ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES (J. F. Sellés)

a. PRÓLOGO

 La antropología, iniciada como ciencia a principios del s. XX[1], ha estado de moda sobre todo a fines de ese siglo, y lo sigue estando a inicios del s. XXI, hasta el punto de que ha pasado a ser la disciplina reina de la filosofía. Y eso es muy pertinente, porque en verdad lo debe ser. Los textos de índole general publicados en idiomas modernos sobre el hombre se cuentan por centenares, y no pocos. Su lectura es hasta tal punto inabordable que, de haberse dedicado a examinar sus contenidos, el autor de este trabajo no hubiese podido redactarlo.

Los enfoques antropológicos más usuales están ceñidos en exceso, o bien al cuerpo humano (antropología física, cuando no naturalismos, biologismos, etc.), o sobre lo cultural que el hombre produce o puede producir (antropología cultural), o al alma y sus potencias (antropología racional o filosófica), pero no a la persona (a esta antropología se le puede llamar trascendental). Este Curso se ha escrito para quienes no se conforman ni con la antropología corpórea, ni con la cultural ni con la filosófica. Es una búsqueda de lo trascendental de la persona humana, es decir, de lo que caracteriza al corazón o intimidad de las personas. Por eso, es una antropología “para inconformes[2], es decir, para rebeldes que no se conforman con lo que hay. Por lo demás, el haber -realidad externa, cuerpo, ideas, alma, etc.- no son el ser.

Persona y espíritu son sinónimos. En cambio, persona y hombre no lo son. La persona humana no se reduce a la naturaleza humana. Es decir, la persona no equivale a ser hombre o mujer, sino que tener una naturaleza masculina o femenina pertenece a la persona. Ser persona no es ser hombre, porque existen personas que no lo son (ej. las personas divinas y las angélicas). Ser persona humana es más que ser hombre. El hombre es un compuesto de alma y cuerpo. La persona no es un compuesto de alma y cuerpo, aunque disponga de alma y cuerpo.

Esta antropología es búsqueda, porque el futuro histórico y metahistórico que uno espera depende del saber personal que uno alcanza. Quien abre un libro como éste busca alcanzar a través de él, y de modo sencillo y sintético, unas claves sobre la persona humana que iluminen en buena medida su propia vida personal. Ese es el fin con que se han escrito estas páginas. La persona es la cumbre de la realidad, y aunque esa realidad es íntima a cada quién, nos es desconocida en gran medida. De modo que el descontento respecto del poco saber sobre quienes somos es buen pretexto para ojear un texto como éste.

A distinción de otras ciencias, en la investigación de tal antropología se pone enteramente en juego el propio investigador y, en consecuencia, también la propia felicidad y destino personales. Dado que la persona es la realidad más alta, y debido a que la antropología accede a Dios de un modo más alto que los demás saberes, pues llega personalmente al Dios personal, se puede adelantar la tesis de que la antropología trascendental es la parte más alta de la filosofía. En tal actividad filosófica es el mismo existente el que se halla enteramente comprometido. Por tanto, buscar saber acerca de la persona humana es, a la par, no sólo intentar saber la persona que se es, sino también y principalmente la que se será, es decir, alcanzar a saber qué persona se está llamada a ser, porque mientras vivimos no acabamos de ser la persona que seremos, si libremente aceptamos llegar a serla. Desde luego que ni serlo y ni llegar a saberlo son un asunto necesario, pero es obvio que lo libre es superior a lo necesario.

Para alcanzar el saber personal no es suficiente con acudir a la historia de la génesis del ser humano, es decir, a lo que se suele denominar antropología evolutiva. Tampoco basta con atender a la historia de las ideas en torno al hombre, esto es, a la historia de la filosofía. Ni es suficiente aún con analizar las diversas facultades y funciones de la naturaleza humana, a saber, las corporales (los sentidos, apetitos, sentimientos sensibles, etc.) -aún descubriendo lo distintivo de ellas respecto de las animales-, enfoque que se va venido a llamar de antropología física. Tampoco resaltando las peculiaridades de las potencias humanas que no son sensibles, (la inteligencia y la voluntad), a lo cual se ha ceñido en mayor medida la tradicionalmente llamada filosofía del hombre o antropología filosófica. Ni siquiera es apropiado reunir de modo sistémico las diversas facetas de lo manifestativo humano (ética, trabajo, lenguaje, sociedad, cultura, técnica, economía, política, etc.) coordinándolas y compatibilizándolas entre sí, subordinando las inferiores a las superiores (asunto omitido de ordinario), a lo que se llama usualmente antropología cultural.

Para alcanzar el ser personal que se es, es menester notar, en primer lugar, que cada persona es distinta, por superior, a lo común de la naturaleza humana que tiene a su disposición. Ese notar que se es persona se alcanza con un conocer personal, es decir, con nada inferior a la propia persona, como pueden ser los sentidos, la razón, etc., sino con un conocer solidario a la propia persona como ser personal cognoscente. En segundo lugar, es menester notar que una persona es novedosa e irreductible a las demás. Todo hombre es persona y sabe que lo es, aunque lamentablemente no todo hombre se encamina a la búsqueda de su propio sentido personal. De manera que el ser personal es una realidad superior a la que describe la expresión de animal racional[3]. Esta tesis se expone esquemáticamente en el Apéndice nº 1 al final del libro.

Si la persona es un ser abierto personalmente, y no tiene el sentido completo de su ser en su mano, para alcanzarlo no debe buscarlo en las realidades impersonales o en la nada, sino en las personas. No obstante, tampoco las demás personas creadas tienen el sentido de tal persona en su mano, sencillamente porque ni siquiera tienen el suyo propio. Sólo Dios, el Creador de cada persona humana, puede revelar el sentido personal al hombre a cada hombre si tal hombre lo busca (con su conocer personal), lo acepta (con su amar personal) libremente (con su libertad personal) en Dios (en coexistencia personal con él). Por ello, la intimidad de la persona humana está abierta a Dios, o sea, que “el que se da cuenta de que es persona no puede admitir un Dios extraño a su vida”[4]. Consecuentemente, el que abdica de Dios, prescinde de la búsqueda de su sentido personal.

Quien se alcanza con ese saber es la propia persona, y se conoce a ésta como abierta personalmente a una persona distinta que pueda dar entero sentido de su ser personal. Esa es la auténtica sabiduría humana. A nivel de núcleo personal o de intimidad humana uno es coexistente, y también pura apertura, libertad; coexistente con los demás y con Dios, y libre respecto o para ellos. Esa co-existencia y esa radical libertad es, además, personalmente cognoscitiva y amante. No es que la persona tenga esas facetas, sino que las es. En efecto, cada persona es coexistencia, libertad, conocer y amar. Esos radicales íntimos conforman el ser personal. Cada uno de ellos se convierte con los demás hasta el punto de que uno no puede darse sin los otros. Es decir, ninguno puede faltarle a una persona para ser persona. Pero la conversión entre ellos no es completa, porque esos radicales se distinguen realmente entre sí, y, como es sabido, toda distinción real es jerárquica.

Con todo, cada quién es una co-existencia distinta de las demás, una libertad distinta, un conocer personal distinto, un amar personal distinto. Además, el acto de ser personal humano se distingue realmente de la esencia humana (se trata de la distinción real essentiaactus essendi en antropología). Una persona humana también se distingue realmente de su naturaleza, de sus actos, de sus manifestaciones, etc., del universo. Es también distinto de Dios, pero es en la intimidad personal donde hay que buscar la imagen de cada persona creada con Dios; y no sólo con un Dios personal, sino con un Dios pluripersonal (la noción de persona única, ya sea creada o increada, es absurda). No obstante, no existen dos imágenes iguales de Dios, porque no existen dos personas humanas iguales. La igualdad es exclusivamente mental, nunca real, porque no es intencional respecto de lo real; por eso la igualdad se debe aplicar únicamente a objetos pensados. A pesar de las distinciones entre las personas humanas, la realidad de Dios que se alcanza a través de los trascendentales personales humanos que cada quién puede notar en su intimidad, es la realidad pluripersonal de Dios. No es esto teología sobrenatural ni un intento gnóstico de racionalizar el misterio trinitario. Por eso, es pertinente explicitar un poco más este punto.

Una persona sola no sólo es absurda, triste o aburrida, sino sencillamente imposible, porque cada persona es apertura personal. Una apertura personal requiere, al menos, de otra persona que pueda aceptar el ofrecimiento personal de la apertura personal que uno es. Una persona no se limita a ser, sino que escon. La persona es un añadido de ser; añade al ser el acompañamiento personal. Si uno es imagen de Dios, Dios también será apertura personal. Ahora bien, es claro que una apertura personal se abre a una persona distinta. En consecuencia, es absolutamente imposible que en Dios exista una única persona, pues sería la tragedia pura. De modo que la antropología personal no alcanza sólo a conocer la persona que uno es, sino también el modo de ser de las demás personas existentes, sean éstas creadas o increadas.

Si esa antropología personal es secundada y desarrollada desde la teología sobrenatural, desde la fe cristiana, que es un nuevo modo de conocer de mayor alcance, las realidades personales descubiertas, antes insospechadas, son, no sólo las más altas que puede alcanzar la persona humana si libremente quiere, sino también las realidades existentes más altas sin más. Por eso, esta antropología es coherente con la doctrina cristiana acerca de Dios y del hombre, y no sólo en los temas culminares, sino también en el planteamiento de las dualidades humanas (acto de ser-esencia, esencia-naturaleza, hábitos innatos-adquiridos, hábitos-actos, actos-objetos, etc.), que concurren de arriba a abajo en el hombre[5].

Aunque sólo fuera por las precedentes razones convenía presentar un texto base para encaminar a toda persona, descontenta del conocimiento habido de la persona humana, y con grandes inquietudes al respecto, en su propia búsqueda. Para alcanzar la intimidad personal y su apertura a la trascendencia (Capítulos de 13 a 16), convenía sospechar su existencia desde algunas de sus manifestaciones en la esencia humana (Capítulos del 9 al 12), así como recorrer previamente el camino de lo distintivo de la naturaleza humana respecto de la naturaleza de los demás animales (Capítulos 5-8); y era pertinente repasar sopesada y sucintamente las múltiples contribuciones que sobre el hombre han dado las diversas ciencias empíricas y humanas así como las que han ofrecido las diversas corrientes de historia de la filosofía (Capítulos 2-4). Por último, era aconsejable dedicar una lección a una breve introducción a la asignatura (Capítulo 1).

Como el libro está perfilado para lectores inconformes, lo que aquí se ofrece son pautas para continuar los hallazgos. Por eso ningún tema cierra. Cerrar es matar el saber. Toda filosofía que declara que ha dicho la última palabra sobre un asunto, yerra en esa misma palabra postrera. La expresión plástica del inacabamiento de este curso se puede apreciar en que cada Capítulo ofrece 9 epígrafes. Como la mayor satisfacción del autor es que quien le siga comience donde él acaba y descubra mucho más que lo que él expone, el lector puede añadir por su cuenta al menos un epígrafe más, aunque sólo sea por aquello de que el número 10 se considera clásicamente como símbolo de perfección. De modo que tras la lectura de este trabajo, será excelente que el lector inconforme lo siga siendo, aunque con más motivos que antes, y que con sus sugerencias ayude también a quien ha escrito estas páginas -con más o menos acierto que el lector juzgará- a acrecentar su propia inconformidad.

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A modo de sugerencia: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme“… dícese de un alumno de un curso de filosofía que se quejó al Director del Departamento porque un profesor de Antropología aludía a Dios en clase, y eso resultaba muy molesto para algunos. Dicha autoridad académica llamó a capítulo al inculpado docente hablándole de esta guisa: “Los alumnos se han quejado de que hablas de Dios en clase. Yo pienso que en antropología no hace falta para nada hablar de Dios. De modo que: ¡Prohibido hablar de Dios el resto del curso! ¡Eres un dogmático! Ya te lo hemos dicho demasiadas veces. ¡Si no cambias, te vas! ¡Así de claro!“.

Si bien se mira, el relato que precede parece indicar que en nuestra época se agudiza un problema frecuente en los comienzos de nuestra era, en la que se podían escuchar diálogos semejantes al que sigue:

– Trifón: “¿no tratan de Dios los filósofos en todos sus discursos?”.

– Justino: “Ciertamente -le dije-, y esa es también mi opinión; pero la mayoría de los filósofos ni se plantean siquiera el problema de si hay un solo Dios o hay muchos, ni si tiene o no providencia de cada uno de nosotros, pues opinan que semejante conocimiento no contribuye para nada a nuestra felicidad”[6].

Con todo, si alguien abriga un parecer similar al de aquellos respetables alumnos y directivo, para evitar que, en la medida de lo posible, se repitan sucesos semejantes, tal vez pueda ser pertinente la lectura de las siguientes líneas, que vienen a ser algo así como la labor de criba que el cura y el barbero hicieron entre los libros de la habitación del ingenioso hidalgo para evitar preservarlo de su declive hacia la demencia. Ahora bien, quien se considere mentalmente sano, no tiene por qué leer lo que a continuación se intenta explicar:

– Si alguien se siente molesto porque el planteamiento de esta Antropología le suena a teología, cuando lo que él andaba buscando era antropología y nada más, hay que recordarle que el planteamiento de esta asignatura es de estricta antropología filosófica, no de antropología sobrenatural o de teología revelada. Sin embargo, el perfil de la antropología filosófica que aquí se trabaja (trascendental) acaba por descubrir que, en rigor, la persona humana es inexplicable sin Dios. Por tanto, sin Dios, se alcanzaría de sí menos sentido personal del que se puede lograr pensando en él. Pero si uno no se conforma con ese mediano nivel…

– Si algún lector se extraña o molesta de que en antropología se aluda a Dios, y no acaba de entender por qué hay que hablar de él cuando el tema de estudio es precisamente el hombre, es decir, no comprende que, al parecer, los entresijos del corazón humano son indescifrables sin apelar al ser personal divino, de momento se le puede sugerir que tenga paciencia, pues esa referencia a lo divino, obligada para dotar de completo sentido al hombre, se va perfilando y ahondando a medida que progresa el Curso. Con todo, tal vez pueda serle útil de momento tener en cuenta los siguientes datos estadísticos, aunque -dicho sea de paso- la estadística es el peor modo de conocer: 

1) Históricamente la mayor parte de la población mundial siempre ha estado abierta a Dios. Los fenómenos del ateísmo, agnosticismo, indiferentismo, etc., son raros salvo a partir de la Edad Moderna. En efecto, sin entrar ahora a dilucidar el error de esas opiniones, se puede decir que se circunscriben a pocos autores de las capas altas de la sociedad en el s. XVIII, a algunos más de la burguesía en el s. XIX y a ciertas clases medias de determinados países en el s. XX.

2) Actualmente la mayor parte de la población mundial está abierta a Dios tanto teórica como prácticamente. De modo que el que no se abra humanamente al ser divino quizá deba pensar, honestamente, que la excepción es él. En efecto, la religiosidad es patente en toda América (desde Alaska a la Tierra de Fuego), África, Asia y Oceanía y en buena parte de Europa. La irregularidad la constituyen, precisamente, ciertas capas sociales de algunos países de Europa Occidental, que divulgan abierta y sistemáticamente el laicismo y secularismo a través de sus gobiernos o de influyentes medios de comunicación social. Ese parecer suele presentarse asociado en algunas personas a un modo de vida según el espíritu narcotizado por el afán de poder, eficacia o dinero; en otras, por placeres sensuales, acidia, etc.

3) La mayor parte de los filósofos han tratado de Dios, teóricamente en sus libros, y prácticamente en su propia vida. Esto último, al menos, en momentos clave de su existencia, uno de los cuales ha sido precisamente el de su cercana muerte (incluso por parte de quienes se declararon enemigos acérrimos de la religión como Voltaire, acristianos como Heidegger, o ateos como Sartre). También la mayor parte de los libros que llenan nuestras bibliotecas aluden directa o indirectamente a Dios.

4) La mayoría de los científicos (físicos, químicos, biólogos, astrónomos, etc.) han aceptado de hecho y sin problemas la existencia de Dios. Asimismo lo han admitido los grandes literatos de todos los tiempos, los historiadores relevantes, los humanistas en general, e incluso los célebres políticos (que últimamente no parecen abundar[7]). Por lo demás, la filosofía no se reduce ni a la ciencia experimental, ni a los demás tipos de saber de corte humanista. Su objeto tampoco es fundamentalmente teorizar sobre esos tipos de saberes, porque el saber filosófico es superior al científico y a los otros. En efecto, la ciencia tiene como fin descubrir verdades intramundanas; la filosofía, en cambio, es el afán por descubrir verdades supraexperimentales (entendiendo por experiencia el uso de experimentos físicos). Las demás disciplinas humanísticas tienen por objeto discernir la conveniencia de unas acciones humanas sobre otras, pero la filosofía debe dar razón del sentido de esas acciones, de su raíz y de su fin. No obstante, la explicación última, tanto del universo físico como del actuar humano, sin apelar a Dios es deficiente.

De modo que para esclarecer el misterio humano parece pertinente (hasta por estadística y por cultura) apelar a Dios en antropología, y aunque no estudiaremos directamente las propuestas cristianas al respecto (pues ese enfoque sería especifico de la antropología teológica o sobrenatural[8]), dejaremos la puerta abierta a ellas, porque la fe sobrenatural no niega el conocer personal humano, sino que lo eleva[9]. No dejar la puerta abierta a ese campo cognoscitivo sería no sólo sectarismo, sino, en suma, una sandez, pues si una persona puede disponer de dos tipos de conocimiento, el natural y el que le proporciona la fe sobrenatural, prescindir de uno de ellos cuando puede conocer según los dos responde a una actitud poco inteligente.

Por otra parte, para quienes requieran de argumentos de autoridad, más que de la transparencia cognoscitiva, para justificar este modo de proceder, baste, de momento, con éste: “no se puede pensar adecuadamente sobre el hombre sin hacer referencia, constitutiva para él, a Dios”[10]. Es de lamentar que el parecer del aludido directivo en filosofía no concuerde con este sentencia. Sin embargo, para el que se conforme con menos saber acerca del hombre, es pertinente decirle que es muy libre de mantener esa posición y, asimismo, que nadie le va a coaccionar su libertad. Si no quiere meterse en más profundidades, ¡qué se le va a hacer! No se las podemos exigir ni, por supuesto, evaluar. Por lo demás, no parece correcto que un estudioso inconforme con las antropologías al uso se contente con un conocimiento inadecuado o incompleto del hombre.

***

En el capítulo de agradecimientos, en el plano teórico, debo especial gratitud al profesor Leonardo Polo de la Universidad de Navarra, a quien corresponde la orientación de fondo en esta materia. En el práctico, primero mi reconocimiento a la Dra. Pilar Fernández de Córdoba, antigua Directora del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Sabana – ya no presente entre nosotros-, que me animó inicialmente a impartir por primera vez esta materia; y luego, gracias también a tantos colegas, amigos, alumnos de todas las edades, profesiones, latitudes, países y continentes, que, merced a sus diálogos, observaciones y preguntas, me dado pie a seguir pensando en estos temas.

En suma, estimado lector, respecto de este libro te advertiré para terminar, que se termina de entender mejor al final. Por eso, si comienzas por el principio te animo a seguir leyendo[11]. Y para no crearte falsas expectativas, te diré con palabras prestadas que “si te agradare y pareciere bien, agradécelo a lo poco que sabes, pues de tan mala cosa te contentas; y si te pareciere malo, culpa mi ignorancia en escribirlo y la tuya en esperar otra cosa de mí”[12]. Por lo demás, como la que acabas de leer, se han intercalado algunas citas de célebres literatos -también frases, dichos, refranes, etc.- para hacer más amena la teoría, que, dicho sea de paso, es la forma más alta de vida[13]. En efecto, la vida natural debe servir al conocer personal como éste a la contemplación eterna.

NOTAS DEL PRÓLOGO

[1]          Se considera como fecha de inicio de esta disciplina la publicación del libro de Scheler El lugar del hombre en el universo, de 1927. Cfr. Scheler, M., El puesto del hombre en el cosmos; introducción de Wolfhart Henckmann; traducción Vicente Gómez, Barcelona, Alba, 2000.

[2]          El Diccionario de la R.A.E. indica que la palabra “inconforme” significa: “hostil a lo establecido en el orden político, social, moral, estético, etc.”. Por, tanto, el vocablo está bien empleado en el título, pues esta antropología se subleva contra lo que en la actualidad se tiene por “política, social, moral y estéticamente correcto”, pero no contra una correcta concepción de la política, sociedad, ética y estética, etc.

[3]          Se trata, pues, de ser “como espirituales entre gente solamente racional”, San Juan Crisóstomo, In Epistolam I ad Thimotheum homiliae, 10, 3 (PG 62, 551).

[4]          Polo, L., Sobre la existencia cristiana, Pamplona, Eunsa, 1996, 262.

[5]          “Cuando se habla de la antropología cristiana, es mejor emplear la palabra “dualidad””, Algunas cuestiones actuales de Escatología, en Temas actuales de Escatología. Documentos, comentarios y estudios, Madrid, Palabra, 2001, 68.

[6]          San Justino, Diálogo con Trifón, I, 4, en D. Ruiz Bueno, Padres apologistas griegos, Madrid, BAC., 2 ª ed., 1979, 301.

[7]          Los políticos que han intentado erradicar a Dios del ámbito social no se han caracterizado tanto por sus coherentes ideas como por sus lamentables errores prácticos.

[8]          Cfr. al respecto mi trabajo: “Una propuesta de “idea” cristiana del hombre distinta”, Idea cristiana del hombre, Pamplona, Eunsa, 2002, 221-238.

[9] “Nuestra fe es profundamente antropológica”, Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, ed. cit., 56.

[10]         Juan Pablo II, Ibid., 56.

[11]         Para quien se introduzca en la materia, tal vez convenga pedagógicamente que siga el orden establecido, que va de lo inferior a lo superior. En cambio, para quien se maneje en antropología, puede ser aconsejable que lea el libro en sentido inverso, a saber, comenzar por las 4 últimas lecciones, seguir por las lecciones de 9 a 12, continuar desde la 5 al 8 y concluir por las 4 primeras.

[12]         Quevedo, F. de., Los Sueños, Madrid, Alianza Editorial, 1983, 152, Prólogo a El Mundo por dentro.

[13]         Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. X, cap. 7 (BK 1178 a 6-7).