ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES (J. F. Sellés)

06. Las facultades sensibles humanas

La noción de facultad es un descubrimiento de primera magnitud, propio de la filosofía antigua y muy desarrollado en la medieval. Sin embargo, tras atravesar diversas vicisitudes en la moderna, se ha puesto en tela de juicio -cuando no negado explicitamente su existencia- en la contemporánea. En efecto, la filosofía moderna centró su atención en la oposición entre sujetoobjeto, confrontación que dicha filosofía intenta superar para llegar a la totalidad del saber. Pero en ese antagonismo se olvida no sólo la facultad, sino también los actos y los hábitos cognoscitivos. La deuda que la filosofía contemporánea heredó de la moderna en este punto es patente, aunque sus intentos de vinculación entre sujeto y objeto discurran por otros cauces -más voluntaristas- que la moderna.

Pues bien, en este Tema no sólo se intenta recuperar la noción de facultad, sino también indicar que existen pluralidad de ellas con soporte orgánico, que la distinción entre ellas es jerárquica y que, además, en nosotros presentan distinciones esenciales respecto de los animales.

  1. ¿Qué son las facultades sensibles?

En las publicaciones recientes sobre el hombre es usual subrayar las semejanzas que existen entre los animales y el hombre a nivel somático, e incluso a nivel psíquico, hablando incluso de la personalidad de los monos, de la psicología de la polilla… Sin embargo, teniendo en cuenta esas similitudes (ineludibles sobre todo en algunos ejemplares…), lo que aquí se intenta resaltar es el carácter distintivo de la naturaleza humana respecto de la de los demás seres vivos, en especial, la de los animales superiores con los que más afinidades se perciben (teníamos muchas más con los homínidos que ya desaparecieron). Como es obvio, si encontramos esas diferencias, y no sólo de grado, sino radicales a todo nivel, ello supondrá una ampliación de la tesis clásica según la cual el hombre se diferencia de los animales exclusivamente por la razón[1].

En el Capítulo precedente hemos tenido ocasión de comprobar suficientemente que la distinción que se busca entre el hombre y los animales se da de modo claro en el cuerpo humano. En esta Lección proponemos descubrir la distinción atendiendo a las funciones y facultades sensibles. En la siguiente, la rastrearemos en las dos potencias espirituales humanas: inteligencia y voluntad. En la III Parte saldrá a relucir el carácter distintivo de lo humano respecto de los animales a raíz del estudio de las manifestaciones humanas. Y en la IV Parte, por último, atenderemos a lo que distingue al hombre de los demás seres vivos en cuanto que cada uno es una persona, esto es, teniendo en cuenta lo radical de cada hombre que lo constituye en un acto de ser distinto de los demás hombres.

La vida que vivifica a un ser vivo es una, decíamos en el primer Capítulo, pero no se manifiesta por igual en todas las acciones o facetas del viviente. Se muestra distinta también en cada parte de su organismo. Ello implica que en el ser vivo existen unos principios que diversifican el único núcleo vital en sus manifestaciones, estando éstos, no obstante, en correlación con aquél. A tales principios de operatividad diversa se les denomina desde antaño potencias o facultades.

Una potencia o facultad es una capacidad de obrar. Nótese que las facultades no son el sujeto último del obrar, sino el principio a través del cual obra tal sujeto. No es, en último término, la facultad la que opera, sino el sujeto a través de la facultad. No es, por ejemplo, la vista quien ve, ni la memoria quien recuerda, ni la razón quien entiende, porque ninguna facultad es un quién, sino que es, en último término, cada hombre quien ve a través de su vista, quien recuerda a través de su memoria, quien entiende a través de su razón, etc. En este sentido las facultades son instrumentos naturales de cada persona humana. En rigor, son los cauces diversos a través los cuales una persona acepta a las demás y al mundo y manifiesta algo de sí. Son, pues, para la aceptación y donación de la persona.

Pues bien, en el hombre existen múltiples potencias o facultades, y la suma o la totalidad de ellas no se identifica con el alma o principio de la vida humana. El alma humana no se reduce a la totalidad de sus potencias, porque no es lo mismo la raíz de la vida que los diversos principios de obrar en que ésta se manifiesta. Si fueran lo mismo, el alma obraría siempre en todas sus facetas. Pero es claro que no sucede así. No siempre se está actuando. En efecto, en el sueño, por ejemplo, casi nunca pensamos, y ciertamente nunca queremos con la voluntad, por eso no somos responsables de los deseos soñados, y sin embargo, siempre que soñamos estamos vivos. Las potencias son las que permiten que unas veces actuemos y otras no. Se pueden comparar al interruptor de la luz, que unas veces da paso a la corriente eléctrica para que se encienda la bombilla y otras no. Hay que poner, por tanto, las potencias entre los actos y la vida o el alma. La pluralidad de potencias en el alma (la visiva, la auditiva, la inteligencia, etc.) se nota merced a los distintos actos u operaciones que de ellas nacen (ver, oír, pensar, etc.); a su vez, la diversidad de los actos se percibe por los distintos objetos propios de esos actos (colores, sonidos, ideas, etc.).

Por otra parte, en las potencias del alma existe un orden manifiesto, aunque  no completo, entre unas y otras. Ese orden es jerárquico, siendo unas potencias superiores a otras. De modo que las inferiores nacen de las superiores y tienen a aquéllas como a su fin. No es, por ejemplo, el pensar para imaginar y éste para ver, sino a la inversa. Por eso, hay que guardar la vista, cribar lo que se ve, pues de lo contrario se educa o formaliza poco la imaginación; y si eso sucede, se piensa poco. La jerarquía se manifiesta porque las superiores pueden más que las inferiores, pues alcanzan precisamente aquello que no podían ni sospechar las inferiores. Siguiendo con el ejemplo precedente, al imaginar conocemos proporciones, sucesiones, símbolos, etc., que la vista no percibe, y los conocemos, además, sin que esos objetos particulares estén presentes en la realidad externa; al pensar conocemos lo universal, asunto que no puede la imaginación. En la diversidad de potencias humanas la inferior sirve a la superior y la superior favorece a la inferior. Es pertinente descubrir ese orden, pues de lo contrario no nos podremos comportar de acuerdo con nuestra naturaleza humana, que no es caótica, sino con bastante armonía.

Si la totalidad de las potencias fuera la misma alma o principio vital humano, las diversas potencias tendrían en propiedad no sólo ver, oír, etc., sino también estar vivas, lo cual es falso, porque ninguna potencia se vivifica a sí misma. Lo que da vida a todas las facultades es un único principio vivificador, que no es otra cosa que el alma. A la par, si fuese lo mismo el alma que la suma de las potencias, éstas no tendrían un sujeto común en el que inherir, y dado que son potencias, es decir, principios de operaciones que de entrada no actúan, ninguna de ellas se actualizaría, es decir, ninguna se pondría en marcha por sí sola. Además, la conexión, subordinación, orden, de unas y otras no tendría razón de ser, o sería accidental, pero es evidente que guardan relación ordenada entre ellas, y la relación que las une es de dependencia o subordinación de las inferiores respecto de las superiores. Con todo, el orden no es completo, pues caben “rebeldías” en las inferiores respecto de las superiores[2], y también “dictaduras” de las superiores respecto a las inferiores[3]. Lo conveniente, en cambio, es que las superiores gobiernen a las inferiores -como aconsejaba Aristóteles- con imperio político, no despótico, y que las inferiores sirvan a las superiores no servil o mecánicamente, sino con docilidad.

Las facultades o potencias no se reducen a los órganos. Aunque existe una estrecha relación entre ambos, no hay que confundir el soporte orgánico de la facultad con la facultad entera. Así, por ejemplo, la facultad de la vista no se reduce al ojo (más el nervio óptico y parte del cerebro), o si se quiere, la facultad no se agota en organizar los componentes somáticos de la visión (retina, córnea, bastoncitos, cristalino, uno de los pares craneales del bulbo raquídeo, etc.), sino que da para más. ¿Para qué? Precisamente para poder ver, o no ver, según los casos. Pero el acto de ver no es retina, córnea, bastoncitos, cristalino, etc., ni la suma de todos esos componentes, porque el ver no se ve, esto es, no es corpóreo, físico o biofísico, mientras que tales elementos sí lo son. Ello indica que la facultad es un sobrante de vida respecto de su función de vivificar su órgano. El acto de ver, por seguir con el aludido ejemplo, depende de lo que sobra de vida en la facultad de la vista que no se agota vivificando y organizando al ojo.

A todas las facultades sensibles animales y humanas les ocurre lo mismo: además de vivificar su órgano, les sobra vida para realizar sus actos propios no orgánicos. Lo cual indica que la facultad es más que el órgano, y que sus actos no son orgánicos. Si todas las facultades sensibles tienen esa constitución, ¿qué las diferencia entre sí?, ¿acaso el órgano? No sólo ni principalmente, porque el órgano es pasivo, pues recibe la activación de su facultad. De modo que la raíz de la distinción entre las potencias o facultades debe estar en ellas mismas más que en sus órganos. En efecto, las potencias sensibles se distinguen entre sí precisamente por la medida de ese sobrante o más de vida que salta por encima de las necesidades orgánicas. Unas potencias son más que otras en la medida en que aquél principio que organiza y vivifica el órgano sobrepuja respecto de su papel de estructurar, vivificar, u ordenar lo orgánico. En la medida en que tal principio dé para más, es decir, en que sobre con relación a la ordenación corpórea de su soporte orgánico, una facultad es superior a otra[4]. A ese añadido se puede llamar filosóficamente “sobrante formal”[5], e indica que hay más causa formal que la que se emplea informando una causa material.

Potencias o facultades son, pues, los principios próximos potenciales de las diversas operaciones que pueden ejecutar los seres vivos. “Principios” indica que son el origen de donde nacen tales actos. “Próximos” señala que no son como la vida, principio remoto, sino cercanos a ejercer determinados actos. “Potenciales” indica que no siempre actúan, sino que hay alternancia entre el actuar y el omitir la actuación. No conviene que actúen siempre, porque cansan y deterioran al órgano, y ya se sabe que “el arco mucho tiempo armado, peligra de quedar flojo o ser quebrado”[6]. Por su parte, que sean principios “de operaciones” insinúa que cada una ejerce distintos actos[7].

  1. La jerarquía entre las distintas facultades sensibles

Si se compara ese sobrante aludido de las diversas facultades, se nota que es él el que garantiza la superioridad de unas potencias respecto de otras. Las facultades están ordenadas entre sí, y también sus órganos. El orden entre las facultades, y consecuentemente entre sus órganos, lo marca la jerarquía. Se patentiza este orden porque las superiores son más capaces que las inferiores; por ejemplo, porque conocen más. También, por la dependencia de unas potencias respecto de otras, de las inferiores respecto de las superiores. Por ejemplo, del sentir –sensorio común, en lenguaje aristotélico, percepción en denominación actual- dependen los sentidos externos, pues en rigor no se ve, oye, etc., si no se siente que se ve, oye, etc.[8]. La dependencia implica, pues, una subordinación de las potencias inferiores a las superiores. Ejemplificando de nuevo: los apetitos sensibles (deseo de comer, beber, etc.) están sometidos a la voluntad (por eso no comemos cualquier cosa y a cualquier hora, sino lo que conviene y cuando es oportuno y queremos).

La escala jerárquica entre las potencias humanas tiene en la cúspide de la pirámide a la inteligencia y voluntad. Todas las facultades sensibles están subordinadas a ellas, pues están en función de ellas. Hay que mantener, en consecuencia, que los sentidos y apetitos sensibles existen en el hombre no de modo enteramente independiente o autónomo, sino en función de la razón y voluntad. En todas las potencias del alma humana se da, pues, un orden, y éste lo marca la dependencia. Dependencia implica subordinación de las inferiores a las superiores, puesto que las superiores tienen en cuenta lo logrado por las inferiores y añaden más. ¿Más qué? Más conocimiento, o más deseo, según las potencias de que se trate. Señalaban los medievales no sólo que las potencias inferiores nacen de las superiores, sino también que las superiores son el fin de las inferiores[9].

Es aceptado por la mayor parte de pensadores el distinguir, de menos a más, entre cuatro grupos de potencias humanas (que no cuatro potencias), a saber: las vegetativas[10], las locomotrices[11], las sensitivas[12] y las intelectivas[13]. A la par, en las sensitivas e intelectivas se pueden distinguir, dos géneros: cognoscitivas y volitivas. Por ello, en las sensitivas hay que distinguir entre cognoscitivas sensibles[14] y apetitivas sensibles[15]. Y, del mismo modo, en las intelectuales hay que discernir entre entendimiento y voluntad. Dentro de las cognoscitivas sensibles se pueden distinguir, a su vez, dos subgrupos: los sentidos externos[16] y los internos[17]. Distinción a la cual siguen también dos tipos de apetitos sensibles: el apetito concupiscible[18] y el irascible[19], todo ello en terminología clásica.

La clasificación de las potencias y funciones humanas que pasa por tradicional (aunque se podría dotar de añadidos), distingue, de menos a más, las siguientes: dentro de las vegetativas tres funciones: nutrición, reproducción y desarrollo. En los sentidos externos, cinco facultades: tacto, gusto, olfato, oído y vista. En los internos, cuatro: sensorio común o percepción sensible, memoria, imaginación y cogitativa (llamada estimativa en los animales). Dentro de las apetitivas sensibles, dos: apetito concupiscible y apetito irascible. En las locomotrices no suelen establecerse distinciones, aunque son patentes. Por último, en las intelectivas, dos: la voluntad y la inteligencia. Dicho esto, que es una somera exposición de la índole y jerarquía de las facultades humanas y que se registra esquemáticamente en el cuadro del Apéndice nº 6, pasemos ahora a investigar nuestro propósito, a saber, el carácter distintivo de las funciones y facultades sensibles humanas respecto de las animales en cada uno de sus niveles.  

  1. La distinción entre las funciones animales y humanas a nivel vegetativo

Si vida y alma son equivalentes, las plantas y árboles también tienen un alma. De manera que llamar “animado” a un bosque no es una metáfora literaria[20], sino una realidad básica. Lo que pasa es que se trata de un alma peculiar, muy distinta -por inferior- de la sensible y, por supuesto, que la humana. La vegetativa está conformada exclusivamente por tres funciones: nutrición, reproducción celular y desarrollo.

Como es sabido, la vida vegetativa es un movimiento vital que transforma en su propia vida lo inerte (nutrición), reduplica su propia vida (reproducción celular) y desarrolla su vida especializándola en determinadas funciones (desarrollo)[21]. No es la vida vegetativa una acciónreacción como los movimientos físicos, tal como se da, por ejemplo, en el impulso que recibe una pelota de tenis al ser golpeada por la raqueta del jugador, sino una incorporación de lo externo a sí, transformándolo en su propia vida, y sacando de ello más vida[22]. Las funciones vegetativas son las que tienen por objeto el mismo cuerpo, siendo éste vivificado por el alma a través de ellas. Se trata de tres funciones jerárquicamente distintas vinculadas entre sí por una neta subordinación de la inferior a la superior.

Lo propio de estas funciones es que su fin permanece en el propio ser vivo, no en algo externo. En eso tales funciones se distinguen de los demás movimientos de la realidad física inerte, pues éstos últimos son procesuales, transitivos, y terminan en algo externo (ej. escribir, pintar, cocinar, etc.). Un movimiento transitivo no posee en sí el efecto o término de la acción. Al serrar, -el ejemplo es de Tomás de Aquino-, mientras dura tal acción, no se posee la madera serrada, y cuando se posee el efecto de la acción, la madera cortada, de la acción no queda ni rastro; no se sigue serrando. Al construir -ejemplo de Aristóteles- no se tiene todavía la casa edificada, y cuando se termina el edificio se cesa de edificar. Al pintar un lienzo, el cuadro es el efecto externo, que no lo posee la acción artística de pintar. En cambio, al alimentarse el alimento se transforma intrínsecamente en vida de la propia vida.

La primera de las funciones vegetativas, la más baja, es la nutrición, a la que también se llama metabolismo. Consiste en asimilar a sí, al propio cuerpo, lo externo posible de ser asimilado. Por eso no respeta lo otro en su ser, sino que lo cambia amoldándolo en la medida que puede al modo de ser propio. En efecto, al ser asimilado, lo inorgánico es transformado, porque pasa a ser orgánico, vida de la vida del ser vivo. La nutrición transforma la índole de lo físico. Es decir, para que el alimento se incorpore a la vida del ser vivo debe dejar de ser la realidad inerte o viva que es. Los compuestos químicos, por ejemplo, del subsuelo en el que el árbol hunde sus raíces dejan de estar como estaban tras absorberlos, y pasan a incorporarse a la vida del vegetal; en nuestro cuerpo hay hierro, pero no en las mismas condiciones que en la realidad física, sino en mejor disposición. Lo que era meramente inerte ha pasado a ser un movimiento intrínseco: vida[23]. La manzana que come una muchacha deja de ser la naturaleza vegetal que era para transformarse en la propia vida corpórea de la chica. Sin embargo, no todo se asimila por igual en la nutrición. De lo contrario la dietética estaría de más. Además, no todo se asimila. Por eso, lo que sobra se expulsa.

La reproducción es la actividad mediante la cual se reduplica un organismo. Como los vegetales y animales están cada uno de ellos en función de la especie, la reproducción es el medio por el cual estos seres vivos perviven en sus especies, es decir, el medio del que disponen para perpetuarse en el tiempo. A distinción de la nutrición, la reproducción respeta lo otro como otro, no como alimento para uno. El otro generado no se subordina a uno, como en el caso del alimento, sino que se respeta su relativa independencia, su vida. No se trata de una vida aislada, sino, por así decir, de una covida, y ello tanto en la reproducción asexuada (celular) como en la sexuada (animal). En efecto, el conjunto de las células de un organismo no es la sumatoria extrínseca de individuos que nada tengan que ver entre sí, sino un conjunto unitario interrelacionado ordenadamente según una clara subordinación de lo inferior a lo superior. La forma vegetativa superior en el organismo vivo es el sistema nervioso, pero de éste carecen los vegetales. A su vez, lo inferior nace de lo superior, tiene a éste como a su fin y es gobernado por él. Por su parte, un conjunto de animales forman su especie; ninguno es ajeno o superior a ella, sino que la especie se reparte entre los individuos y todos están en función de ella.

Al desarrollo también se le suele llamar con otros nombres: ontogénesis, crecimiento, etc. El desarrollo o crecimiento es la función central de la vida vegetativa. En sentido estricto, no consiste en un aumento de tamaño, en ser más alto, grueso, etc., sino en la operación que lleva a cabo la distinción orgánica. Del mantenimiento de los órganos responde la nutrición. De la formación de otros de la misma índole tras la maduración del precedente, la reproducción. De la formación de diferencias específicas en el mismo organismo se ocupa el crecimiento o desarrollo. La nutrición mantiene lo que había; la generación mantiene lo que consigue el crecimiento. Mantener el pasado es inferior -también orgánicamente- a formar el futuro. Por eso, la nutrición y la reproducción están en función del desarrollo. El crecimiento significa que a partir de la embriogénesis (crecimiento diferenciado) las células vivas que se multiplican se especifican de modo diverso a pesar de que todas ellas guarden la misma información en el código genético. Así, al crecer, unas inhiben una parte de la información del código genético y activan otras. Otras, por su parte, inhiben y activan partes distintas. De ese modo contamos con células específicas para diversas funciones: óseas, musculares, nerviosas, de la piel, del pelo…, y así hasta más de 70 billones de células.

Que las funciones vegetativas se dan tanto en los vegetales y animales como en el hombre es claro. No obstante, y es lo que aquí importa resaltar, tales funciones en el hombre están vinculadas a lo psíquico y personal. Sin duda alguna que tales funciones actúan de modo espontáneo y con marcada independencia de la conciencia. Sin ello no se explicarían fenómenos tan ordinarios como la depresión, la istenia crónica o cansancio cerebral irreversible, la úlcera, la anorexia, algunas canas e incluso calvas, el envejecimiento prematuro provocado por problemas laborales, sociales, familiares, etc. El desarrollo es biológico, pero, por ejemplo, el que un hombre desarrolle más que otro su masa muscular por practicar tal o cual deporte no es directamente biológico constitucional, sino que depende de la libre elección de cada quien. No puede ser de otra manera si lo natural y esencial en el hombre es sistémico. De modo que buscar las causas de la delgadez, obesidad, nerviosismo, y un largo etc., sólo en lo corpóreo es insuficiente. Por ejemplo: actualmente se nota, y más que nunca, la necesidad de colaboración entre el buen médico que puede curar o paliar la enfermedad corpórea y el buen psicólogo o psiquiatra que puede ayudar a curar o atemperar la psíquica.

¿Se distinguen las funciones vegetativas en el hombre respecto de los animales sólo en virtud de la redundancia o refluencia -incluso inconsciente- de lo psíquico respecto de lo físico? Buena parte de la medicina tiende a asimilar nuestras funciones vegetativas con las de los animales. No hay, dirían, una diferencia radical entre ambas, sino sólo de grado. La biología defendería que se da sólo una diferencia mínima en el código genético humano comparado con el de algunos animales; que la organización de las funciones vegetativas del cuerpo humano parecen más complicadas que en los animales, pues coordinar al unísono tantas células, tan distintas entre sí, no parece nada fácil y no conviene relegar tal tarea al azar, etc. Hay animales que, obviamente, tienen más células que el hombre, los elefantes, las ballenas, pero no tan variadas, ordenadas y, sobre todo, tan potenciales (las de los animales son más sofisticadas). La fisiología, asimismo, sólo mantendría entre lo vegetativo en nosotros y en los animales diferencias de grado, no radicales.

Sin embargo, si se nota que cada uno de los animales está en función de la especie mientras que en el hombre sucede lo contrario, a saber, que cada hombre salta por encima de lo específico, de modo que esto último debe estar subordinado a lo personal, convendría notar que en los animales la nutrición y el desarrollo están en función de la reproducción, mientras que en el hombre la nutrición y la reproducción están en función del desarrollo. Y eso es una distinción radical, no de grado. Por eso el hombre no termina de desarrollarse nunca, mientras que el animal está desarrollado cuando ya ha alcanzado la madurez, asunto sorprendentemente rápido en la mayoría de las especies. En el hombre siempre caben ulteriores desarrollos, pues no está cerrado biológicamente jamás. Por ejemplo, a la vejez, a un señor le puede dar por pintar, y para llevar a cabo tal actividad debe desarrollar en los dedos de sus manos una habilidad de la que antes carecía, lo cual supone biológicamente un desarrollo y especificación celular determinada.

Además, atendiendo a cada una de estas funciones por separado, también nos ofrecen distinciones. Así, la nutrición del animal es muy selectiva mientras que la humana es omnívora, compatible con la libertad humana, abierta a la totalidad de lo real. La reproducción celular animal genera células con una función determinada, mientras que la humana engendra células a las que llamamos libres: neuronas libres, otro síntoma de compatibilidad vegetativa con la libertad personal. El desarrollo humano también es distinto del animal. El del animal se determina de entrada en una única dirección. El humano de entrada es especialista en no especializarse, es decir, en ser abierto. De esa apertura corpórea a nivel vital mínimo cada persona sacará partido libremente según quiera. Todo ello son distinciones radicales entre el hombre y los animales a nivel vegetativo. Todas ellas miran al futuro humano, pues sin él la libertad no es posible[24].

Por muy autónomo que parezca lo vegetativo en el hombre no hay que olvidar que no nace el hombre de lo vegetativo, sino que lo vegetativo es recibido por la persona humana, y que no es el hombre para lo vegetativo, sino lo vegetativo para el hombre, y no para cualquier hombre o para la humanidad, sino para tal o cual hombre, es decir, para una persona humana irrepetible. Siendo esto así, y a pesar del parecido o de la sintomatología general, no hay dos modos iguales, por ejemplo, de resistir o llevar las mismas enfermedades. De modo que las funciones vegetativas humanas deben ser abiertas. La cerrazón en ellas (las alergias, por ejemplo) es, a ese nivel, lo que las manías a nivel psíquico: una patología. Además, tales funciones no se presentan con cualquier apertura, sino compatible con la apertura de tal o cual hombre que es una libertad distinta.

  1. La distinción en los sentidos externos

Lo peculiar de la vida vegetativa, decíamos, estriba en que al relacionarse con el medio externo lo cambia apoderándose de él y transformándolo en su propia vida. Al comer una menestra navarra, por ejemplo, ésta deja de ser lo que era para pasar a ser parte de nuestra naturaleza orgánica. De modo contrario, lo sensitivo en nosotros deja las realidades externas tal cual ellas son, pero se hace con su forma. Al ver una mesa, por ejemplo, los compuestos materiales de la mesa, la madera, el hierro, etc., no están materialmente, por suerte, en el ojo. Lo que está, y no en el ojo, sino en el acto de ver, es la forma coloreada de la mesa sin la materia de ella.

Los sentidos externos son aquellas facultades sensibles que además de vivificar a su propio órgano corpóreo, permiten conocer de modo sensible las realidades físicas particulares que están presentes. Los sentidos externos son cinco, según la tradicional clasificación (aunque se podría dotar de añadidos), en atención a los diversos actos de ellos, y a los diversos objetos conocidos por dichos actos: tacto, gusto, olfato, oído y vista. Para sentir, aparte de la inmutación[25] física del órgano por parte de la realidad física, se requiere una activación inmaterial de la potencia. Sin ello no habría conocimiento, al igual que no tienen conocimiento las piedras o los vegetales.

En los sentidos externos se pueden diferenciar dos grupos: a) los inferiores: tacto, gusto y olfato, y b) los superiores: oído y vista. A los primeros se les llama así porque conocen la realidad física muy pegados a ella; muy inmutado su soporte orgánico, por tanto, por ella. A los segundos se les llama superiores porque conocen a distancia, más formalmente, es decir, sin ser tan afectados, inmutados, en su base corpórea por la realidad física sensible.

¿En que nos diferenciamos de los animales a nivel de sentidos externos? Por una parte en que estos sentidos no se dan todos en todos los animales, y en los animales en que se dan todos los sentidos, tampoco se dan igualmente desarrollados como en el hombre. En el hombre se dan todos, y se dan mejor desarrollados los superiores que los inferiores. Además, en el hombre es pertinente estudiar la distinción (y no sólo a nivel biológico) de los sentidos (externos e internos) entre el varón y la mujer, asunto al que se presta poca atención. También sería pertinente atender al uso de los mismos por parte de cada hombre o mujer, pues suele decirse, por ejemplo, que “los locos no tienen oídos”[26], que “las razones agudas son ronquidos para los oídos tontos”[27], y que no sólo hay ciegos que guían a otros ciegos, sino que quieren guiar a los que ven[28]. Con todo, el uso humano de los sentidos ya no es un asunto meramente sensible, que es donde debemos captar lo distintivo en este campo respecto de los animales.

No todos los animales tienen los cinco sentidos, sino sólo los animales denominados superiores. Ningún animal carece de tacto. Se puede sospechar que tampoco carecen de gusto, aunque en algunos sea muy burdo. En el hombre, también en los animales, el soporte orgánico de este sentido sirve para fraguar el lenguaje, articulando las voces. No obstante, no se articulan del mismo modo la voz animal y la humana, y por ello, tampoco se usa por igual la lengua[29]. No parece que los animales carezcan de olfato, pues todos respiran. Éste es muy tosco en algunas especies y más desarrollado que el humano en otras. Muchos animales lo tienen más desarrollado que el hombre. Por lo demás, a distinción del hombre, lo típico de los animales es dejar rastro por donde pasan[30]. Por otra parte, el olfato humano está más abierto que el de los animales, por eso algunos hombres lo adiestran sutilmente en una u otra dirección según intereses: para discernir perfumes, vinos, etc.

Los sentidos externos inferiores humanos son para los superiores. Así se explica, por ejemplo, por qué el tacto se subordina al habla (que tiene el soporte en la lengua), pues cuando hablamos acompañamos las palabras con gestos. A su vez, el hablar es para que sea escuchado (oído). En efecto, como advirtió Aristóteles, la música no es para quien la hace sino para quien la escucha. Muchos animales carecen de oído o de vista (ej. las abejas carecen de oído, las garrapatas de vista…). En eso nos distinguimos de los animales inferiores. ¿Qué nos distingue de los superiores? De muchos de ellos, que nosotros tenemos más desarrollados los más cognoscitivos que los menos cognoscitivos (el tiburón tiene más desarrollado el olfato que la vista; el caballo, el oído que la vista…). Y de la mayor parte, que en nosotros la jerarquía cognoscitiva presenta el orden más correcto, pues la vista es más cognoscitiva que el oído, éste más que el olfato, éste más que el gusto y éste más que el tacto. Tal corrección se comprueba porque esta disposición sensible es la mejor para conocer la realidad física.

Explicitemos esta última observación. Hay animales que presentan la jerarquía sensible humana: las aves por ejemplo. Su tacto es inferior a su gusto¸éste a su olfato; éste a su oído y éste a su vista. En el hombre la vista también es el sentido externo más cognoscitivo y, además, el que más manifiesta la personalidad humana. En efecto, los ojos “no sólo ven, sino que escuchan, hablan, vocean, preguntan, responden, riñen, aficionan, agasajan, ahuyentan, atraen y ponderan: todo lo obran. Y lo que es más de notar, que nunca se cansan de ver, como ni los entendidos de saber, que son los ojos de la república”[31]. Por eso “al fin las heridas y ojos son bocas que nunca mienten”[32]. Ello es así porque de entre los sentidos externos los ojos son los más vivos, y hay quien tiene unos ojos más vivos que los demás. Con todo, como los ojos (y cualquier otra facultad orgánica) no son lo superior sin más en los hombres, algunos los entornan o cierran a fin de pensar más o profundizar en su mundo interior.

Ahora bien, ¿cuál es la diferencia de los hombres con las aves a este nivel?, ¿acaso no será el hombre un “bípedo implume”, como se decía es épocas tardomedievales? No; la distancia entre nuestros sentidos externos inferiores (tacto, gusto y olfato) y los superiores (oído y vista) no es tan marcada como en las aves. En ellas todo parece indicar que lo que prima es la vista, y prima de tal modo sobre los demás sentidos que éstos no están tan homogeneizados con ella como en el hombre. Además, una vista excesivamente aguda vuelca al animal hacia el exterior, y esto es un obstáculo para el crecimiento de los sentidos internos superiores (imaginación, memoria y estimativa), que son superiores en conocimiento a la vista. Por eso los pájaros con más vista tienen poco desarrollados los sentidos internos superiores, cosa que se comprueba porque son difícilmente amaestrables[33]. También el hombre que está más volcado sobre lo que ve piensa menos, es decir, ese mismo exceso de ver constituye un impedimento para formalizar más su imaginación; consecuentemente, para crecer en el conocimiento racional y, sobre todo, para ejercer el conocer personal. En efecto, cuando uno “ve” lo verdaderamente importante a nivel personal, no desparrama su vista en lo sensible[34].

  1. La distinción en los sentidos internos

Al conocimiento sensible que permiten los sentidos externos sigue el de los sentidos internos, que captan, o bien los actos de nuestros sentidos (sensorio común), o bien retienen objetos conocidos por la sensibilidad externa (memoria), o bien forman otros nuevos (imaginación), o bien los valoran (cogitativa). Los sentidos internos son cuatro, también siguiendo la clasificación tradicional, y tienen su soporte orgánico en el cerebro. Distinción tomada también de los distintos actos y objetos por ellos conocidos. Son el sensorio común, también denominado conciencia sensible o percepción, la imaginación, la memoria sensible, y la que los medievales denominaban cogitativa (llamada estimativa en los animales).

El sensorio común[35] percibe los actos de los sentidos externos. Capta, siente, por ejemplo, que se está viendo, oyendo, etc. Una cosa es ver -acto de la vista- y otra sentir que se ve, asunto propio del sensorio común o percepción sensible. La imaginación[36] forma imágenes, asocia esas formas, y forma otras nuevas sin intención de tiempo. La imágen de centauro, por ejemplo, responde a una asociación; la de dodecaedro es una forma nueva. La memoria[37] sensible retiene objetos percibidos por los sentidos externos. Se puede recordar, por ejemplo, durante un invierno nevado los colores ocres de un paisaje otoñal; se puede recordar la melodía que forman los sonidos de nuestro CD favorito que no estamos oyendo ahora. Su intención es, pues, de pasado. La cogitativa[38], por su parte, valora lo percibido y retenido, y forma proyectos concretos de actuación en el futuro que permiten huir de lo nocivo o buscar lo conveniente. Así se forma, por ejemplo, la elección del menú tras leer la carta que se nos presenta en un restaurante: destacamos una posibilidad en particular sobre otras. Su intención es, por tanto, de futuro. Y como el futuro es ontológicamente más relevante en el hombre que el pasado, éste sentido es superior a la memoria.

Una central similitud entre los sentidos internos animales y humanos radica en que los cuatro sentidos internos, a pesar de su jerarquía, están entrelazados y todos ellos cuentan con el mismo soporte orgánico: el cerebro. Por eso tanto los animales como el hombre perciben (sensorio común) que imaginan, que recuerdan asuntos concretos, que forman proyectos particulares de futuro. Todos imaginan (imaginación) percepciones, recuerdos y planes. Todos recuerdan (memoria) percepciones, imaginaciones y objetivos. Y todos valoran (cogitativa) percepciones, imaginaciones y recuerdos. De manera que esto parece indicar que en el fondo se trata de un único sentido, con un único soporte orgánico, pero que cuenta con niveles de conocimiento jerárquicamente distintos.

En cuanto a las diferencias del hombre con los animales en los sentidos internos, éstas son mucho más marcadas en los superiores, que en el sensorio común. Nuestro sensorio común o percepción sensible siente en común los actos de los sentidos externos, y nota que la distinción jerárquica entre ellos es la mejor posible para conocer la realidad sensible, porque conocemos más con los más cognoscitivos que con los menos, asunto ausente en los animales que carecen de esa jerarquía. A distinción de los animales que presentan nuestra jerarquía, nosotros notamos más en común que ellos los distintos actos de los sentidos externos, es decir, notamos que en tales actos hay más homogeneidad que disparidad o heterogeneidad, lo cuál es síntoma de mayor armonía. En efecto, el tacto de las aves es muy burdo comparado con su vista. De modo que para el águila, por ejemplo, sentir que toca con sus garras es excesivamente distinto (por muy inferior) de sentir que ve con sus ojos.

Tomemos ahora en consideración los otros tres sentidos internos, que son más altos que la percepción sensible. La imaginación nuestra tiene diversos niveles. El más básico y el que tenemos en común con los animales es la imaginación eidética. Es la que se da, por ejemplo, en los sueños, y está muy pegada a lo particular sensible antes percibido. Superior a ésta, y ya distinta de los animales, es la imaginación proporcional. Es la que nos permite formar esquemas de asuntos antes percibidos: caballo, hombre, etc.[39]. Superior a ésta es la imaginación asociativa, porque es la que extiende la proporción a diversas imágenes unidas entre sí. Así formamos, por ejemplo, la imagen de sirena. Disponemos también de imaginación simbólica que nos permite formar símbolos que sirven mucho a la razón. Obviamente, los símbolos, que no les dicen nada a los animales, son muy significativos para nosotros. La cultura humana es simbólica (ej. películas, lenguajes convencionales, etc.). De ahí que algún pensador describa al hombre como “animal simbólico”[40]. Con todo, el hombre es más que cultura, porque -como veremos- es más que imaginación simbólica. Por encima de la precedente está la imaginación reproductiva. Con ella reduplicamos un número indefinido de veces una imagen. Con un ejemplo: en la imaginación el animal sólo se representa el espacio concreto en el cual el animal puede desarrollar su acción. El hombre, en cambio, se puede representar un espacio siempre igual e indefinido, es decir, isomorfo, en el que puede crear la geometría, y ese espacio evidentemente no es físico[41], pues no existe en la realidad sensible. El espacio isomorfo se forma reproduciendo indefinidamente una imagen concreta de espacio. Seguramente es esta una de las imágenes más formales de que es capaz la imaginación humana. En atención a eso, y con mayor motivo que la precedente definición, se podría describir al hombre como “animal isomorfizante o geométrico”, aunque tampoco es lo superior en él.

Nuestra memoria sensible no es sólo remisniscente, como en los animales superiores, sino que -como bien dice el poeta gaucho- la podemos dirigir para evocar lo que nos interesa[42], o también para crear, por ejemplo, reglas nemotécnicas. Evidentemente esa dirección depende de la inteligencia. Pero dejando al margen la intervención de la razón en nuestra memoria sensible, podemos ver que ésta es esencialmente distinta de la de los animales por los objetos que forma. Un ejemplo: por la memoria construimos relojes, es decir, medimos tiempos exactamente iguales. Ahora bien, en la realidad física ningún tiempo es igual. El tiempo igual se llama isocrónico, y éste no es físico, sino fruto de la memoria sensible humana. En efecto, recordar un trozo de tiempo y superponerlo un número indefinido de veces no es memoria pegada a lo sensible, no es memoria animal, porque nada de lo sensible es indefinido, superpuesto e igual. El tiempo isocrónico es seguramente el objeto más formal de la memoria humana[43]. En atención a eso, y por encima del simbolismo, se podría describir al hombre como “animal isocronizante o cronometrante”. Por cierto, la afición que despliega en este menester no sólo inunda su jornada laboral, sino también sus deportes. Pero tampoco esto es lo superior en el hombre, pues si se pone en primer lugar se estresa.

En cuanto a la cogitativa humana, ésta conoce lo individual bajo su naturaleza en común (captamos, por ejemplo, los dulces como buenos para comer, aunque a uno no le gusten o sea diabético). La naturaleza en común no es propia de un sujeto, sino de todos los de la especie. Con la cogitativa nosotros valoramos a éste o al otro sujeto, a éste o al otro bien concreto en sí, es decir, tal cual él es, independientemente de nuestra tendencia, preferencia o deseo, o sea, de que nos guste o no. Tan distinta es esta facultad humana de la que actúa para semejantes menesteres en los animales que ya los pensadores medievales le dieron otro nombre: estimativa. La estimativa animal valora una realidad, pero no en sí, sino sólo para el animal, esto es, en tanto que sea principio o término de una acción o pasión, de su tendencia. Si esa realidad no le interesa para satisfacer su instinto, el animal no hace caso de ella. Un hombre, mediante esta potencia, puede conocer algo y no hacer nada, y si lo hace, puede hacerlo de muchas maneras, pues está abierto a muchas posibilidades[44]. Además, mientras que por la cogitativa el hombre puede valorar toda realidad sensible, el animal por la estimativa sólo valora un ámbito de lo real muy restringido. Por ejemplo, al león no le interesan los peces; tampoco el tamaño de las estrellas a los pulpos, ni los cuadros de Murillo a las ranas, etc., pero cualquier hombre puede interesarse por cualquier realidad sensible, natural o cultural, de modo que sin esta potencia lo que llamamos hobbies, por ejemplo, serían imposibles. En este sentido, y más que simbólico, se podría designar al hombre como “animal de aficiones”.

Por último, a modo de consejo, una pregunta y su respuesta: ¿cómo mejorar, formalizar, nuestros sentidos internos superiores? Los clásicos nos recomendarían las buenas lecturas, los buenos libros[45]; los abuelos, escuchar cuentos educativos con moralejas prácticas (hoy día, si se sabe que un cuento tiene moraleja, más de uno renuncia inicialmente a escucharlo…); los críticos de cine, ver pocas y muy selectas películas (hay muchas más películas que horas en la vida de cualquier hombre para verlas, de manera que si no seleccionamos, y no poco, nuestra vida puede acabar siendo “una” película ajena, no “nuestra” vida). Sin embargo, más que leer libros, oír relatos o programas de radio, ver filmes, etc., todavía existe una actividad humana que cultiva más nuestros sentidos internos: el estudio (cuando más humanos se ve a los alumnos es en época de exámenes…, cuando más inhumanos, cuando las pruebas han acabado…). Al estudiar aprendemos a relacionar diversos asuntos, a confeccionar esquemas, etc. (y así instruimos la imaginación), a acuñar palabras clave, recordar expresiones, etc. (y así formamos nuestra memoria), a discernir lo importante de lo anecdótico, a formular plazos y metas en el aprendizaje, etc. (y de ese modo adiestramos nuestra cogitativa). Como estas facultades crecen biológicamente sobre todo en la juventud, conviene tomarse muy en serio el estudio en el periodo del bachillerato y, sobre todo, en la universidad. Además, es un asunto de coherencia, pues “¿para qué sirve un estudiante que no estudia?”[46]. Añádase que lo que se forme en ese periodo repercutirá a lo largo de toda la vida, pues “el estudiante que a los veinte no sabe, y a los treinta no entiende, y a los cuarenta no tiene, mala vejez espere”[47].

  1. La distinción en los apetitos sensitivos

Los apetitos sensibles son la inclinación que sigue al conocimiento sensible. El modo de apetecer de estas tendencias es distinto del que sigue a la razón, es decir, del propio de la voluntad. El primero es pasivo debido a la afección que recibe el soporte orgánico, y además sigue a lo conocido sensiblemente de modo particular. El segundo, el de la voluntad, carece de soporte orgánico y, por tanto, de pasividad; se va actualizando progresivamente y sigue a lo conocido por la razón.

Lo propio del apetito sensible es desear lo sensible agradable y eludir lo nocivo sensible. Consta de dos inclinaciones suficientemente distintas, que los clásicos denominaron apetito concupiscible (deseo de placer o impulso de vida, desde el psicoanálisis) e irascible (impulso de agresividad o de muerte). El primero inclina a buscar lo conveniente y a evitar lo nocivo actualmente percibido (ej. el deseo de comer ya este caramelo que me están ofreciendo ahora mismo; el retirar la mano instantáneamente de ese objeto que me está quemando, etc.). El segundo mueve a resistir lo adverso y a conseguir de modo arduo lo conveniente, ausente ahora, pero alcanzable en un futuro próximo (ej. guardar ahora el caramelo para comerlo más tarde cuando tendré más apetito; buscar un refugio que me proteja de la lluvia, etc.). El irascible, por tanto, tiene que vencer unas dificultades para conseguir su bien deseado; molestias de las que prescinde el concupiscible, pues consigue su objetivo con suma facilidad.

En los posibles conflictos entre diversos apetitos tiene las de ganar, si la persona quiere, el apetito irascible, porque es superior, más fuerte que el concupiscible[48]. Bien que, a veces, si la persona desea, se deja llevar por las apetencias instantáneas sin atender a los reclamos del irascible. Es notorio que hay relación y redundancia entre esas dos tendencias, porque en ocasiones el irascible lucha contra lo que obstaculiza el placer sensible, propio del apetito concupiscible (ej. conseguir dinero e ir a la tienda para adquirir más caramelos, puede ser una ayuda que el irascible preste al concupiscible).

Ambos apetitos en el hombre deben ser dirigidos por la razón, hasta el punto de que los antiguos decían que está todo nuestro daño en conocer la razón y seguir la pasión. También se subordinan a la voluntad. No obstante, el gobierno racional sobre ellos respeta cierta autonomía en su modo de proceder, es decir, que ambas tendencias no están totalmente sometidas al imperio de la razón y a las decisiones de la voluntad, pues es claro que muchas veces estas inclinaciones inferiores apetecen al margen, e incluso en contra de la dirección que les marca la razón y a la que les mueve la voluntad (ej. en época de exámenes el concupiscible reclama pronto abandonar la silla y la mesa de estudio, y salir al hall a charlar, tomar un café, aprovechar el sol que baña el campus de la universidad, o también, aunque antaño, cuando era políticamente correcto, a fumar un cigarrillo, etc. En ese mismo periodo, el irascible arguye: dentro de un rato descansaré, pasearé, me despejaré un poco… En cambio, si la voluntad es virtuosa puede añadir: debo y quiero estudiar un poco más, hasta terminar el trabajo bien hecho, hasta saber la letra pequeña…). Las inclinaciones de los apetitos sensibles no obedecen a la razón y a la voluntad al instante y de modo completo (aunque en el caso del estudio conviene que obedezcan…)[49].

Los apetitos sensibles animales, por el contrario, están fijados instintivamente. Están, por tanto, determinados a un sólo modo de obrar. La tendencia del animal es sumamente selectiva, adaptada a un ámbito de la realidad muy reducido. Tanto es así que el resto de la realidad no interesa en absoluto al animal. A éste no le inclina sino aquello que puede apetecer y aquello de lo que cabe huir (ej. a un carnívoro no le interesan los distintos tipos de vegetales; a un pez no le interesa otra cosa que su concreto mundo acuático, etc.). Para el animal sólo tienen significado una serie de realidades sensibles proporcionadas a unas tendencias, y por ello excluye el resto. Para el hombre toda realidad sensible tiene significado (tema de la cogitativa) y, por ello, cualquiera de ellas puede ser objeto de su deseo, pues está abierto a todo lo real.

Además, el animal tiende al objeto de su deseo de modo unívoco. El hombre no, pues puede tender de un modo u otro, e incluso no tender, es decir, evitar la tendencia. Es la diferencia entre instinto y comportamiento[50]. El hombre se puede comportar de muchas maneras porque está abierto. Al hombre se le puede exigir el “¡compórtate!”, que no se reduce a la vida sensible (ej. saber usar los cubiertos al comer, saber saludar, peinarse, cepillarse los dientes o los zapatos, vestirse de modo correcto, etc.), sino sobre todo a su vida racional y volitiva (no ser tan crítico, cínico, indiscreto, tímido, etc.), y también a su vida personal (ser personalmente alegre, esperanzado, confiado, cariñoso, etc.), porque en modo alguno la vida humana -natural, racional, personal- está hecha, sino abierta, en proyecto. A la conducta animal, en cambio, no le cuadra esa exigencia, porque su instintividad es cerrada. Un perro no puede comportarse más que como perro, no como loro o como pingüino.

En cambio, los hombres se pueden comportar como hombres, como animales, y de modo inferior a ellos, aunque les conviene más comportarse como hombres. Y no sólo como cualquier hombre o mujer, sino como quien es, teniendo en cuenta también el cómo son los demás hombres y mujeres que con él conviven[51], lección que cuesta aprender, porque no hay dos hombres iguales, y porque hay que saber discernir entre lo que es propio de cada persona y de la naturaleza humana de lo que son defectos de la persona y de la esencia humana. Hay que fijarse mucho sin juzgar, y aprender a disculpar, pues ya se ha señalado que el mal comporta siempre ausencia de conocimiento[52].

Otra distinción esencial entre el hombre y el animal a este nivel estriba en que en el animal lo último no es la conciencia sensible (sensorio común), ni siquiera la del conocimiento interno superior (estimativa), sino las tendencias (apetitos). En consecuencia, hay que mantener que, a distinción del hombre, las tendencias son inconscientes para el animal. No sabe que las tiene, por qué las tiene, a qué se subordinan, y por qué son tan selectivas. El hombre, en cambio, es claramente consciente de todo eso. Ello indica que las tendencias animales no están en función del animal concreto, puesto que tienden a algo real externo a pesar del animal concreto. Si eso es así, es el animal el que, por sus tendencias, está subordinado al mundo, a la totalidad de lo real, y no al revés.

Lo que precede indica que el animal no es un fin en sí, sino que su fin es extrínseco, a saber, el orden cósmico. Por eso el animal no es sujeto, no es ningún quien. En el hombre, en cambio, los sentidos y los apetitos sensitivos ni son fin en sí ni se subordinan al orden cósmico universal, sino que están en función de la inteligencia y de la voluntad humanas respectivamente. Con todo, es una pena que “los más de los hombres eligen antes vivir en la hedionda pocilga de sus bestiales apetitos que arriba en el salón de la razón”[53]. A su vez, el entendimiento y la voluntad son para la persona, no ésta para aquéllos. Los sentidos y los apetitos son para la persona, no para subordinarse a la totalidad del mundo, sino para subordinar el mundo a cada quién. En suma, a nivel sensible se puede captar que un hombre es más valioso que el resto de la creación corpórea, porque éste es fin de aquélla. En consecuencia con sus apetitos sensibles, se podría describir al hombre como “animal omniapetente”. Pero tampoco esto es lo radical en el hombre.

  1. La distinción en los sentimientos sensibles

En sentido estricto los sentimientos sensibles son estados de ánimo sensibles[54]. No todos los sentimientos son así. Los hay intelectuales (propios de la razón y de la voluntad) y también del espíritu. No conviene confundirlos[55]. Los sentimientos son los estados en que se encuentran las facultades sensibles, todas, no sólo de las que tienen al cerebro como soporte orgánico, aunque éstas son las más importantes[56]. Evidentemente el estado de ánimo depende en buena medida de la disposición corporal. Si el órgano de una facultad está bien dispuesto de modo que ésta puede actuar bien, se nota agrado al actuar; si mal, desagrado. Se percibe entonces si el acto que se ejerce es adecuado o no, si va bien o mal al estado, también corpóreo, cambiante y transitorio de la facultad sensible, tal como se encuentra en ese momento determinado.

Los sentimientos sensibles son, pues, estados de ánimo que acompañan al conocimiento sensible y que se sitúan en la facultad. ¿Qué significa “estado de ánimo”? Que es una situación en la que las facultades humanas con soporte orgánico están, no algo que el hombre es. Por tanto, el hombre ni se puede medir por, ni mucho menos reducir a, sus estados de ánimo sensibles. No se olvide que tales sentimientos son sensibles porque son la consecuencia o redundancia en la facultad sensible de los actos ejercidos por esas facultades. Los sentimientos son la información que tenemos acerca del estado de la facultad sobre la conveniencia o disconveniencia de los objetos conocidos, deseados, etc., por los actos de la facultad respecto del estado de ésta. Por ejemplo, los colores de un atardecer soleado son agradables para la vista cuando el soporte orgánico de ella, los ojos, están bien dispuestos; no cuando se posee fiebre y se prefiere mantener los ojos cerrados.

Como la facultad sensible es orgánica, cambia, y por eso sucede que los sentimientos sensibles son cambiantes. Los sentimientos que produce el ver los colores de un paisaje otoñal que un día se sienten como agradables, otro día, por cansancio, por falta de fuerzas físicas, por hambre, sueño, resfriado, fiebre, etc., se pueden percibir con desagrado. En efecto, en un momento alguien puede estar animado ante los mismos aspectos de la realidad sensible que en otro momento le producen aburrimiento o hastío. El cansancio físico, y sobre todo el psíquico, produce estragos en la sensibilidad. Por ejemplo, en periodos de depresión (que afecta las transmisiones e inibiciones neuronales del cerebro), quien la padece se empieza a desinteresar o a perder afecto o agrado por aquellas realidades sensibles que antes le gustaban: deporte, excursiones, aficiones; se encuentra mal. Está “afectado” y tiene que descansar muy lentamente de esa afectación. Tiene un dolor vago en la cabeza, o una especie de vacío, una falta de capacidad de formalizar imágenes, recuerdos, proyectos. Le cansa todo; los problemas prácticos, en exceso. Por eso tiende a evitar las conversaciones, porque “siempre faltan palabras donde sobran sentimientos”[57] tanto positivos como negativos. Especialmente conveniente en esos periodos es darse cuenta de que uno no se reduce a sus estados de ánimo sensibles. En esos estados no conviene tomar decisiones sobre asuntos importantes (cambiar de carrera, trabajo, de estado civil, ciudad, país, etc.). Por otra parte, y al margen de patologías, el descanso excesivo, inseparable de la comodidad y de la vida fácil, busca colorear las diversas facetas de la vida de emociones sensibles con la ayuda de estimulantes externos (alcohol, estupefacientes, etc.), de los que pueden emanar risas postizas e incluso carcajadas huecas, irreconciliables con la alegría y gozo personales.

¿Es bueno ser sentimental? Uno no es de cartón-piedra y no conviene que lo sea, porque los sentimientos sensibles son buenos, pero no son lo mejor, ya que el hombre no se reduce a su sensibilidad. Por eso conviene moderarlos, pues “un sentimiento moderado revela amor profundo, en tanto que, si es excesivo, indica falta de sensatez”[58]. Si el motivo del obrar se cifrara siempre en si se encuentra agrado o no, se subjetivizaría la actuación humana, pues se tendería a medir lo real según el estado en que uno se encuentre corporalmente, más que según cómo uno es y cómo es la realidad. Especial importancia adquiere no confundir los sentimientos sensibles (en los que, por cierto, tenemos bastante en común con los animales, siendo en algunos de éstos muy finos) con el amor personal. El sentimiento sensible en el hombre es por naturaleza superficial y pasajero. Como el hombre no se reduce a sus estados de ánimo sensibles, valorarlos en exceso es caer en el sentimentalismo[59], una especie de bajo romanticismo, en el que uno se apesadumbra ante las mínimas dificultades de la vida, restando ese decaimiento fuerzas a la vida para combatir los obstáculos con ahínco. Si la situación es permanente, puede llegar a patológica. Caer en ese lazo es estar escindido, porque la afectividad no puede ser homogénea, ya que no hay una única facultad sensible, sino pluralidad de ellas, y ninguna de ellas (y mucho menos su totalidad) está todos los días en “buen estado de ánimo”[60].

La sensibilidad no es ni única ni unitaria, de modo que se puede “sentir” a la par agrado ante lo que se ve (ej. un paisaje soleado de altas montañas nevadas en invierno) y desagrado ante lo que se toca (ej. un frío intenso en esa misma excursión alpina). Además, se puede sentir unos días agrado y otros desagrado ante lo que se ve, oye, etc. Y ello, con muchos matices que pueden ir de la exultación al decaimiento. ¿Y el que quiere “sentirse bien” enteramente, es decir, en todas sus capacidades o potencias, y siempre? A esa búsqueda colectiva se la ha denominado “sociedad del bienestar”. Ahora bien, ¿se puede conseguir “estar bien”, “sentirse bien” siempre? Obviamente no, porque la armonía de todas nuestras facultades no está asegurada; más aún, no se puede afianzar enteramente, y por si fuera poco, al final de la vida será destruida por la muerte. De modo que si se cifra la felicidad en el sentimiento sensible, no se alcanzará jamás, y quién caiga en ese espejismo no entenderá sus propios y diversos límites: el dolor, la enfermedad, el fallecimiento. Como se puede apreciar, la clave de lo humano no se debe depositar en el “estar bien”, sino en el “ser bueno”.

¿Acaso no se puede buscar el placer que producen los actos de una facultad? Para responder a esto, debe notarse primero que el placer no es nunca un acto primero, sino siempre consecuencia de los actos. Si se busca el placer como fin se es sentimental. Por eso el sentimental es consecuencialista, es decir, espera al resultado placentero de sus actos para juzgar si la acción ha sido buena o mala, pero no puede juzgar objetivamente las acciones éticas, y tampoco se da cuenta que muchos placeres tienen como resultado una profunda tristeza interna. Los sentimientos sensibles son redundancias corpóreas en la facultad sensible. La facultad se modifica; le pasa algo, porque no es como una piedra; una piedra no es susceptible de actos. El nivel de los sentimientos es variable según el estado en que se encuentra la facultad. Si la salud acompaña: los actos de la facultad se captan con la alegría propia del animal sano. Con todo, lo más alto de la facultad no es esa captación sentimental, sino que ésta se da para que el animal pueda desplegar tendencias de modo instintivo. Ello indica varias cosas: que el fin de los animales no es conocer, sino que conocen para tender, y tienden para conducirse biológicamente. Con otras palabras, el animal subordina inconscientemente su conocer a su apetito y éste a sus movimientos. Otra conclusión estriba en que en el hombre que es excesivamente sentimental no resalta mucho en su comportamiento por encima de la conducta animal; es decir, que su control racionalvolitivo y su amor personal son pobres, pues subordina los intelectual a sus sentimientos sensibles.

Si al amor personal se le llama extensivamente sentimiento, pues muy bien, pero téngase en cuenta que ese amor cabe sin “sentir” nada, “sintiendo” incluso dolor, o “estando” incluso corporalmente tan mal como en el trance de expirar. Si los sentimientos sensibles acompañan a ese amor: estupendo. Si no, pues es una pena, porque podrían acompañarlo, pero como de hecho no hay completa armonía en el compuesto humano, lo importante es darse cuenta que uno no se reduce a sus estados de ánimo sensibles. Los sentimientos o la afectividad son indicativos para obrar, porque sin ellos el conocimiento sensible no puede ser seguido por tendencias. No son indicativos para conocer más, ni tampoco para querer más, esto es, para crecer por dentro. De modo que al hombre en exceso sentimental le resulta difícil saber amar, entre otras cosas porque dejarse llevar por el sentimentalismo es pactar con la falta de luces en la inteligencia y con la debilidad de la voluntad. Esta avenencia conlleva un agravante: dado que la inteligencia y la voluntad se abren a la totalidad de lo real, ser sentimental comporta no sólo la escisión interna, sino también el aislamiento respecto de lo real, y en primer lugar, de lo más elevado de lo real, porque eso no se “siente” sensiblemente, sino que se “sabe” y se “ama”. 

Delegar todo el querer humano al sentimiento sensible es acomodarse a la mediocridad. La afectividad es pasiva, porque los órganos reciben afecciones. Si ésta no es ordenada por la inteligencia, y si no es gobernada por la voluntad, intenta colorear toda nuestra vida, pero entonces, por ser pasiva, tropieza y se aplasta ante la dureza de la vida que le hace frente. Si pretende ir en régimen de independencia, que en su aislamiento es régimen de capricho, actúa mal, porque al enfrentarse con problemas fuertes que son automáticos e independientes de los estados de ánimo (ej. el caos social de muchas naciones en vías de desarrollo, el macrodesorden de sus ciudades, la tecnificación de la vida en los países desarrollados, el individualismo feroz imperante ellos, el desempleo laboral, las crisis familiares, laborales, entre amigos, novios, los desprecios, las incomprensibles envidias y rencores, etc.), se estrella, se anega, se embota y no responde, porque se le pide más de lo que puede dar. La depresión, la congoja laboral, la irresponsabilidad, la flojera, el infantilismo, la permanencia durante lustros en la adolescencia no integrada, que invade a menudo a buena parte de los ciudadanos, ratifica este aserto.

El cansancio o el agotamiento, la fascinación, la obsesión o las manías, el resentimiento y la soledad, son compañeros de viaje de una afectividad que pretende devenir caprichosamente autosuficiente por abusar de ella. El recurso, tras su embotamiento, a estimulantes externos tales como el alcohol, las drogas, las músicas duras, el afán de novedades, el ansia turística exacerbada, el consumo desorbitado de bienes materiales, los artificios sexuales, e incluso el recurso al espiritismo, etc., con las posibles lesiones corpóreas que, además, tales abusos pueden acarrear, y con el consiguiente pavor al dolor, denuncia a las claras que la afectividad sensible no ofrece la felicidad que de ella se pide y, por tanto, que esa no es la felicidad acorde con la persona humana[61].

De esto se puede sacar una conclusión: hay que educar los sentimientos sensibles. ¿Cómo? Poniéndolos al servicio de la inteligencia, de la voluntad; en rigor, al de la persona. Conviene que los sentimientos estén proporcionados al amor personal. El cariño interior se ayuda de los sentimientos en su manifestación. Por ejemplo, la ternura. Por eso, una afectividad moderada por la razón y regida por la voluntad ayuda a hacer la vida humana más agradable, más amable, sosegada, y permite crecer al hombre como hombre; le facilita y le estimula a descubrir las facetas más altas e íntimas de su vida. Protege su amor personal y permite valorarlo en su espléndida belleza. La persona humana, no tiene como fin el universo físico, sino que es fin en . Por eso, la persona debe manifestar sus sentimientos de acuerdo con el ser personal que uno es. Quien promueve a su alrededor paz y alegría ha entendio este extremo. Quien, en cambio, provoca rechazo, desconfianza, dolor, sufrimiento, etc., todavía se mueve por parámetros que no responden al sentido de su ser personal y al de los demás.

Ya tenemos cierta noción de qué sean los sentimientos sensibles (los espirituales, superiores a éstos, se tratan en el Tema 16 de la IVª Parte del Curso). Vayamos ahora, aunque sea brevemente, a lo que era el propósito de este epígrafe: ¿Qué distinción hay entre los sentimientos sensibles humanos y los animales? Si los sentimientos son los estados de la facultad, y el fin de las facultades sensibles humanas son los actos (conocer, apetecer, etc.), los sentimientos sensibles humanos presentan una gama más amplia y mejor jerarquizada que la de los animales, puesto que dependen de la apertura de sus facultades a tener que ver sensiblemente con toda la realidad física sin restricción. Además, como dependen en última instancia del juego libre de la persona sobre su sensibilidad, a diferencia de los animales, no hay dos modos iguales de manifestarlos, puesto que no hay dos personas iguales. De modo que intentar conformar patrones grupales en la expresión de la afectividad (como se pretende, por ejemplo, en ciertas discotecas, movidas, fiestas, etc.) es despersonalizante.

Si el animal está subordinado a la especie, sus sentimientos superiores serán aquellos que siguen a los actos que permiten la supervivencia de ésta: el comer y el acto sexual. Pero ese no es el caso humano. No es extraño, pues, que resulte feo -animalesco- para un hombre el que dirija en buena medida su vida en función de esos actos. Por el contrario, si lo más alto de la sensibilidad son los sentidos internos, y éstos están más desarrollados en el hombre que en los animales, los sentimientos que acompañen al ejercicio de los actos de los sentidos internos humanos será lo más placentero a nivel sensible, sobre todo, los sentimientos que sigan a esos actos de los sentidos internos humanos que ofrecen una distinción radical respecto de los animales. Por ejemplo, al realizar con la imaginación ejercicios geométricos, al proyectar con la cogitativa planes concretos de futuro atractivos y humanizantes, etc.

Por otra parte, sería pertinente notar que los sentimientos sensibles en el varón son matizadamente distintos que en la mujer, pues ésta suele ser más afectiva. Los pensadores medievales unían este más a los componentes orgánicos que ellos llamaban humores (algo así como las hormonas que hoy se estudian en endocrinología), que son más abundantes en las mujeres que en los varones[62]. En suma, en atención a sus sentimismtos sensibles, se podría describir al hombre como “el animal más sentimental”. Pero tampoco esto es lo más alto de lo humano.

  1. La distinción entre el movimiento animal y el humano

Por lo que se refiere a los movimientos, también son manifiestas las diferencias entre los animales -incluso los superiores- y el hombre. Como es claro, la distinción tiene mucho que ver con la diversa constitución del sistema nervioso central de ambos; y no sólo para la protección del mismo, sino, sobre todo, por su funcionamiento. En cuanto a lo primero, es claro que el cerebro humano, en exceso delicado, no es compatible con la mayor parte de los movimientos que realizan los animales que más parecido guardan con nosotros. Por poner un ejemplo, repárese en cómo una cría de mono se adhiere prensilmente con sus extremidades al pelo de la madre, y aquélla anda dando unos brincos considerables. Es manifiesto que con ese golpeteo sería inviable el cerebro de un bebé humano.

Por lo que a lo segundo respecta, lo que caracteriza al movimiento interno cerebral nuestro es la mayor sincronía, asunto en exceso llamativo para los neurólogos. La sincronía es propia de todo ser vivo, comenzando por una célula. En efecto, a distinción de los seres inertes, en cada ser vivo todo tiene que ver con todo y al mismo tiempo. En cambio, lo inerte funciona por partes. Así, las piezas del automóvil o de una computadora[63] son independientes, hasta el punto que si se estropea una, no necesariamente se dañan las demás; por eso, la deteriorada puede ser recambiada por otra. La distintición entre la sincronia del cerebro humano y la del resto de los animales estriba en que la primera es mucho más elevada, o sea, correlaciona más elementos al unísono.

¿Qué significado tiene la sincronía humana? Si los sentidos internos, que son los que tienen el soporte orgánico en el crebro, sirven para que la inteligencia saque partido de ellos, el fenómeno de la sincronía debe explicase por comparación de dicha movilidad cerebral con la primera operación que ejerce la inteligencia: la abstracción. Abstraer es presentar. Presentar es articular el tiempo pasado y fururo físicos desde la presencia mental. Lo abstraído no es temporal, sino que puede con el tiempo físico articulándolo. El acto de abstraer es la presencia mental, y el objeto abstracto es lo presentado. Lo presentado está al margen del tiempo físico; no es afectado por él, porque la presencia mental de la que depende tampoco es física. Lo presentado es “a la vez” que el presentar. Además, el abstracto, es uno y universal, pues es objeto de diversos asuntos concretos imaginados, recordados y proyectados. Si la presencia mental, primer peldaño de la operatividad de la inteligencia -facultad inmaterial-, se puede describir según la simultaneidad, a nivel ímediatamente inferior humano, pero ya físico, debe existir en lo orgánico humano un analogado menor de ella, y ese es justamente la sincronía.

El fin del cuerpo humano es el alma, no el propio cuerpo. Como el pensar media entre el cuerpo y el alma, el fin del cuerpo será el pensar. Por eso el pensar empieza a ser fin en sí, pero no lo es el cuerpo (no se come por comer; no se imagina por imaginar…). Si el cuerpo es para el pensar, y éste comienza con la presencia mental (abstraer), el cerebro humano del que se sirve el pensamiento, debe caracterizarse lo más parecido a nivel físico a la presencia mental. Eso es la sincronía, la unidad entre movimientos biofísicos[64]. Sincronía indica que la actividad corpórea humana lucha contra el retraso (propio de la causa material), porque las diversas partes del cuerpo son sistémicas. Además, el orden de este sistema es compatible con el orden cósmico, pero no es el orden del cosmos el que ordena directamente la progresiva actividad cerebral, sino cada hombre. La falta de sincronía da lugar a la muerte del cuerpo.

Si las tendencias apetitivas humanas inclinan al bien concreto y sensible, las locomotrices del hombre, a distinción de las animales, son la tendencia a ocupar un lugar teniéndolo. Su acto no es ninguna operación inmanente, sino una acción, un movimiento. Se trata del desplazamiento local. A los movimientos corpóreos del animal se le llama conducta. A los del hombre, en virtud de la radical distinción, comportamiento. Los del animal son instintivos. Los del hombre, corregidos y educados racionalmente.

La tendencia que sigue al conocimiento animal pone en marcha una serie de miembros corporales, que por medio del desplazamiento intentan conseguir un bien particular. Es obvio que esas funciones locomotrices son muy distintas de unos animales a otros. El hombre educa esos movimientos en orden a algo que no es meramente biológico, orgánico, sino cultural. Por eso se puede hablar de comportamiento. Aprender a tocar el arpa, por ejemplo, no es un movimiento en los dedos de las manos requerido por la biología; tampoco escribir, dibujar, etc. Las funciones locomotrices humanas son muy variadas, más que en los animales. Además, los movimientos animales están enteramente sometidos al orden del universo. Los humanos, en cambio, desbordan ese orden. Es más, éstos pueden acelerar el orden cósmico (favorecer más la vida de la naturaleza, proteger los animales y las plantas, etc.) o decelerarlo (lesionar la capa de ozono, talar la selva brasileña, explotar la pesca de modo abusivo, abatir varias especies de aves como en la dictadura de Mao Zedong, etc.). De entre los movimientos humanos que son compatibles con el orden del universo hay, además, algunos que desbordan por entero su significado cósmico: los de una danza, por ejemplo (si es flamenco, con más razón, porque casi desbordan también el sentido humano…).

La locomoción animal es la conducta. Al tratar del cuerpo humano reparamos en que le dotamos de una serie de funciones sobreañadidas, no meramente fisiológicas o naturales. Esas funciones adicionales configuran el comportamiento humano. El hombre es el único ser que se comporta, si bien no hay un modelo fijo de comportamiento humano, porque el hombre está abierto. En los animales, a todo conocimiento sigue inexorablemente una tendencia, y a ésta una conducta, unos movimientos. No se puede escindir uno del otro, es decir, no se puede parar la tendencia tras el conocer, ni el movimiento tras el apetecer. De modo que podemos decir que en los animales el conocer no es su fin último, sino subordinado a las tendencias, y éstas al movimiento. En el hombre sucede lo inverso. Es obvio que conocer es prerrequisito para que se tienda, pero a su vez el hombre tiende y se mueve para conocer más. Sólo el hombre desea por naturaleza saber, y eso hay que notarlo también a nivel sensible. Los animales no tienen tal deseo. Deseo de saber no es saber, sino subordinación del deseo al conocimiento. A la par, para tener tal deseo y realizarlo, se deben reducir los movimientos al mínimo, pues cuanto más se mueve menos se conoce[65].

El conocimiento animal es indisociable de sus apetencias, y éstas de su conducta instintiva. Son como fases de una actuación que, a fin de cuentas, es ordenada extrínsecamente por un orden vigente en la totalidad de la naturaleza. Es el hombre el único que puede quebrar la estrecha vinculación entre dichas fases. Quebrarlas supone no estar encuadrado en el orden del universo, sino formar un nuevo orden según las directrices de cada quién. La discrepancia entre el comportamiento humano y la conducta animal estriba, como de todos es sabido, en que el del hombre no es estereotipado, instintivo, sino enormemente abierto, plástico. Lo superior en el hombre no es ni la tendencia ni la conducta, como en los animales, sino que éstas son medios para conocer. Por eso somos conscientes de nuestras tendencias y movimientos y podemos regularlos, asunto ausente en los animales.

Mientras la conducta animal regula el modo de proceder tendencial y cognoscitivo de éste, en el hombre pasa al revés: es su conocer el que regula su tendencia y su comportamiento. Además, es obvio que la conducta humana está subsumida bajo la razón, o al menos debería estarlo[66]. Ponerse a estudiar, por ejemplo, es reducir la conducta al mínimo, para dar paso a la operatividad de la razón al máximo. Al animal le pasa al revés: reduce al mínimo su conocimiento sensible (en rigor, lo instrumentaliza), de modo que los asuntos a conocer que quedan al margen de su tendencia duermen al animal, y en modo alguno son apetecibles. En el hombre sabio pasa justo al revés, sólo el pensar en los temas más altos lo anima y despierta, y todo lo demás, multitud de factores prácticos convencionales que preocupan a los demás (políticos, sociales, modas, deportes, comidas, etc.) le duermen. A su vez, el animal reduce al mínimo su tendencia para dar paso a la conducta. De modo que lo más importante en el animal son los movimientos que realiza. Como éstos son físicos, y todo movimiento físico (causas eficientes) está enteramente regulado y subordinado al orden universal (la causa final), el animal está sometido completamente al fin intramundano. En el hombre sucede justo lo inverso: sus movimientos están subordinados a sus tendencias, y éstas a su conocimiento sensible. Y, como hemos visto, éste salta por encima del orden cósmico. En este sentido se podría llamar al hombre “animal supracósmico”. Pero tampoco esto es lo nuclear en el ser humano.

  1. ¿Es el hombre a nivel sensible un animal más?

La respuesta, en consecuencia con lo examinado hasta el momento, no puede ser sino negativa. Además, ni siquiera puede ser un animal más el hombre que lo quiera ser, porque querer tal extremo es para el hombre una posibilidad más entre muchas, y ello indica apertura, libertad; en rigor, persona, mientras que el animal está determinado a serlo de un modo muy específico. En virtud de lo anterior cabría describir al hombre como “el animal que no lo es aunque lo quiera”.

Decíamos que las funciones vegetativas humanas presentan una apertura respecto de las animales. Apertura, que es patente en los sentidos externos, en los internos, en los apetitos sensitivos, en los sentimientos o afectos sensibles, y también en los movimientos corporales humanos. La apertura es, pues lo distintivo. Ahora bien, ¿por qué esa apertura? Porque de no tenerla en el cuerpo y en cada una de nuestras funciones y facultades sensibles eso sería incompatible con la apertura de la razón y de la voluntad a la totalidad de lo real, y también sería incompatible con la libertad personal humana, es decir, la de cada persona humana, que es -como se verá- una libertad irrepetible e irrestrictamente abierta. ¿Es, por tanto, el hombre un “animal abierto”? No, pues es abierto porque no es animal. Entonces, ¿qué pasa con el hombre que es más cerrado? Pues puede pasar cualquier cosa: que esté más abierto a su mundo interior, que sea nórdico…

Precisamente por esa novedosa libertad, el hombre puede humanizar cada vez más su sensibilidad personalizándola. Le interesa saber a cada hombre qué son sus sentidos y cómo es su modo de conocer, pero no para explotar la sensibilidad ni tratarla con desorden, sino para elevarla al plano de lo humano y dotarle de su propia personalidad, para ponerla al servicio de lo mejor que existe en sí. Por eso la sensibilidad humana es educable. Educarla implica respetar su índole, el modo de actuar de cada sentido; envuelve, asimismo, notar qué es lo inferior de la sensibilidad y qué lo superior, para poder subordinar lo menos a lo más.

Tampoco los sentimientos sensibles humanos son iguales a los animales, pues entre los animales la repetición instintiva de los mismos caracteriza a todos los de una misma especie. De modo que vistos los sentimientos de dos ejemplares (macho y hembra) se saben los de los demás animales de la especie. En cambio, en los humanos no hay dos modos iguales de manifestar los sentimientos de las facultades sensibles. Ahora bien, ¿para qué son esos sentimientos internos en las facultades sensibles del hombre?, ¿para endulzar la vida? Sí, seguramente. Pero ¿no será que son también un correlato sensible de que existen también sentimientos internos no sensibles y que son propios del espíritu? Seguramente también. Sin embargo, si tales sentimientos espirituales se dan, no podrán ser un mero estado de ánimo, sino un estado del ser personal.

¿Es que el ser personal es susceptible de cambios, de diversos estados? Sí, por dos motivos: a) Porque, sin dejar nunca de ser persona, uno puede opacar o entenebrecer libremente cada vez más su ser personal. La redundancia de esta actitud en el mismo ser personal son los sentimientos negativos del espíritu (tristeza, desesperanza, desconfianza, odio, angustia…). b) Porque también puede aceptar libremente ser elevado por Dios como persona, y ello irrestrictamente. La consecuencia resultante de tal actitud personal son los sentimientos positivos del espíritu (alegría, esperanza, confianza, amor…).

Tanto los sentimientos negativos como los positivos no son estados de ánimo sino estados del ser personal (atenderemos a ellos en el Tema 16). Con ellos nos damos cuenta si estamos cumpliendo o no nuestro fin personal en orden a nuestro futuro metahistórico. En efecto, si uno está espiritualmente triste, por ejemplo, algo malo pasa en su corazón. Seguramente experimenta la soledad, carece de esperanza, no tiene ideales personales o posee un sentido equivocado de su persona y del fin de ésta, no sabe amar, etc. Si, por el contrario, está espiritualmente alegre (que no quiere decir estar a gusto, derramar hilaridad, etc.), señal de que personalmente va por buen camino.

***

Merced a sus funciones vegetativas y a sus sentidos externos podemos describir al hombre como “un animal abierto al cosmos”. De acuerdo con su percepción o sensorio común, podemos describirlo como “el único animal que se da cuenta de su apertura cósmica”. En función de su imaginación ¿es el hombre un “animal simbólico”? Sí, desde luego, pero por encima de eso, y en atención a esta potencia, es un “animal isomorfizante o geométrico”. Además, como su memoria es superior a su imaginación, y es suceptible de conocer un tiempo siempre igual, se puede decir de él que es un “animal isocronizante o cronometrante”. Sin embargo, como su cogitativa es superior a los sentidos internos precedentes, en virtud de ella se puede decir que el hombre es un “animal de aficiones”. Por otra parte, en razón de su apetitividad se le puede designar como “animal omniapetente”. También se le puede calificar, a raíz de sus movimientos, como “animal supracósmico”. Pero, si bien se mira, todas esas descripciones indican apertura. Por tanto, ¿se le puede llamar al hombre “animal abierto”? Es, más bien, un ser abierto que parece “animal”, pero que, en rigor, no lo es. Por tanto, si lo de “animal” no caracteriza al ser del hombre, debemos avanzar en la investigación, a ver si eso otro que le atribuye la tradición, lo de “racional” nos dice algo más de él.

Además, si es claro que con la muerte el hombre pierde sus funciones y facultades sensibles, pero ésta no es su situación definitiva, con la resurrección del cuerpo las recuperará, pero no como en la vida presente, sino atravesadas del sentido personal, elevado de cada quién. En esa tesitura, ¿será el hombre un “animal racional”, o será más bien una persona con un cuerpo que trasluce dicho sentido personal elevado?

NOTAS DEL TEXTO

[1]     Recuérdese la definición clásica: “el hombre es un animal racional”. Según ésta tesis se tomaría lo “animal” como el genero, es decir, lo común al resto de los animales, mientras que lo “racional” sería la diferencia específica, lo distintivo humano. Sin embargo, aquí se mantiene que el hombre se distingue de los demás animales completamente, no sólo por ser persona, sino en todas y cada una de sus funciones y facultades de su naturaleza, por tanto, no sólo en su esencia y potencias inmateriales (razón y voluntad), sino también en las corpóreas.

[2]     “Entre la ejecución de un acto terrible y su primer impulso, todo el intervalo es como una aparición o una horrorosa pesadilla. ¡El espíritu y las potencias corporales celebran entonces consejo, y el estado del hombre, semejante a un pequeño reino, sufre entonces una especie de insurrección”, Schakespeare, Julio César, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 182.

[3]     Se da dictadura, también en las potencias humanas, cuando “los que mandan no obedecen sino a la voz del mando, pero no a la del afecto”, Angus, Schakespeare, La tragedia de Macbeth, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 537.

[4]     Que ese principio sea en unos casos más capaz que en otros también se manifiesta en la misma organización del órgano, pues no es la misma complejidad la que presenta, por ejemplo, el cerebro que la que se da en el ojo, o la que se comprueba en éste órgano que la que se da en el del tacto.

[5]      Cfr. Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, I, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 1987, lec. 7, epigrafe, 3.

[6]     Correas, G., op. cit., 255.

[7]     Los actos, a su vez, se distinguen unos de otros por los objetos a los que tales actos se refieren. Así, el acto de ver se distingue del de oír, imaginar, pensar, etc., porque capta colores y no sonidos, ni imágenes, ni conceptos, etc. La distinción entre actos y objetos de una y otra potencia, e incluso dentro de una misma potencia es siempre jerarquía. Así, los actos de la vista son más actos, más cognoscitivos, que los del oído. Y correlativamente, los colores son más objetos, más formales (permiten conocer más), que los sonidos. A la par, con colores claros se conoce mejor que con oscuros, y con sonidos mediales de la escala acústica más que con los muy agudos o graves…

[8]     Así, la facultad de ver depende de aquélla por la que sentimos que vemos, porque si no notáramos que vemos, de nada serviría ver. La vista nace, por tanto, del sensorio común o percepción sensible, asunto que se echa de ver hasta en el soporte orgánico (el nervio óptico y el ojo nacen de una parte del cerebro -sede del sensorio común- a través de uno de los doce pares craneales del bulbo raquídeo).

[9]      A su vez, los actos de unas funciones o de unas facultades son más actos que los de las otras. Más en los actos cognoscitivos indica precisamente más conocimiento; en los apetitivos, deseo más intenso. Si los actos u operaciones de unas potencias son más perfectos que los de las otras, ello indica que las facultades o funciones de donde tales actos nacen serán más perfectas unas que otras.

[10]   Potencias vegetativas son aquéllas en las que se encauza la vida vegetativa. Las únicas de que están dotados los vegetales, y son la nutrición, el desarrollo y la reproducción.

[11]   Potencias locomotrices son las propias de los animales y del hombre que permiten el movimiento o la conducta y el comportamiento respectivamente.

[12]   Potencias sensitivas son aquéllas que manifiestan la vida sensitiva. De ellas están dotados los animales, aunque no todos los animales posean todas las potencias sensitivas y en el mismo grado. Se dividen en cognoscitivas y apetitivas

[13]   Potencias intelectivas son potencias espirituales humanas que permiten conocer y querer de modo superior al conocimiento y al deseo sensibles. Son dos: la inteligencia y la voluntad

[14]   Potencias cognoscitivas sensibles son las permiten conocer sensitivamente. De esa dotación disponen los animales y también el hombre. Pero no todos los animales las tienen todas y tampoco en el mismo grado. El hombre en cambio, dispone de todas ellas, y de modo distintivo a los animales. Se distinguen dos grupos: los sentidos externos y los internos.

[15]   Potencias apetitivas sensibles son aquéllas que permiten desear a los animales y al hombre bienes sensibles. No se dan, sin embargo, por igual en los animales y en el hombre. Los pensadores clásicos las describen como la tendencia o deseo sensible que sigue al conocimiento sensible. Se distinguen dos: el apetito concupiscible y el irascible

[16]   Los sentidos externos, propios de animales y humanos, son aquellos que permiten conocer asuntos sensibles existentes en la realidad física. Se suelen distinguir cinco, tres inferiores: tacto, gusto, olfato; y dos superiores: oído y vista.

[17]   Los sentidos internos, también propios de los animales y del hombre, son aquéllos cuyo objeto es interno a la sensibilidad, no al cuerpo. Ello implica que no son estimulados por el medio externo. Estos sentidos permiten conocer asuntos sensibles ausentes en la realidad física. Se distinguen dos grupos: el inferior, que es el sensorio común, y los superiores, que son tres, imaginación, memoria y cogitativa (estimativa en los animales). En el hombre todos ellos se llaman intermedios, porque por una parte conectan con los sentidos inferiores (los externos), y, por otra, con ellos se une la razón.

[18]   El apetito concupiscible es el deseo de un bien sensible presente o el rechazo de un mal sensible presente. Sigue a lo conocido por los sentidos externos. Desde el psicoanálisis, se le denomina impulso de placer.

[19]   El apetito irascible es el deseo de un bien sensible ausente o la aversión a un mal sensible ausente. Sigue a lo conocido por los sentidos internos. Desde la psicología de Freud se le denomina impulso de agresividad.

[20]    Cfr. W.F. Florez, El bosque animado, Madrid, Espasa Calpe 27ª ed., 2001.

[21]   Las funciones vegetativas no son un movimiento transitivo como los de la realidad física, sino un movimiento vital, intrínseco (“praxis”), que se posee en propiedad, y es lo que permite distinguir al ser vivo del ser inerte; esto es, a las naturalezas, entendidas tal cual las caracterizaban los medievales, a saber, como principio intrínseco de operaciones, de las sustancias, que son inertes. Sin embargo, el que la vida implique movimiento en propiedad no lleva a interpretar la vida como un fundamento aislado e independiente, sino más bien al contrario, como apertura. En efecto, la vida vegetativa indica más bien cierto control sobre los propios actos, pero no ensimismamiento o aislamiento respecto de las demás realidades, sino apertura controlada a ellas. 

[22]   La vida vegetativa recibe en su propia casa, por así decir, las visitas, de tal modo que las hospeda transformándolas en un miembro más de la propia familia. Ante la recepción de lo ajeno, la vida vegetativa impone unas condiciones tan nobles, que eso externo queda modificado. Lo exterior dejará de tener la índole que tenía antes de su asimilación y adquirirá otra mejor, puesto que es mejor tener vida que no tenerla, o tenerla en mejor grado que en uno inferior. Lo externo no será meramente incorporado de modo extraño a la vida, sino transformado en ella misma. La vida vegetativa es, por consiguiente, una transformación.

[23]   La materia no sufre o padece al ser incorporada, sino que se ennoblece. Todo ello indica que lo inerte está en función de lo vivo y no a la inversa. También es eso así en el caso del hombre: no es el hombre para lo externo, sino lo externo para lo humano. No es el hombre para el tener, sino el tener para el hombre. No es el hombre para el mundo sino el mundo para el hombre.

[24]   También por ello “una corteza bien ganada es más dulce y sabrosa que un festín heredado”, Dickens, Ch., David Copperfield, Barcelona, Ed. Juventud, 1962, 324. 

[25]   Se denomina inmutación a la afección corpórea que el órgano recibe causada por el estímulo externo de cualquier realidad física. Por ejemplo, el calor de una cerilla sobre el tacto de la mano.

[26]   Shakespeare, W., Fray Lorenzo, en Romeo y Julieta, Madrid, Elección Editorial, 1983, 120

[27] Shakespeare, W., Hamlet, en Hamlet, Madrid, Elección Editorial, 1983, 222.

[28]   “Que un ciego guíe a otro, gran necedad es, pero ya vista, y caer ambos en una profundidad de males; pero que un ciego de todas maneras quiera guiar a los que ven, ésse es disparate nunca oído. Yo -dijo Andrenio- no me espanto que el ciego pretenda guiar a los otros, que, como él no ve, piensa que todos los demás son ciegos y que proceden del mismo modo, a tientas y a tontas; mas ellos, que ven y advierten el peligro común, que con todo esso le quieren seguir, tropeçando a cada punto y dando de ojos a cada passo hasta despeñarse en un abismo de infelicidades, éssa es una increible necedad y una monstruosa locura”, Baltasar Gracián, El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 138-9.

[29]   “Una gran conveniencia hallo yo en que el gusto coincida con el hablar, para que de esta suerte examine las palabras antes que las pronuncie: másquelas tal vez, pruébelas si son sustanciales, y si advierte que pueden amargar, endúlcelas también; sepa a qué sabe un no y qué estómago le hará al otro: confítelo con el buen modo”, Ibid., 199.

[30]   La tendencia en el hombre es más bien a no dejar rastro, a que no se note que ha pasado por un sitio; por eso lava o perfuma sus malos olores corporales naturales, los de sus vestidos, o los olores producidos por la comida, bebida, tabaco, etc.

[31]   Gracián, B., Ibid., 193.

[32]   Calderón de la Barca, P., Julia, en La devoción de la Cruz, Buenos Aires, El Ateneo, 1951, 578.

[33]   Seguramente por eso a los halcones y demás aves de presa se les amaestra anulando parcialmente su vista.

[34]   De ahí que se diga también que “a la fe cerrar los ojos”, Calderón de la Barca, P., El santo rey Don Fernando, Primera Parte, Pamplona, Universidad de Navarra, Ed. Reichenberger-Kassel, 1999, 145.

[35]   Sensorio común se llama a esa facultad con soporte orgánico (parte del sistema nervioso del cerebro) que capta o siente en común los diversos actos de los sentidos externos a través de los cuales éstos conocen los sensibles externos (colores, sonidos…). No debe confundirse con lo que usualmente se llama sentido común, que consiste en un uso específico de la razón en su vertiente práctica.

[36]   La imaginación es una facultad que nos permite formar imágenes, objetos remitentes o no a la realidad física, elaboradas a partir de ella sin que las realidades sensibles estén presentes. Su soporte orgánico radica en el cerebro.

[37]   Memoria sensible es la facultad con base orgánica (cerebro) cuyo objeto propio son recuerdos referidos a realidades particulares y concretas del pasado.

[38]   Cogitativa es la facultad con soporte orgánico (cerebro) cuyo objeto propio son las intenciones concretas de futuro. No sólo implica un conocimiento, sino también una valoración de lo real sensible, tanto en sí como para el sujeto.

[39]   Con ese tipo de imaginación al ver, por ejemplo, una pata de gato nos imaginamos el gato entero.

[40]   Es el caso de Ernst Cassirer (1874–1945), un neokantiano que escribió: “En lugar de definir al hombre como animal racional lo definiremos como un animal simbólico”, Antropología filosófica, México, FCE., 1983, 49.

[41]   La imagen de un espacio siempre igual es producto exclusivo de la imaginación humana, pues no responde a espacio real ninguno, ni tampoco a espacio imaginado por un animal. Con la imaginación podemos formar la geometría, y cabe más geometría que espacio físico, es decir, podemos formar propiedades geométricas que nunca se pueden practicar en el espacio físico. Cualquier imagen (punto, recta, etc.) es siempre más perfecta en sus medidas imaginadas que en lo físico y, a la par, nada en lo físico es un perfecto punto o recta. La diferencia entre el hombre y los animales a nivel de imaginación no es sólo de grado, sino específica. Conocemos con ella más que lo que conocen los animales, y lo que ellos de ninguna manera pueden conocer. Podemos formar, por ejemplo, la imagen de triángulo, que a nosotros nos sirve para fraguar la geometría. Al animal formar esa imagen no le serviría de nada. La geometría no sólo le es ajena sino perjudicial, pues de ella no se deriva ninguna tendencia propiamente animal con finalidad directa biológica. Si formara esas imágenes se volvería loco, porque con ellas no sabría qué hacer.

[42] “Pido a los santos del cielo/que ayuden mi pensamiento/, les pido en este momento/ que voy a cantar mi historia/ me refresquen la memoria/ y aclaren mi conocimiento”, Hernández, J., Martín Fierro, Buenos Aires, Albatros, 1982, 3.

[43]   Existe todavía una imagen superior, más formal: la circunferencia: “desde el punto de vista de la imagi­nación la circunferencia es la re-objetivación más perfecta. Si la re-objetivación del tiempo es más formal que la del espacio, la coherencia del tiempo consigo mismo no obedece al criterio de isocronía sino al de circularidad; esto es taxativamente aristotélico”, Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, Pamplona, Eunsa, 1997, 185.

[44]   Al ver un cordero al lobo -el ejemplo es tomista- sólo fragua un proyecto concreto de futuro: huir. Al verlo un hombre, los proyectos concretos son múltiples. A determinadas plantas, por ejemplo, muchos animales no les prestan ni la más mínima atención. En cambio, algunos hombres amantes de la naturaleza sí, otros no. Además, la reacción entre los que se interesan es muy diversa: admiración, cuidado, sacar partido práctico de sus cualidades, arremeter brutalmente contra ellas, etc.

[45]   “¿Qué convite más delicioso para el gusto de un discreto como un culto museo, donde se recrea el entendimiento, se enriquece la memoria, se alimenta la voluntad, se dilata el corazón y el espíritu se satisface? No hay lisonja, no hay fullería para un ingenio como un libro nuevo cada día”, Gracián, B., Ibid., 356.

[46] San Josemaría, Surco, n. 618.

[47] Correas, G., op. cit., 269.

[48]   Son dos tendencias distintas, porque a veces aparece contrariedad, lucha, entre ellas, ya que el irascible puede refrenar el deseo momentáneo del concupiscible y relegar el bien apetecido para después. Guardar el caramelo, por seguir con el ejemplo, para comerlo terminada la clase, respondería a tal apetencia. Y viceversa, el concupiscible puede clamar ahora por la satisfacción inmediata de su deseo acallando así las promesas futuras del irascible.

[49]    La desobediencia de estas tendencias inferiores a lo propiamente racional manifiesta que la sensibilidad y sus apetencias no está enteramente ordenada a la razón. Es decir, que hay cierta escisión, separación o disgregación en el vínculo unitivo entre las diversas facetas de lo humano. Falla que, aunque no es constitucionalmente natural, sino heredada tras una lamentable adquisición, afecta a la naturaleza humana. Sería, sin embargo, un lamentable error, dejar rienda suelta a esas apetencias sensibles y no educarlas en orden a la razón, en definitiva a la persona, porque deshumanizaríamos al hombre, en el fondo, lo despersonalizaríamos. Seguir la vida fácil está al alcance de cualquier fortuna, pero conlleva la esclavitud de no poder pensar, la incapacidad para decidir, y la consecuencia de no saber amar. Y, por supuesto, no son ni más hombres ni más mujeres los que se dejan llevar por las pasiones, sino usualmente más gregarios y menos responsables.

[50]   Comportamiento es el modo de manifestarse humano no determinado a lo uno, y que, por tanto, cada quién puede encauzar en una u otra dirección.

[51]      Recuérdese al respecto ese cuento que narra D. Juan Manuel en el Libro Patronio o Conde Lucanor, referido a un varón sensato que tomó por esposa a la hija de un amigo suyo; mujer en exceso consentida y por ello brava y rebelde. En la cena de bodas, el varón pidió a su perro agua para lavarse las manos. Como éste no obedecía, el amo sacó la espada y lo descuartizó. Tras ello, dio la misma orden a su gato y tras él a su caballo, que corrieron la misma suerte que el pobre mastín. Luego puso su mirada sobre su esposa y le pidió agua para las manos. A la vista de la contundencia que su esposo usaba para con quien no cumplía sus órdenes en su propia casa, ella, que ya veía rodar su cabeza por el polvo, se puso a servir agua para las manos a su marido, comenzando desde ese momento su nueva etapa de docilidad conyugal…

[52]   Cuando se tiende a juzgar negativamente a otro es porque se supone en él un conocimiento del que carece, conocimiento que puede faltar en cualquiera, por muy formado que esté y por muy hombre/mujer de letras que sea. No es natural ser sabio, y no se debe suponer tal cualidad en alguien aunque cuente con muchos años de estudio y docencia acumulados. Lo contrario denota ingenuidad, que da como fruto juicios críticos.

[53]   Gracián, B., Ibid., 458.

[54]   Se trata de una afección, emoción, etc., derivada de la disposición corporal. Sentimos el mejor o peor estado o disposición de nuestras facultades sensibles.

[55]    Es cierto que sin la afectividad la vida es gris y seca, y la actuación humana, puro moralismo. Pero la vida afectiva sensible no es suficiente para colmarnos de gozo, porque el amor humano no se reduce al afecto sensible. ¿Cómo notarlo? El afecto no está libre de interés, de satisfacer una necesidad sensual, afectiva. Pero el amor personal ama desinteresadamente; busca el bien del amado incluso a costa del propio bien, y con un sacrificio, que por la misma fuerza del amor resulta ser gustoso.

[56]   Cfr. Gudin, M., Cerebro y afectividad, Pamplona, Eunsa, 2001.

[57] Gracián, B., Ibid., 95.

[58]   Shakespeare, W., Romeo y Julieta, Madrid, Elección Editorial, 1983, 125.

[59]   “Los sentimientos son importantes y muy humanos, porque intensifican las tendencias. El peligro que hoy tenemos respecto de ellos es más bien un exceso en esa valoración positiva de ellos, el cual conduce a otorgarles la dirección de la conducta, tomarlos como criterio para la acción y buscarlos como fines en sí mismos: esto se llama sentimentalismo, y es hoy corrientísimo, sobre todo en lo referente al amor”, Yepes, R., Fundamentos de antropología, Pamplona, Eunsa, 1996, 59. 

[60]   Una posible solución a este penoso estado de ánimo en el que a veces nos encontramos puede ser pasar de las cosas que causan desagrado o apenan, sin que entendamos por qué nos lo causan, y por qué tanto, hasta que con el tiempo la verdad conocida intelectualmente (que es fría y poco sentimental) vaya aclarando los comportamientos humanos.

[61]   No se trata de ser espartanos o estoicos, es decir, de golpear la afectividad sensible, y menos aún de ser burdos y zafios, conductas aberrantes practicadas en demasía, sino de educar la afectividad, encauzándola hacia lo superior a ella. No ayudan mucho a este propósito la mayor parte de los filmes que pasan por la actual escuela del afecto. En efecto, es difícil educar el afecto de los niños hacia un monstruo de otro planeta, aunque éste se presente de modo amable; tampoco el de los jóvenes hacia una pareja que sin apenas conocerse pasan de escena de calle a escena de cama ¿y que decir de las películas de tiros, golpes, pura acción, terror, etc.? ¿Cómo se educa la afectividad de la sociedad actual? En tal educación está la clave, pues si se es sentimental, o si la afectividad está desordenada, difícilmente se sabrá amar

[62]   Los profesores exigentes suelen sorprenderse de que en la revisión de notas las alumnas tienen suma facilidad para llorar. Deberían notar que también la tienen para reír, cortejar, apesadumbrarse, y muchas cosas más, y asimismo, que cambian de sentimientos con más rapidez que los chicos. También, que si se empeñan en no manifestar los sentimientos, se vuelven más raras que ellos.

[63]   Es claro que la sincronía falta en la llamada inteligencia artificial. En efecto, cualquier máquina inventada por el hombre funciona por partes, y sus procesos, aunque sean extremadamente veloces, se suceden unos a otros, pero no ofrecen una concordancia temporal.

[64]   “La unidad de la praxis intelectual se caracteriza como simultaneidad o actualidad —posesión del fin en presente—; la praxis sensible es una unificación intensa, sincrónica, que no alcanza a ser actual, es decir, la presencia mental”, Polo, L., “La cibernética como lógica de la vida”, Studia Poliana, 4 (2002), 17.

[65]   Este extremo se puede comprobar en el trabajo humano. En efecto, las personas que se mueven mucho (las que se obcecan en la gestión práctica) suelen ser menos eficaces que las que dedican más tiempo a pensar en el propio trabajo. Por ejemplo, cuando en una Universidad los profesores van cargándose cada vez más de trabajo administrativo restando tiempo al estudio, ese centro pierde altura y, por tanto, eficacia.

[66]   El conductismo y el pragmatismo no acaban de ver de modo explícito esta tesis. Para ellos, la razón y sus verdades surgen de la acción, del modo de obrar. Pero esta tesis es contradictoria, pues ¿de qué acción concreta puede surgir una tesis como ésta que se formula en universal?