50]   “Ilustrado una vez el entendimiento, con fazilidad endereza la ciega voluntad”, Gracián, B., op. cit., 109.

[51]   “Lo que no le cae en gusto a la voluntad, siempre se le hace rodeo al entendimiento”, Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, nº 883, 185.

[52]   Cfr. Ética a Nicómaco, l. I, cap. 4 (BK 1095 a).

[53]   Correas, G., op. cit., 98.

[54]   Alemán, M., Guzmán de Alfarache, II, Madrid, Cátedra, 1979, 429.

[55]   Correas, G., op. cit., 246.

[56]   He aquí unos autorizados testimonios: “Si lo que condena a los hombres es lo que tienen del mundo, y estos (los pobres) no tienen nada ¿cómo se condenan?”, Quevedo, F. de, Los Sueños, Madrid, Alianza Editorial, 1983, 93. “En cualquier acaecimiento más vale saber que haber (…) es de mayor estimación lo poco que el sabio sabe que lo mucho que el rico tiene”, Alemán, M., Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 316. “Mas yo, entre tanto bien, me criaba mal; como rico y como único, cuidaban más mis padres fuesse hombre que persona… Passé luego a la bizarría, rozando galas y costumbres, engalanando el cuerpo lo que desnudaba el ánimo de los verdaderos arreos, que son la virtud y el saber”, Gracián, B., op. cit., 105.

[57]   Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. VI; Tomás de Aquino, Comentarios a la Ética, l. VI; Haya, F., Tomás de Aquino ante la crítica. La articulación trascendental de conocimiento y ser, Pamplona, Eunsa, 1992.

[58]   “Poco importa la honra antigua, si la infamia es moderna. Y si no os vestís de vuestros antepasados porque no son al uso, ni salís un día con la martingala de vuestro abuelo porque se reirían de tal vejedad, no pretendáis tampoco arrear el ánimo de sus honores. Buscad en nuevas hazañas la honra al uso”, Gracián, B., op. cit., 496.

[59]   “Éste es soldado; assí lo estuviera en las costumbres: no anduviera tan rota la conciencia”, Gracián, B., op. cit., 142.

[60]   Tal vez el nombre de esencia vaya bien tanto para los conocedores de la filosofía clásica, como para los lectores que carezcan de aquella formación. A los primeros, porque así podrán notar que la esencia humana depende del acto de ser o persona humana. A los segundos, porque la palabra esencia les denota algo perfecto, que no indica el de naturaleza.

[61]   La psicología suele hablar de tipos humanos. Pero los hábitos y las virtudes no son naturales sino adquiridos en la inteligencia y en la voluntad, respectivamente. No pertenecen a los tipos, a lo natural humano, sino que son estados internos que gobiernan lo tipificado. Por eso, no se los puede explicar psicológicamente. “Los hábitos están por encima de los tipos y destipifican, están en otro nivel”, Polo, L., Los tipos humanos, pro manuscripto, 19.

[62]   Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, qq. 49-67; Pieper, J., Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp, 3ª ed., 1988; Geach, P., Las virtudes, Pamplona, Eunsa, 1993. García López, J., El sistema de las virtudes, México, Editora de Revistas, 1986; Virtud y personalidad, Pamplona, Eunsa, 2003; Isaacs, D., La educación de las virtudes humanas, Pamplona, Eunsa, 11ª ed., 1994. 

[63]   Innerarity, D., La libertad como pasión, Pamplona, Eunsa, 1992, 41.

[64]   Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, IIª Parte, n. 1033, 206. Similar al refrán que dice: “Hablar de la virtud es poco, hacer la obra es el todo”, Correas, G., op. cit., 374.

[65]   “Uno se sonríe cuando escucha o lee el término virtud”, Scheler, M., “Zur Rehabilitierung der Tugend”, Vom Umsturz der Werkew. Abhandlungen und Werke, en Gesammelte Werke, Bern, München, Franche Verlag, 1972, 5ª ed., 15.

[66]   “¿Venta aquí, señor, ni mesón? ¿cómo queréis que lo haya en este camino si es el de la virtud? En el camino de la vida, dijo, el partir es el nacer, el vivir es caminar, la venta es el mundo y en saliendo de ella es una jornada sola y breve desde él a la pena o a la gloria. Diciendo esto se levantó, y dijo: Quedaos con Dios, que en el camino de la virtud es perder el tiempo el pararse uno, y peligroso responder a quien pregunta por curiosidad y no por provecho”, Quevedo, F. de., Los Sueños, Madrid, Alianza Editorial, 1983, 101-102.

[67]   Correas, G., op. cit., 495.

[68]   Ibid., 53.

[69]   Cfr. Tomás de Aquino, Acerca de las virtudes en común, a. 1, ad 6.

[70]   “Más vale tesoro de virtud que de oro”, Correas, G., op. cit., 503.

[71]   “La virtud es el punto en que el tener toma contacto con el ser del hombre, la conjunción de lo dinámico con lo constitucional”, Polo, L., Sobre la existencia cristiana, Pamplona, Eunsa, 1996, 123. Cfr. asimismo: Macintyre, A., Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987.

[72]   Spaemann, R., Lo natural y lo racional, Madrid, Rialp, 1989, 134.

[73]   Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, IIª Parte, n. 831, 180.

[74]   De la índole de los primeros formamos, por ejemplo, el hábito conceptual, pues desde que fraguamos el primer concepto, por ejemplo el de “mesa”, la razón sabe que como ese puede formar infinitud de conceptos. Desde ese instante se sabe (hábito) qué es concebir (acto), sea lo que sea lo que conciba (concepto), y no se tiene ninguna dificultad en hacerlo. De la índole de los segundos tenemos, por ejemplo, el de la prudencia, pues no por mandar bien una acción práctica uno deviene prudente. El hábito de la prudencia lo alcanzamos con multiplicidad de actos, con experiencia, y nunca se termina de tener exhaustivamente.

[75]   “Beldad y hermosura, poco dura; más vale la virtud y cordura”, Correas, G., op. cit., 120.

[76]   Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, IIª Parte, n. 650, 154.

[77]   Shakespeare, W., Hamlet, en Hamlet, Madrid, Elección Editorial, 1983, 201.

[78]   Ibid., n. 721, 163. “El orgullo, que ha sido el peor enemigo del hombre; porque cual ningún otro es osado, cual ningún otro levanta la frente ante la virtud; cual ningún otro se planta y señorea; cual ningún otro esconde su perversidad bajo buenas formas, y cual ningún otro falsea las ideas y condena y califica de servilismo al respeto, ese santo sentimiento que entró en el mundo con la bendición de Dios”, Fernán Caballero, La familia de Alvareda, Barcelona, Caralt, 1976, 113.

[79]   Aunque no exclusivamente, sino respaldada por la tradicionalmente llamada sindéresis. “sin la sindéresis las virtudes morales no son posibles, porque los actos voluntarios son constituidos por dicho hábito innato, porque las virtudes están estrechamente imbricadas con los actos voluntarios, los cuales son constituidos por dicho hábito innato”, Polo, L., La voluntad y sus actos (II), Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, n. 51, Pamplona, 1998, 28.

[80]   Correas, G., op. cit., 460.

[81]   Alemán, M., Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 543.

[82]   Gracián, B., op. cit., 479.

[83]   Cfr. Correas, G., op. cit., 800.

[84]   Gracián, B., op. cit., 484.

[85]   Schakespeare, W., Otelo, el moro de Venecia, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 373.

[86]   El hábito de los axiomas lógicos nos permite conocer los actos de razonar que conocen los principios lógicos que son el fundamento de todo el discurso racional. Estos principios son tres y se puede formular objetivamente del modo que sigue. El de identidad: A es A. El de contradicción: A no es no A. El de causalidad: no hay causa sin efecto.

[87]   Cfr. Gilson, E., El amor a la sabiduría, Caracas, Ayse, 1974.

[88]   Heimsoeth, H., Los seis grandes temas de la metafísica occidental, traducción de J. Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1960, 3a ed.