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ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES
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01 HISTORIA Y LUGAR DE LA ANTROPOLOGÍA
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02 NATURALEZA Y ESENCIA HUMANAS
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03 MANIFESTACIONES HUMANAS
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04 EL ACTO DE SER PERSONAL HUMANO
11. Lenguajes manifestativos y lenguaje personal
En este Tema se debe dar razón de que el hombre es loquens. En el presente Capítulo estudiaremos los diversos lenguajes humanos, su distinción radical respecto del pensamiento, e indagaremos, la fuente, el origen tanto de los lenguajes como del pensamiento. Si logramos acceder a ese origen, podremos proponer esta tesis a consideración: la persona humana no sólo posee conocer, sino que es conocer. El conocer personal es uno de los radicales personales (que estudiaremos en la Lección 15). Introducimos en esta sección el estudio de los diversos niveles de lenguaje porque nos permite acceder al núcleo personal humano como un peculiarísimo conocer irreductible del que nacen los diversos lenguajes manifestativos.
Sin libertad personal -decíamos en Tema 9- no cabe ética, y sin ésta -como se ha visto en el Tema 10- no hay sociedad. Ahora es pertinente añadir que sin ética y sociedad el lenguaje no es tal, porque si el lenguaje no habla con veracidad y entre humanos carece de sentido. Un engaño lingüístico completo equivaldría en el hombre a no hablar, porque de nada le valdría hacerlo. Tras la ética, cuyo punto de engarce en la esencia humana nace -como se ha visto- de la sindéresis y modula a la inteligencia y la voluntad humana por dentro (con hábitos y virtudes), y tras la sociedad, que es previa a cualquier actividad práctica, hay que pasar a la primera, por más noble, acción transitiva humana, que es el lenguaje, pero éste debe dualizarse directamente con lo superior a él, la sociedad y la ética, y debe ser condición de posibilidad de lo inmediatamente inferior a él, a saber, el trabajo (del que se tratará en la Lección siguiente).
- Los niveles lingüísiticos
La sabiduría añeja nos ha legado algunas sentencias en las que se exprime notoriamente la distinción entre el hablar y el pensar: “si quieres hablando no errar, primero pensar que hablar”[1]; “aunque todo lo veo, todo lo callo; que quien más sabe suele hablar menos”[2]. A pesar de la claridad con que desde antiguo se distingue entre el pensamiento y el lenguaje, en la medida en que más se ha estudiado el lenguaje en los tiempos recientes, paradójicamente menos se ha tenido en cuenta su distinción con el pensamiento. Pues bien, en este apartado se procede a sentar esta distinción, y también se intentará aludir a otra de mayor alcance: la que media entre el pensamiento (la inteligencia) y la intimidad cognoscitiva humana, que es repleta de sentido, asunto, por lo demás, no menos clásico que la distinción precedente: “raíz de la fe y del amor el corazón. La lengua y las palabras rama y hojas del corazón y testimonio de si está verde o seco”[3].
Para comenzar podemos distinguir, pues, tres niveles de sentido en el hombre, el manifestativo, el del pensamiento y el de la intimidad personal. a) El primero admite dos ámbitos: el natural y el cultural. En el natural se inscribe el lenguaje del cuerpo, que es muy amplio. En el cultural, más dilatado todavía, hay dos niveles: el de los productos artificiales, y el de los lenguajes convencionales. b) En el pensamiento también hay dos órdenes de sentido: el de los asuntos pensados como ideas, y el de nuestros propios actos y hábitos de pensar. c) A nivel personal o íntimo también hay dos órdenes de sentido: el del conocer que nos permite alcanzar que somos seres cognoscentes en nuestro acto de ser personal (hábito de sabiduría), y el del propio sentido personal alcanzado por ese conocer (conocer personal). Éste sentido personal también es un conocer (conocer a nivel de ser), y se dualiza con su tema conocido propio, que también es cognoscente, aunque superior al conocer personal humano. De los dos primeros niveles trataremos en este aparte y sólo aludiremos al tercero (en el cual centraremos especialmente la atención en el Capítulo 15).
- Condiciones lingüísticas
Aristóteles afirmaba que la primera condición para que haya lenguaje (se ciñe al lenguaje oral) es que haya sonido, una cualidad de las cosas naturales. La segunda es el medio, pues sin él el sonido no se puede trasmitir. Se trasmite a través de cualquier medio: sólido (ej, cable de teléfono) líquido (ej. sonar) o gaseoso (ej. radio). La tercera es el oído. Sin nadie que oiga el sonido, de nada sirve hablar. Sólo pueden oír los animales que poseen esa potencia sensible. Las plantas no oyen. El sentido del oído se da en animales superiores porque es más perfecto que el del tacto, gusto y olfato. También lo posee el hombre. En cuarto lugar se necesita que el mismo sujeto que oye sea capaz de emitir sonidos: se trata de la voz. De entre estos elementos, el más importante es oír, pues si no se oye, de nada sirve hablar. El hablar se dualiza con el oír, siendo éste superior a aquél (como es superior el oído a los órganos locutivos). El oír también se dualiza con una realidad superior: entender.
En el cuerpo disponemos de un lenguaje natural (sonrisa, llanto, gritos de dolor, de fatiga, etc.), pero podemos disponer de otro que no es meramente natural, sino cultivado educiéndolo de lo natural. Así, la voz, en el hombre que la emite, es un añadido a las necesidades fisiológicas. En la Lección 5, dedicada al estudio del cuerpo humano, notamos que el lenguaje es una finalidad sobreañadida a la función meramente orgánica, biológica, de los órganos usados para elaborarlo[4]. En los actuales medios de comunicación comprobamos lo mismo: un disquete, una banda sonora, un celular por ejemplo, poseen un soporte material que no guarda una relación natural con la información que sobre él se codifica o transmite. Por ello se puede codificar y descodificar sin problema alguno.
El ruido es necesario para que haya voz, pero la voz no se reduce al ruido, sino que es un sonido emitido con la finalidad de comunicarse. La voz es expresiva de contenidos que son particulares en el animal, porque están al servicio de sus necesidades vitales. Para que haya lenguaje, comunicación, hace falta saber el significado de la voz. La voz no es de por sí articulada. Si se logra articular las voces, éstas son mucho más significativas. A eso Aristóteles lo llama dialecto. Sin voz no hay lenguaje, pero el lenguaje no se reduce a la voz. Con la voz articulada aparecen nuevos sonidos que el animal puede aprender si tiene oído[5]. ¿Cuándo la voz articulada es lenguaje? Cuando a ésta se le añade un significado que no es natural sino convencional. Lo convencional es la palabra.
- Lenguajes natural, cultural y convencional
La convencionalidad del lenguaje, sentada por Aristóteles[6], fue defendida a lo largo de la Edad Media[7], conociendo o sin conocer la filosofía del Estagirita. Expongamos brevemente la índole de los lenguajes natural, cultural y convencional y analicemos la superioridad del lenguaje convencional sobre el cultural y natural.
El lenguaje natural es limitado, pues posee un signo para cada realidad, pero el convencional puede crecer ilimitadamente. Platón defiende la superioridad del primero y Aristóteles la del segundo. En esto acierta el Estagirita. Es superior el convencional, porque mientras la voz se refiere a una sola realidad, la palabra, siendo una, se refiere a muchas realidades. La palabra es convencional y sustituye el significado de la voz o del término escrito por otro que expresa otras cosas que la voz no puede. La voz sólo puede expresar sentimientos sensibles (placer, dolor, temor, etc.). Tales sentimientos son particulares. La palabra expresa pensamientos, que son universales. La palabra hace de vehículo para expresar algo superior a ella. Ese expresar es su intencionalidad. Sin embargo, la palabra emitida se diferencia de lo pensado. Es claro que con la adquisición de un lenguaje convencional se aprende mucho más que con el manejo de los lenguajes naturales y culturales. Baste recordar al caso la experiencia de Hellen Keller y Ann Sulivan.
Todo signo es remitente, intencional, y las realidades físicas también lo son; las artificiales más que las naturales. Lo cultural también puede considerarse como un lenguaje, porque está dotado de sentido y es remitente. De entre los objetos de la cultura, unos remiten más que otros. Piénsese, por ejemplo, en una fotografía o en un espejo. Una fotografía remite a lo fotografiado. Un espejo remite a lo que se refleja en él, claro está, para quien sabe que es un espejo, no para aquel otro, sumamente feo, que paseando un día por el desierto se encontró por primera vez en su vida con un espejo y al verlo comentó: “¡No me extraña que hayan echado aquí esta cosa tan fea!”… Además, las realidades materiales remiten todas ellas entre sí, porque existe una unidad de orden cósmico. Por su parte, las culturales también remiten entre sí, y con más intensidad que las naturales, porque el hombre las ha diseñado precisamente unas para otras (por ejemplo, las piezas de un automóvil guardan más relación entre ellas que las bacterias con los anillos de Saturno).
No obstante, a veces las realidades culturales no se compaginan bien entre sí, asunto que es más difícil que ocurra en las naturales. Por ejemplo, los atascos de automóviles en las grandes ciudades denuncia que las calles trazadas en esas urbes no remiten a la cantidad existente de vehículos. Esos desajustes señalan que algo se ha perfilado culturalmente mal y que hay que rectificarlo. Añádase que las cosas culturales remiten a las naturales, pero no éstas a aquéllas (así, una vivienda ecológica se construye en relación con un determinado paisaje arbóreo; en cambio, ese bosque no se reforesta a sí mismo en atención a la nueva casa, pues si no se sigue desbrozando, la maleza acaba invadiendo la vivienda). Esto indica que los elementos culturales pueden, porque tienen más sentido, con las naturales, no al revés. La cultura transforma la naturaleza, pero no la naturaleza a la cultura, sino por accidente. Transformar es añadir sentido, lo cual indica -se puede insistir- que el sentido cultural es superior al natural. De aquí se desprende también una propiedad del lenguaje cultural, a saber, que es válido cuando saca más sentido al lenguaje natural, pero no cuando se limita a destruir el sentido natural (es el caso, por ejemplo, de las armas de destrucción masiva). Desde aquí se empieza a apreciar que las diversas muestras culturales se pueden medir jerárquicamente según su mayor o menos remitencia. Seguramente denota más cultura un libro que un cuchillo, a menos que lo escrito en el texto sea pésimo y contrario a la naturaleza, tanto humana como cósmica.
Ahora bien, aunque el lenguaje cultural es muy remitente, en todos los objetos culturales hay algo que no remite, a saber, su soporte material: la cartulina en el caso de la fotografía, el vidrio en el del espejo, las letras de tinta y las páginas del libro, etc. Lo fotografiado y la imagen que aparece en el espejo se parecen a la realidad. No, en cambio, las páginas del libro y sus letras. No todas las realidades culturales son, pues, similares. Las más culturales son las más remitentes. Lo más remitente de entre lo cultural es el lenguaje convencional. Pero si miente es lo que menos remite. Los signos (por ejemplo, los de A y W) de ordinario no se parecen a la realidad que designan o a la que remiten, y tampoco las palabras. En cambio, los objetos conocidos (imaginados, recordados, pensados, etc.), sí se parecen a las realidades externas, y su parecido con ellas es unitario, es decir, cada objeto pensado se refiere a un tipo de realidades (el objeto conocido no tiene tantos pareceres como un abogado…).
Si la palabra es convencional y no se parece a la realidad por ella descrita, no se puede hacer un estudio de las palabras en tanto que realidades, pues se haría una fonética, o una grafología, pero no una teoría del lenguaje[8]. Que la palabra sea convencional comporta una ventaja: que significa en universal, no en particular. Un lenguaje natural sería imposible porque las realidades singulares son incontables, y para denominarlas usaríamos infinitas voces, que nos sería imposible aprender. El lenguaje convencional es manifestación de inteligencia, en concreto, de nuestro modo de conocer racional. Las palabras transmiten un significado, pero universal, no concreto o específico para cada realidad. Ahora bien, significar en universal es sumamente económico (el lenguaje es buen economista: un “judío” o “catalán” modélico…), pues con un mismo término podemos designar todas las realidades de la misma índole o naturaleza.
El pensar no agota lo real. En este sentido es certera la frase de Tomás de Aquino en la que, no sin cierto humor flemático, expone que hay más realidad en una mosca que en la mente de todos los filósofos[9]. En efecto, por una parte, en la mente no hay realidad ninguna, sino ideas. Por otra, siempre hay más mosca real por pensar que lo que se ha pensado de ella, aunque se hagan muchas tesis doctorales sobre ella[10]. En el lenguaje sucede algo similar, habla en universal, y precisamente por eso no dice todo lo que de la realidad se puede decir. Por eso no acaba nunca de decir lo que las cosas son, esto es, no agota el significado de lo real. A eso se le suele denominar elipsis. Tampoco agota el significado de lo conocido por el pensamiento. El lenguaje es tardo y poco fino para explayar los pensamientos, por eso es “muy difícil de conocer el corazón del hombre por palabras”[11]. Esa dificultad se nota, por ejemplo, cuando sabemos algo, pero no acertamos con la palabra precisa para decirlo; también se experimenta cuando uno tiene que traducir de un idioma a otro, pues entiende bien algo en su lengua nativa, pero duda acerca de qué palabra del nuevo idioma es más pertinente para expresar ese concepto. También por eso, los buenos filósofos suelen poner más atención en expresar en el propio lenguaje las cosas que van descubriendo, que en aprender varios idiomas para divulgarlas[12]. A los pensadores no tan buenos les suele pasar lo contrario: como se les da mejor leer y hablar que pensar, repiten lo leído o escuchado en otros idiomas. En fin, ¡De todo tiene que haber!…, aunque conviene que el traduttore no sea traditore.
El lenguaje es elíptico por necesidad, porque está al servicio del pensamiento[13], y el pensamiento funciona mucho mejor en régimen de universalidad que de particularidad. La persona que es excesivamente detallista, el que todo lo apostilla, o es puntillista en las conversaciones denota, como dice Tomás de Aquino, poca inteligencia; por eso acierta el castizo refrán que reza “a buen entendedor pocas palabras bastan”[14]. Al pedagogo, a tenor de la índole de sus alumnos, se le pueden permitir algunas excepciones. El hombre inteligente, señalaba Platón, es el que entiende más cosas con menos ideas. Es el tema de la síntesis, tan usado por Aristóteles. Recuérdese que las frases de sus libros son telegramáticas. Si el lenguaje está al servicio del pensamiento, dicha síntesis le afecta nuclearmente. Es mucho mejor la universalidad que la particularidad. Es más significativo, y más sencillo de aprender, un lenguaje convencional que un lenguaje pegado a la imaginación, es decir, que un lenguaje representativo, jeroglífico, plagado signos o de imágenes. Por eso es más significativo, a la par que más fácil de aprender, el inglés o el francés que el chino o el egipcio.
En suma, el lenguaje no sólo es vehículo del pensamiento[15], sino que es para el pensamiento, como éste para la persona. Si el lenguaje no sirve para expresar cada vez más significado pensado, vuela en régimen de independencia respecto del pensamiento. Entonces habla por hablar, y eso está de más[16]. Es pertinente, pues, ser “hombre de pocas palabras, y ésas sabias”[17]. Además, en encarnar la actitud del parloteo con poco fundamento radica la clave de la insinceridad, de la mentira[18]. A su vez, si el pensamiento no manifiesta cada vez más el sentido personal vuela en corto, se vuelve impersonal y pierde su razón de ser. En vez de ser manifestación de la persona imposibilita que ésta se conozca y se manifieste. Pensar por pensar (con referencia en exclusiva al ámbito de la razón) es trazar sendas en el mar. De aquí también se pueden entresacar unas certeras apreciaciones para la filosofía: ha habido pensadores que dominan muy bien el lenguaje y menos el pensamiento. Éstos serán menos filósofos que aquéllos que proceden de modo inverso. También ha habido pensadores cuya gran carga retórica, más que manifestar pensamientos claros los ocultan. Estos serán todavía menos filósofos que los precedentes[19].
- Diferencia intencional entre lenguaje y pensamiento
El pensamiento humano no es el lenguaje. Es irreductible a él. Santa Teresa de Avila, que notó este extremo, nos recuerda un asunto a tener en cuenta hoy: “algunas personas hablan bien y entienden mal, y otras hablan corto -y no muy cortado- y tienen entendimiento para mucho bien”[20]. El pensamiento humano es más cercano a cada persona que el habla externa. En efecto, “los conceptos son la gentileza y el aire natural de cada uno; el lenguaje, el vestido y el traje”[21]. El concepto, como el aire, es natural, el lenguaje, como el vestido, artificial. Sin embargo, ambos son remitentes, intencionales. Se entiende por intencionalidad la remitencia de lo pensado o de lo dicho a la realidad, a la que la idea o la palabra se refiere. Ahora bien, la referencia de lo pensado a lo real es netamente distinta, por superior, a la que logra el lenguaje convencional oral o escrito[22]. El objeto pensado es puramente intencional; se agota remitiendo a lo real. En cambio, la palabra es intencional, pero no absolutamente, porque se lo impide el componente físico que posee, la materialidad de los sonidos o de los signos gráficos. Dentro de lo físico la palabra es lo más intencional, lo más remitente. Con todo, es inferior al pensar. La intencionalidad de la palabra no es natural sino convencional. En cambio, la del objeto pensado es natural. La intencionalidad de la palabra reside en el significado sobreañadido por convención a esa palabra. A lo pensado, en cambio, no se le añade nada, y menos por convención.
La tesis que precede es tan clara como olvidada por el pragmatismo. Para esta corriente pensar y hablar no son dos realidades de distinto nivel ontológico sino una y la misma realidad. Fusiona ambas actividades defendiendo una especie de monismo entre ellas. En efecto, según esa filosofía pensamos en la medida que somos capaces de hablar. Considera además que el hablar y el actuar indisociables. Según esto, sólo se sabría el significado de algo en la medida en que se pudiese decir, y sólo se podría decir en la medida en que se pudiese ejercer. Como hablar es una acción transitiva, en rigor, también sostiene que el hombre es capaz de pensar algo sólo en la medida en que lo pueda ejecutar, hacer (praxis). Por ejemplo, sólo se sabría qué significase comer un bocadillo tras dar los pertinentes bocados al emparedado. Según esta tesis sería una verdadera lástima no saber lo que es el venero sin probarlo, porque si para saberlo se ha de catar, sólo se sabría una vez. Como se ve, se trata de un aprendizaje un tanto arriesgado… Pero no, uno sabe lo tóxica que es la amanita phalloides sin necesidad de comerla.
Pensar es condición de posibilidad de hablar y, a su vez, el hablar lo es del hacer. El pensar rige el habla y el habla la actividad externa. El pensar piensa bien el lenguaje, pero el lenguaje habla bastante pobremente del pensar. Correlativamente, el lenguaje habla bien de las acciones transitivas humanas, muchas veces mejor de lo que son, pero las acciones indican muy pobremente lo que es el lenguaje. Piénsese al respecto en ese juego en el que un intérprete tiene que transmitir por señas a su equipo el título de la película que le transmite el equipo contrario. Como se aprecia, los niveles de significado son jerárquicos y no parece buen negocio rebajar los superiores al nivel de los inferiores.
Pensamiento y lenguaje se distinguen realmente a las claras. En efecto, la intencionalidad de lo pensado no es convencional. Si así fuera, la verdad como adecuación a lo real sería imposible, y la comunicación interpersonal no tendría como norte la verdad, sino el acuerdo voluntario, lo cual es tesis propia del nominalismo, un voluntarismo tardomedieval. Este argumento no es correcto, porque es claro que algo no es verdad porque uno o muchos lo quieran o les guste. Si fuera así, la supuesta “verdad” de esa misma tesis estaría sometida a que a uno o a muchos les gustase o no. Si uno no acepta esa tesis, o no le gusta, ¿cómo fundamentar entonces su supuesta verdad? Tampoco el acuerdo mutuo voluntario funda la verdad, porque si algo no es verdad por el hecho de que uno lo quiera, ¿por qué lo va a ser por el hecho de que lo quieran varios o muchos? En antropología no es pertinente -por el propio bien- subordinar la verdad a intereses subjetivos, porque la verdad asegura la vida: “vive bien y trata verdad, y vivirás con seguridad”[23]; en cambio, el interés subjetivo no asegura necesariamente ni la verdad ni la propia vida, pues ¿para qué sirve vivir una vida sin verdad, sin sentido?
El rechazo de la tesis voluntarista provino históricamente del racionalismo y del idealismo modernos, que entendían por verdad únicamente la coherencia lógica interna de la mente consigo misma[24]. Sin embargo, esta tesis, con ser verdadera únicamente respecto de las verdades lógicas, es insuficiente. En efecto, es reductiva, pues no sólo existen verdades lógicas, es decir, referidas a objetos mentales como tales y a sus uniones, ya que también hay verdades que se refieren a asuntos reales extramentales. La hermenéutica, propia del s. XX, pese a incoarse dentro del idealismo, se desvió de su planteamiento en lo que al lenguaje respecta, porque postuló la posibilidad de diversas interpretaciones, de “muchas lecturas” o verdades sobre un mismo tema y nunca una verdad definitiva, lo cual vino a suponer no pocas veces una oscilación clara hacia el nominalismo[25]. En cualquier caso, tanto los defensores del nominalismo como los del racionalismo e idealismo desconocían en buena medida la intencionalidad cognoscitiva, es decir, que el objeto pensado es enteramente intencional. Por su parte, la hermenéutica no parece distinguir suficientemente entre razón teórica y razón práctica y, consecuentemente, entre verdad y verosimilitud, pues todo lo considera hermeneutizable. Sin embargo, respecto de lo que está claro, sobra el interpretar, pues hacerlo es perder el tiempo.
La intencionalidad lingüística es convencional. Así, por ejemplo, los que formaron el lenguaje castellano quisieron según su libre albedrío que la palabra “mesa” significase tal instrumento doméstico y no otra realidad, pero podían haberle dotado a ese término de cualquier otra referencia. El lenguaje se distingue según su intencionalidad de la del pensar. Esta preocupación en torno a la diferencia entre la intencionalidad lingüística de la propia del pensamiento preocupó en el nacimiento de la llamada filosofía del lenguaje, a fines del s. XIX, por ejemplo a Frege. Empero, la diferencia entre ambas intencionalidades es neta, y niega, frente a ciertas tesis radicales de la filosofía analítica del s. XX, el intento de absorción del pensamiento en el lenguaje. El pensar no se reduce al lenguaje porque el pensar no es convencional. La intencionalidad cognoscitiva no puede ser convencional porque es puramente intencional. En efecto, el objeto pensado se agota siendo pura remitencia; semejanza respecto de lo real, decían los filósofos medievales.
El lenguaje no puede ser meramente intencional porque hay algo en él no remitente y algo remitente. Remitente es el significado de la palabra convencionalmente a ella añadido (ej. el significado de la palabra “mesa”, que es lo que por convención los artífices del idioma español han querido que signifique esa palabra, es decir, aquello a lo que remite: a las mesas reales). No remitente es la materialidad, sonora o gráfica, de la palabra misma (ej. las letras “m, e, s, a”, no remiten a la realidad sensible de mesa real). Precisamente porque lo que de intencional tiene la palabra es el significado sobreañadido, es por lo que se comprende fácilmente que el pensar es previo y condición de posibilidad del lenguaje, porque si primero no pudiéramos comprender algo, no podríamos otorgar luego ese significado a un determinado vocablo. Por ello, sólo quien conoce el significado es capaz de otorgarlo a algo –en este caso al lenguaje– que naturalmente carece de él. Esta observación desenmascara completamente al pragmatismo, que -como se ha dicho- sostiene la tesis de que pensamos porque hablamos[26].
Un observador con sentido común podría poner en tela de juicio la precedente tesis pragmatista al observar que de ordinario los que más hablan suelen ser los que menos piensan. Además, observaría que los que suelen hablar tanto acostumbran a hacer más bien poco: “las muchas palabras son indicio de las pocas obras”[27], o si hacen, no parece lo hecho del todo correcto. Ahora bien, hay que matizar este punto, porque indudablemente los que mucho hablan también piensan, aunque cabría recordarles aquello de non multa, sed multum[28]. En cualquier caso, fusionar el pensar, el habla y la actividad es una actitud que parece perjudicial tanto para el pensar como para el trabajo, es decir, pretendiendo ser pragmática, no acaba de ser muy práctica. Evidentemente hay una mutua redundancia o ayuda mutua entre el pensamiento y el lenguaje, pero lo previo y superior es pensar. El que no sabe pensar no puede aprender, fraguar o comunicarse con ningún lenguaje convencional. Los animales ejemplifican este aserto. El saber hablar ayuda a expresar el pensamiento, pero no por saber hablar se sabe pensar. Uno puede pensar, y no poco, sin hablar (ej. baste atender, por ejemplo, a la sordomudez adquirida). Schakespeare, que por cierto escribió bastante, indica que el hombre sabio es el que habla poco[29]. Seguramente sabría mucho más de lo que redactó. Además, por mucho que se sepa hablar no se justifica que uno sea inteligente (ej. un loro o en una cacatúa).
Por otra parte, nunca se dice con exactitud lo que se piensa, sencillamente porque el lenguaje es inferior al pensar y no puede expresar lo pensado con fidelidad. De lo contrario la metáfora estaría de más o carecería de sentido. En efecto, la metáfora es un decir que no termina en lo dicho, sino que sugiere mucho más de lo que dice[30]. Lo inferior no puede con lo superior sino al revés. Por eso podemos pensar bien acerca del lenguaje, pero es difícil hablar del pensamiento. Es más, cualquiera puede pensar en el lenguaje, pero pocos los que hablan con corrección del pensar. En efecto, a veces el lenguaje disfraza el pensamiento: “¿no es así la vida, una fiesta en que la música sirve para disimular palabras y las palabras para disimular pensamientos?”[31]. En ciertas ocasiones, también, no conviene hablar, porque vale más la pena callar y aprender, es decir, pensar[32]. Esa actitud favorece, sin duda, el diálogo, pues para dialogar: primero preguntar, después escuchar. En efecto, diálogo no es hablar todos a la vez y escuchar en exclusiva cada quién lo que él mismo dice. Hablar que no incremente el saber sino la curiosidad es siempre necedad. En cambio, el hablar sabiamente forma sabios y anima a serlo a los que lo desean serlo[33].
En ciertas ocasiones, no obstante, no conviene decir todo lo que se sabe, porque no se entenderá ese saber, o porque no se aceptará. En esos casos es mejor, por ejemplo, escribir un libro, porque es claro que los que no entienden ni valoran a quien lo escribe no lo van a leer, pero ese texto podrá ser útil, por generaciones, a los demás. En otras ocasiones tampoco conviene hablar porque ese hablar no incrementa el saber, el bien común, o porque cede a la crítica, a la murmuración, etc. En esas circunstancias oye sus defectos quien no calla los ajenos. Esos últimos lenguajes son depersonalizantes, pérdidas de sentido. Desde luego que comportase correctamente con el uso del lenguaje es bien difícil, tanto que le hacía exclamar al Profeta: “líbrame, Señor, de la lengua dañina”[34]. En efecto, es preferible no hablar mal de nadie (aun cuando uno pierda por ello la honra dado que otros hablen mal de él, le saquen motes que se pegan a su espalda como eficaces adhesivos, etc.), porque eso es un vicio que lesiona algo superior al lenguaje, a saber, la virtud. En suma, “más vale callar que mal hablar”[35]. Las palabras habladas ya no vuelven a nuestra boca, y desconocemos los límites de su repercusión. Por lo demás, la experiencia enseña que quien aprende a callar aprende a hablar cuando la ocasión lo requiere, y expresa en pocas palabras lo que a otros les lleva conferencias enteras.
- El fundamento del lenguaje convencional
Por pensar se puede formar el lenguaje, pero no por hablar se garantiza que alguien sea inteligente (como se ha indicado, para ratificar este aserto no se requiere de mucho estudio, sino sólo una normal experiencia en la vida práctica). El pensar es más y condición de posibilidad de cualquier lenguaje convencional. Se puede pensar la índole del lenguaje, porque el pensar puede con él. No se puede hablar de modo preciso del pensar, sino sólo comparativamente. El lenguaje es apropiado para hablar del mundo sensible, no de lo espiritual, como es el caso del pensar, y menos todavía de la persona humana y de lo que a ésta transciende. Eso es así porque el lenguaje es en parte sensible; está tomado de lo sensible y, como todo lo sensible, está sometido a las leyes de lo físico: es temporal, procesual, con movimiento, transitivo, etc.
Por ello el lenguaje describe mal lo que no es de la condición de lo físico, esto es, lo que es inmanente (el pensar), o superior a ello, es decir, lo transinmanente (el acto de ser de la persona), porque el lenguaje es intencional respecto de lo físico, no respecto de lo superior, como es el caso del mismo pensar, del querer, de la persona, de Dios, etc. Si el lenguaje no expresa con fidelidad lo que es espiritual, ello no debe llevarnos a enmudecer en antropología trascendental, esto es, a caer en una especie de sigiloso misticismo. Se usará el lenguaje (como se intenta en este escrito) a modo de medio para que a través de él nuestro conocer se haga cargo de las realidades personales que subyacen, pero seremos conscientes de que el lenguaje no las describe sino metafóricamente. El lenguaje sirve de trampolín al pensamiento, pero es éste el que salta de nivel. Además, es claro que no siempre salta igual ante el mismo lenguaje. Por eso a veces descubrimos mediterráneos después de haber releído muchas veces un texto. El pensamiento tampoco salta por igual en todos los hombres ante los mismos estímulos lingüísticos, pues es claro que ante la misma clase, por ejemplo, unos alumnos entienden más que otros.
Se ha indicado que el lenguaje habla metafóricamente de lo superior a él. Con todo, se trata de una metáfora, por así decir, al revés, porque en su hablar de lo que le excede, el lenguaje no ennoblece aquellas realidades de las que habla, sino que indica siempre empobrecidamente la índole de la realidad dicha. En efecto, decir, por ejemplo, que los dientes de una persona son perlas, es una metáfora que parece enbellecedora, poética, porque describe con algo que parece más bello (al menos más brillante) lo se estima menos bello. Pero decir, por ejemplo, que el pensar es un “proceso” en el que se “producen” ideas, es empobrecedor para el pensar, porque intenta explicarlo como si de una fábrica de productos de conserva se tratase, cuando el pensar es acto, sin tiempo, y no produce nada. Las ideas no son productos, sino lo presentado por el acto de presentar.
Primero es saber, luego hablar. Sólo puede hablar el que sabe hablar. No se trata de dominar un idioma o de manejar un lenguaje computacional, musical, etc., sino de ser capaz de formar o entender un lenguaje convencional porque se es inteligente. El lenguaje está abocado a dejar en el tintero mucho significado que no puede aferrar; significado neto, por otra parte, para el pensamiento. El hombre no es inteligente porque habla sino al revés. Frente al nominalismo, sobre todo el de corte pragmático, hay que mantener que el pensar es el fundamento del lenguaje y no a la inversa. Este voluntarismo aceptaba del idealismo que la verdad puede ser mental, pero no referente a lo real. Además, que no se pueden saber todas las verdades mentales ni su total correlación. Contra esa argumentación el idealismo se esforzó por demostrar que cabe un sistema lógico completo que aúne o enlace todas las verdades según unas reglas lógicas. Ante esas bravatas logicistas los empiristas modernos adoptaron la actitud de quedarse flemáticamente sentados a la espera de que sus contrincantes racionalistas descubriesen tales reglas y su sistematicidad completa. Un modelo de ideal sistemático lo constituyó durante mucho tiempo las matemáticas, hasta que Gödel, ya en el s. XX, demostró que la matemática no se puede axiomatizar. En suma, contra el idealismo hay que sostener que no se conocen todos los posibles lenguajes en sus reglas lógicas de formación, porque estos son irrestrictos. La inteligencia no cierra nunca, y eso es precisamente lo genial de ella.
Sin embargo, sí sabemos como se fragua el lenguaje. El lenguaje se forma por la razón y por la voluntad. En efecto, gracias a la posesión mental de objetos pensados e ideas por parte de los actos de pensar, y también merced a los hábitos cognoscitivos que nos permiten conocer nuestros propios actos de pensar, formamos cualquier tipo de lenguaje convencional. Pero éste se forma también por la intervención de la voluntad, pues el aplicar tal o cual significado a esta o aquella palabra también depende de la voluntad, porque es un asunto convencional sometido al libre albedrío, y no sólo de un hombre sino de una sociedad. No por ello hay que admitir que la sociedad sea previa al lenguaje, sino que lo previo es el pensar, que no es social sino de cada quién. Por eso, cada quién puede inventar palabras e incluso lenguajes nuevos (ej. el lenguaje élfico de Tolkien). Si tales vocablos o lenguajes hacen fortuna y son acogidos por los demás, conformarán una sociedad. El lenguaje es previo y condición de posibilidad de la sociedad. Pero esto en modo alguno equivale a admitir un lingüísmo trascendental, como el que apunta Gadamer, en el sentido de que el lenguaje sea superior ontológicamente a las personas, porque ya sabemos que la persona, cada quien, es superior a lo social; también, por supuesto, al lenguaje. El lenguaje implica, pues, razón y voluntad[36], y como aquellas potencias, el lenguaje está bajo el uso de la persona humana.
Un movimiento filosófico del s. XVIII llamado el tradicionalismo sostenía que todo lenguaje convencional derivaba de Dios, por transmisión directa de él a nuestros primeros padres. Frente a esta opinión hay que mantener que el lenguaje está en nuestra mano, no directamente en las divinas. Es más, cuando Dios se ha revelado en la historia ha usado un lenguaje humano existente, no se ha inventado otro nuevo divino. Somos nosotros los que formamos el lenguaje. Los niños lo aprenden de sus padres, pero el diccionario de un idioma está constantemente cambiando, lo cual indica que unas palabras que se usaban se olvidan y caen en desuso mientras que se forman otras nuevas. Más aún, unos idiomas se pierden (lenguas muertas) y otros nacen. No puede ser de otro modo, si la lengua es una realidad humana viva, una alta manifestación de la vida humana. En efecto, la vida humana cambia; está llamada a crecer, pero puede también debilitarse. Lo mismo el lenguaje: está llamado a hablar mejor, a comunicar más, pero puede empobrecerse y decir menos y peor (los lenguajes de pandillas o los barriobajeros pueden servir de ejemplo).
Lo propio de todas las palabras es la convencionalidad. Pero convencional no significa que el lenguaje sea arbitrario, puesto que en su formación el lenguaje no depende sólo de la voluntad, sino también de la razón, y ésta sin verdad y verosimilitud no es tal. Pero la verdad no lo es sólo para cada quién, sino para todos los humanos. Sostener lo contrario es ceder a un voluntarismo injustificable y contradictorio, pues si todo lo que significa el lenguaje fuese arbitrario, en rigor, no significaría nada, porque cada quién entendería lo que quisiese, y es neto que esta actitud comporta la destrucción del lenguaje.
- Tipos de lenguaje convencional
Poseemos dos tipos usuales de lenguaje convencional: el hablado y el escrito. El primero es más expresivo que el segundo porque cuenta con más modulaciones de la voz, que son sumamente difíciles de expresar (y de entender bien) con signos escritos. En este sentido son más ventajosos y pertinentes los medios de comunicación que transmiten la voz, como los telefónicos, que los que sólo transmiten mensajes escritos, como los beeper. Hasta hace unas décadas el lenguaje oral contaba con una desventaja: la de ser más pasajero. El escrito era más inexpresivo, pero más perdurable. En este sentido se decía que las palabras pasan y que lo escrito permanece. La tecnología hoy no sólo permite la guarda de material escrito de modo mucho más fácil y perdurable que el libro impreso, sino también la posibilidad de archivo del lenguaje oral por medio de sofisticadas y fidedignas grabaciones. Estas últimas muestran la superioridad del lenguaje oral sobre el escrito, pues manifiestan mucho mejor que el escrito el modo de ser (y de estar en ese momento) del interlocutor.
Superiores a los medios de comunicación que transmiten la voz son aquéllos que la acompañan de imágenes en las que se aprecian los gestos que se realizan con el rostro, las manos, etc., porque todos esos signos están en función de la inteligencia humana. El lenguaje audiovisual es superior a los precedentes. El influjo positivo o negativo de esos medios sobre amplias multitudes de la población es innegable, y se ha puesto de relieve hasta la saciedad[37]. Ofrece además una indudable ventaja: que intercomunica el mundo entero en breve tiempo. Superior a éste sería aquel que admitiese la intercomunicación entre las personas con voz e imagen. El lenguaje fílmico ofrece una innegable ventaja: es más veloz, porque se apoya en el sentido externo más alto, la vista. En efecto, mediante el tacto uno puede leer un lenguaje convencional como es el Braile, pero no logra vencer la distancia, es más lento, y capta menos matices.
Mediante la escucha por el oído de cualquier lenguaje convencional uno vence hasta cierto punto el espacio porque no se requiere del contacto para captar el significado. Además es susceptible de captar más diferencias, más mensaje, en menos tiempo. Mediante la vista no sólo podemos vencer mejor el espacio sino también el tiempo. Es el más veloz, y por medio de este sentido captamos más con mayor brevedad. Por ello los métodos audiovisuales son mejores transmisores del significado que los meramente auditivos. El lenguaje del filme es superior al fonético, pero no sólo porque es más veloz, o porque educa o deforma más a los receptores, sino porque es más convencional, más elíptico, dice más con menos escenas. Las películas más significativas son las más simbólicas. La clave de los lenguajes es, pues, económica: decir más con menos gasto de símbolos.
Si el lenguaje escrito es inferior al hablado debe dualizarse con él, es decir, servirle. En efecto, se pueden dar clases virtuales vía internet, o aprender mucho de los manuales, pero el trato personal es insustituible. La presencia humana es irremplazable. ¿Cuándo se usa del lenguaje escrito? Cuando no se puede usar el hablado, por la distancia en el espacio (y entonces se emplean cartas, mails, etc.), o por la distancia en el tiempo (y se usan libros, revistas, etc.). “Hablando se entiende la gente” dice el refrán, y se entiende mejor que escribiendo, pues el escrito es más frío y tiende a acentuar los puntos de vista contrarios. Ello indica que es menos societario, vinculante, que el hablado. Ahora bien, si se usa con tirantez el lenguaje oral, éste separa mucho más a los interlocutores que un uso tenso del escrito. Ante esos posibles usos del lenguaje, el mejor consejo es el silencio.
A su vez, si el lenguaje hablado es superior al escrito debe favorecerlo, es decir, exponer de modo más explícito lo que en el texto queda un tanto lacónico o críptico. Así proceden, por ejemplo, los magistrados, interpretando verbalmente la constitución de un país o los códigos de derecho, los notarios con los testamentos y otros documentos, los profesores con sus propios libros, los poetas con sus versos, etc. Lo hablado manda sobre lo escrito, lo aclara, corrige, dilucida. Hay que fiarse más de lo dicho que de lo escrito, porque el escrito constriñe más, es menos expresivo de la libertad personal. Grandes filósofos ha habido -es el caso de Sócrates- cuyo magisterio ha sido por completo oral, y otros -Leonardo Polo, por ejemplo- en quienes la enseñanza verbal desborda con mucha amplitud al texto escrito[38]. Nuestra sociedad, en cambio, da más relevancia a lo escrito que a lo dicho, por eso se oyen no pocos disparates en las conversaciones, aún cuando esos mismos hablantes sean muy cautos al redactar. No pocas veces escuchamos el consejo de personas prudentes acerca de que hablando podemos decir cosas que no las debemos poner por escrito, por aquello de que “las palabras se las lleva el viento”. Sin embargo, esta actitud es más nociva interiormente para el hablante, porque como el lenguaje hablado está más unido al hablante que el escrito, despersonaliza más el mal empleo del lenguaje hablado que el del escrito. En esas circustancias, sería mejor que el consejero aconsejase esto otro: callar.
Por otra parte, es claro que unos lenguajes escritos son más simbólicos que otros. Al narrar historia, por ejemplo, se simboliza menos que al escribir unos poemas; los libros de Nietzsche son más simbólicos que los de Hegel, etc. Asimismo, unas formas de habla son más simbólicas que otras. Por ejemplo, los modos usuales de decir, los giros, etc., de un andaluz suelen ser más simbólicos que los de un sueco. Tal vez por ello los primeros sean más sociables que los segundos, porque el lenguaje conforma la sociedad, y a lenguaje más simbólico, sociedad más ágil. El filme “El retorno del rey”, por ejemplo, es mucho más simbólico que “Titanic”. El habla y su simbolismo también están correlacionados con el sexo humano.
La mujer tiene más capacidad de hablar que el varón, entre otras cosas -como observó Aristóteles-, porque su lengua es más fina y la puede modular más rápido y mejor. También la mujer es más insinuante, simbólica. Tal vez eso ayude a que las mujeres sean más sociables que los varones. Pero si lo son, tendrán mayor posibilidad de ser virtuosas; por el contrario, si quiebran los vínculos sociales, serán más viciosas. Es bueno hablar, porque el hombre está hecho para hablar (como también está hecho para trabajar). Ahora bien, recuérdese que el habla no es lo más alto del hombre. En consecuencia, debe subordinarse a lo inmediatamente superior: la inteligencia y la voluntad. En efecto, si una conversación no ayuda a conocer más verdad y a adquirir más virtud está de más; en ese caso, es mejor la reserva. Tampoco la inteligencia y la voluntad son lo superior del hombre. Por eso no se puede perseguir una verdad racional como fin último, o una virtud como fin en sí, porque entonces la inteligencia y la voluntad se despersonalizan. Deben supeditarse a la persona.
- El lenguaje simbólico
La mayor convencionalidad del lenguaje del filme se da cuando se acude a las imágenes para simbolizar significados que el mundo natural no puede dar. El lenguaje superior es el simbólico, porque el lenguaje que simboliza a través de las imágenes es más elíptico, es decir, dice poco comparado con lo que uno puede entender por medio de lo que él simboliza. El cine es sumamente representativo, sintético, no dice todo lo que descriptivamente sería necesario, sino que indica lo nuclear para que la trama no se aleje de su guión en innecesarias digresiones o detalles[39]. Ese sería el vicio del lenguaje fílmico, como lo es el charlotear del lenguaje hablado, la prensa insustancial del escrito, o la curiosidad intelectual en el caso del pensar. Todos ellos, si bien a distinta escala, son una pérdida de significado, pero también una lamentable pérdida de tiempo (y por ende, un asunto ético).
No en vano se denomina séptimo arte al lenguaje fílmico, pues las artes lo son por su belleza, y principalmente porque esa belleza va unida a la convencionalidad, en el fondo, al pensamiento. El pensamiento es mejor economista que el lenguaje, porque como designa en universal, con una idea se refiere a todas las realidades que caen bajo ella. Pues bien, el lenguaje y las artes derivan del pensar y guardan en mayor o menor proporción ese cariz economista del pensar. Por eso no todas las artes son igualmente artes. Unas lo son más, otras menos. El arte no se limita a imitar a la naturaleza sino a continuarla con claridad, proporción, armonía. El arquitecto que levanta una catedral gótica no se conforma con tomar modelos naturales, sino que continúa la naturaleza sirviéndose de ella para alcanzar lo que ella no puede dar de sí, y con ese desarrollo simboliza el lugar de encuentro del hombre con Dios. ¿Y qué decir de las otras obras de arte, del pensador de Rodin, o de los psicológicos retratos de Goya, de las composiciones de Beethoven (por ejemplo, la sinfonía del Himno a la Alegría, que se interpretó en la puerta de Brandemburgo con ocasión de la caída del muro de Berlín y la reunificación de Alemania), de los simbólicos personajes de Tolkien, o de las representaciones teatrales de Calderón? Son obras que usan del elemento material para expresar simbólicamente más de lo que ellas dicen.
Pues bien, a través de esas obras de arte el hombre se abre a algo que es más que la semántica, más que el significado de las palabras; se abre al símbolo. El mundo simbólico es la última posibilidad del lenguaje humano; es el apuntar a mucho más significado que el que se expresa mediante el lenguaje convencional. Por ello, decía Aristóteles, que entre los lenguajes escritos la poesía es más filosófica, esto es, más significativa, que la historia, porque no sólo dice lo que es, sino lo que sería mejor que fuese o hubiese sido. Ser símbolo no es ser copia, sino el intento más elevado de sacarle todo el partido al lenguaje convencional. La poesía es más simbólica que el lenguaje fílmico, porque a la filmación le es muy costoso el montaje de escenas que la imaginación, de la que se sirve la poesía, fragua en un sólo acto de imaginar. Por eso es mejor la poesía que habla de lo que debe ser que aquella otra que narra lo que fue, aunque esto se exprese en verso heroico[40]. Si se pudieran enlazar ambos lenguajes -el poético y el fílmico- tendríamos un simbolismo superior a la poesía. Ese es el intento de aproximar el lenguaje al pensamiento, de decir menos y significar más, de tratar de decir más con menos palabras.
Hay un lenguaje convencional superior al de la poesía, a saber, el de la filosofía, pues la poesía más profunda deja de serlo y se convierte en filosofía. Quevedo, Calderón, etc., son buenos representantes de ello. El modo filosófico de decir, si es verdadero, es el mayor canto que un hombre puede fraguar con sus fuerzas naturales en esta vida, y ello por dos motivos: uno, porque el tema del canto es el más sublime (recuérdese que los temas capitales son el fundamento y el destino); otro, porque el cantar es en ese caso la misma vida íntima del cantor, porque el filósofo que lo es de verdad está enteramente comprometido en su filosofar: esa es su vida. Trabaja y descansa filosofando. Entiende las cosas según su filosofar, y su vida vale lo que vale su filosofía. ¿Acaso es eso una deformación profesional? No; es más bien una elevación de todo lo profesional a lo personal, porque la mejor filosofía -en concreto la antropología- es personal. Por eso el filósofo que parece serlo únicamente de profesión, en rigor no es personalmente filósofo (ese sí se cansa al filosofar). A la par, hay muchas personas que no son de profesión filósofos aunque que sí lo son personalmente.
Los símbolos deben vincularse asimismo con la temporalidad humana. El futuro histórico, y sobre todo el metahistórico, es lo que prima en la existencia humana. Por ello los símbolos que recuerdan hechos pasados son menos símbolos que los que apuntan al porvenir. Por ejemplo, las poesías satíricas del siglo de Oro Español critican defectos humanos acaecidos en el tiempo, aunque en cierto modo al burlarse de ellos intentan salir de ese pasado y cambiarlo. Son, en cambio, más simbólicos los poemas valederos para todo tiempo, los que describen, por ejemplo, cómo es el hombre y cómo debe proceder. Los símbolos que nos legó el Imperio Romano (SPQR, el águila, etc.) son menos simbólicos que los que aparecen en el Apocalipsis de San Juan, aunque ambos se forjasen en la misma época histórica.
- Naturaleza y persona
El lenguaje natural expresa la naturaleza humana. El cultural y el convencional en todos sus tipos, la continúan, y son expresión de la esencia humana. Ello indica que nosotros no poseemos un modo de ser fijo sino abierto, es decir, que su capacidad de desarrollo es irrestricta. El desarrollo de la esencia humana depende -como se ha reiterado- de la persona. La persona es dueña de sus actos; dueña de su lenguaje. Puede desarrollar su esencia ayudándose del lenguaje, pero también empobrecerla. En nuestra sociedad hay muchos síntomas de dicho empobrecimiento lingüístico[41], y también de progreso[42].
Desarrollar la esencia humana equivale a crecer cognoscitiva y volitivamente. Empobrecerla, lo contrario. Dado que nuestro lenguaje manifiesta nuestro pensar y querer, y estas dos potencias superiores del alma son los mejores cauces por los que se puede manifestar la persona humana, el lenguaje es manifestación indirecta de la persona. Con el lenguaje, el hombre, cada quién, manifiesta su poder de perfeccionar indefinidamente la esencia, tanto la de la realidad física como la suya propia. Es, por tanto, una manifestación sensible de lo espiritual del hombre.
Perfeccionar la esencia usando del lenguaje es contrario a ir contra ella, aunque esto también se puede llevar a cabo. Baste recordar a los sofistas, o más cercano a nosotros, por ejemplo, a muchos anuncios televisivos, la demagogia política que busca los votos a cualquier coste, etc. En efecto, el empeño en todos estos casos parece ser convertir el argumento más débil en el más fuerte con fines pragmáticos[43]. Al perfeccionar a la esencia humana se debe atender al modo apropiado de crecer que ésta posee, pues no puede crecer de cualquier modo sino según su propio orden, siguiendo unas pautas, unas normas. Claramente esto forma parte de la ética; por eso el lenguaje es segundo respecto de la ética. Si el hombre es capaz de crecimiento irrestricto es porque es espiritual, inmortal. Si puede más, debe subordinar en él lo menos a lo más, no a la inversa.
Todo lenguaje convencional, también el de los ordenadores, continúa la naturaleza humana. La eleva por encima de lo que ella naturalmente puede; actualiza en ella ciertas virtualidades que ella nativamente ofrece de modo potencial. Ahora bien, ¿es el lenguaje convencional el más elevado? Evidentemente es más perfecto que el lenguaje natural, y más también que otros lenguajes culturales como el de los productos humanos, pero el convencional sería el lenguaje más elevado si la naturaleza y esencia humanas, una vez perfeccionadas, fueran lo más elevado del hombre. Sin embargo, si la persona humana no se reduce a su naturaleza y esencia, incluso perfeccionadas, cabe un lenguaje superior: el personal. Este “lenguaje” es muy especial, pues no es común al género humano (ni natural ni convencionalmente), sino personal e irrepetible, y sólo le llamaremos “lenguaje” a título comparativo con los lenguajes que hemos venido exponiendo.
El lenguaje personal no es universal. En efecto, si cada quién se sabe distinto de los demás, su significado personal ha de ser irreductible. Además, como uno no acaba de saber qué persona es, se agudiza el problema de la incomunicabilidad de su sentido personal respecto de las demás personas humanas. Pero si cada quién como persona es un significado personal distinto, ese significado no puede dejar de ser remitente. Persona denota apertura personal, remitencia personal; por tanto, lenguaje personal. ¿A quién remite cada persona humana como tal persona?
- El lenguaje personal
La persona humana no se reduce a aquello corpóreo según lo cual ella dispone: su naturaleza. Tampoco a su esencia, a la que perfecciona o envilece durante esta vida. Uno dispone según el modo de ser de la inteligencia humana, de la voluntad, de los sentidos, de la corporeidad… Su naturaleza y esencia son aquello según lo cual cada persona dispone, pero no son lo que la persona es. No reducirse la persona a la naturaleza y esencia humanas es notar que la persona es más que ellas. A su vez, cada persona es más que aquello que ella alcanza a conocer de sí. Esto último es alcanzar su carácter de además[44], es decir, captar que su ser es desbordante, sobrante, inalcanzable con las propias armas cognoscitivas.
El lenguaje personal es el modo de abrirse de cada persona humana hacia su intimidad y hacia su transcendencia. Ese lenguaje no es convencional, porque ninguna persona es un invento cultural y ninguna es igual a otra y, por tanto, no posee un significado universal. El sentido de su “hablar” íntimo, de su remitencia, es único, irrepetible. Por ello, el intento de dar a entender la intimidad personal a través de lenguajes convencionales termina en el fracaso. Lo más seguro es que a uno no le entiendan o que le interpreten mal, maxime si en vez del lenguaje oral o escrito intenta usar para ese menester de otro que sea más plástico, como, por ejemplo, el de la pintura. Ello indica que la intimidad es superior en significado a lo que de ella es expresable por los lenguajes convencionales, culturales y naturales, y que el pudor respecto de su manifestación sea asunto ético.
El lenguaje natural es expresión de la naturaleza humana. Los convencionales son manifestación de la activación de la persona a su esencia, porque sólo la persona es capaz de perfeccionar su esencia. El lenguaje convencional es muestra de la esencia perfeccionada o enviciada. Ninguno de los dos es el lenguaje personal. Si tenemos en cuenta la distinción real entre esencia y acto de ser y la referimos al hombre, el lenguaje convencional forma parte de la esencia humana, el personal, del acto de ser o de la persona humana. Como se habrá reparado, la clave de todo lenguaje estriba en la remitencia. El lenguaje en el orden personal también es remitente, aunque no sensiblemente remitente. En este caso es la persona la que remite[45]. Decir que la persona humana no remite es decir que la persona carece de sentido, de referencia. Si carece de sentido, ¿cómo es que puede dotar de sentido a los demás lenguajes? Sería imposible. Por tanto, la persona humana es con sentido, y si es así, es remitente. Si es persona, es remitencia personal; lo cual indica que debe remitir a una persona distinta. En rigor, ¿a quién remite? Debemos indagar este extremo sólo si quedemos descubrir el sentido último de cada persona, su lenguaje personal. Si no, “ancha es Castilla”… Con todo, si la anchura permite caminar por uno u otro derrotero, tampoco está de más saber a dónde conducen tales derroteros, qué rumbo se ha tomado, y si un camino es mejor que otro. De lo contrario, ¿para qué emprender una u otra vía?
Sostener que hay jerarquía entre los órdenes lingüísticos conlleva mantener que los inferiores están subordinados a los superiores y, a la par, que los inferiores son manifestación de los superiores. Si el sentido de los lenguajes culturales depende del habla humana que les confiere sentido, y si el sentido de los lenguajes convencionales depende del pensamiento humano que les confiere un sentido sobreañadido por convención, el sentido del pensamiento humano deberá ser conferido por alguna instancia superior a éste, capaz de dotar de sentido, verdad, al pensamiento. Esta instancia es cada persona humana. En el fondo, los diversos lenguajes convencionales son derivados del pensamiento, y éste del lenguaje personal. La lenguacidad de los diversos lenguajes depende, por tanto, del primer “lenguaje”. De modo que actuará mal con su cuerpo (lenguaje natural) o con sus acciones (lenguaje cultural) el que emplee mal el lenguaje oral u escrito (lenguaje convencional), y empleará mal el lenguaje convencional quien piense poco, (lenguaje cognoscitivo de pura remitencia), y pensará poco en lo que mucho vale, o mucho en lo que poco vale, el que desconoce su sentido íntimo como persona (lenguaje personal).
Lo que se pone de manifiesto al atender a cualquier signo lingüístico es también su carácter dual, reunitivo. Eso es así porque el hombre en su intimidad es dual, es co–existencia, y en lo que el hombre realiza se manifiesta tal como quien es. Si bien conocemos de modo fácil el sentido de los lenguajes convencionales, porque somos nosotros los que les dotamos de sentido, sin embargo, conocer el sentido del lenguaje personal sólo es posible teniendo en cuenta la referencia de la persona humana a su origen y a su fin. En efecto, en ese “lenguaje” es la misma persona la que es, por así decir, símbolo, metáfora, esto es, remitencia, apertura, libertad, sentido. Si bien el sentido del lenguaje convencional está en la mano de la persona humana, puesto que es una posesión suya, el sentido de la propia persona humana, de su nombre personal[46], no está en sus manos, porque ella no es un invento suyo ni depende de sí, sino de su Creador: “el corazón del hombre es lengua de los oídos de Dios”[47]. En la medida en que cada hombre pierde ese sentido personal suyo despersonaliza los demás lenguajes inferiores.
Si descubrimos el sentido de cada lenguaje manifestativo al dar con la condición de posibilidad de cada uno de ellos, es decir, al descubrir esa instancia superior que posibilita a cada uno, a saber, el pensamiento, y si descubrimos el sentido del pensamiento humano al alcanzar a la persona humana, que es quien activa su pensar, para descifrar el “lenguaje” personal propio de cada persona requerimos de una instancia superior a la propia persona humana. ¿De quién depende el ser personal que cada persona es? Su ser depende de Aquel quien se lo ha otorgado. Pero como el sentido personal humano está todavía en proyecto, su sentido depende no sólo de quien se lo otorga, sino de quien se lo otorgará. El sentido de cada quién, de cada persona humana, está en Aquél de quien ella depende, a quien ella remite; Ser que es la referencia última de la persona humana, es decir, Aquel que es su fin: Dios; un Dios personal susceptible de desvelar a cada persona su sentido personal.
Si se prescinde de la referencia personal última, deja de tener sentido el lenguaje personal. Pero si éste se empobrece significativamente, ¿para qué dotar de sentido personal a lo inferior? Esto indica que cuando una persona se despersonaliza, inevitablemente despersonaliza su esencia, su naturaleza, la cultura y la esencia del mundo. Tal despersonalización acarrea, pues, una perdida inexorable de sentido en todas las facetas de lo humano y de lo real externo. Lo peor del caso es que quien pierde sentido personalmente no se da cuenta de su propia pérdida, porque se trata precisamente de pérdida de sentido, es decir, de carencia de conocer. A partir de ese momento ¿qué requiere para volver a darse cuenta de lo que ha perdido? Esta pregunta indica que el hombre es personalmente dual, es decir, que no es explicable aisladamente, no sólo en tiempos de sentido, sino también en los de ignorancia. De la ignorancia personal (perdida de luz en la intimidad) no se sale a menos que Dios nos ilumine nuestro acto de ser personal.
Así como lo pensado por la inteligencia es difícilmente expresable en lenguajes convencionales, así también el sentido del ser personal es difícilmente pensable por la razón y por los lenguajes de convención: “hay pensamientos del alma que no pueden traducirse al lenguaje de la tierra sin perder su sentido íntimo y celestial; son como esa “piedra blanca que será entregada al vencedor y sobre el cual está escrito un nombre que nadie conoce sino aquel que la recibe””[48], nombre -continúa diciendo el texto sagrado- que sólo él (a quien le fuere entregado) conocerá. De modo que, según la Revelación, esperamos alcanzar en el Cielo el pleno sentido personal y, además, Dios seguirá respetando la intimidad personalísima de ese sentido. Si cada persona humana es distinta, es una referencia distinta a Dios, y de todas ellas se puede aprender[49]. La Revelación nos presta algunas indicaciones en este sentido, pues tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento aparecen nombres que tienen en su composición la partícula “El” que en hebreo significa “Dios”, y ello referido a personas angélicas (Gabriel, Miguel, Rafael), humanas (Elías, Eliseo, etc.) y al mismo Cristo (Enmanuel). Si somos una referencia distinta y novedosa a Dios, el reto en esta vida consiste en alcanzar a saber qué referencia somos cada uno respecto del ser divino.
Existen diversos niveles jerárquicos de símbolos: imaginativos, símbolos ideales y símbolos personales. Los primeros (código de circulación, por ejemplo) remiten a realidades materiales particulares. Los segundos (por ejemplo, la idea de deidad formada a base de generalizar asuntos pensados, que es un símbolo de la divinidad) son propios de la razón, son universales y remiten a realidades más fundantes. Los terceros, las personas, son cada una de ellas un símbolo personal del Dios personal. Tal vez el recurso a la realidad del enamoramiento personal sirva para ejemplificar qué se quiere decir cuando se alude a los símbolos personales. Cuando alguien se enamora de una persona de distinto sexo, obviamente se enamora de ella por lo que aprecia en la naturaleza humana de esa persona, aunque no sólo por eso, porque también a través de lo natural descubre el estado esencial de esa persona, es decir, su comportamiento, sus cualidades intelectuales, sus virtudes, su manera de encarar la vida, etc. Tampoco se queda en la esencia de esa persona, pues en rigor uno no se enamora de una determinada esencialización humana, sino de una persona, es decir, que por medio de su esencia empieza a intuir en cierto modo el ser personal que subyace a esas manifestaciones. Ahora bien, lo que conoce de esa intimidad personal no es su pleno sentido, sino un sentido parcial que remite a una realidad de mayor contenido.
Además, como esa persona a la que se ama es un sentido personal remitente, tal sentido también remite a la persona del enamorado, lo cual es para él una llamada a la búsqueda del propio sentido personal. El amante se ve con sentido respecto de la persona que ama, y aquella respecto del sentido del amante. Se saben co–sentidos (y no pocas veces consentidos…). Pero como ninguno de los enamorados agota el sentido personal del amado, ni tampoco el suyo propio, se saben co–sentidos respecto de una persona distinta que pueda otorgarles la plenitud de su sentido amoroso personal. En este sentido se puede decir que lo que el enamorado alcanza a saber de la persona amada es simbólico. Ve a ésta como símbolo. ¿Respecto de qué es símbolo lo que se conoce de esa persona? Es símbolo respecto de su réplica. La réplica de una persona es una persona distinta. ¿Quién es esa persona distinta? Por una parte Dios, su Creador, la réplica completa de esa persona, su plenitud de sentido. Por otra parte, la persona amada también es símbolo de la persona humana que se enamora de ella. En consecuencia, si el amado remite respecto del amante a la par que a Dios, las co–personas de los enamorados son co–símbolos de la divinidad, es decir, cada una de ellas constituye para la otra su mejor escalera para subir al Cielo.
Recuérdese que los medievales tendían a explicar cada realidad intramundana como un símbolo del Creador, y a cada persona humana como un símbolo personal del Dios personal. De acuerdo con lo dicho hasta aquí, esa parece ser una intuición correcta. Tal vez quepa añadir a ese planteamiento que todo símbolo es co–símbolo, porque todos, los naturales, culturales, humanos y personales forman un entramado (plexo, diría Heidegger). Sin dualidad un símbolo no es tal. Por tanto, así como lo intramundano es plural y debe ser explicado en su pluralidad, también lo cultural, lo humano y lo personal hay que explicarlo en vinculación. En este sentido se puede entender, por ejemplo, el canto del coro de los ángeles en el Cielo.
Un objeto cultural no se explica aislado de los demás (ej. el martillo sin los clavos, los clavos sin la madera, etc.). Una palabra tampoco tiene sentido al margen de las demás que conforman un idioma (ej. navegar sin barco, marino, mar, etc.). Una persona humana carece de sentido aislada de las demás personas (ej. un hijo del padre y la madre, etc.). Pero el sentido último de cada persona humana no está en las demás humanas, sino en su origen y fin. Todas ellas son inexplicables sin su Creador, pues ninguna es pura remitencia respecto de otra; sólo lo son respecto de Dios. Más aún, si lo personal humano es simbólico y el símbolo es dual, la realidad personal divina a la que remiten los diversos símbolos personales humanos también será dual. En efecto, si Dios es personal debe ser co–personal. Además, a distinción de las personas humanas, la índole de las Personas divinas deberá explicarse como pura remitencia personal de una a otra[50].
Parece, pues, claro que ninguna persona puede ser “igual” a otra (ni las humanas, ni las divinas, ni ninguna), porque de ser así ninguna remitiría a otra. En efecto, la igualdad no es remitente ni a una realidad distinta ni siquiera a sí misma. No lo es a otra realidad distinta, porque de ser una realidad ontológicamente igual a otra no se distinguirían. Aunque fuesen esencialmente idénticas, su ser sería distinto. La igualdad predicada de una cosa tampoco puede remitir a esa misma cosa, porque ello indica que no se sale de sí misma, es decir, que no hay remitencia. Así, la expresión “A = A” no indica dos Aes distintas, sino una misma A pensada dos veces. La igualdad es mental, no real. Por eso las personas no pueden ser iguales sino distintas, y también por ello, en sentido fuerte, no pueden ser, sino co–ser, es decir, es imposible que sean aisladas o no vinculadas en su ser. Más aún, más personas serán las más vinculadas personalmente entre sí.
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Si las personas son distintas, y la distinción real es siempre jerárquica, cabe preguntar si son ¿jerárquicamente distintas? La respuesta es doble: las Personas divinas, desde luego, son las más distintas posibles entre sí, pero no jerárquicamente distintas, según sabemos por Revelación. Las humanas, en cambio, puede ser que sí, pues entre ellas deben ser jerárquicamente distintas en la medida de su cercanía personal a Dios, es decir, de su respuesta personal al ser que Dios ha previsto para cada una. Si unas personas humanas remiten más a Dios que otras (son más símbolo de él), unas serán superiores a las otras.
También cabría preguntar si las personas humanas que son más cercanas a Dios son más “iguales” o “parecidas” a él. Si la “igualdad” y el “parecido” es mental, la respuesta no podrá ser sino negativa. En efecto, respecto de Dios, en la medida que estén más cerca de él unas personas humanas que otras, como las más cercanas serán una mayor realidad personal que las que están más lejos, guardarán con Dios una mayor distinción real. En efecto, Dios se distingue poco de lo que poco o nada es. En rigor Dios no se puede distinguir de la nada, porque la nada no es. Se distingue poco de lo que no es acto de ser. Se distingue, pero todavía poco, de lo que no es acto de ser personal. La mayor distinción posible es la que media entre Dios y el acto de ser personal creado. Por eso, de entre las personas creadas que progresivamente pierden su sentido personal, la realidad personal divina se podrá distinguir poco, porque éstas tienen poca realidad. En cambio se distinguirá realmente mucho más de los actos de ser personales más activos. La comparación real más alta es la que media entre actos de ser, y entre éstos, la distinción superior estriba entre el Creador y la criatura más excelsa[51]. En suma, este Tema nos permite describir al hombre como “ser lingüístico”; por encima de ello, como “ser pensante”; y superior aún, como “referencia personal a Dios”; más cuanto más distinto de Dios sea realmente.
NOTAS DEL TEXTO
[1] Correas, G., op. cit., 743.
[2] Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 644.
[3] Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, n. 4, 79.
[4] Cfr. Sapir, E., Le Langage, París, Payot, 1967, 12; Polo, L., Quien es el hombre, Madrid, Rialp, 1993; Ramos, A., Signum. De la semiótica universal a la metafísica del signo, Pamplona, Eunsa, 1987.
[5] Hay perros que, tras adiestrarlos, aprenden hasta 200 voces. Con todo, el animal une esas voces a objetos particulares; es decir, el sentido de esos términos carecen para él –obviamente- de universalidad.
[6] “Las palabras expresadas por la voz no son más que la imagen de las modificaciones del alma; y la escritura no es otra cosa que la imagen de las palabras que la voz expresa. Y así como la escritura no es idéntica en todos los hombres, tampoco las lenguas son semejantes. Pero las modificaciones del alma, de las que son las palabras signos inmediatos, son idénticas para todos los hombres, lo mismo que las cosas, de que son una fiel representación estas modificaciones, son también las mismas para todos”, Aristóteles, Peri Hermeneias, 16 a 1.
[7] Cfr. San Agustin, De Magistro, De Doctrina Christiana, De Trinitate, Principia Dialecticae, De Ordine, etc; Pseudo Dionisio, De Caelesti Hierarchia, De divinis nominibus; San Anselmo, Hugo de San Victor, Alain de Lile, San Buenaventura; San Alberto Magno, Summa de Creaturis, P.II, q. 25, a. 1-4; Sto. Tomás de Aquino, De Ver., De Pot., S. Theol, S. C. Gentes; Francisco de Araujo, Juan de sto. Tomás, etc.
[8] Millán Puelles, siguiendo a Geach hace notar que si bien el análisis lingüístico ayuda a la reflexión filosófica, los problemas filosóficos no se resuelven por el sólo expediente de remitirlos al lenguaje. Cfr. “Metafísica y lenguaje”, en Anuario Filosófico, XVIII (1985), 1, 185. Cfr. asimismo Llano, A., Metafísica y lenguaje, Pamplona, Eunsa, 1984.
[9] “Nuestra cognición es tan débil que ningún filósofo pudo nunca investigar perfectamente la naturaleza de una mosca”, En el Símbolo de los Apóstoles, proemio.
[10] Esto último ha sido puesto de relieve por autores como Pieper, J., “El filosofar y el lenguaje”, en Anuario Filosófico, XXI (1988), 1, 74; Chenu, M.D., Introducction a l´étude de Saint Thomás de Aquin, París-Montreal, 1950, 102. Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, vol. I, Pamplona, Eunsa, 1984, 140-141.
[11] Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, n. 340, 117.
[12] Recuérdese que Aristóteles sólo se manejaba bien en griego, San Agustín y Sto. Tomás de Aquino en latín, Hegel y Heidegger en alemán, Polo en castellano, y que San Panlo escribe: “prefiero decir cinco palabras con sentido, para instruir también a los demás, que diez mil palabras en lenguas”, I Cor., XIV, 19.
[13] Cfr. Tomás de Aquino, De Pot., q. 7, a. 6, co; De Ver., q. 4, a. 1, co. Ramos, anota que “en su dimensión remitente y dependiente, el signo se presenta como camino a, y, en definitiva, como medio. El signo lingüístico es via ad conceptum, el signo formal, via ad rem, y la cosa, via ad Deum”, op. cit., 321.
[14] Correas, G., op. cit., 258.
[15] “Paréceme que es la boca la puerta principal desta casa del alma; por las demás entran los objetos, mas por ésta sale ella misma y se manifiesta en sus razones”, Gracián, B., Op.cit., 198; “Por las palabras, señales y meneos, bien se adivinan los pensamientos”, Correas, G., op. cit., 649.
[16] El siguiente consejo es, pues, oportuno: “Procuren, si son cantores/, el cantar con sentimiento/, no templen el enstrumento/ por sólo el gusto de hablar/ y acostúmbrense a cantar/ en cosas de jundamento”, Hernández, J., Martín Fierro, Buenos Aires, Albatros, 1982, 201.
[17] Correas, G., op. cit., 395.
[18] El parloteo alarga y disfraza. En cambio, la sinceridad es pronta: “Dijo un árabe a su hijo: si estuvieras agobiado por alguna preocupación y pudieras librarte de ella fácilmente, no esperes, porque mientras esperar librarte con más facilidad, te verás más agobiado”, Pedro Alfonso, El hombre y la serpiente, en Todos los cuentos, vol. I, Barcelona, Planeta, 2002, 82.
[19] Una vez un hombre sensato, no filósofo, declaró: “cuando leo libros de los buenos filósofos de 15 líneas saco 15 ideas, todas buenas, y todas tienen que ver entre sí. En cambio cuando leo un libro de un filósofo raro, me cuesta sacar una idea clara y no sé si es muy buena”. No obstante, de todos hay que aprender, aunque, evidentemente, se aprende más de unos que de otros.
[20] El texto sigue así: “que hay unas simplicidades santas que saben muy poco de negocios y estilo del mundo, y mucho para tratar de Dios”, Camino de perfección, cap. 21, 2, en Obras Completas, Madrid, BAC., 1974, 237 a.
[21] Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, n. 7, 80.
[22] Cfr. Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, vol. II, Pamplona, Eunsa, 1995, 182-187.
[23] Correas, G., op. cit., 817.
[24] De ese cariz son todas las verdades de la lógica. Por ejemplo: si A es mayor que B, y B mayor que C; entonces A es mayor que C, y ello independientemente de qué sean realmente A, B o C, o qué signifique “mayor”.
[25] La tesis de la hermenéutica es contradictoria, porque si todo es interpretable, también esa tesis lo será; es decir, no tendrá una validez -un valor de verdad- absoluto.
[26] Si bien se mira, el pragmatismo oculta en su seno un velado materialismo. En efecto, si se acepta que el pensar es fruto de las acciones transitivas lingüísticas, habrá que buscarle al pensamiento una base fisiológica en el cerebro, unas zonas de asociación de redes o interconexiones neuronales y, de algún modo, habrá que identificar “las ideas” con las neuronas o sus sinapsis. Derivado de ello, el hombre deberá ser explicado fundamentalmente por su corporeidad, en especial, por el sistema nervioso.
Con todo, no se olvide que el materialismo es siempre la posición teórica más débil y, por tanto, la que menos permite explicar la realidad, incluso la material y, por tanto, el cerebro, el lenguaje, etc. Por eso no es extraño que esta corriente de pensamiento acabe reconociendo que respecto de tantas cosas, incluso orgánicas, “no sabemos”. En rigor, lo que suele suceder –según dicen otros- es que se sabe poca filosofía.
[27] Correas, G., op. cit., 455.
[28] Por ejemplo, los evangelios narran pocas cosas que Cristo dijo, pero son muy profundas. Es más, relatan muchos de sus silencios, tan elocuentes como sus palabras.
[29] “Vir sapit qui pauca loquitur” (Varón sabio es el que poco habla), Schakespeare, W., Trabajos de amor perdidos, en Obras Completas, vol. I, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 166.
[30] Se cuenta que una vez un filósofo asistió a la conferencia de un pensador analítico de tendencia pragmatista. Al terminar la ponencia el filósofo se acercó al conferenciante y le dijo: “¿Quiere usted hacer filosofía en vez de análisis del lenguaje? Pues entonces, estudie usted la metáfora”. Curiosamente el analítico siguió el consejo, y al cabo del tiempo, sorprendido por la capacidad significativa de las palabras metafóricas se volvió gran defensor de la literatura, “devoraba” las novelas y demás ensayos hasta el punto de defender incluso la tesis de que toda filosofía se resuelve en literatura; es más, que la literatura es más expresiva que la filosofía misma.
Pasaron los años y aquel filósofo volvió a asistir a una conferencia del ensayista literato, al término de la cual el primero volvió a preguntar al segundo: “¿Quiere usted ahora pasar a ser filósofo en vez de literato? Pues entonces, explique el modo de significar de la metáfora?”. No menos curiosamente el literato siguió de nuevo el consejo y se dio cuenta de que la metáfora no se puede explicar metafóricamente sino filosóficamente y cayó en la cuenta, por fin (más vale tarde que nunca), de que la filosofía no se reduce a la literatura, así como tampoco ésta al mero análisis pragmático del lenguaje.
[31] Benavente, J., Los intereses creados, Barcelona, Orbis, 1982, 66.
[32] “Mientras uno calla, aprende de los que hablan”, Correas, G., op. cit., 524.
[33] “Hablando, los sabios engendran otros, y por la conversación se conduce al ánimo la sabiduría dulcemente… De suerte que es la noble conversación hija del discurso, madre del saber, desahogo del alma, comercio de los coraçones, vínculo de la amistad, pasto del contento y ocupación de personas”, Gracián, B., op. cit., 69.
[34] Salmo, cap. 119, vs. 2.
[35] Correas, G., op. cit., 501.
[36] El lenguaje viene a ser algo así como el complemento voluntario o el relevo que la voluntad hace de la inteligencia. Cfr. Polo, L., “Ser y comunicación”, en Filosofía de la comunicación, Pamplona, Eunsa, 1986, 71.
[37] Prescindiendo ahora del contenido de los programas, suele decirse que el mucho uso de la TV atonta. Con todo, hay que matizar que atonta al que es o puede ser listo. En cambio, al que es bastante tonto hay que dejarle ver un poco más TV, porque al menos algo aprenderá.
[38] La mayor parte de sus libros son transcripción escrita por parte de sus alumnos de grabaciones orales de cursos, clases, etc.
[39] Por ejemplo, si en una película se presenta en una primera escena a una alumna universitaria que habla mucho en clase con sus compañeras, se pasea mucho por el campus charlando con sus admiradores, etc., y a continuación se presenta otra escena en la que se la ve triste, otro otoño en la misma aula, con gente desconocida, etc., se capta en seguida que ha deprobado y que repite curso, sin tener que mostrar los regaños de los padres, los suspensos de cada uno de los profesores, etc.
Con otro ejemplo: si en una primera escena se presenta a una chica vestida con traje de boda, toda alegre al lado de su novio, y a la siguiente escena se la ve sola demacrada, despeinada, desfavorecida, no hace falta ser un lince para percatarse de que el matrimonio ha fracasado, y ello sin tener que narrar cada uno de los episodios que han llevado a ese fatídico desenlace.
[40] Cfr. De Ercilla, A., La Araucana. Madrid, Cátedra, 1993.
[41] El uso de esas “muletillas” que rayan la ordinariez ejemplifican la degradación lingüísitica: “tío/a”, “colega”, “mogollón”, “currelo”, “chapar”, “movida”, y un largo etc., que abarca palabras rastreras y obscenas.
[42] La perdida de respetos humanos a la hora de practicar públicamente la religión que se profesa, con los signos que se realizan, puede dar muestra de ello.
[43] Por ejemplo, ciertos spots publicitarios intentan convertir lo más bajo -el sexo, la fuerza bruta, etc.-, en lo más fuerte, lo pujante, lo que se valora, etc., con fines economicistas: vender coches, lavadoras, etc.
[44] “Desde el punto de vista del conocimiento, la persona es además respecto de cualquier operación del pensar. En el caso de la voluntad también. La persona es además porque la constitución de cualquier acto voluntario no la agota; no hay ningún acto voluntario que sea la realización completa de la persona”, Polo, L., La voluntad y sus actos, Curso de Doctorado, Pamplona, 1994, pro manuscripto, 179.
[45] Cfr. Polo, L., Quien es el hombre, Madrid, Rialp, 1992; Presente y futuro del hombre, Madrid, Rialp, 1993; Buber, Yo y Tu, Tercera parte: El Tú eterno, Buenos Aires, Galatea, 1985. Zubiri, X., Naturaleza, Historia, Dios, Madrid, Ed. Nacional, 1958, 4ª ed., 320; Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Ed. Norma, Colombia, 1995, 59; Evangelium Vitae, 39.
[46] “El nombre personal no puede ser convencional (…). La persona está por encima del lenguaje (…). Las ventajas de lo convencional sobre lo natural son evidentes, pero sus desventajas respecto de la persona también deben serlo (…). De esa manera localizamos el lenguaje humano (…). Cada uno de nosotros tiene un nombre y quien lo sabe es Dios”, Polo, L., Antropología Trascendental, pro manuscripto, Curso de Doctorado, Universidad de La Sabana, 1990.
[47] Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, nº 277, 107.
[48] Teresa de Lisieux, Historia de un alma, Burgos, Monte Carmelo, 1978, 104. La alusión de la piedrecita blanca pertenece al Apocalipsis, y el texto dice así: “Al vencedor le daré el maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe”, cap. 2, vs. 17. Cfr. sobre la búsqueda del nombre personal: García Morato, J.R., Creados por amor, elegidos para amar, Pamplona, Eunsa, 2005.
[49] Por ello, quien mata a un ser humano en cualquiera de sus fases (aborto, homicidio, etc.) o lo desprecia, se niega a conocer la remitencia que esa persona dice a Dios. Por eso, quién así actúa se vuelve un ateo en potencia.
[50] En teología este tema se suele exponer diciendo que el Padre es la paternidad; que el Hijo es la filiación, etc. En este sentido, si una persona divina es pura remitencia personal respecto de otra persona divina, se comprende la verdad de ese mensaje revelado de Cristo cuando dijo: “el que me ha visto a Mi ha visto al Padre”, Jn,. XIV, 9.
[51] En este sentido se podría decir que la distinción real entre Dios y la Virgen es mayor que la que media entre él y los demás santos, porque María es acto de ser más elevado que los demás. ¿Con quién se dualiza Cristo? No se puede decir que Cristo se dualice con el Padre o con el Espíritu Santo, porque con ellos, en rigor se “trializa”. Es más propio decir que la dualidad inmediatamente inferior a Cristo es Santa María.