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ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES
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01 HISTORIA Y LUGAR DE LA ANTROPOLOGÍA
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02 NATURALEZA Y ESENCIA HUMANAS
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03 MANIFESTACIONES HUMANAS
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04 EL ACTO DE SER PERSONAL HUMANO
09. Ética y persona
Pasemos en esta Parte III del Curso a profundizar en el estudio de la esencia humana. Esencia denota perfección. Está constituida por la inteligencia, la voluntad, pero no en estado nativo, sino ya desarrolladas con hábitos y virtudes (perfecciones intrínsecas de esas potencias), y asimismo por la sindéresis, que es nativamente un hábito (perfección, por tanto), al que la persona puede dotar de mayor activación. Se puede considerar a la sindéresis como la cima de la esencia humana de la que la inteligencia y voluntad son laderas. Algunos la entienden como la capacidad natural para juzgar rectamente, es decir, un saber dirimir de modo natural acerca de nuestros pensamientos y quereres.
Esas perfecciones (también los vicios en las potencias superiores y la falta de sindéresis) las manifestamos en todo lo que realizamos. Pero en la ejecución de nuestras acciones hay unas instancias que son superiores a otras. Seguiremos en la exposición de las más representativas un orden descendente, de más a menos: ética, sociedad, lenguaje y trabajo, dedicando a cada una de ellas un Tema de este apartado. Este modo de proceder se justifica porque la manifestación esencial más alta es condición de posibilidad de las demás, es decir, sólo se entiende bien lo menor si se dualiza con lo superior. La ética es la más alta de ellas. Pasemos a su estudio y a ver su engarce con la persona humana. En este Tema se debe dar razón de que el hombre es ethicus.
1. Sobre la existencia de la ética
Tras pasear por las playas de la naturaleza humana, en esta debemos adentrarnos en la selva de la esencia humana, sabiendo que tampoco ésta es el centro del suelo humano, en cuya cumbre se encuentra la persona. De esa cima procede el relieve de las mesetas esenciales, y de éstas, la calidad y cambios en las llanuras del litoral de la naturaleza humana.
La persona es libertad. La ética es manifestación de la libertad. La ética es de la esencia, no del acto de ser; es predicamental, no trascendental. Sin la libertad la ética es imposible. La libertad personal abre la actividad práctica humana a la ética. La ética es el juego de la libertad personal con la naturaleza y esencia humanas y a través de ellas con la totalidad de lo real y de lo irreal. De ahí que negar la libertad conlleve negar implícitamente la ética. A su vez, desconocer la libertad personal conlleva no dotar de sentido suficiente a las acciones humanas. En la apertura que posibilita la libertad personal la naturaleza del hombre mejora o empeora. Sin ello, no cabría ética. Mejorar o empeorar algo de sí indica que la persona puede sacar partido de aquello que tiene a su disposición, y que, en consecuencia, ella es superior a eso, a la par que es irreductible. Al mejorar la naturaleza y esencia humanas, cada persona imprime en ellas unos matices peculiares que manifiestan en parte el ser personal e irreductible que ella es. Lo que más desarrolla la persona es la esencia humana, y es en ésta donde más se trasluce la personalidad de cada quién.
Por ello, con el estudio de la ética podemos notar, aunque parcialmente, la irreductibilidad de cada persona. Si la persona humana es irreductible, entonces estará necesariamente por encima de la especie humana, es decir, de lo humano de los hombres. Si lo está, podrá modificar su humanidad. Esto es, la persona es capaz no sólo de abrir su humanidad, sino de garantizarla cada vez más abierta. O si se quiere, si cada hombre es irreductible a la humanidad, es capaz de ser cada vez más hombre, más mujer, más humano. Sólo desarrolla su naturaleza y esencia (ética) quien la trata como naturaleza y esencia de la persona y para la persona. La naturaleza y esencia humanas crecen cuando son desarrolladas por lo superior a ellas, la persona, y de cara a las demás personas. En efecto, crecen cuando en el trato con las demás personas no perdemos de vista que son personas y que también nosotros lo somos. ¿Y si no se crece humanamente? Entonces se pierde el tiempo[1], se pierden las capacidades de la naturaleza y las virtualidades de la esencia humana, y se pierde uno mismo. Primero, se pierde el tiempo, porque crecer no es sólo ahorrar tiempo sino ganarlo cada vez más. Segundo, se pierden las capacidades de la naturaleza y esencia humanas, porque éstas quedan inéditas, o famélicas, es decir, no se saca de ellas el partido que puede sacarse en orden a su fin. Se pierde, en fin, uno mismo, porque de la pérdida y estancamiento en su naturaleza y esencia el responsable es cada quién.
La naturaleza y esencia humanas están diseñadas para actuar, siendo la omisión corrosiva para ellas: “como al bien ocupado no hay virtud que le falte, al ocioso no hay vicio que no le acompañe. Es la ociosidad campo franco de perdición, arado con que se siembran malos pensamientos, semilla de cizaña, escardadera que entresaca las buenas costumbres, hoz que siega las buenas obras, trillo que trilla las honras, carro que acarrea maldades y silo en que se recogen todos los vicios”[2]. Perder culpablemente la cosecha en el campo de la naturaleza y esencia humanas es responsable y, por ello, personal. Esa culpa personal recae sobre la persona que actúa u omite la actuación. Por eso uno puede juzgarse a sí por sus obras, y, sobre todo, por la falta de ellas. En esta tesitura es uno el que se pierde. Para no perderse: crecer en humanidad; en esto consiste precisamente la ética.
Con todo, cabe preguntar si es el hombre un ser ético. La cuestión es hoy actual, y lo es desde hace tiempo, porque ya en el siglo XIX fue puesta en duda no sólo la índole de la ética, sino inclusive su existencia. Como se recordará, para Nietzsche, por ejemplo, la ética no es nada natural del hombre sino un invento, algo artificial creado por los débiles para atemorizar a los fuertes y evitar que éstos opriman a aquéllos. Para otros, en cambio, el peor de los males humanos es, precisamente, la falta de ética, porque ésta no sólo perjudica a los demás, sino que acarrea el propio daño[3]. A lo primero que hay que hacer frente, por tanto, es a aquellas doctrinas de la filosofía moderna y contemporánea que niegan la existencia de la ética. La crítica de estas teorías no es difícil, pues no se puede negar la ética sin suponerla. En efecto, defender que “la ética tradicional no es buena, que no tiene valor, que hay que abolirla, etc.”, ya es una valoración, y por tanto, una ética. Decir que todo comportamiento es relativo (relativismo ético) ya es una valoración, esto es, una ética[4].
En el caso del pensador de Rockën, por ejemplo, sostener que la moral juedocristiana carece de valor, que es gregaria, implica ya una valoración previa acerca del bien y del mal, y consecuentemente, haber aceptado un modelo de ética. Como es claro, esa actitud es afín a admitir prejuicios, pues se opina que algo tiene valor o carece de él sin haberlo juzgado rectamente tras un paciente estudio acorde con la naturaleza humana. Sin embargo, tal actitud -de ordinario precipitada, y por ello poco lúcida- se establece sin motivo como la única válida, pues se acepta un patrón valorativo sin cuestionar temáticamente el valor del propio modelo. Por eso, la nueva ética que así se propone carece de justificación. Como se ve, no sólo es una ética reductiva, endeble, sin base objetiva, sino también sin capacidad de autocrítica. Es claro que las actuaciones conforme a tal paradigma perjudicarán a la naturaleza y esencia humanas, a las propias y a las de los demás. Tal actitud comporta todavía un daño superior, pues afecta a la persona que actúa. Que eso es así es manifiesto incluso para el autor aludido, pues él mismo declara que no se puede despreciar (ética) si uno mismo no se acepta (antropología) como el que desprecia, esto es, como una persona orgullosa, ofensiva, humillante.
Negar la ética implica decir también que el comportamiento humano es meramente positivo o empírico. Se trata del positivismo ético. Esta opinión desconoce que el hombre es un sistema abierto, es decir, que ninguna de las alternativas de actuación a las que está abierto es necesaria, que ninguna de ellas determina al hombre, y que el decidirse por una u otra, de un modo u otro, es libre, y por tanto, responsable, ético. Además, el positivismo es ciego ante la virtud, porque no se da cuenta que cualquier acción externa repercute en un mejoramiento o empobrecimiento interno. El hombre recibe el daño o provecho de sus propias acciones. La ética no es un asunto de reglas, leyes, preceptos extrínsecos, etc., a seguir mecánicamente, y que cumplirlos o dejarlos de cumplir dejen a uno indiferente. El positivismo ético parece estar más pendiente de lo vigente en la sociedad (también del qué dirán o de los llamados respetos humanos[5]), que de mejorar por dentro. La respuesta a esa actitud es clásica: “a nadie le pese que le digan ruin, pésele de serlo”[6].
Por lo demás, los que niegan o atacan la ética no suelen ser modelos de actuación, pues en cada uno sus teorías se confirman en su vida. Se puede conocer, aunque en parte, a cada quien por sus obras (cual el autor, tal la obra). De entre esos tales hay además algunos que prescinden de rectificar. Discutir con ellos es una lamentable pérdida de tiempo. Su actitud parece inmadura, poco cultivada, pues es propio del vulgo juzgar las cosas tal como a se le antojan, no tal como son; una actitud de gente que hace lo que le apetece, no lo que conviene para crecer en humanidad. ¿Es eso naturalidad, espontaneidad, o no es más bien una actitud impersonal? Lo ordinario, sin embargo, no es una crítica tan radical a la ética como la de quienes la niegan, o de los que defienden el relativismo o el positivismo ético, sino una crítica a alguna de sus bases. Los errores teóricos en esta materia (los prácticos lamentablemente los cometemos todos diariamente), cono en el caso del conocer, también se dan por defecto. Estos reduccionismos hacen girar el peso de toda la ética sobre uno de sus componentes o partes integrantes. Para poder rebatirlos necesitamos saber qué sea la ética y cuáles sus bases[7].
Con todo, lo que interesa directamente a la antropología no es conocer el modo de actuar humano, ni siquiera qué sea la ética o cuáles sus bases, sino el estudio del engarce de la ética con la persona, porque ello nos permite conocer en cierto modo a la persona. De otro modo: el que se actúe o no éticamente comporta mayor o menor conocimiento, respectivamente, de la persona humana que actúa. Formulemos la tesis de modo negativo: al que no actúa éticamente le es muy difícil conocerse como persona. En efecto, no se es ético cuando se usa de la naturaleza o esencia humanas, o sea, no se usa según su propio modo de ser, sino de ella como a uno se le antoja. Al actuar de ese modo, uno le pide a su naturaleza o esencia (o a parte de ellas) que le dé a uno una felicidad personal, es decir, que satisfaga a la persona. No obstante, es claro que la naturaleza y esencia humanas no pueden otorgar la felicidad personal, puesto que ellas no son persona. De otra manera: el que pretende sacar de su naturaleza o esencia un partido que éstas no le pueden dar se obceca en ellas, y como no consigue lo que pretende, se desespera a la par que quebranta su dotación. Además, al centrar en exceso la atención en ellas, se olvida de sí como persona. Es decir, ha decaído del nivel cognoscitivo apto para alcanzarse como quién es.
Pese al objetivo que perseguimos, atenderemos primero a la índole de la ética y a sus bases, para pasar luego a ver la persona como condición de posibilidad y fin de la ética. En esta Lección no se pretende, por tanto, saber qué sea la ética como saber, ni menos aún hacer ética práctica, entre otras cosas porque esto queda referido a actuaciones concretas, asunto que conlleva doble agravante: a) que eso molesta a quien lo explica, y b) que irrita asimismo a quien lo escucha. En efecto, decir que tal o cual modo de actuar son incorrectos puede herir a las personas que así actúan, y molesta también a los que denuncian esos comportamientos inmorales. Además, nadie está curado en salud, porque aunque “es un deber de todos los hombres predicar paciencia a cuantos se retuercen bajo el peso de la desdicha;… ninguno tiene virtud ni entereza para mantenerse tan moralizador cuando esa misma desdicha pesa sobre él”[8]. Pero si se encuentra a alguien que tiene paciencia en la adversidad, y que incluso la predica a los que no están tan duchos en ella a pesar de sus mitigados contratiempos, no se le deje ir; es, sin duda, un buen hombre.
Lo que se busca, pues, en este Capítulo es, mas bien, el engarce entre cualquier comportamiento humano y la persona que actúa, para notar que a través del sello o impronta peculiar que el artista plasma en sus obras, estamos en cada caso ante una persona distinta. ¿Por qué comenzar por la ética como manifestación humana y no por la sociedad, el lenguaje, el trabajo, etc., pues también esas otras realidades muestran, a través del trato, del habla, de la labor, etc., que cada persona es distinta, peculiar? Porque la ética es la primera y más alta de todas esas actividades prácticas, y la que mueve, dirige y ordena las demás. Es decir, entre las actuaciones humanas, la ética es la superior y condición de posibilidad del resto. También por eso en cada caso la ética manifestará mejor que esas otras tareas ante qué persona distinta estamos. Volvemos, pues, a la jerarquía, en este caso de la esencia En efecto, la ética es raíz de la sociedad (Tema 10), porque la sociedad no es la mera coincidencia, proximidad simultánea o agregación de los hombres, sino la convivencia mejor o peor entre ellos, y eso es ético; A la par, la sociedad posibilita del lenguaje (Tema 11); éste es la condición de posibilidad del trabajo (Tema 12). Por eso seguiremos este orden en los temas que siguen.
2. ¿Qué es la ética?
Ética es la actuación libre de la persona humana en cuanto que conduce su vida. Esa acción redunda en la esencia humana en un perfeccionamiento, a través de hábitos y virtudes, o en un empobrecimiento, a través de los vicios. Como es la libertad personal la que irrumpe en la inteligencia y voluntad humanas, el perfeccionamiento implica apertura cada vez mayor en ellas. El empeoramiento, lo contrario. La vida humana nos la han dado, pero no hecha. El hacerla conlleva una tarea. Pues bien, la ética es ese tomar la vida humana como tarea. Tarea indica esfuerzo. No es ético, pues, el pasivo, el perezoso, el que no saca partido de su vida, el que, en lenguaje aristotélico, se queda en potencia y no se actualiza, el que es como el hombre dormido.
Tarea implica asimismo meta, fin. No se “trabaja” la vida por trabajarla, sino por un fin: la felicidad. La tarea de la vida sin tener como fin la felicidad sería absurda. El motor de la ética es, por tanto, la felicidad. La felicidad es el fin último de cualquier actuación. Para alcanzar ese fin se requieren unos medios, porque, obviamente, el fin no está conseguido inicialmente. ¿Cuáles son esos medios? Si la felicidad es el bien último, los medios no pueden ser sino bienes mediales, que precisamente por ello lo son en orden al fin. Serán más o menos bienes en la medida en que nos acerquen o aparten más del fin. Ahora bien, para acceder a esos medios los tenemos que conocer y, al conocerlos, nuestra inteligencia forma normas de actuación. Éstas iluminan el camino que acerca progresivamente al fin o nos desvía de él. A la par, no basta con conocer los medios, sino que hay que adaptarse a ellos, seguirlos, y eso requiere la adhesión de nuestra voluntad a ellos. Al conformarse con bienes cada vez mayores la voluntad adquiere virtudes que fortalecen su tendencia en orden al fin, pues sin éstas la felicidad sería inalcanzable. De ahí el papel central de las bases de la ética que son los bienes, las normas y las virtudes.
Por eso, el que al actuar sólo busca bienes externos, máxime si son posesiones prácticas, o pasarlo bien (sociedad del bienestar[9]), busca sólo bienes con poca entidad, y como conocerlos es sencillo, forma en su inteligencia normas con poca luz y que poco impulsan a actuar. A la par, como al conseguirlos, la voluntad, lejos de saciarse, ni siquiera crece con virtudes, lo que se alcanza es justo lo contrario de lo que se busca, pues con ese modo de actuar uno se castiga a la infelicidad. Otro tanto se puede decir, aunque por otros motivos, del que sólo se ciñe a las normas de poco calado o a virtudes poco activadas.
Vista desde la antropología, la ética es el modo de conducirse del hombre; el estudio del crecimiento del hombre como hombre; el modo según el cual lo personal se manifiesta en lo natural y esencial dotándoles de perfección o deshumanizandolos. La ética se puede describir desde este punto de vista como la vida añadida con que cada persona dota a la vida natural recibida y a su esencia humana. La persona es libertad, decíamos. Cuando se ocupa de su esencia y naturaleza, la persona las liberaliza. Por eso “la ética es la ciencia que considera al hombre como sistema libre”[10]. Sólo la persona humana desarrolla su naturaleza y esencia, su humanidad, siempre abierta a crecimiento irrestricto. Por eso, no cabe ética al margen de antropología (personal se entiende, no cultural, racional, etc.). A la par, la ética que se obra depende de la persona que se es.
Suele describirse la ética como “la parte de la filosofía que estudia la moralidad del obrar humano”, esto es, el estudio de los actos humanos en cuanto que son buenos o malos. Ahora bien, no se ve en esta habitual descripción qué lugar ocupa la ética entre las disciplinas filosóficas, y si son sólo los actos humanos lo que estudia la ética; tampoco se atiende a su engarce con la persona. En cuanto a lo primero, se suele decir que la ética es una “filosofía segunda”, que no es tan alta como la metafísica (“filosofía primera”) porque sus temas no son tan elevados como los de aquélla. Por lo que a lo segundo se refiere, a lo largo de la historia de la filosofía se vinculan los actos éticos o sólo a bienes, o sólo a normas o sólo a virtudes; se la reduce o sólo a la búsqueda de algún bien real, o sólo a su conocimiento, o sólo a la inclinación de voluntad hacia el bien. En lo referente a lo tercero, y es la denuncia clave de K. Wojtyla en su libro Persona y acción[11], no se vincula la acción humana con la persona.
A lo primero hay que responder afirmativa pero matizadamente. Hay que afirmar que la ética es inferior a la metafísica, y que no cabe fundamentar la ética si se prescinde de la metafísica. La metafísica estudia los actos de ser reales extramentales que son el fundamento de toda la realidad (el ser divino, el ser de la criatura cósmica y la dependencia de ésta respecto de aquél). Sin la orientación de la metafísica la ética se queda sin norte, pues si actúa al margen o prescindiendo de esos principios su actuación carece de fundamentación. Pero la ética también depende, y más estrechamente, de una disciplina que es superior a ella y a la metafísica, a saber, la antropología. En efecto, no se puede saber acerca del sentido del actuar humano (ética) sin saber en cierto modo de la persona humana que se es (antropología). Conocer qué persona se es, es el saber más alto; un saber más elevado que la metafísica que estudia el fundamento de lo real extramental y que el resto de las ciencias teóricas y prácticas. Saber acerca de la ética deriva, pues, de ese saber antropológico, pues si se desconoce la persona humana, se ignora cómo ésta debe actuar. Y tanto es eso así que no hay ética sin hombre bueno, porque, al decir de Aristóteles, la ética no está en los libros, sino en el hombre ético (también la antropología se hace en primera persona). Con esto se encauza el engarce de la ética con los actos de ser extramentales (metafísica) y con el acto de ser personal (antropología). Éstas son, y por ese orden, las disciplinas más altas de la filosofía[12].
La ética es ese saber humano, vivido, acerca del hombre que hace referencia a la acción humana en tanto que en ésta se entretejen los bienes reales, las normas presentadas por el conocimiento y las virtudes de la voluntad. Como ese saber a ese nivel no es sólo teórico sino ínsito en la propia vida del hombre, la ética es la personalización de la naturaleza y esencia humanas. En la apertura del acto de ser personal humano a la propia esencia humana engarza la ética. Esta apertura se llama tradicionalmente sindéresis. Por ella nos abrimos a nuestras potencias superiores (inteligencia y voluntad) y a nuestra naturaleza corpórea humana. Sin esa apertura nativa no cabría, pues, ni la activación de la inteligencia ni la de la voluntad ni el cuidado de la corporeidad humana. Con las potencias humanas superiores e inferiores nos abrimos a las demás personas, a la sociedad. Por eso, la ética es previa y condición de posibilidad de lo social (por ello se debe tratar primero en esta Lección la ética y en el siguiente de la sociedad)[13].
3. Diversos enfoques históricos parciales de la ética
Al parecer la ética cuenta actualmente con escasos amigos, y por si esta carencia fuera poco, de entre los que afirman serlo, hay pluralidad de pareceres sobre la fundamentación de esta disciplina. En efecto, muchas son las críticas a esta parte de la filosofía. Para algunos ni es ni puede ser un saber riguroso como las matemáticas, la física, la lógica o las ciencias positivas. Desde ese punto de vista, se la ve bastante “relativa”. Esa tesis relativista suele admitir también que caben “muchas” éticas y no una única y unitaria disciplina ética que sea universalmente válida. Esa apreciación se ejemplifica a veces con el multiculturalismo: como hay tanta disparidad de culturas -se dice- y cada una de ellas admite diversos modos de valorar, no parece haber un criterio ético unitario para valorar las acciones humanas… Y como la tolerancia es un valor en alza, se acepta sin mayor examen que no podemos declarar de ningún modo que una ética sea superior a otra. Otras veces esa tesis se apoya en que la ética versa sobre lo libre y, en consecuencia, como no versa sobre lo necesario, no se le podrán poner reglas fijas.
Para los que defienden la tesis precedente, la metafísica sería lo primero y la ética lo segundo, porque la metafísica trata del ser necesario y le ética del obrar contingente. “El obrar –nos dirían– sigue al ser”. La rectificación de esa tesis dice así: el ser humano no es el ser que estudia la metafísica, sino superior a él, porque no es ningún fundamento necesario, sino un ser libre. Y como el obrar humano es incomprensible sin el ser humano, la ética no es directamente segunda respecto de la metafísica sino respecto de algo superior a ella: la antropología. El actuar humano es libre porque el ser humano es libre. Pero el actuar humano se debe subordinar también a la realidad necesaria: puesto que Dios y el cosmos existen de modo necesario.
Desde luego que lo libre es superior a lo necesario, pero lo libre superior a lo necesario (metafísica) es la libertad personal humana (antropología), no la libertad en las acciones humanas (ética). Estamos, pues, ante un saber superior a aquellos que intentan desentrañar la realidad física en cualquier campo (ciencias), y también más alto que aquellos que intentan averiguar las propiedades de las ideas pensadas y sus conexiones (lógica), pero que es, a la par, inferior a esos otros dos saberes aludidos, necesario uno (metafísica) y otro libre (antropología). La libertad personal humana (tema de la antropología) debe abrirse campo a través de la naturaleza y esencia humanas (tema de la ética). Si bien la naturaleza humana (vida recibida) es común a todos los hombres y tiene unos patrones de crecimiento bastante determinados, la esencia humana (vida añadida) nace de la persona y la personaliza cada quién de un modo distinto. De modo que si bien la ética nace de la libertad personal, tiene que jugar con cierta necesidad propia de la naturaleza humana, y cierta potencialidad propia de la esencia humana. Como tanto la naturaleza como la esencia humanas no crecen al azar sino que siguen unos patrones, caben reglas o normas objetivas de moralidad.
Por otra parte, para quienes defienden la existencia de algún criterio ético objetivo, no pocas veces ese mismo convencimiento les lleva al enfrentamiento directo con otras personas o pueblos que defienden la misma norma de conducta pero por un interés contrario (ej. en la guerra de Irak, los irakíes apelando a Dios llamaban al pueblo a la guerra santa, y los americanos también respaldaban en Dios su invasión de aquél país). Obviamente, en esos casos una de las dos posiciones debe ser errónea, aunque también lo pueden ser las dos. El acierto o el error de esas conductas se puede esclarecer, pues la naturaleza y esencia humanas pueden ser conocidas por nosotros, y también se puede aclarar su modo adecuado de proceder, es decir, su deber ser. En consecuencia, cabe teoría ética, distinta de la metafísica. Kant o Wittgenstein, por ejemplo, no aceptaron este punto, pues para ellos lo ético esté más allá de la teoría sin que la teoría asista a lo ético[14]. La verdad es que no es así, pues la ética no es del ámbito de los postulados y de la fe fiducial kantiana (sin contenido) ni del ámbito de lo místico wittgensteniano. La ética es del ámbito de las manifestaciones humanas, y es cognoscible.
Precisamente por ser de ese ámbito es por lo que no es trascendental, es decir, no pertenece a la intimidad personal. La ética es del ámbito de la esencia humana, no del acto de ser personal. La ética es posible porque la persona humana se abre libremente a su naturaleza y esencia para el perfeccionamiento de éstas. Y se abre a ellas activándolas, perfeccionándolas, prescribiendo que las potencias superiores del alma (inteligencia y voluntad) no se queden paradas, de modo que actúen según su modo de ser, y de manera que sólo actuando del mejor modo posible adecuado a su índole se acerquen a la felicidad. En este sentido la ética es sumamente seria[15], tal vez más que la metafísica, porque con ésta nos jugamos el sentido de nuestra vida, con aquella, en cambio, no directamente. Con todo, es seria sólo para quien la ve como una exigencia todavía no enteramente incorporada a su vida, mientras que para quien la vive cotidianamente es sumamente alegre, pues ¿cómo van a ser tristes las virtudes[16]? En suma, la ética se puede “decir”, porque se puede “conocer”, pero además de decirla hay que “hacerla”, porque, como menta el refrán popular, de lo dicho al hecho hay mucho trecho. Si bien conviene añadir que hay que hacer lo que se debe, y que se debe hacer lo que es bueno (ético), y en orden a lo muy bueno (antropológico), no a lo que gusta.
Todos los reduccionismos en ética prescinden en mayor o menor grado del acto de ser personal humano, su ser íntimo, pero a este olvido añaden otros, pues por aferrarse de ordinario a una de las tres bases integrantes de la ética –bienes, normas y virtudes–, o a un aspecto de esas partes (los bienes útiles, las consecuencias de los actos, los motivos, las circunstancias, los valores, etc.), excluyen las otras. Las polarizaciones más marcadas (las de libro) giran en torno a una de esas facetas, pero lo frecuente (lo que es ordinario en la calle, en nuestras vidas), es encontrarnos con que esos asuntos se presentan nivelados en todas las personas. Así, por ejemplo, uno que busque sólo bienes placenteros (se autoprohíbe, por tanto, bienes más altos) tiene la mirada poco clara, es decir, poca lucidez en las normas de su inteligencia, pues para conseguir esos bienes se emplea poco la razón; y a la par, es débil de voluntad, es decir, carece de virtudes, pues adherirse a esos bienes es tan sencillo que a ese tipo de vida se le suele llamar precisamente vida fácil. Y a la inversa, quien tiende a adherirse a bienes altos debe formar en su razón grandes ideales, normas, alcanzables sólo a largo plazo; por ello, las virtudes que adquiere en su voluntad son más fuertes y constantes. Pasemos ahora a revisar esas teorías éticas que se polarizan exclusivamente en una de las bases de la ética.
4. Reducir la ética a los bienes
Sin tener en cuenta las normas de la inteligencia que empujan a actuar de un modo u otro, y sin tener en cuenta las virtudes de la voluntad que refuerzan nuestra adhesión a los bienes mejores, la ética que sólo se ciñe a los bienes conlleva usualmente también graves restricciones: el prescindir de los bienes más altos (por lo menos el fin último) y la carencia de perfeccionamiento intrínseco del hombre (virtudes), precisamente por adaptarse a los bienes más bajos. Atenerse a los bienes más fáciles de conseguir está al alcance de cualquier fortuna. Precisamente por esa facilidad es por lo que no se mejora por dentro, porque nadie es prudente y virtuoso sin esfuerzo. En efecto, mejoramos internamente a raíz de nuestras acciones por los hábitos de la razón práctica, en rigor, por la prudencia, y por las virtudes de la voluntad. Si disponemos de la prudencia, las normas de actuación que ella impera son más acertadas. Si disponemos de virtudes, los bienes a los que nos adherimos son mejores y nuestra adhesión a ellos es más fuerte.
En cambio, dejarse llevar por el placer oscurece la mirada de la razón práctica, es decir, nos vuelve imprudentes, porque “el placer y la venganza tienen oídos más sordos que los áspides a la voz de toda discusión leal”[17]. Y nos vuelve también flojos, cobardes, porque “la abundancia y la paz (entiéndase bienestar) engendran los cobardes”[18]. Es la forma de vida propia del hedonismo. Con todo, la ética de Epicuro, iniciador de esta corriente, al parecer no era tan light como la que defiende parte de nuestra sociedad en este punto, pues aquél autor admitía por bienes placenteros no sólo los sensibles, sino también algunos otros como la paz y armonía del alma. Por el contrario, nuestra época está saturada de bienes placenteros sensibles. En efecto, la loca carrera o afán desmedido de poseer comodidades, satisfacer los gustos, buscar el placer a cualquier costo (especialmente el derivado del sexo, drogas, etc., que son los más intensos), está a la orden del día y extendido en todas las capas sociales de la mayor parte de los países (aunque mucho más en los desarrollados económicamente del hemisferio Norte).
El bien placentero es el más fácil de lograr, pero también el más pasajero y el que más aparta de la consecución de los bienes más altos, puesto que aquéllos son los más arduos de alcanzar y no se logran sin constancia. De ordinario se comprueba esto último en que el que más se deja llevar por el placer sensible es el que menos piensa, sobre todo en el sentido de su propia vida. Se queja interior y exteriormente ante la ausencia de cualquier comodidad a la que se cree con derecho. Le resulta incomprensible todo aquello que contraría su vida placentera: cualquier cambio de planes, el dolor, la enfermedad y, en especial, la muerte. Si incluso se considera cristiano, busca un cristianismo sin cruz en el día a día. Si no lo es, tiende más admirar a Venus que a Marte o a cualquier otro ídolo. Consecuentemente, tiene miedo, auténtico pavor, al dolor y a la agonía final, y la sola sospecha de que exista vida post mortem le pone malo.
Cabría replicar a la tesis precedente que alude al conocer, diciendo que nuestra sociedad es más avanzada en lo que a los saberes se refiere. Sin embargo, conviene responder a esa argumentación, que saber mucho acerca de ciencias positivas, tecnología, etc., no es todavía pisar los terrenos de los saberes cumbre, los de la persona y esencia humana, por ejemplo. Por eso, es compatible alcanzar el dominio en aquellas áreas y no ser ético. No obstante, los más altos saberes no se alcanzan sin ser ético. Ahora bien, la felicidad y la ignorancia acerca de la persona que se es son inaunables. Por eso, la tristeza actual en tantos ámbitos de la sociedad es la denuncia práctica de que el modelo de vida que se lleva es inhumano. A esa situación se suma algo peor todavía: la mirada pesimista ante el futuro de los que se dejan llevar por ese estilo de vida. Si “la esperanza… es el consuelo de los afligidos y puerto donde se ferran”[19], quien mira con incertidumbre el futuro deja enfermar su esperanza. Como el hombre es un ser de proyectos, quedarse sin ellos es tener una vida mortecina.
El pesimismo deriva de la falta de espezanza. Falta esperanza cuando la mirada hacia el futuro es apagada. Y lo es cuando se sospecha que, puesto que con el placer ahora no se logra ser feliz, si se sigue por esos derroteros, se acabará “en las mismas” y, en consecuencia, jamás se logrará la dicha. Además, con el paso del tiempo las fuerzas corporales decaen, se agostan y los achaques menudean. En suma, “amores, por un placer mil dolores”[20]. Esas dolencias atañen, ciertamente, al cuerpo (en caso de duda, pregúntese al que sufre enfermedades venéreas), y, desde luego, más al alma, porque “a sí mismo se roba el que se consume en un dolor sin provecho”[21]. Obviamente, el no poder dotar de sentido a esas dolencias mina el sentido de la vida hasta el punto de clamar: “detenedme la vida, que parece/ que de luchar con el dolor se cansa”[22]. Y es que poco vive quien mal vive, pues aunque su vida dure muchos años, esa forma de vida está escasamente viva.
El placer mira al presente. Quien se deja llevar por él se hastía del pasado, porque el placer pasa enseguida[23], cansa, y al devenir pasado da tristeza[24]. A su vez, quien busca satisfacciones placenteras inmediatas desconfía del futuro. Pero la felicidad humana, más que en el pasado y en el presente está en el futuro, porque -recuérdese- el hombre más que ser, será. Sin embargo, es claro que en el futuro no está el placer. El placer es el mini–ser del instante. Si un hombre se mide a sí mismo en función de su vida placentera malbarata su ser por una miniatura de ser; pone su ideal en una especie de bonsay humano. Es la quiebra del negocio, pues “nunca mucho costó poco”[25]. Como el placer cuesta poco, poco vale.
Se ha aludido a esta ética reductiva o modo de comportamiento deficitario en virtud de su interna parcialidad. Se ha mantenido que lo característico de este parcialismo consiste en quedarse sólo con los bienes, uno de los elementos integrantes de la ética. ¿Qué pasa cuando la actitud es contraria, a saber, cuando el bien se desprecia? Si uno se enfrenta al bien pierde realidad. Sus pies ya no pisan terreno firme, porque bien y ser son lo mismo en la realidad, decían los pensadores medievales. Puede caer en el idealismo. Eso es así porque considera que las normas, que son como las luces que iluminan su actuación, las verdades prácticas, son lo valioso en sí, es decir, que las ve no sólo como previas sino también como al margen de los bienes. También puede caer en un subjetivismo, en un atrincheramiento interno al modo estoico, es decir, en encapotar su voluntad y refugiarse en ella. Al desligarse de los bienes se sufren penas innecesariamente, pero el que prima su querer sobre su conocer y sobre los bienes reales considera que sus penas al menos son suyas, las vive, y al tener eso, algo es algo. Por lo menos si tiene la pena pero no la merece es menos daño, y si la dice, se consuela[26].
5. Reducir la ética a normas
Por norma se entiende el imperio de la razón en su uso práctico que ilumina nuestra actuación y empuja a ella. Una norma moral es un precepto dictaminado por nuestra inteligencia sobre el actuar o no actuar, o sobre el hacerlo de una manera u otra. Tal mandato lo otorga la razón antes de que se desencadene la conducta práctica, y sigue imperando durante la acción. Las normas morales no son primariamente, pues, códigos de ordenamientos civiles, procesales, penales, etc., sino mandatos de nuestra razón que arrojan luz sobre nuestro modo de actuar antes de que éste se produzca, e imperan a que se realice de un determinado modo. Como se puede apreciar, tal mandato tampoco recae sobre personas ajenas que estén a nuestro servicio, sino sobre nuestras propias acciones: “el señorío verdadero no consiste en mandar a otros, sino a sí mismo”[27]. Gobernar bien nuestro comportamiento es ser verdaderamente señor de nuestra naturaleza y esencia.
Desde luego que son muy importantes las normas, pues sin ellas, sin la claridad de la inteligencia en lo práctico (a lo que de ordinario se llama sentido común), la actuación humana es ciega o insensata. En esas circunstancias es mejor no actuar. Pero quedarse sólo con las normas como base de la ética, prescindiendo de bienes y virtudes es un reduccionismo ético. De ese estilo es el racionalismo ético, tesis netamente defendida por Kant[28]. Este pensador no quiso atenerse a los bienes para fundamentar la moral porque el bien es real, y, como se recordará, él postuló que lo real en sí (lo que vino a llamarse noúmeno) es incognoscible; en consecuencia con ese principio, no podía atenerse a bienes para fundar su ética. Para él, además, contar con bienes reales denotaría egoísmo, o sea, un modo de obrar interesado. A su vez, prescindió en su ética de las virtudes porque desconoció la índole de la virtud, olvido muy extendido en buena parte de la filosofía moderna[29]. La conciencia moral para este autor es meramente normativa (se trata, en su caso, del imperativo categórico). Según este pensador alguien actúa bien cuando sigue ese dictamen de la razón, y mal cuando lo conculca. El ideal para este autor sería, por así decir, tener la conciencia limpia (aunque ello a veces sea signo de mala memoria…). Pero frente a este postiulado hay que señalar que es evidente que caben conciencias erróneas, es decir, la de aquéllos que no se adecuan al bien real tal cual éste es (ej. la de quien vive amancebado con una persona casada y eso le parece bien porque la quiere). Hacer lo que se cree que está bien, según le dicta a cada uno su conciencia sin tener en cuenta la realidad es erróneo por deficitario.
La actitud que se atiene más a los valores que a los bienes, normas o virtudes es resultado de otra tesis ética, la que ofreció Scheler en el s. XX, un pensador con gran influencia kantiana en su bagaje filosófico[30]. En efecto, piensa que si el bien en sí es incognoscible (influjo de Kant), y es difícil atenerse de modo suficiente a la virtud (aunque Scheler habla de ella), y se critica (en concreto a Kant) que las normas no fundan suficientemente la ética, se intenta poner la base de lo moral en los valores. Se pasa a considerar que algo es valor, no por el conocimiento racional, sino en atención a lo tendencial, al sentimiento. Con todo, si el valor no coincide con el bien, con lo real (recuérdese que Scheler pretende una desontologización de los valores), la aceptación del mismo no redunda en beneficio de la voluntad, es decir, no fraguamos virtudes sino costumbres, que pueden ser más o menos convencionales o extravagantes, pero respecto de las que nos muy problemático saber si o no buenas.
Una variante del protagonismo de las normas en ética es la tesis de Tugendhat. Este pensador de nuestro tiempo (también de neto influjo kantiano) opina que la aceptación de una norma por parte de alguien viene respaldada por la consideración propia que uno hace de que esa norma es aceptable por parte de todos, es decir, una especie de hipostatización de la norma a la democracia. Esa subordinación o sometimiento de una norma de la propia razón a la figurada ratificación de la mayoría no deja de parecer otro voluntarismo, esta vez de cuño un tanto social, porque ya no se sabe con claridad si la norma es adecuada o no, si responde o no a lo real, sino si será aceptada por los demás tal como esté el panorama social (que, por cierto, deja bastante que desear en ética), y ello de una temporada a otra, de una zona a otra[31]. Claramente eso no dice mucho a favor de muestra sociedad, pues “el viento que corre, muda la veleta, más no la torre”[32]. Es pertinente, por tanto, fundamentar con sólidos sillares nuestra atalaya ética, sin dejarnos engañar por el brillo de las giraldillas de las modas cambiantes, aunque en el ceder a esta seducción el vulgo poco haya cambiado respecto de otras épocas[33].
El atenerse sólo a normas, puede encubrir, como el anterior reduccionismo, otro, a saber, no tener en cuenta la norma más alta, la que prescribe esa realidad humana que es la primera que impulsa a la acción, es decir, esa instancia a la que los medievales llamaban sindéresis. En efecto, si no se la tiene en cuenta, uno tiende a quedarse sólo en aquello a lo que empuja la conciencia moral[34]. En cambio, la sindéresis empuja a obrar en orden al fin último, al bien sumo, a la felicidad; en el fondo, de cara a Dios. La conciencia, por su parte, empuja a actuar teniendo en cuenta los medios, que no son el fin último, pero que -ya se ha indicado- son indispensables para la consecución de éste. Por lo que se ve, parte de nuestra sociedad europea está falta de sindéresis, seguramente porque no se vende en los supermercados y grandes superficies…
Es insuficiente para la integridad de la moral el que uno se polarice en exclusiva por las normas, pero también lo es el que uno las arroje de sí o las desprecie sistemáticamente por mor de una presunta espontaneidad, pues en ese caso se convierte en un nominalista, es decir, en un señor que descalifica la razón humana de modo sistemático por considerarla incapaz de verdad y capaz en exceso de formar cuentos, sueños o ficciones mentales. Recelan en buena medida de las normas de conducta racionales varias tendencias filosóficas tales como el pragmatismo[35], el empirismo, el positivismo[36], el consecuencialismo, etc. Estas corrientes, frente al normativismo ético europeo, son actualmente de corte más angloamericano. Pero esa espontaneidad no es correcta sino ingenua, porque al fin desemboca en la irracionalidad, o lleva a que la inteligencia vuele en corto.
Las recién aludidas corrientes de pensamiento tienen la común característica de que quieren ser exclusivamente prácticas. Lo cual no deja de ser paradójico, pues usan la teoría para justificar la hegemonía de la práctica. Por ello mismo, no pueden enfrentarse de modo teórico a los dos temas centrales de la antropología, el fundamento y el destino, puesto que éstos no son prácticos, en el sentido de manipulables. Y como esos temas carecen de respuesta práctica, no pocos pensadores acaban volviéndoles la espalda o declarando que no existen (non sense). Pero sin esos temas ante la mirada, la actuación humana, y con ella la ética, carece de base y de fin, y queda planteada como pura combinatoria de posibilidades más o menos aleatoria sometida a la reinante aceptación del parecer de la mayoría, que no es necesariamente garantía de bondad moral.
En efecto, en muchos periodos de la historia, decir “la mayoría” era equivalente a decir “vulgo”, y ese término se consideraba peyorativo. Por eso, “mala señal, decía un discreto, cuando mis cosas agradan a todos; que lo muy bueno es de pocos, y el que agrada al vulgo, por consiguiente, ha de desagradar a los pocos, que son los entendidos”[37]. En otros periodos, en cambio, se entendió que la voz del pueblo mayoritario era como la voz de Dios: vox populi, vox Dei, aunque alguna sana discrepancia a esta tesis nunca faltó[38]. Con el correr del tiempo, cuando Dios cayó en desgracia en los parlamentos, códigos de derecho y formularios oficiales, se decía que la voz del pueblo ya no remitía a la de Dios, sino al propio pueblo. Luego pasó a remitir a la voz de sus representantes, que hacían todo para el pueblo pero sin el pueblo. Pero la misma historia ha mostrado con creces que tampoco estos intentos de “fundamentación ética” parecen garantizar la bondad moral.
En algunas políticas donde está vigente el partidismo y en muchas instituciones intermedias actuales parece que el representante ya no doblega la voz del pueblo a sus propios intereses, sino que se conforma él al sentir del pueblo hasta el punto que los que deberían suponer cultos y entendidos se comportan vulgarmente, de modo que en muchos casos se puede seguir diciendo aquello de que el “vulgo no es otra cosa que una sinagoga de ignorantes presumidos y que hablan más de las cosas cuanto menos las entienden”[39]. En efecto, no pocas veces da la impresión que a nivel de diálogo social, de medios de comunicación, de comportamiento y costumbres, de educación, cultura, arte, etc., lo primero es opinar, discutir y -si se puede-, criticar[40], y lo segundo preguntar de qué tema se estaba tratando… ¡Cuánto hablar sin suficiente fundamento y fin! ¡Qué encomiables los que ante tanta palabrería guardan silencio! Ya no se llega a la verdad práctica, ética, por el prudente estudio y la vida buena, pues ya no se juzgan las cosas como son, sino como se dicen, y se dicen como gustan que sean[41]. En suma, hacer lo que hace la mayoría no parece que sea la más lúcida regla de comportamiento ético. Mas bien indica que uno es incapaz de personalizar su naturaleza y su esencia humanas, y que se deja llevar por la corriente (hacia abajo, claro, como toda corriente).
6. Reducir la ética a virtudes
La virtud es la pieza clave de la ética, porque el bien en que ella consiste es superior al bien externo sensible, y porque ese bien es más estable y menos sometido a olvidos que las normas de la razón. Sin embargo, basar la ética exclusivamente en virtudes, al margen de los bienes reales y de las normas de la inteligencia, también es reductivo. En este error cayo el antiguo estoicismo. Actuando de este modo se intentaba el fortalecimiento de la voluntad. Ahora bien, un comportamiento que busque sólo el fortalecimiento interno de la voluntad, al margen del bien real que se alcance, no es un perfeccionamiento interior, porque la voluntad es intención de otro, y sólo crece en la medida en que se adapta a bienes cada vez mayores. La tendencia volitiva sólo puede ser reforzada por medio de la virtud cuando es intención de más otro. Si no lo busca y no se adapta a él, se acartona o esclerotiza; en rigor, pierde vitalidad.
La voluntad crece según virtud cuando se adapta a bienes mejores (los sociales, por ejemplo, son mejores que los materiales). Crece mucho más cuando es el instrumento del que se sirve la persona para dar, aunque el don sea por necesidad escaso, como advirtió el dramaturgo inglés: “mis gracias son la única recompensa que puedo daros. No obstante, aunque el don sea pequeño, grande es mi voluntad”[42]. La voluntad crece todavía más cuando la persona se sirve de ella para aceptar. No se trata únicamente de aceptar regalos materiales, sino incluso contrariedades (enfermedades, cambios de planes laborales, etc.) y, sobre todo, asuntos personales (el distinto carácter de los que conviven con nosotros, el modo de ser tan distinto de las mujeres respecto de los hombres y a la inversa, etc.).
Sin duda, es un gran mal perder el bien último por un bien tan grande e íntimo como la virtud. En rigor, es perder el bien personal más alto por quedarse en un bien muy alto del ámbito de la esencia humana. Esa pérdida es comparable a otra todavía superior: el perder al Dios personal, por obcecarse con las personas humanas. En efecto, una persona creada es la realidad más noble entre toda la realidad creada, pero no es lo más noble sin más. Por lo demás, esa comparable pérdida seguramente la notó el citado comediógrafo al escribir: “¡Oh enemigo astuto, que para coger un santo echas tu anzuelo con santas! Peligrosa entre todas es aquella tentación que nos conduce al pecado por el amor de la virtud”[43]. De esto se puede sacar una lección: no convertir a la virtud en fin, porque entonces perdemos el fin último y también la misma virtud, ya que ésta, al no inclinar hacia aquél, deja de ser virtud.
Por otra parte, sin normas, sin el impulso de la primera norma, la sindéresis en primer lugar, es decir, sin el conocimiento de que uno está llamado a actuar en este mundo en orden al fin, principio que urge a la voluntad para que se adapte a los bienes mediales en atención a la consecución del final, la voluntad no puede adherirse a nada y queda famélica. En esa situación, carece de norte, y su tendencia queda truncada. Deviene pobre por quedar aislada del fin. A su vez, y en segundo lugar, sin las normas que la razón (conciencia si se quiere) ofrece a la voluntad, ésta queda sin guía para adaptarse a unos bienes mejores que otros; es decir, deviene incierta en los medios. Pero si no se distingue y sopesa entre los diversos bienes mediales (razón práctica), ni se siente urgido por el fin último (sindéresis), ¿para qué ser fuerte sólo en lo que tiene poca importancia, o frente a lo que la tiene, o en lo que no se puede conocer con certeza si la tiene?, ¿para qué resistir por resistir las adversidades de la vida o los ratos de bonanza?
Al estoico le falla el punto de mira, el fin, el bien último, y le falta saber qué bien medial es mejor que otro. De ahí que su vida pierda sentido y tienda al pesimismo. La pretensión del estoico es inútil, porque la negación de su afectividad implica la muerte por inanición de su voluntad. La actitud estoica también está vigente hoy, incluso entre los jóvenes. Es el llamado pasotismo, una actitud de inactividad y de renuncia a la solución de los problemas de la vida. Se trata de la carencia de ideales personales, familiares, profesionales, etc., y la falta de vibración por conseguirlos. En esa tesitura es fácil ceder a la tristeza de ánimo, señal cierta de que se está mirando más al presente que al futuro. En efecto, de modo parecido al hedonista, el estoico se preocupa en exceso por el presente estado. En cuanto al normativista, aunque su mirada se refiere un poco más al futuro, éste suele ser cercano, pues las llamadas de la conciencia dictan que las acciones a realizar se lleven a cabo con prontitud, en un futuro inmediato. Las normas que dicta la mente humana son prácticas y la mayor parte de ellas están referidas al futuro próximo.
Tal vez un consejo pertinente a proponer a las personas que hayan caído en el lazo de la inmediatez sea el siguiente: fomentar grandes ideales a largo plazo[44]. Los ideales a largo plazo abren a la esperanza humana y sobrenatural. Como se puede apreciar, en todos los reduccionismos éticos, el futuro se mira con recelo y desconfianza, señal clara que tales éticas no son coherentes con una antropología correcta, es decir, con la que descubre el peso que en nuestra vida tiene el futuro histórico y metahistórico.
Si uno desprecia las virtudes es presa de la debilidad de la voluntad, aquello que otros denominan “flojera”. Puede darse cuenta de bienes valiosos, e incluso sentirse llamado a buscarlos, pero parece que éstos superan sus fuerzas, los ve inasequibles, no quiere comprometer su comodidad, su vida fácil y, poniendo su mirada en el presente, se tumba en el sofá… Si esa actitud se convierte en costumbre cotidiana de una persona, de seguro que intentará crear subtefugios para justificarse. O bien dirá que los bienes reales no son tales, o bien dirá que él ve, conoce, las cosas de otra manera. O tal vez recurrirá también a la excusa de “la mayoría”, y se le oirá decir algo así como “nadie se comporta según virtud”, “nadie es leal, honrado”, “todos los tales o cuales son corruptos”, etc. Pero ese “totalizar” es ya manifestar la propia corrupción (“corazón sin engaño, no piensa malo”[45]).
7. Integridad
Ser realista en ética es tener en cuenta los tres pilares de la ética y aunarlos. Unirlos no implica homogeneizarlos, sino compararlos y notar que uno posee primacía sobre otro. La clave del arco de la ética es la virtud[46]. En efecto, si no se mejora en la esencia humana al actuar, el actuar para conseguir asuntos externos es muy pobre. En efecto, si se compara con la mayor ganancia, la interior, que podemos sacar de la actuación, los bienes externos son “habas contadas” que, además, dejaremos sin remedio al final de la vida. Por otra parte, las virtudes son superiores a las normas porque son más estables y porque la persona las asume más. Añádase que la virtud, que es el perfeccionamiento de la voluntad, no se da, sin la prudencia, que es la luz de la razón que dicta normas. Por eso los medievales llamaban a esta perfección racional genitrix virtutum, madre de las virtudes[47]. La virtud tampoco se da sin la realidad extramental, los bienes, que son la causa de que las normas sean certeras y de que las virtudes sean pujantes.
¿Por qué la ética debe vincularse a los bienes? Porque de lo contrario, no aparece la felicidad. La felicidad plena sólo puede entrar en escena cuando se goce el mayor bien. Éste debe ser eterno e incorruptible, infinito, porque es el único que puede saturar a una potencia espiritual como la voluntad humana; en rigor, sólo Dios. Sin bien real tan alto la felicidad humana sería puro postulado, y la ética un sin sentido, o un montaje más o menos teatral. ¿Por qué aparecen en ética las normas (leyes o llamadas de atención de la razón) y las virtudes? Porque el bien más alto, la felicidad, Dios, no lo poseemos en esta vida, y debemos conducirnos en ella de tal modo que lo alcancemos. Sin conocer el camino que a él conduce, sin la luz de la sindéresis (primera norma o regla de moralidad), y sin normas morales, es decir, sin la luz de la conciencia (norma segunda o próxima de moralidad que dictamina entre los medios) el acceso a él es imposible. A la par, sin virtudes que perfeccionen a la voluntad, que la refuercen en su tendencia dirigida a la caza de ese fin último, éste sería inalcanzable.
¿Por qué la ética sólo tiene estas tres bases y no más? Porque todo lo que existe es bien (bien y ser “sunt idem in re” se decía en el medievo), y porque las dos únicas vías humanas de acceso a todos los bienes –al bien sin restricción– son la inteligencia (normas) y la voluntad (virtudes). Existe el bien absoluto real apropiado a la felicidad humana, y nuestro modo de relacionarnos con los bienes mediales que a él conducen únicamente es posible mediante el conocimiento y la voluntad. Estas son las dos únicas ventanas de la naturaleza humana abiertas al bien irrestricto susceptibles de crecimiento. Por la primera, porque por la razón lo conocemos, y al conocerlo surgen las normas; y a través de la voluntad, porque por ésta lo queremos, y al hacerlo se fraguan es ésta las virtudes. Dado que no tenemos más potencias humanas por las que podemos manifestar nuestra apertura irrestricta al bien, no hay más posibilidades de fundar la ética. En efecto, los sentidos, apetitos, sentimientos sensibles, etc., sólo tienen que ver con unos bienes muy reducidos, pero no con la totalidad de ellos, y por supuesto, no con el bien último. El bien atrae, provoca la apertura del ser personal, y las normas y las virtudes potencian la apertura de nuestra esencia.
En conclusión, la ética no es un sistema arbitrario de leyes que haya que cumplir, tesis en que se cifra la crítica del voluntarismo al idealismo y formalismo, ni tampoco es un apetecer egoísta de bienes sensibles, crítica propia del idealismo y formalismo al voluntarismo hedonista, ni menos aún un enreciamiento provocado por un endurecimiento interno sin savia y sin alma, tesis propia del estoicismo, sino que el más beneficiado al seguir las normas que dicta la inteligencia e incrementar las virtudes de la voluntad en busca de los bienes cada vez más altos y arduos es el propio hombre, porque de ese modo perfecciona su propia esencia al hacerla crecer, es decir, la capacita para ser cada vez más feliz.
Esas tres bases deben estar dualizadas entre sí. La inferior se debe subordinar a la superior y la superior debe beneficiar a la inferior. La virtud es un bien superior a los bienes mediales porque es un bien espiritual, intrínseco, mientras que los demás son materiales. Es superior a las normas, porque éstas son actos, no hábitos, y es claro que un acto es de menor índole real que un hábito, como lo es la virtud. A su vez, las normas son superiores a los bienes mediales porque mediante ellas los transformamos. Con nuestra actuación educimos más perfección que la que presentan los bienes reales. Por eso los bienes de cultura son superiores a los naturales. De modo que los bienes sensibles están en función de nuestras normas, en rigor, de que aumente nuestro hábito prudencial. A su vez, si las normas dependen de la prudencia (hábito de la razón práctica), ¿qué es superior, ésta o las virtudes de la voluntad? La prudencia no se da sin las virtudes de la voluntad y viceversa, pero ¿quién sirve a quién? La prudencia es por mor de las demás virtudes. Por otra parte, la virtud no es fin, sino que debe dualizarse con lo superior a ella. Lo superior a ella admite dos ámbitos de realidad, uno más allá de ella (que atrae a la voluntad, y a la que ella sigue con su intención de alteridad), y otro más acá de ella (que permite activar a la voluntad y refrendar sus actos y virtudes). El externo es el bien último; el interno, la sindéresis. A su vez, la sindéresis se dualiza con la persona humana. ¿Cuál de los dos aludidos ámbitos de realidad es superior? Desde la antropología hay que responder que es el externo, porque Dios, además de ser el bien último de la voluntad es personal y creador de la persona humana.
8. La acción humana
“Hablar de la virtud es poco, hacer la obra es el todo”[48]. Actuar es ejercer acciones transitivas, es decir, con tiempo, movimiento, espacio. Obviamente esas acciones las realizamos con nuestro cuerpo. Esas acciones son dobles, la lingüística y la productiva. “La consideración de la acción tiene la ventaja de que permite aunar las tres dimensiones, porque de la acción proceden las virtudes o los vicios; a través de la acción la norma moral se abre paso. Y, por otra parte, con la acción el hombre trata de conseguir los bienes”[49]. La acción es la mediación, el hilo que ata, entre lo interno del hombre y lo externo a él. Entre aquello interno del hombre que se abre a la totalidad de lo real (inteligencia y voluntad) y la realidad exterior. Si la ética no fuera previa y condición de posibilidad de la acción humana, cabría una distinción radical entre lo que en la Edad Media se llamaba agible y factible, es decir, entre la acción ética y la acción de transformación. Pero esa separación tajante es artificial, pues toda acción transformadora consciente y querida es, se quiera o no, ética.
La acción humana es nuestra intervención eficaz en el curso de los acontecimientos reales. No es intemporal e inmanente como un acto de pensar o como un anhelo de la voluntad, porque trasciende fuera de nosotros modificando la realidad sensible, es decir, cambia el curso de los acontecimientos. No es tampoco meramente material, porque es libre, atravesada de sentido humano, y es expresión de nuestro amor, esto es, de nuestra aceptación o rechazo, de nuestra donación o retraimiento. Es, pues, el enlace, la mediación, entre lo temporal y lo intemporal[50]. Algo de lo temporal es modificado por ella, precisamente porque cuenta con el respaldo de algo otro de índole intemporal (el pensar y el querer) que se cierne sobre el curso histórico transformándolo. Hay que actuar en el teatro de este mundo, pero hay que actuar bien, pues “en la representación/, igualmente satisface/ el que bien el pobre hace/ con afecto, alma y acción/, como el que hace al rey, y son/ iguales éste y aquél/ en acabando el papel”[51]. Como la vida del hombre en el mundo es síntesis de tiempo y eternidad, el hombre sin actuación en el tiempo no es viable.
La acción es el hacer capaz de humanizar el mundo (pero también de deshumanizarlo, incluso de destruirlo). La acción humana añade lo humano al mundo, quedando plasmado lo humano en el mundo. No es, como se ha dicho, una operación inmanente (como pensar o querer) sino un ejercicio transformador. Tampoco debe ser entendida la acción como el mero actuar a la búsqueda de resultados, tesis propia del consecuencialismo[52]. No es así porque no es la acción para los resultados, sino éstos para la acción, y ésta para quien obra, pues la acción es de índole superior a los bienes útiles externos (por eso puede conseguirlos), y es un bien inferior a la persona que actúa. No miden los resultados a la acción sino al revés. Pero la tesis de que la acción es superior a los resultados sin tener en cuenta la virtud es ininteligible[53]. A su vez, la tesis de que la virtud es superior a la mera acción, sin la persona humana es incomprensible. Por eso la ética de resultados o consecuencialista (propia, por ejemplo, del economicismo, del capitalismo, etc.), es decir, la ética que busca por encima de todo la producción, la eficacia material, el enriquecimiento, no sólo desconoce la virtud, sino también el núcleo personal humano. No es que la producción sea mala (como veremos en el Tema 12), sino que es un bien menor que la propia acción.
Si se asume la mencionada visión reductiva de la acción humana cabe preguntar lo siguiente: ¿si hacer por hacer, actuar por actuar, no tiene suficiente sentido humano, para qué actuar? Si la respuesta es “para ganar dinero, prestigio, etc.”, esa contestación no es suficiente, porque ninguna de esas cosas es superior a la propia acción humana. A su vez, la acción humana debe tener un fin superior a ella. En efecto, ¿para qué obramos? Una respuesta adecuada puede ser que actuamos para aportar. Sigamos preguntando: ¿por qué aportarmos? Porque primeramente aceptamos. El hombre acepta aquello real que tiene ante sí y se le ha ofrecido. En segundo lugar, el hombre da, ofrece, y como él es más que aquello que tiene ante sí, no se conforma con el nivel de bien que ello tiene, sino que intenta darle más bien. Por eso la acción humana es aportación, la manifestación concreta a nivel sensible de que el hombre acepta y da en su intimidad.
La acción es manifestación asimismo de que no cabe aceptar y dar sin don, es decir, sin obras: “obras son amores y no buenas razones”… El hombre aporta porque es donación. Sólo es posible añadir si se cuenta con mayor riqueza. El hombre es además del mundo, y el hecho de que actúe sobre él añadiéndole es señal de que no está conforme con la riqueza natural que éste le ofrece, que pese a ser muy valiosa y abundante (la economía actual ya no acepta, como antaño, que los recursos sean escasos), es poca comparada con su propia riqueza personal; por eso el hombre puede sacarle más partido al mundo trasformándolo, humanizándolo. Por lo demás, nunca como ahora hemos dispuesto de medios tan eficaces para convertir el mundo entero en un jardín o en un desierto. Por tanto, en rigor, ¿para que obramos? Se ofrece esta respuesta: para manifestar que somos amor; para que nuestra naturaleza y esencia respondan, sean coherentes, con la persona que cada uno es. Esta tesis comporta poner en correlación la esencia humana con la el acto de ser personal, o sea, la ética con la antropología. Veámoslo un poco más detenidamente.
9. Raíz y fin de la ética
La raíz de la ética es antropológica; es la persona misma. El ser que cada uno es se encarga de vitalizar su naturaleza y esencia humanas. Visto desde la libertad personal: corresponde a ella que el bien externo perfeccione al agente porque ella dice sí a su atracción, y eso es moral. Atañe a ella disponer según normas racionales de actuación. Pertenece a ella también incrementar el querer voluntario con virtudes.
¿Cómo se pasa de la ética a la antropología? Preguntando a la ética cual es su condición de posibilidad, es decir, su raíz u origen. Se trata de conectar la acción humana con la persona. Si la ética es la acción humana en tanto que referida a bienes, iluminada por normas y generadora de virtudes, tal obrar sigue al ser[54] personal humano, y en cierto modo manifiesta su modo de ser, porque si bien el ser trasciende al obrar, no está desvinculado de él. La persona no es ajena a su naturaleza y esencia humanas, sino que las activa, las abre, les otorga personalidad, las vuelve libres.
La persona humana organiza su vida histórica respecto del ser personal que es y está llamado a ser. El sentido que tiene de su ser no puede ser completo, porque es proyecto respecto de un fin no alcanzado. Por tanto, su sentido personal es inherente a lo que espera. De modo que la ética consiste en organizar el mundo de acuerdo con la esperanza personal. De manera que a alguien se le puede decir con verdad: ¡Dime qué destino esperas y te diré como obras, si es que obras! Y a la inversa: ¡Dime cómo actúas, si es que actúas, y te diré que fin esperas!
Además, la persona no sólo es la condición de posibilidad de la acción humana, y por ello de la ética, sino también su fin. En efecto, la acción no sólo manifiesta en cierto modo el ser personal que cada uno es, sino que la manifestación es para la persona, y no la persona para la manifestación. ¿Por qué? Porque con la manifestación la persona adquiere más capacidad de abrir (liberalizar) su naturaleza y esencia y, por tanto, de manifestarse mejor en ellas tal como ella es. Uno es el beneficiario de su acción, o también la víctima. La acción es suya. La ética amplía el radio de acción de la libertad personal humana, posibilita su expansión. Por eso, “la ética es para la libertad”[55], no la libertad para la ética. Con la mayor apertura lograda en lo más alto de su naturaleza (hábitos de la inteligencia y virtudes de la voluntad) la persona no encuentra en su naturaleza atolladeros para manifestarse, y puede revelar de modo más fácil qué persona es. ¿Por qué esa revelación? Sencillamente porque en su intimidad es co–existencia. Si no es capaz de mostrar en cierto modo en su naturaleza y esencia su ser co-existencial, éstas encapotan su ser, o sea, no son coherentes con él.
Hoy en día, como las tendencias éticas son tan abundantes y matizadas, a un lector inexperto en la abundante literatura le puede asaltar la perplejidad y dudar a que carta quedarse. La solución no es de libro, porque la ética no está en los libros, sino -según el decir de Aristóteles- en la persona ética. Por eso la respuesta es sencilla, pero difícil de comprender y, sobre todo, de vivir, como todo lo sencillo. Si la ética depende de la libertad, una ética es tanto más valiosa cuanto más manifiesta y encauza la libertad personal. En caso contrario, es teóricamente reductiva y vitalmente perjudicial. Nótese que se trata de libertad “personal”, no “subjetiva”, “espontánea”, etc., ni tampoco de libertinajes sensibleros, antojos sentimentales o caprichos de la voluntad. En mano de cada quién queda, si se desea, ratificar este aserto con su propia vida. Por ejemplo, si realizo alguna acción que me separa de un colega, de un miembro de la familia, etc., y tiendo a no rozarme con él, es señal de que encapoto la libertad personal, porque impido a ésta que se manifieste en el trato con los demás[56].
Si nuestra vida es cada vez más abierta, con sentido y esperanzada: actuamos bien. Si topamos con callejones sin salida, encontramos dificultad para integrar unitariamente las diversas facetas de nuestra vida, si no vemos sentido detrás de todos los acontecimientos que nos suceden, si las dificultades nos entristecen, nos sumen en la soledad o ahogan nuestra esperanza, es señal clara de que no vamos bien, y también de que hay que ser lo suficientemente humildes para rectificar. Existe un antiguo y sabio adagio latino que dice: Humanum est errare, sed nisi insipientis in errore perseverare (es propio del hombre errar, pero sólo del necio perseverar en el error). De ordinario quienes se consideran pragmáticos tienden a justificase con la primera parte de este refrán, y por ello se vuelven cada vez más incapaces para rectificar sus desacertadas actuaciones. Pero nunca es tarde para recomenzar.
Todavía una cuestión, tal vez la más álgida para la ética: ¿por qué se insiste tanto desde la religión revelada –especialmente la cristiana– en la ética? Porque tienen relación. ¿Cuál? Que una es para la otra ¿Acaso la ética natural y la religión revelada no son ámbitos distintos y con autonomía? Sí, aunque la ética no es completamente autónoma. Entonces ¿es que no se puede ser plenamente ético sin la ayuda positiva divina? No, porque si la raíz de la ética es la persona, y ésta es creada por Dios y a él rinde cuentas, la ética debe quedar referida en última instancia a Dios. Se puede ser ético, pero no plenamente al margen de Su ayuda. ¿Por qué? Dejemos a Lewis rematar la tesis de modo más literario: porque “la mera moralidad no es el fin de la vida… La gente que sigue preguntándose si no puede llevar una “vida decente” sin Cristo no sabe de qué va la vida. Si lo supiera, sabría que una “vida decente” es mera tramoya comparada con aquello para lo que los hombres hemos sido hechos… La idea de lograr una “vida buena” sin Cristo descansa en un doble error. El primero es que no podemos. El segundo consiste en que al fijar la vida buena como meta final, perdemos de vista lo verdaderamente importante de la existencia”[57].
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Si la persona humana es un descubrimiento cristiano (según señalábamos en el Tema 2), y en esta Lección se sienta que la ética depende de su engarce con la persona humana, debemos concluir, en consecuencia, que sólo el cristianismo revela la índole de la ética en su integridad. En efecto, si la naturaleza humana está herida, sólo la ayuda divina la deviene infalible en su actuar[58]. Si eso es así, cabe sentar no sólo que la ética moderna es reductiva, parcial, carente de bases, sino también que la clásica, la de Aristóteles por ejemplo, a pesar de su integridad, es incompleta. La plenitud de una vida ética sin Dios es, por tanto, imposible. Con esto, y añadiendo conocimiento a las descripciones sobre el hombre de los temas precedentes, hay que decir que el hombre es un “ser ético”, y por encima de ello, “filialmente ético”.
NOTAS DEL TEXTO
[1] La ética consiste en “ejercer el tiempo de la vida sin gasto”, Polo, L., Quien es el hombre. Un espíritu en el mundo, Madrid Rialp, 1991, 111. “Todos los modos de emplear el tiempo implican gasto, excepto crecer. Si alguien crece como hombre, entonces no pierde el tiempo”, Ibid., 112. Cfr. también: Sisón, A., La virtud. Síntesis de tiempo y eternidad, Pamplona, Eunsa, 1992.
[2] Alemán, M., Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 305.
[3] “En el futuro recordad que cuantos males se hacen en el mundo recaen inevitablemente sobre el que los practica”, Dickens, Ch., David Copperfield, Barcelona, Ed. Juventud, 1997, 487.
[4] Quien mantiene esa tesis, de ser coherente con su lo que ella declara, debería aceptar que ésta formulación es, asimismo, relativa.
[5] Si “respetos humanos” indica vergüenza para hacer el bien, esa expresión es contradictoria. Más bien habría que hablar de respetos deshumanizantes, porque quien se avergüenza de practicar la virtud se despersonaliza.
[6] Correas, G., op. cit., 28.
[7] Cfr. Polo, L., Ética: una versión moderna de temas clásicos, Madrid, Aedos, 1996; Spaemann, R., Ética, cuestiones fundamentales, Pamplona, Eunsa, 1995; Gómez Pérez, R., Problemas morales de la existencia humana, Madrid, Magisterio Español, 1980; Pelaez, A., Ética, profesión y virtud, Madrid, Rialp, 1991.
[8] Schakespeare, W., Mucho ruido y pocas nueces, en Obras Completas, vol. II., Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 50.
[9] La llamada “sociedad del bienestar” es una contradicción in terminis. En efecto, el “bienestar” no conforma una sociedad, sino que la disuelve, porque cada uno tiende a preocuparse en exceso de su propia comodidad, que es un aislante de los demás, pasando los demás a un segundo o último plano. Con esa mentalidad la fuerza de cohesión social es mínima. Lo que hace sociedad no es el “bien estar” sino el “ser bueno”.
[10] Polo, L., op. cit., 1994, 109.
[11] Seguramente, la clave de Persona y acción, obra central del autor, estriba en ver a la persona como correlato dinámico (no estático como en la tradición) de la acción.
[12] La persona humana dispone de tres hábitos innatos superiores a la razón, que ya han sido mencionados en este Curso, pero que se exponen sucintamente (de menos a más cognoscitivos) a continuación: a) la sindéresis, que conoce la naturaleza y esencia humanas y que permite formar la ética; b) el hábito de los primeros principios que advierte los primeros principios o actos de ser reales extramentales y que conforma la metafísica; c) el hábito de sabiduría, que accede al acto de ser personal y posibilita la antropología.
[13] La sindéresis descubre el derecho natural; la inteligencia conforma el derecho positivo. El primero justifica el segundo. La sociedad se basa en ambos, pero por orden: primero el natural, segundo el positivo. El positivo no debe conculcar el natural como lo social no puede atentar contra la ética.
[14] Recuérdese al respecto la frase del Prólogo a la Crítica de la razón pura kantiana: “tuve que poner límites a la razón para dar paso a la fe”, Prefacio a la 2ª ed. de 1887, final. O la del Tractatus wittgensteniano: “Es claro que la ética no se puede expresar. La ética es trascendental”, Prop. 6.421.
[15] Cfr. Del Barco, J.L., “La seriedad de la ética”, en Anuario Filosófico, XXIX (1996) 2, 387-395.
[16] En la profesión académica universitaria, por ejemplo, es tan fácil encontrar una afectada seriedad como difícil de entender, porque, en teoría, quienes están más formados y son más virtuosos, deberían estar más cerca de la felicidad y, por tanto, mucho más alegres. Ya decía Sta. Teresa de Jesús que un santo triste es un triste santo.
[17] Schakespeare, W., Héctor, en Troilo y Cressida, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 314.
[18] Ibid., Imogena, en Cimbelino, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 885.
[19] Alemán, M., Guzmán de Alfarache, II, Madrid, Cátedra, 1979, 219.
[20] Cfr. Correas, G., op. cit., 81.
[21] Schakespeare, W., Dux, en Otelo, el moro de Venecia, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 371.
[22] Hartzenbusch, J.E., Los amantes de Teruel, ed. Iranzo, C., Madrid, Cátedra, 1981, 158.
[23] “Porque aunque soy el Placer/ y sé correr y volar,/ siempre he sido de ausentar/ más fácil que de volver”, Calderón de la Barca, P., Triunfar muriendo, Universidad de Navarra, Pamplona, ed. Reichenberger-Kassel, 1992, 110.
[24] Recuérdese el testimonio de los literatos: “assí como los placeres fueron bienes muebles, los pesares serán males fixos”, Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 569.
[25] Correas, G., op. cit., 599.
[26] “Consuelo es a los penados, contar sus fatigas y cuidados”, Ibid., 187.
[27] Gracián, B., Op. cit., 517.
[28] El fundamento de la moral kantiana es el imperativo categórico. Cfr. Crítica de la razón práctica, c. 1, prr. 6 ss; Fundamentación de la metafísica de las costumbres , c. 2, 82-85.
[29] Cfr. a este respecto mi cuaderno Hábitos y virtud (I), Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1988, n. 65.
[30] Cfr. Pintor Ramos, A., El humanismo de Max Scheler, Madrid, B.A.C., 1978.
[31] Pongamos como ejemplo este triste caso: según los medios de comunicación de masas, la sociedad americana era favorable a la invasión USA de Irak en 2003 en un 30% una semana antes de la guerra. Tras una semana de conflicto y de bombardeo informativo lo era en un 70%. Al cabo de 1 año de guerra, y tras haber muerto más de 700 estadounidenses, además de millares de irakíes, la mayor parte de la población americana consideraba que había sido un error por parte de su gobierno haber emprendido esa guerra. Este sentir contradictorio, y por ello absurdo, denuncia que falta formación ética en la población, también en la sociedad del país que pasa en esa época por ser el más desarrollado.
[32] Correas, G., op. cit. 303.
[33] Ya en la época romana se decía aquello de “pan y circo”, y en la Edad Media se afirmaba: “¡Oh, pueblo violento, inconstante y siempre falso, sandio siempre y voluble como veleta, complaciéndote en todo momento con los rumores nuevos (pues creces y menguas siempre como la Luna), lleno continuamente de frívola garrulidad, que no vale un sueldo de Génova”, Cuento del estudiante, de Chaucer, G., Cuentos de Canterbury, Estella, Salvat, 1986, 145.
[34] Se entiende por conciencia moral el conocimiento valorativo de nuestro modo de actuar práctico. Se refiere éste a lo cometido en el pasado o a lo que se proyecta realizar en el futuro. Cfr. García de Haro, R., La conciencia moral, Madrid, Rialp, 1978; Burke, C., Conciencia y libertad, Madrid, Rialp, 1976.
[35] Téngase en cuenta respecto de este punto este acertado comentario de Juan Pablo II: “el pragmatismo, (es) la actitud mental de quien, al hacer sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos. Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables. En particular, se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico, y, por tanto, inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide por el voto de la mayoría parlamentaria. Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de la muerte”, Fides et ratio, n. 89, 121.
[36] “Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el neopositivismo”, Ibid., nº 88. Pero la autocrítica o contradicción de la tesis del cientificismo es palmaria, porque lo que ella afirma es absolutamente incomprobable por el método experimental.
[37] Gracián, B., Op. cit., 396.
[38] “Que por ningún acontecimiento se diga que la voz del pueblo es la de Dios, sino de la ignorancia, y de ordinario por la boca del vulgo suelen hablar todos los diablos”, Ibid., 672.
[39] Ibid., 388.
[40] “Del vulgo, que jamás dice lo bueno/, ni en decir los defectos tiene freno”, De Ercilla, A., La Araucana, canto VIII, 2, Madrid, Cátedra, 1993, 256.
[41] “El vulgo juzga las cosas, no como ellas son, sino como se le antojan”, Correas, G., op. cit., 305.
[42] Schakespeare, W., Pericles, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 689.
[43] Ibid., Medida por medida, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 452.
[44] Cfr. Polo, L., El profesor universitario, Bogotá, Universidad de La Sabana, 1998. Esa tesis, por lo demás, es muy universitaria (o debería serlo); aunque éste libro no se redacta sólo para universitarios.
[45] Correas, G., op. cit., 188.
[46] La virtud es más importante que los bienes mediales externos y que las normas de la razón práctica porque es más acto que ellos, es decir, es más real.
[47] Tomás de Aquino, In III Sent., d. 33, q. 2, a. 5 co. Cfr. mi trabajo La prudencia según Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, n. 90, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1999.
[48] Correas, G., op. cit., 347.
[49] Polo, L., Ética: hacia una versión moderna de temas clásicos; Madrid, Aedos, 1996, 169.
[50] Así como las facultades humanas (razón, voluntad, fantasía…) son la mediación entre la persona y la acción, así al acción es la mediación entre todas aquellas potencias y los procesos naturales y culturales susceptibles de ser transformados.
[51] Calderón de la Barca, P., Autor, en El gran teatro del mundo, Buenos Aires, El Ateneo, 1952, 654.
[52] Consecuencialismo es la tesis que en ética mide el bien o el mal de una acción por las consecuencias de la misma, por los efectos. Es lo más opuesto a una ética de virtudes, porque se atiende exclusivamente a los resultados de la acción, a los productos, no a la repercusión interna de ella sobre la persona humana. “El consecuencialismo es una variante pragmática de la ética de normas racionalista, una exageración unilateral de la responsabilidad, una formulación acerca de lo bueno o de lo malo exclusivamente en términos de consecuencias”, Polo, L., Ética: hacia una versión moderna de temas clásicos, ed. cit., 219.
[53] Los resultados no mejoran intrínsecamente al hombre. La acción, en cambio, sí. El hombre al actuar no puede dejar de mejorar (virtud) o empeorar (vicio). Esa es la distinción mayor entre la acción humana y la de los animales y máquinas.
[54] “Entre la existencia y la actuación se da una relación estricta… En terminología filosófica, esto se ha formulado con la frase operari sequitur esse, que significa que para que algo actúe, antes tiene que existir. La existencia está en el origen mismo del actuar, al igual que está en el origen de todo lo que ocurre en el hombre”, Wojtyla, K., Persona y acción, Madrid, B.A.C., 1982, 89.
[55] Polo, L., Quien es el hombre, ed. cit. 105.
[56] En la revelación hay una frase de Cristo que remarca lo dicho: “Os aseguro: quien comete pecado es esclavo del pecado”, Juan, cap. VIII, vs. 34.
[57] Citado por Del Barco, J. L., op. cit., 395.
[58] Cfr. Tomás de Aquino, De Ver., 25.