ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES (J. F. Sellés)

10. Persona y sociedad

En este Tema se debe dar razón de que el hombre es un ser social (animal político), pero no sólo “por naturaleza“, como de ordinario se afirma, sino, sobre todo, “por esencia“. Por su acto de ser es -como veremos- mucho más: es coexistencial.

La sociedad es segunda respecto de la ética, pues el único vínculo posible de unión social -como en este Tema se intentará fundamentar- es la ética. Ésta es la base de la sociedad. Además, antes de cualquier manifestación social externa en las actuaciones humanas ya se han dado internamente en la esencia humana unos actos inmanentes (ética, por tanto), que son los que después rigen el actuar (bueno o malo) del hombre.

  1. La sociedad como manifestación personal

Unos parecen más sociables, otros menos. Y ello hasta el punto de que se haya dicho que “somos dos razas distintas sobre la tierra. Los que necesitan de los demás, a quienes los demás distraen, entretienen, descansan, y a los que la soledad abruma, agota, anonada, como la ascensión de un terrible glaciar o la travesía del desierto; y aquellos a quienes, por el contrario, los demás cansan, aburren, fastidian, en tanto que el aislamiento les calma, sirve de cura, de reposo a la independencia y la fantasía de sus pensamientos. En suma, se trata de un fenómeno psicológico normal. Unos están dotados para vivir hacia fuera, otros para vivir hacia adentro”[1]. Con todo, sin llegar a estas posiciones dialécticas, todo hombre posee intimidad así como dispone de cierta sociabilidad. De lo que se trata es de compatibilizar ambas.

La persona no es individuo sino coexistencia. Tal co-existencia no se da a nivel de la naturaleza o esencia humanas, sino a nivel personal, íntimo. Por dentro, si una persona no fuera abierta a otras no sería persona. Una persona sin apertura personal no puede existir. La apertura personal de cada quién equivale al ser que la persona humana es, de donde brotan las manifestaciones sociales, las cuales sí son del ámbito de la esencia humana. A ese nivel, de manifestación, el hombre tampoco es individuo, sino social. Lo social en el hombre es, pues, más que lo individual. Cuando la persona se manifiesta a través de su esencia no lo hace, por tanto, individualmente, sino socialmente. No podía ser de otro modo si en su intimidad el hombre es coexistencia. Por ello, la clave respecto de la corporeidad humana es educarla de acuerdo con lo social humano, no subordinar lo social a las exigencias de su corporeidad (ej. no debe hablar como se le ocurra, sino que debe aprender el uso social del idioma vigente; no debe comer como se le antoje, sino de modo que esa actividad sea aceptada socialmente). Lo social, a su vez, debe ser ético, que no es otra cosa que la unión ajustada de lo común humano con la intimidad personal de cada quién.

Lo social pertenece a la esencia humana, es superior a la naturaleza humana e inferior a la persona. Es, pues, intermedia entre ellas, como la ética. A través del tema, tradicionalmente llamado de la intersubjetividad, se puede conducir al lector hacia ese radical humano que es la coexistencia, el coexistircon[2] (del que se tratará directamente en el Tema 13). La co-existencia es un rasgo del núcleo personal que indudablemente es susceptible de manifestación a nivel de la esencia humana. La coexistenciacon es la vinculación real de ámbito personal que cada persona mantiene con cada persona distinta, no con la especie, sino con cada quién, para aceptar y para darse. No se trata sólo de mantener un diálogo con los otros, sino de que el hombre es dialógico. No se trata sólo de que “el hombre es un ser social por naturaleza”, como afirmaron los pensadores antiguos, ni de que “pertenece a su esencia vivir en sociedad”, como afirman los modernos, sino algo más profundo, a saber, que su ser es sercon, o coser, coexistir. Persona no significa aislamiento, sino más bien -como mínimo- copersona; como existir personal no significa segregarse, sino coexistir. Por su parte, libertad personal tampoco significa indeterminación, sino apertura personal; conocer personal no significa limitar, determinar u objetivar, sino búsqueda personal; y amar personal, en fin, tampoco significa desear, sino aceptación y entrega personales.

Descubrieron los medievales que el ser es abierto, que la verdad es esplendorosa, y que el bien es difusivo. Es manifiesto que esas perfecciones puras (trascendentales) no están cerradas, sino que indican apertura. Como la persona es un ser especialmente intensificado, sus perfecciones puras deben ser todavía más abiertas: “la profundización en la persona nos hace ver que el ser es comunicativo a su vez, o que se abre a la verdad y al bien”[3]. Si la persona no es unipersona, sino copersonal, la sociedad es, pues, una manifestación externa del carácter interior de la persona. No es, por tanto, un invento, un artificio, como postularon Hobbes o Rousseau. La sociedad depende de la persona, y como ésta es libertad, la consistencia de la sociedad no estará asegurada, porque su cohesión no podrá ser sino libre. En efecto, el comportamiento de la persona puede no ser ético, y entonces, en su obrar, no sólo se perjudica uno a sí mismo, sino también al orden social. Si la sociedad depende de la persona, considerar lo social como sustantivo, doblegando las personas a la sociedad, como postularon Hegel, Marx, los colectivismos y totalitarismos políticos, y en menor medida la presunta “voluntad general” de Rousseau, que tan presente estuvo, por cierto, en Kant, es sencillamente erróneo.

La sociedad es el encauzarse según tipos la manifestación indefectible, y sujeta a alternativas, de la convivencia humana en cuanto que humana[4]. Explicitemos las partes de esta definición. a) La sociedad se encauza “según tipos”. Las afinidades entre unos caracteres y otros configuran los tipos humanos de que habla la psicología. Hay diversos tipos dentro de lo humano[5]. Sin embargo, ninguna persona está determinada por su modo de ser, por su tipología. b) La sociedad es manifestación indefectible. “Manifestación” indica que la sociedad no es del ámbito de la intimidad personal, sino de la exteriorización humana; “indefectible” señala que no puede faltar, es decir, que es previa a cualquier otra manifestación humana (lenguaje, trabajo, etc.), o sea, que “lo indefectible de la sociedad le confiere precedencia respecto de cualquier aspecto práctico (manifiesto) de la vida”[6]. c) “Sujeta a alternativas” indica que si lo social es manifestación de la libertad personal, lo perteneciente al ámbito de lo social no es de carácter necesario sino libre y, por tanto, abierto según alternativas[7]. Como éstas pueden ser mejores o peores, buenas o malas, es claro que la manifestación social está subordinada a la ética. Por eso convenía explicar la sociedad después de la ética (Capítulo 9). d) “De la convivencia humana en cuanto que humana” expresa que el carácter de social es atribuible a cualquier acción humana, es decir, que ninguna acción humana (tenga o no intención social) es previa a la sociedad. Por lo dicho, se ve que es pertinente abordar primero este tema que el del lenguaje (Capítulo 11), el trabajo, descanso, cultura, técnica, economía, etc. (Capítulo 12).

  1. Familia, sociedad y Estado

Lo social no es fruto de “pacto” artificial ninguno, sino de manifestar a través de la naturaleza y esencia humanas la índole coexistencial que cada persona es. La sociedad es previa a cualquier acción práctica humana. Por eso no puede ser fruto de una acción contractual. También por ello, la ética no es ningún invento social, porque es previa y condición de posibilidad de todo invento. Cuando éste aparece, ya es mejor o peor, es decir, encauza más o menos el ser de la persona humana en las manifestaciones externas, y eso, evidentemente, es ético.

Una buena manifestación del ser abierto de la persona humana lo encontramos en la familia humana. El vínculo de una familia es (como veíamos en el Capítulo 8), el amor personal. Como vimos, y como se verá más detenidamente más adelante, son características nucleares del amor estas tres facetas: dar, aceptar y don. Ninguna de ellas cabe sin las demás. Un dar personal, un darse, no es comprensible sin un aceptar personal, sin alguien que acepte como quien es a la persona que se ofrece. A su vez, quien acepta personalmente a una persona se da a esa persona como quien es. La persona es dar y aceptar. Con todo, una donación y una aceptación personales son incomprensibles sin un don. Quien no da nada, nada ama. Lo más grande que se puede dar es una nueva persona. Como también se vio, de eso el hombre no es capaz sin el concurso divino. Lo segundo en grandeza que el hombre puede ofrecer por los demás, y de esto sí que es capaz, es la propia vida.

Como también se dijo, el don por antonomasia que excede el mutuo dar y aceptar personales paternos es la persona del hijo. Los padres se dan y se aceptan en función de aceptar la persona del hijo que Dios les ofrezca. A su vez, el hijo, como persona que es, acepta la paternidad de sus padres, y se ofrece a ellos. El hijo sólo es viable naturalmente si hay ofrecimiento y aceptación entre padre y madre. Por eso no cualquier institución social es una familia, sino la entrega personal entre varón y mujer que tiene como fin el don, la persona del hijo. El matrimonio es el acompañamiento de dos personas como personas (núcleo personal o corazón humano) que ponen su naturaleza (de distinto sexo) a disposición de aceptar personal y naturalmente a una nueva persona. Un matrimonio que se cerrase de entrada y premeditadamente al carácter donal del hijo no sería tal, pues carecería de amor personal. Podría ser, desde luego, “amor natural” más o menos racionalmente ilustrado, pero de ningún modo personal.

El matrimonio está en función del hijo. Es decir, el matrimonio no es un fin en sí, sino que su fin es la nueva persona del hijo. De modo que no es lo mismo matrimonio que familia. El fin del matrimonio es la familia. Por su parte la familia no tiene ningún fin fuera de sí. Ello indica que ningún bien es superior a la familia. ¿Acaso la persona no es superior a la familia? Ninguna persona es superior a la familia, sencillamente porque toda persona es familia, y al margen de ella ni es ni se comprende. A su vez, ninguna familia es superior a la persona, porque no cabe familia sin persona.

La familia es el fundamento de la sociedad. La sociedad es la relación activa, comunicativa, entre las personas[8]. La familia es el origen de la sociedad, pues la procreación protagoniza no sólo el incremento familiar sino también el social. Suele decirse que la familia es la “célula básica de la sociedad”. “Fundamento”, “célula”, etc., son, no obstante, términos que indican cierta necesidad. Pero la familia, y correlativamente la sociedad, no se entienden según los esquemas de la necesidad, sino -como se adelantó- de la libertad. Uno, como persona, es familia libremente, no necesariamente, porque la persona es libre, no necesitante. Por su parte, a nivel de naturaleza humana se necesita de familia, es decir, se ve a ese nivel que la familia es necesaria para el desarrollo de ella (afectos, sentidos internos, inteligencia, voluntad…). Pero por encima de esa necesidad biopsíquica la convivencia familiar tiene más parámetros libres que necesitantes.

A su vez, la sociedad parece un requisito necesario para satisfacer las necesidades básicas (alimentación, abrigo, vivienda, medicamentos, etc…), pero, en rigor, tiene más elementos libres que necesarios (variedad culinaria, de ropas, casas, medicinas…). Ahora bien, la libertad es mejor que la necesidad. Se puede intentar conformar una sociedad basada en la satisfacción de las necesidades básicas para la subsistencia, aunque es evidente que una sociedad de vínculos libres, que no se limite a cubrir las necesidades mínimas, es superior, por más vivible, amable, humana. La persona es libre y la sociedad también lo es, porque es una manifestación externa de la intimidad personal. Se trata, sin embargo, de dos órdenes de libertad distintos, con vínculos libres asimismo distintos.

El vínculo de unión natural en la familia es el amor personal aceptado y dado gratuitamente. No obstante, éste no vincula a la sociedad civil. En la familia se quiere, se valora, se ama, a cada quién por ser quien es, por su ser; no por su fama, por lo que tiene, hace, por cómo es, etc., asunto que valora la sociedad. También la ayuda mutua -en rigor, educación– en la familia es más profunda que la solidaridad social. A esta última, tanto a la aportación responsable de cada uno a la sociedad, como a la oposición legítima en pro del bien común, le falta el amor a cada quién por ser quien es.

En la familia la amistad relega a segundo plano la justicia, base de lo social. La clave de la justicia está más en el dar, es decir, en los actos de la voluntad, que en lo dado, las cosas dadas. Con todo, la amistad es más que la mera justicia. La amistad vincula la familia, no la justicia. La justicia se suele describir como “dar a cada uno lo suyo”, no como aceptarse y como darse. El “se” implica a la persona más que a sus acciones y obras. Si de ello se trata: amor personal y, consecuentemente, familia. Por eso, reseñaba la filosofía medieval que la culminación de la justicia es la caridad. De otro modo: la sociedad es para la familia, no a la inversa. En la familia no se trata sólo de “dar a cada uno lo suyo”, sino de aceptarse y darse enteramente, de aceptar y dar a una persona distinta según su ser entero. Eso es amor, y la familia humana es el primer lugar natural en el que ese ser amante de la persona humana se manifiesta. En la medida en que el hombre es familiar es social, pues la base de la sociedad es la familia. Por eso, el que no es fiel a su familia no puede ser fiel a la sociedad, porque la primera fidelidad es la base de la segunda. Cualquier agresión a la sociedad ha pasado antes por un ataque familiar.

Derivadamente, la lealtad a las cosas de la sociedad (bienes de infraestructura, culturales, etc.) es segunda respecto de la lealtad a las cosas de la familia (cuidado de la casa, del patrimonio, herencias, etc.). La infidelidad a la familia admite diversas variantes: infidelidad matrimonial; irresponsabilidad como padre o madre en la crianza y educación de los hijos; falta de respeto filial por parte de los hijos, etc. Sin fidelidad familiar no cabe fidelidad social. Y sin lealtad a lo familiar no cabe lealtad a lo social. La infidelidad es mucho más grave que la deslealtad, porque el hombre no se reduce a cuidarse de las cosas intramundanas[9], ni puede quedar absorbido por ellas, ya que la intimidad humana no coincide con la manifestación, no se reduce a ella.

Si la familia es base de la sociedad, también lo es respecto del Estado. Sin embargo, varios ataques a la familia son amparados e incluso favorecidos por diversas legislaciones nacionales de diversos países. Tal vez el más notorio sea el referido a la visión que algunos sectores políticos o ciertas legislaciones de diversos Estados tienen recientemente del concepto familia, a saber, como mera reunión de personas (con el agravante que admiten que éstas pueden ser del mismo o de diverso sexo abiertas a la unión sexual). Para salir al paso de esas ambigüedades en torno al concepto de familia, conviene no perder de vista que el vínculo familiar es el amor personal. Amar es dar personal, pero no cabe dar sin aceptar, decíamos. A su vez, no caben dar y aceptar sin don. El don por excelencia es el hijo. Por tanto, sólo la donación y aceptación a la nueva vida personal, al hijo, a su origen, y a su protección naturales, configura a una familia humana como tal[10].

Si la aceptación de la vida es nota distintiva de la familia natural, sólo cabe entender por familia la unión amorosa (personal, por tanto, no instrumental, técnica, etc.) entre dos personas de diverso sexo abiertas naturalmente a la vida. Esto es, sólo constituye una familia lo que la hace amorosa y personalmente posible, es decir, el matrimonio estable de un hombre y una mujer (como de hecho a nivel jurídico han reconocido los más célebres acuerdos internacionales), abiertos de modo natural al hijo. Dado que la transmisión natural de la vida vinculada al amor personal no varía, no se debe suplantar el modelo de familia, como unión de por vida de dos personas de diverso sexo, por otros “modelos de familia”; y debe tenerse en cuenta que la denominación clásica de “familia” es inapropiada para describir otras uniones, puesto que no cualquier asociación forma una familia.

  1. Los vínculos sociales insuficientes

El vínculo de cohesión de la familia es -conviene insistir- el amor personal. El de la sociedad no puede ser el amor puesto que, como es obvio, no podemos amar personalmente a todos los miembros de nuestra ciudad o sociedad, ya que ni siquiera los conocemos. El sentimiento filantrópico de “fraternidad universal” responde a una imaginación quimérica y a un consecuente deseo vano. Uno debe estar dispuesto a amar a todos los hombres que se crucen en su camino y que pueda conocer, más aún, debe estar dispuesto a “amar apasionadamente al mundo”[11], pero es evidente que no puede amar personal y actualmente a todos los hombres ni a todas las realidades intramundanas, puesto que de muchos hombres y realidades ignora incluso su existencia.

Lo que precede indica que el vínculo de la sociedad no puede ser el amor, que está a nivel de acto de ser, sino algo que está a nivel de manifestación, esto es, de esencia humana perfeccionada[12]. Lo propio de la manifestación humana es el tener o disponer. No obstante, hay diversos grados -como se ha visto- de posesión: cosas naturales, artificiales o culturales, el consumo, el dinero, la administración, el lenguaje, las ideas, la ética… ¿Cuál de ellas es el vínculo social más cohesivo? Examinemos las diversas propuestas recientes de manera pormenorizada.

a) No puede ser el vínculo de cohesión social la posesión de realidades naturales, porque podemos usarlas bien o mal. Si las usamos mal, tras poseerlas nos perjudicamos a nosotros mismos y a los demás. En efecto, estar volcados sobre realidades materiales nos priva de control sobre nuestros actos, y es evidente que con ese modo de actuar la sociedad que surge es desorganizada.

b) Tampoco vincula suficientemente lo social la posesión de bienes culturales, porque éstos no son necesarios, sino que ofrecen diversas alternativas, y éstas pueden ser buenas o malas, mejores o peores. Si son buenas facilitan la manifestación personal e intensifican la unión de las interrelaciones personales. Si malas, lo contrario.

c) El consumo de los bienes naturales y culturales, por su parte, tampoco vincula lo societario mal que le pese al capitalismo, porque el consumo sólo mira al presente, al goce momentáneo, y es claro que sin proyecto común de futuro la sociedad se disuelve.

d) Asimismo, no une con suficiencia lo social el dinero porque hay dimensiones de lo social no reductibles a economía[13], y porque éste se puede usar bien o mal (ej. construyendo las torres gemelas de New York o destruyéndolas).

e) No es tampoco suficiente eslabón de engarce social -pese a su importancia- la educación primaria, secundaria, universitaria, etc. No cabe aprendizaje sin sociedad, pero el aprendizaje puede ser erróneo, y es manifiesto que el error ciega las inteligencias y divide las voluntades. Si educamos bien, es decir, según verdad, la sociedad podrá ser (si libremente es aceptada esa educación), más armónica, concorde, inteligente y pacífica. Si educamos mal, esto es, según preferencias voluntarias, cederemos al subjetivismo, y éste, por definición, es asocietario.

f) Tampoco aúna con suficiencia lo social el lenguaje, puesto que se puede usar bien del lenguaje, pero también se puede usar mal, es decir, mentir, y la mentira no aúna sino que disgrega. Es obvio que sin lenguaje no cabe sociedad, y que éste se puede emplear con riqueza o con pobreza, es decir, según veracidad o según verdades a medias, esto es, según mentira. Con todo, conviene no olvidar en la práctica que “la verdad finalmente prevalece, y la mentira con su autor perece”[14]. La falta de adhesión a la verdad a veces se disfraza de “tolerancia”, que tal como se viene a entender llega a ser la mayor intolerancia: la de impedir que la verdad resplandezca. Conviene pues, tener buenas “entendederas” y buenas “explicaderas”, pero siempre que éstas queden referidas a la verdad, porque buenas palabras y actitudes que no buscan en directo la verdad son hipocresía.

g) Tampoco congregan suficientemente lo social -es notorio- las ideas, ni siquiera la de progreso que mira al futuro. Las ideas pueden ser verdaderas, pero también erróneas, o si se prefiere, buenas o malas. No cualquiera de ellas aúna, ya que el error escinde. El error es un defecto de la inteligencia. Como esta potencia humana, con ser alta, es inferior a la persona humana, escinden mucho más los “errores personales” que los “racionales”; por ejemplo: la soberbia, la envidia, etc.

h) No es vínculo suficiente de la sociedad la administración, porque administrar es segundo respecto de aportar, y aportar es segundo respecto de aceptar. Si no se acepta, no se aporta. Si nada se aporta nada se administra. Más aún, una vez aportado, se puede administrar bien o mal. Si mal: caos social.

i) Tampoco las instituciones intermedias son el vínculo social fundamental. Es verdad que sin éstas no hay modo de canalizar las relaciones interpersonales, pero si están mal montadas son un impedimento para que lo interpersonal se manifieste, es decir, para que se adquieran virtudes sociales.

j) No es vínculo fundamental cohesivo de la sociedad el gobierno en cualquiera de sus formas posibles (incluida la democracia), pues hay dimensiones sociales que el gobierno no toca. La sociedad es más amplia que el gobierno, y además, se puede gobernar bien o mal. Si bien, se promueve el diálogo e interactuación humanos; si mal, la fragmentación social. La política, tal como se vive en la actualidad, es lucha por el poder y reparto del mismo. Que ese tipo de actividad no vincula, sino que divide cada vez más a la sociedad, se comprueba facilmente atendiendo a cualquier informativo o a las encuestas sociales.

k) La información, en su progresiva acumulación -a la que hoy se tiende- tampoco es el cohesionante social en su justa medida. En efecto, la información adquirida puede ser buena o mala, y dentro de esta segunda especie la mayor parte de las veces no pasar de superficial. Por eso, la mejor actitud frente a lo que se ofrece por internet, por ejemplo, es la extremada selección de la información para quedarse con lo mejor, que -dicho sea de paso- no tiene por qué coincidir con ser lo más buscado o citado por la gente.

l) Tampoco el poder, la fama, los conflictos, etc., son capaces de engarzar suficientemente lo social. El poder no, porque éste puede ser político o despótico, y sólo el primero aúna, porque está bien La fama (en el sentido de ser muy conocido) no es suficiente, porque se puede ser famoso siendo un frívolo, y es evidente que ningún frívolo aúna, sino que disuelve cualquier círculo de amigos. Obviamente, tampoco los conflictos, las revoluciones sociales, las luchas dialécticas, las guerras, compactan la sociedad, sino que la disgregan, la separan, la distorsionan y la disuelven. A la sociedad mejor, por tanto, no se llega -como postuló el marxismo– por la “lucha de clases”, porque ésta destruye la sociedad.

m) La ciencia y la técnica tampoco cohesionan necesariamente lo social, pues éstas pueden ser bien o mal usadas, y sólo lo primero trabaja en orden a esa unión. Más ciencia y técnica que en nuestros días no ha existido en el pasado, pero junto a una tendencia a la globalización en las costumbres, en muchas zonas existe una clara propensión a la escisión: nacionalismos, regionalismos, provincialismos, localismos, etc.

n) Ni siquiera la igualdad ante la ley, (gran conquista de Estados Unidos tras su independencia, luego proclamada en la Revolución Francesa y exportada a las grandes potencias occidentales) es susceptible de unir a los hombres entre sí, porque ni en los países occidentales ni en los que están muy marcadas las diferencias de clases está garantizada la armonía social.

Estas son algunas de las propuestas recientes de cohesión social. Como se puede apreciar, teorías sociales ha habido últimamente tantas como letras en el abecedario, pero ninguna de ellas es suficiente para aunar la sociedad. ¿Acaso no se puede?

  1. El vínculo de la sociedad

El único vínculo posible de la sociedad es la ética[15]. Al hablar del poseer práctico, del lenguaje, de las instituciones, etc., se ha añadido el calificativo de bueno o malo. El bien y el mal, como se estudió, son objetivos, no subjetivos o relativos al sujeto. Lo bueno es objeto de la ética, aunque no considerado estáticamente, sino en su incremento, pues la mejoría social es paralela al incremento del bien común. No sólo cada quién sino la sociedad es susceptible de mejorar o empeorar. La prosperidad social no es algo a lo que estemos necesariamente abocados, pues las decadencias, crisis, guerras, etc., también surcan la historia humana, en especial la contemporánea y reciente[16]. Pues bien, si el único vínculo de cohesión social es la ética, el mayor enemigo de la sociedad no es la carencia de dinero, de administración, de cultura, de información, de materias primas, etc., sino el relativismo ético, lamentablemente en exceso extendido[17].

Con todo, no toda concepción de la ética es ética. Por eso conviene ser cautos ante el uso de esta palabra tan manipulada. En efecto, no pocos políticos usan profusamente de éste término en sus discursos, pero las medidas de gobierno por ellos adoptadas distan mucho de adecuarse a la naturaleza y esencia humanas. La falta de fundamentación de esas supuestas “éticas” se ratitica por sus frutos: corrupción, manipulación, falta de trasparencia, disgregación social, problemas graves surgidos por efectos secundarios de esas normativas, incapacidad de resolverlos, gobiernos débiles, individualismo, masificación, etc.

La interdependencia humana es necesaria, no sólo con vistas al aporte de productos que hagan posible la subsistencia humana (alimentos, ropa, medicinas, etc.), sino -y principalmente- en orden a la mejora de los hombres como tales, es decir, según virtud. Tal mejoría es ética. En este sentido la sociedad es el medio o la condición sine qua non de la mejoría esencial humana. Si la sociedad es medio, lo peculiar de un medio es que se use de él. Sin embargo, no está garantizado que el uso dispositivo del medio sea correcto. Lo será si no ocluye el ámbito manifestativo, es decir, si se usa rectamente, con ética. Lo que es medio es la sociedad, que es del ámbito de la manifestación, no la persona humana, de quien nace la manifestación, que es el fin de la sociedad. El individualismo y el colectivismo ignoran u olvidan el origen personal de la sociedad.

El hombre puede mejorar o empeorar en su trato con el mundo, con los productos culturales, etc. (como se destacó en la Lección precedente), pero cuando más mejora o empeora es con el trato con los demás[18]. Más aún, el trato con cosas ya es de entrada social, porque su fin es que mejore el trato entre personas. A su vez, la mejoría social no es fin en sí, sino que es el medio que facilita o impide que cada persona se abra a su elevación por Dios. Esto es una indicación de que no es la persona para la sociedad sino al revés. La sociedad es posible porque la persona acoge y aporta. La persona no es sólo el origen de la sociedad, sino también su fin. ¿Para qué la sociedad? Se abren ámbitos en lo social para que la intimidad personal se manifieste y no choque con impedimentos.

El corazón de la ética es la amistad. La amistad es superior, decíamos, a la justicia, si bien nace de una intensificación de aquélla. Sin justicia no cabe amistad. La justicia es un fortalecimiento en nuestra tendencia comunicativa hacia los demás. Esa tendencia es también una tensión entre dos polos, uno referido al pasado y otro al futuro. El que se refiere al pasado, a nuestro origen como personas se refuerza con la virtud de la piedad[19]. El desarraigo es desagradecimiento respecto del origen, en rigor, falta de filiación, pérdida del sentido de la vida y consecuente pesimismo. La tendencia humana que mira hacia el futuro, a nuestro destino, se refuerza con la virtud del honor[20]. La sociedad tampoco puede prescindir de la valoración, siempre que ésta sea ética. El aprecio por cada persona en la sociedad civil se llama honor. Éste no se reduce a la fama, pues en ésta la ética puede estar ausente. Aunque el honor culmina en el último fin[21], sin embargo, no es tan fuerte o unitivo como el amor familiar.

Una sociedad a la que no se le admita fin último, sino sólo fines momentáneos, pasarlo bien, no pelearse, etc., pierde sentido, porque ¿aúnan suficientemente esos fines intermedios? Es evidente que no. Entonces, ¿para qué una sociedad aunada a medias? De ello cabe deducir que una sociedad no abierta al último fin es disolvente. En suma, ¿cómo puede estar suficientemente unida una sociedad sin Dios? La secularización de los Estados es disgregadora. A Dios se abre la ética con las virtudes de la piedad y del honor; también con la amistad. Por ello, el olvido de Dios en el ámbito social pasa por el olvido de las virtudes sociales. Y sin éstas la unión social es postiza y problemática. Como se ve, no se trata sólo de que un gobierno haya actuado mal porque no respete o vaya en contra del sentir de los “creyentes” de ese país, que incluso son mayoría en esa nación, sino de que fomentar una sociedad cerrada a Dios es llanamente antisocial.

Habermas, un relevante pensador del s. XX en el ámbito de la teoría social, aboga en sus escritos por lo que él denomina una “sociedad con diálogo libre de dominio”[22]. El diálogo se requiere para constituir la sociedad, porque no cabe amistad sin él[23]. De manera que un “diálogo” que no busque la amistad no es tal, sino una técnica lingüística al margen de la verdad. En efecto, aunque el diálogo posibilite la amistad, no conduce necesariamente a ella, porque cabe el llamado diálogo de sordos, es decir, el trato de personas que no quieren escuchar, porque no se preocupan por servir a los demás. Quien no sirve está en exceso pendiente de sí y de sus intereses, esto es, tiene un yo tal vez encumbrado en demasía. Repárese en que la sociedad ideal que este autor pretende instituir no es posible sin la virtud, especialmente la de la justicia, no la justicia expresada en códigos de leyes, sino la justicia como perfección intrínseca de la voluntad de cada hombre, es decir, como virtud, cuyo culmen -ya se ha adelantado- es la amistad. La justicia es compañera de viaje de la fortaleza (en rigor, de todas las demás virtudes), de modo que conviene dominar con fuerza las malas tendencias propias y ajenas a fin de que el bien común comparezca. Lo contrario sería el paraíso de los delincuentes[24].

Junto a la virtud de la justicia, son, pues, necesarias otras, la veracidad, por ejemplo, que el autor mencionado parece encapotar al sostener que un hombre no está obligado a decir la verdad cuando ésta vaya en contra de sus propios intereses. Sutilmente subordina, pues, la verdad al interés. Es bueno buscar la verdad, y eso tiene su modo[25], pero ¿es “libre de dominio” un diálogo en el que no se busca la verdad, o en el que ésta se subordina al interés personal? No parece posible, porque si la verdad se subordina al interés aparece con facilidad la doblez, el disimulo, el artificio, incluso la astucia; en una palabra, diversas formas de mentira, y ello para dejar al propio yo en su pedestal o para dominar, para subyugar al otro a los propios intereses. Si no se adquiere virtud, aparece inevitablemente el dominio, pues se tiende a hacer prevalecer lo propio por encima de lo ajeno. Sin la virtud, la sociedad que pretende Habermas es utópica, irrealizable, pues no se trata de una “utopía” esperanzada, como la que propuso Tomás Moro, pues éste no soslayó las virtudes, maxime las sociales.

No se olvide que la virtud no ha sido invitada en las diversas propuestas sociológicas del s XIX (Saint Simon, Comte, Spencer, Marx, -primera generación de sociólogos-), de las que forman el puente entre los s. XIX y XX (Simmel, Durkheim, Pareto, Weber -segunda generación de sociólogos-), y de las más representativas del s. XX (Parsons, Merton, Dahrendorf, Giddens, Donati, Norbert Elias, Niklas Luhmann, etc.). No podía ser de otro modo, teniendo en cuenta el gran influjo que en casi todos estos autores se percibe de Kant. Pero sin la virtud, la más elegante, apuesta, atractiva y  honesta dama, la fiesta es sosa, aburridísima, y como nadie quiere bailar con las feas y frívolas, ¿a quién atraen y arrastran esas ofertas sociológicas?, ¿quién las sigue hasta entregar su vida por ellas? En suma, y aunque no sea nuestra tarea, la fundamentación de la sociología parece estar todavía por llevarse a cabo.

Afortunadamente la sociedad no la configuran los sociólogos, estadistas, etc., ni tampoco los políticos, al menos tal como éstos se suelen desempeñar en la historia reciente, pues “cuando se llama sociedad a tales entes, que siempre tienen dos caras y ningún fondo, y cuando se profesa indiferencia por todo lo que puede perjudicar o favorecer al género humano, es como si nos hubiéramos perdido en un desierto y no pudiéramos salir de él”[26]. No se quiere decir con ello que todos los dirigentes de la historia reciente se hayan inspirado en Fouché como en su modelo de astucia política, aunque muchos de ellos algo parecen haber aprendido de él, al menos en el deseo de perpetuarse en el poder dando los giros y quiebros necesarios y aún innecesarios. Pero es claro que ese “sacerdote y profesor en 1790, que saqueó iglesias en 1792, y fue comunista en 1793, multimillonario cinco años después y Duque de Otranto algo más tarde”[27] no constituye precisamente un modelo de virtud.

  1. Conocerse y tratarse

Si bien el vínculo social es la ética, ésta es huérfana sin tener en cuenta a la persona. No podemos tratar bien (ética) a cada persona si no la conocemos como tal o cuál persona. ¿Cómo conocemos a los demás? En primera instancia conocemos algo de los demás por sus manifestaciones, especialmente a través de la comunicación mutua. Sin ésta no cabe convivencia. Al abrirnos a los demás notamos más afinidad de carácter con unos que con otros. Esas características conforman los tipos sociales[28]. Los caracteres humanos son distintos, complementarios, pero no contrarios. Por eso, cuando se habla de “incompatibilidad de caracteres” casi siempre abundan vicios y escasean virtudes.

La persona salta por encima de los diversos caracteres tipológicos. Y no sólo la persona, sino también la esencia humana. En efecto, los hábitos de la inteligencia y las virtudes de la voluntad (que forman parte de la esencia humana) destipifican, es decir, dotan al hombre de unas perfecciones superiores a las tipológicas, hasta tal punto de que a veces tales cualidades se enfrentan con el propio modo de ser tipológico y lo vencen. Así, un hombre que es, como suele decirse, un “uno”, es decir, que actúa con criterios propios, seguro, fuerte de carácter, etc., por medio del trato amistoso con los demás puede llegar a ser servicial, dócil, etc. De modo que se pueden entablar relaciones de amistad con personas que tienen un modo de ser muy distinto al propio.

Relacionarse añade algo respecto del mero estar junto a o coincidir. Es, en primer lugar aceptar a la persona que se tiene cerca, y en segundo lugar aportar, abrirse a ella, servirla como quién es (no servirse de ella para que nos haga las fotocopias…). Aunque en los países desarrollados predomina el sector de servicios sobre los demás (el industrial, y éste a su vez sobre agrícola, ganadero, pesquero, etc.), esto de “servir”, no parece que esté tan en alza actualmente, pues en la mayoría de los casos esos servicios son interesados, y no poco. Excepciones solidarias como las ONG, la ayuda ante catástrofes naturales, etc., las hay, pero de ordinario se suele oír el lamento de que “si buscas una mano dispuesta a ayudarte, la encontrarás al final de tu brazo”… También es verdad que ante quien rechaza el servicio la ayuda para él es inútil, aunque no lo sea para quien la ofrece.

Conocer a los demás por sus manifestaciones no implica que el conocimiento se agote en sus manifestaciones, pues algo se puede intuir de la persona que subyace a ellas. Este conocimiento es personal[29] y progresa en la medida en que uno se conoce más a sí mismo. La persona no es aislada sino copersona. En la medida en que uno se da cuenta de su propia realidad personal, de su personal apertura constitutiva, conoce más a los demás como personas abiertas. Pero no se trata de conocerlas en general, sino como tal o cuál apertura, como tal o cuál persona distinta.

Suele decirse del hombre que “el conocimiento de la propia identidad, la conciencia de uno mismo, sólo se alcanza mediante la intersubjetividad”[30]. Pero cabe matizar ese aserto por un doble motivo: a) gramaticalmente, porque la palabra “sujeto” indica fundamento, una especie de identidad consigo misma, pero ninguna persona humana es idéntica sino dual (no hay identidad humana sino sólo divina), y b) temáticamente en cuanto al “inter” cognoscitivo que media entre las personas, porque el conocimiento pleno del hombre no se alcanza con los demás hombres, sino sólo con la ayuda divina.

Si la persona es copersona, y si es susceptible de elevación como persona, seguramente algo tendrán que ver los demás en esa elevación[31]. La pregunta se puede formular de este modo: ¿por qué si cada persona humana es una novedad irrepetible, a cada uno le ha tocado convivir con unas personas determinadas y no con otras en tal o cual tiempo y lugar de su biografía? Es decir, ¿por qué tales padres, tales hijos, tales hermanos, amigos, vecinos, compañeros, colegas, etc., y no otros? Evidentemente eso no ha dependido de ninguna elección humana propia o ajena. La única contestación coherente consiste en apelar a la providencia divina.

En efecto, los que son de nuestra familia, aquellos con quienes convivimos, los que nos ha tocado tener al lado, etc., son aquéllos que tanto por su esencia como por su ser personal nos pueden ayudar más a nosotros. Y eso en dos órdenes: a) nos ayudan porque nos permiten hacer crecer nuestra esencia mediante hábitos y virtudes, y b) nos ayudan porque permiten que nos conozcamos mejor como la persona que somos y que, en consecuencia, nos destinemos mejor a Dios. Y en ambas facetas nos ayudan tanto con respuestas positivas, o más afines a nuestro modo de ser, como con dificultades o inconvenientes, que nos vienen bien para madurar[32]. En toda convivencia la clave pasa por descubrir “cómo” esas personan nos ayudan, pero seguramente ellas son las más convenientes para que tal persona distinta en tal situación irrepetible mejore no sólo en su esencia humana[33], sino también para que pueda ser elevada por Dios como tal persona y para ver mejor la mano de Dios detrás de ellos[34].

Si ese modo de convivir se realiza de cara a Dios, uno se ofrece más rápidamente y de mejor modo como tal persona para que Dios lo eleve. Como no hay dos personas iguales, tampoco habrá dos elevaciones iguales. Por eso, uno no debe pretender la elevación divina que uno desearía o esa que ha leído en una biografía de un gran hombre de Dios, sino buscar aquélla a la que Dios le llama, aunque esa no le guste del todo a uno, no la entienda, o aunque le cueste descubrirla. Si se consigue esa meta, la convivencia social que se alcanza a vivir se puede calificar de divina.

  1. El uso del lenguaje y la comunicación

Se pueden tratar bien a las personas si se conocen bien. La primera manifestación de trato es hablar, usar del lenguaje, pues “el silencio o falta de comunicación desata las amistades, y de amigos hace extraños”[35]. Con todo, hay modos y modos de hablar, y aún otros de gritar. En todos ellos si el lenguaje empleado no une, mejor dejar de hablar.

En el trato ordinario se emplea el lenguaje convencional. ¿Se debe usar el lenguaje convencional de cualquier manera? No, sino que el lenguaje hay que emplearlo según virtud: la veracidad. Lo contrario es destruir el lenguaje y, al hacerlo se están destruyendo las relaciones sociales humanas, propias de la esencia del hombre. De ese modo se acaba por no fiarse nadie de nadie, y el trabajo en común no rinde su eficacia[36].

Como se recordará, Sócrates, en su pugna con los sofistas, intentaba el engarce entre el lenguaje convencional y la verdad. ¿Para qué tanto hablar –diría– si la falsedad acompaña a las palabras? A los sofistas cuadraba bien, por tanto, esa sentencia satírica: “palabras sin verdad, paja sin grano”[37]. La mentira es la carcoma del lenguaje. Parásitos anejos a esta epidemia son la ambigüedad, la doblez, el disimulo, la jactancia, la ironía burlona, es decir, el reír contra, la astucia, el fraude, etc., lacras todas ellas que fomentan la disolución de las virtudes sociales y, consecuentemente, de la sociedad.

Una mentira absoluta sería la destrucción total del lenguaje. No sólo del lenguaje, sino del orden social entero. En efecto, dado que el lenguaje es la primera actividad práctica del hombre y punto de engarce de todas las demás, pues sin ella no es posible el trabajo, si se miente con el lenguaje se miente con las acciones y el bien común no comparece. La primera mentira humana es no hablar, en especial, si de lenguaje personal se trata. También a nivel convencional esa es primera, pues el hombre por naturaleza está hecho para trabajar, y no cabe trabajo sin lenguaje. Debe hablar, está llamado a dar de sí, a manifestar, y a darse a los demás, siempre que lo que hable esté transido de sentido personal y no sea pura charlatanería. La primera mentira práctica, es decir, manifestativa, estriba en emplear el lenguaje sin veracidad. La mentira en el trabajo, mentira también práctica deriva de la lingüística, y admite varias modalidades: una, no trabajar, que es la mentira ontológica humana, pues el hombre está hecho para ello. Otra, en trabajar mal, es decir, el amplio asunto de la chapuza.

El lenguaje convencional es el vínculo de interrelación entre los que hablan y los que escuchan. Si, según Aritóteles, la música es para quien la escucha, también el hablar es para quien presta atención. En efecto, se aprende mucho más escuchando que hablando. Al oír, según Tomás de Aquino, hay que prestar más atención a lo que se dice, que a quién lo dice. Sin embargo, ambos asuntos, no son incompatibles. Es más, a través de lo dicho debemos intentar descubrir el modo de ser de quien habla, pues éste es superior al lenguaje que él emplea, y eso es aprender más. Pero se puede no querer escuchar y también mentir. Si en una sociedad se miente, el diálogo no es interpersonal. En ese caso la comunicación humana se convierte en un asunto intraespecífico, es decir, propio de la especie, pero no propio de las personas. Ahora bien, como es la persona humana la que es capaz de dotar de perfección a lo que no la tiene, porque su riqueza personal es inagotable, en tal diálogo no se produce un mutuo y personal enriquecimiento. También la mentira laboral (la ausencia de trabajo, la pifia o chambonada, etc.), destruye la relación interpersonal.

La mentira social es, además, despótica. En efecto, el déspota es aquél que no es capaz de aprender de su interlocutor, porque no lo considera persona, sino algo inferior a sí, y el lenguaje que con él usa es una técnica de transformación del otro cual si de una actividad meramente práctica se tratase. Es el que confunde las relaciones sociales, también llamadas de gobierno, con las de producción. En esta situación el perjudicado en primera instancia es el mismo déspota, porque reniega del enriquecimiento propio que le puede proporcionar el trato con los demás. Se niega a aceptar a los demás y a aprender de ellos, y se niega, por consiguiente, a sí mismo como persona, puesto que él es apertura a ellos. Para aprender de los demás se requiere humildad (la base de toda virtud y la que menos de moda está). Por eso, un gran inconveniente, en especial para los gobernantes, es la falta de ésta, que es mucho más que una virtud de la voluntad, pues la humildad es personal. Por el contrario, la actitud de supuesta humildad que esconde la falta de disposición para aprender de los otros cuando éstos manifiestan a las claras a alguien sus propios errores es hipocresía, en rigor, una mentira personal.

Esa falsedad tiene su raíz en la soberbia, el peor defecto personal y directamente contrario a la humildad. La soberbia personal repercute en las dos potencias superiores de la esencia humana. En efecto, por una parte oscurece la inteligencia y, por otra, divide las voluntades. El error incide en la inteligencia y puede ser incoluntario, pero quien siembra la confusión lo hace personalmente. Por eso hay todavía un mal peor que el error: el confusionismo social, una mezcla de verdad y error muy extendida en la que siempre sale perdiendo la mejor parte. Este mal se puede considerar peor porque si el error aparece sin tapujos, se suele rechazar con facilidad, pero cuando se presenta camuflado con verdades, arrastra insidiosamente a muchas personas. Salir de ese estado es tan difícil como cómodo es quedarse en él, porque esa situación tiende a justificar no pocas debilidades humanas y a insuflar ánimos a la soberbia.

Hay que rechazar con fortaleza las mentiras, grandes y pequeñas (¿en virtud de qué son pequeñas si son mentira?) Hay que estudiar y formarse para evitar el confusionismo. Hay que difundir la verdad en privado y en público, a tiempo y destiempo, pero con amabilidad. Por eso, “el derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional”[38]. No se debe declarar cuando lesiona verdades personales, que son superiores a la verdad que se proclama, y no conviene proferirla si no va acompañada de afabilidad, porque entonces enemistamos a las personas con la verdad.

Comunicar en primer lugar es aceptar, y correlativamente, dar. El hombre se puede comunicar porque es un ser aceptante y oferente. El modo humano de aceptar y dar en la comunicación es libre, según el conocer y según el amor. En efecto, “si la comunicación no es una continuación del ser personal, si no tiene carácter donal, entonces, la comunicación es pura información… (la comunicación) es tan importante que sin comunicación no hay sociedad”[39]. Ahora bien, lo que se comunica debe ser acorde con la esencia humana. Será acorde si facilita su crecimiento. Eso es lo bueno, es decir, lo ético. Por eso la ética es la clave de la sociedad. La comunicación vincula la sociedad, porque la persona humana en su intimidad es vinculada según aceptación y donación, acogida y ofrecimiento.

  1. Decir y hacer la verdad con cordialidad

El lenguaje es manifestación de la intimidad personal, manifestación de un dar personal, puesto que la persona es don. Como la persona es libertad, conocer y amar, la manifestación lingüística está llamada a ser libre, con sentido y amorosa. A la par, amistad manifestativa no puede haberla sin diálogo. A su vez, el diálogo requiere veracidad. ¿Cómo lograrla? Evidentemente para ello no son suficientes los equipos materiales, o técnicos expertos en medios de comunicación, aun siendo investigadores. Sin educación ética, social y objetiva, y sin mejora personal el fin deseado no comparece. Se requiere de una enseñanza integral, y es claro que ésta no puede ser sólo racional, puesto que el hombre no se reduce a su razón (menos a un ordenador susceptible de ser incrementada su base de datos). Se necesita, sí, perfección intelectual, para dirimir, seleccionar, cribar, jerarquizar lo aprendido; es decir, se requiere de hábitos racionales, y se precisa también de virtudes en la voluntad, aunque tampoco esto basta.

La primera perfección, la intelectual, comparece cuando a través del uso de cualquier lenguaje convencional se busca la verdad y se da con ella de modo claro, fin de cualquier habla. La verdad es doncella pudorosa que se retrotrae de las miradas con intereses pragmáticos. Su conquista sólo es posible con nuestro abandono en sus manos. Recuérdese en este sentido el legado de Aristóteles: “entre la amistad (Platón) y la verdad es una obligación sagrada dar preferencia a la verdad”[40]. El uso reiterado de los lenguajes convencionales según verdad fragua en nosotros un incremento perfectivo de la voluntad, una virtud: la veracidad. En efecto, la clave de la información es la veracidad, siendo ésta una virtud de la voluntad que tiene como fin manifestar la verdad conocida[41]. Por eso, no es una educación íntegra sino a medias aquélla que no se abre a la verdad irrestricta. Una enseñanza, use el medio que use y sírvase del lenguaje convencional que elija, polarizada en la transmisión de verdades parciales, miente en cuanto no dice lo que guarda en el tintero, a saber, el vínculo de esas verdades y su lugar jerárquico, su encuadre con la totalidad de lo real, física, humana y abierta a la trascendencia.

Nunca como ahora hemos dispuesto de más lenguajes convencionales y más sofisticados, ni de más medios de comunicación para transmitirlos. ¿Qué buscamos con ellos? Si la respuesta a esta cuestión es encuadrada inexorablemente dentro de fines pragmáticos no hemos superado la sofística, aunque la hayamos sofisticado… Si lo que se busca es educar en la verdad, jamás hemos estado tan cerca de poder educar a la población mundial, para conseguir no sólo una sociedad justa, sino un paulatino e ininterrumpido crecimiento humano: convertir el mundo en un diálogo en la verdad. Pero esa verdad se debe afirmar serenamente, sin polémicas, aceptando más la verdad personal de la persona con quien se dialoga que la verdad que se le dice. Si se acepta a la gente no se la humilla. Si se la humilla, se miente personalmente con ella en la medida en que no se la acepta personalmente. Se miente personalmente porque una persona es coexistencia y, por tanto, está creada de forma abierta a la verdad de las demás personas. Si se cierra a ellas o claudica de su búsqueda, también subjetiviza su propia verdad personal.

Los medios de comunicación deben ser medios de cohesión social, mundial, no de división (regional, nacional, etc.). En la medida en que fomentan la polémica, aunque lamentablemente eso sea lo que más venda, no instruyen, sino que hostigan las pasiones humanas más bajas. Los informativos deben ser, además, formativos, no deformativos. No pueden formar si admiten un orden jerárquico de importancia distinto del que existe en lo real. Por ejemplo, si consideran que cualquier ideología (de izquierda, centro derecha, etc.) prevalece sobre la verdad; si anteponen cualquier acontecimiento regional a cualquier problema grave mundial, etc. ¿Cuál es el orden jerárquico real? Primero, Dios y la vinculación del hombre a él; segundo, la co-existencia humana; tercero, las manifestaciones esenciales de la persona humana, que son también jerárquicas (ética, sociedad, lenguaje, trabajo…); cuarto, la mejoría de la naturaleza o corporeidad humana (salud – enfermedad, consumismo – hambre, riqueza – pobreza, sexualidad – hedonismo, deporte – espectáculos,  etc.); quinto, la mejora del mundo físico (zoología, biología, ecología, investigación física, química, etc.). Obviamente, este breve elenco habría que fundamentarlo y desarrollarlo mucho más, pues sin esa graduación no se puede ser realista, sino pragmático, ideólogo, econocicista, etc.

  1. La política y el derecho

a) La política. Para bastantes miembros de nuestra sociedad la política se parece a una alpargata en la que da lo mismo la izquierda que la derecha… En cambio, decir “política” para un griego clásico era hablar de “sociedad”. En nuestros días no es exactamente así, porque la política se separa lamentablemente de la sociedad, incluso lesionando la cohesión social. Además, los políticos también están muy faltos de cohesión mutua. Añádase que desgraciadamente la corrupción política es un fenómeno mundial que, negando la vocación de servicio de los dirigentes, se ha convertido en la peor plaga parasitaria de la sociedad. Pero estas corruptelas no son política sino politicismo.

La política, como la ética, regula las relaciones interhumanas, pero se distingue de aquélla en que la política regula las acciones que tienen una repercusión social de mayor envergadura. Se podría decir, que la política continúa la ética, porque no dirime acerca de las acciones de cada quién, sino de aquéllas que se realizan en común en un ámbito determinado (municipal, regional, nacional, internacional, mundial, etc.). El fin de la política es la mejoría de los ciudadanos[42]. Mejorar a los ciudadanos no consiste fundamentalmente en que éstos “tengan la vida cada vez más fácil” o que “se lo pasen cada vez más placenteramente”, sino en que sean cada vez más hombres y mujeres y, consecuentemente, más felices. Ese es el verdadero bien común. Cuando no se fomenta socialmente la mejora en humanidad, cosa que implica un auténtico servicio por parte de quien dirige, el político se convierte en un déspota falsario aficionado a la demagogia. El fin primario de la política no es, por tanto, hacer más y mejores obras de infraestructura, sino mejorar a los ciudadanos. Para mejorarlos, no toda decisión política tiene la misma valía. En efecto, es manifiesto que las regulaciones estatales sobre la familia o la educación afectan más a los ciudadanos que legislar acerca del ancho de las autovías o sobre el precio de la gasolina, por ejemplo.

¿Cómo notar si un gobierno dirige bien? Si los ciudadanos incrementan su libertad para. ¿Cómo si mal? Si éstos se aferran a la libertad de (en rigor, si se pegan a la libertad de “hacer lo que les da la gana”). ¿Qué distingue a una libertad de otra? La libertad de es ayuna de verdad, y una política que no se asiente en la verdad tiene como efecto el caos social: la ingobernabilidad. Gobernar es coordinar las alternativas suscitadas por las personas, de modo que por medio de ellas las mismas personas mejoren como hombres en el seno de la sociedad que forman. Por eso, también en éste ámbito, la omisión en la oferta de alternativas (ordinariamente ligada a la mera protesta) por parte de ciudadanos de un grupo social, de un partido político, etc., es peor que una alternativa deficiente o mediocre.

Es lugar común en economía que la falta de coordinación acarrea las más lamentables pérdidas para las empresas, las organizaciones y las sociedades. Lo mismo conviene sostener respecto de la política. Sin embargo, la coordinación es imposible sin una buena dosis de razón práctica. Coordinar implica tener una mirada circunspectiva, no atender sólo a un asunto, sino ver el entrelazamiento de los diversos factores entre sí, subordinando los inferiores a los superiores. Se trata en una palabra -como diría un clásico- de ser prudente. Recuérdese que la prudencia es un hábito, una perfección intrínseca de la razón en su uso práctico. Ahora bien, no es prudente quien carece de virtudes en la voluntad. De modo que la falta de continencia, templanza, fortaleza, veracidad, laboriosidad, valentía, justicia, amistad, estudio, y un largo etc. pueden lograr que un político sea ladino, pero no prudente[43]. Por eso, el que considera que lo político es esencialmente un asunto de preferencias voluntarias que se plasman en votos, olvidándose del papel rector de la razón, es miope para lo político, aunque sea ministro.

Como es sabido, un alto porcentaje del programa político de los países occidentales es económico, asunto que ya comporta una notoria corruptela política. Además, en los últimos tiempos se han dado una serie de movimientos político-económicos que son reductivos. Revisemos algunos de ellos con brevedad. El liberalismo[44] sostiene que el bien común es efecto del vicio privado, del enriquecimiento de cada uno de los individuos que da como resultado el enriquecimiento de la población, en virtud de una ley anónima, impersonal, llamada por A. Smith la “mano invisible”. Según esta ideología, si se persigue directamente el bien común no se consigue, porque el hombre es egoísta por naturaleza. Por su parte, para el marxismo, es la llamada dialéctica (lucha) la que permitirá alcanzar en el futuro el equilibrio de las riquezas entre todos los individuos de la colectividad. Pero la dialéctica no deja de ser tan impersonal como la “mano invisible” del liberalismo económico.

En rigor, ambos movimientos coinciden en cuanto a este punto tan central como paradójico: el hombre, que es, en rigor, el agente económico, está regido por fuerzas externas impersonales e incognoscibles que le dominan. El agente económico no pasa, pues, de ser una marioneta, cuyos hilos son movidos por una fuerza anónima, que pese a ser desconocida, se espera de ella que lo representado en el teatrino sea comedia en vez de tragedia[45].

Derivado del liberalismo surgió el capitalismo[46], que llega hasta hoy. La visión que en este movimiento se tiene de la economía es como de un juego de suma cero. Es como un partido de fútbol en el que para que unos ganen necesariamente los otros deben perder. Es más, para algunos lo importante no es ganar, sino hacer perder al otro… De ahí que la desmedida riqueza de unos pocos sea proporcional a la pobreza o miseria del resto de la población. Esa actitud motiva en la clase rica la explotación, que es un tipo muy inhumano de robo, y en la clase pobre la desmotivación, el pesimismo, la falta de rendimiento laboral y el robo material, que es el juego de suma cero al alcance de los pobres.

Por otra parte, la deriva del marxismo en los países occidentales europeos dio lugar al socialismo[47], para quien la burocracia[48] juega el papel ordenador que los movimientos anteriores reservaban a la “mano invisible” y a la “dialéctica”. Socialismo es, desde el punto de vista de la antropología, el postulado que afirma que cada hombre está en función de la sociedad y no la sociedad en función de cada persona. Por eso, tiende al igualitarismo y a uniformar por lo bajo en todos los ámbitos (económico, culural, conductual, etc.). No nota, por tanto, que lo personal salta por encima de lo específico, de lo social. La libertad personal, en tal sistema languidece por falta de iniciativa. Y a la postre, como ese postulado es un constructo irreal, despersonalizado, de esa conyuntura se aprovechan los que detentan el poder, por ocupar una desigual posición con respecto de  los demás[49]. Pero el socialismo no es sólo un problema político o social, sino antropológico[50].

Si se entiende la política como juego de suma cero, entonces se favorece a los ricos (capitalismo) o a los pobres (colectivismo), pero en cualquier caso la política deviene economía. Cuando se reserva todo ordenamiento económico, educativo y social a los funcionarios públicos, llámense socialistas, socialdemócratas, e incluso liberales, desaparece la ética personal, y sólo pasa a considerarse ético lo aprobado por las instituciones gubernamentales. Ahora bien, ¿quién garantiza en esa situación que los gobernantes no se corrompan[51], es decir, que no se conviertan en empresarios peores que los capitalistas, puesto que los burócratas no producen? Evidentemente nadie, porque ellos tienen la sartén por el mango; por eso tales políticos cuando acceden al poder pretenden acaparar en sus manos los diversos poderes, y en caso de no conseguirlo, ser inmunes a los otros, por ejemplo, al judicial.

Ni el capitalismo ni el socialismo ni los políticos corruptos se dan cuenta a fondo de qué sea la economía y la política. En efecto, éstas no son un juego de suma cero sino un juego de suma positiva, aunque no principalmente para el bolsillo, sino para la virtud. La economía se da con el intercambio económico, en el que recíprocamente se aporta y se recibe, y en el que se permite que crezcan todos. La política se da con la responsabilidad ciudadana. En ambas, si no se da o no se acepta, se empobrecen las relaciones sociales. Para dar o recibir es menester la confianza, el estar seguro que no se nos engaña, y que uno rechaza cometer fraude. Si ello no se tiene en cuenta, aparece la corrupción, y con ella las marginaciones son inevitables[52]. Ahora bien, uno se fía sólo, y cada vez más, en la medida en que incrementa la virtud social, no en la medida en que se difunde y alienta (incluso desde arriba) al vicio indiscriminado.

b) El derecho. Por otra parte, el derecho es, o bien la copia, o bien la continuación de la naturaleza humana llevada a cabo por el aporte de la persona A la copia responde el derecho natural. A la continuación, el derecho positivo. El derecho, no es pues directamente lo que construyen los juristas, ni lo que debería custodiar la veracidad práctica de los abogados[53]. La ética -señalábamos- es el incremento de lo natural. Si la política es una derivación de la ética, tiene que continuar lo natural. Y lo mismo el derecho. Éste tiene, o bien que responder a la naturaleza humana, o bien tiene que continuarla. El derecho es el arte que plasma la ética en lo social. Sin ética no hay cohesión social y sin derecho tampoco[54]. Un “estado de derecho”, si no significa un estado ético, carece de significado. El derecho es la prueba palmaria de que un individuo sólo es absurdo e inviable, pues la ley norma en común, no a individuos aislados.

Las bases de la ética son -decíamos- los bienes, las normas y las virtudes. La clave de la bóveda de la ética -añadíamos- es la virtud. Pues bien, de entre esas tres y sin descuidar las otras, el derecho tiene más que ver con las normas. Las normas deben estar en función de la adquisición de bienes y de virtudes. Las normas sin bienes y sin virtudes son insostenibles, y un derecho ceñido sólo a ellas no pasa de mero formalismo. Por tanto, si el derecho se desvincula de su fin ético, aunque se llame positivo, es siempre humanamente negativo.

De ahí que no tenga sentido proponer un derecho normativo que no promueva el bien común y no facilite la adquisición de virtudes a los ciudadanos. Si esas normas no respetan la naturaleza humana (ej. ley de matrimonios homosexuales, leyes sobre el aborto, la fecundación in vitro, el divorcio, la eutanasia, permisividad de las drogas, etc.), o no la continúan según su modo de ser (ej. imposibilidad de facilitar a los padres la formación y subvención de centros educativos para sus hijos, prohibición de instituciones intermedias, asociaciones, etc.), es decir, no permiten mejorar a los ciudadanos en humanidad, no son preceptivas, y cada persona tiene la obligación no sólo de no obedecerlas, sino también de hacer lo posible por conculcarlas[55]. Una antropología para inconformes debe manifestarse socialmente en forma de sociedad inconforme.

Si el motor de la ética es la felicidad, también lo será del derecho. Quien ejerza de jurista y se limite a la rutinaria aplicación de leyes sin tener en cuenta que con la aplicación de tales leyes los ciudadanos estarán más atraídos a la felicidad, es incompetente. No es un humanista, sino un conformista; y desde luego, esta antropología no es para él. Si la condición de posibilidad de la ética y su fin es la libertad, es decir, la persona, también lo será del derecho (ej. la legislación de esos países en los que la mujer no tiene carta de ciudadanía y su libertad personal es atropellada y subordinada a la del varón es errónea). En efecto, un derecho es mejor que otro en la medida en que sea más apto para manifestar la libertad personal humana, y en la medida en que se haga en función de ella, entendiéndola -conviene insistir- como libertad para, no como libertad de.

Existen diversos ámbitos manifestativos que abren la libertad personal de un modo natural: el pensamiento, el querer, el lenguaje, el trabajo, el territorio, las posesiones prácticas, la historia, etc. Pues bien, todo ello son derechos naturales, normas naturales (derecho a pensar, a querer, a expresarse, a trabajar, a vivienda, al vestido, etc.). Eso en modo alguno es un invento humano y, por tanto, en modo alguno forma parte del llamado derecho positivo. Éste regulará el poseer esto o lo otro, el hablar esto o lo otro, las condiciones de habitar aquí o allá, etc., pero no el poseer, el hablar o el habitar… Bien entendido que regular es facilitar en orden al bien común humano (no en orden a lo animal, a intereses ideológicos, pragmáticos, etc.). Regular es no impedir la manifestación personal. Lo contrario es positivismo jurídico, que desconoce la persona humana y engulle el derecho natural bajo las normas denominadas positivas, que de ese modo no pasan de arbitrarias.

Indicábamos también que según su naturaleza el hombre es social. Por eso, de ninguna manera cabe contraponer el ámbito ético privado al público. Y, en consecuencia, tampoco cabe la acostumbrada y radical dicotomía entre derecho privado y público, pues toda acción humana es de entrada social, así se haga a solas y a escondidas, pues con ella uno se mejora o empeora a sí mismo, asunto que evidentemente beneficia o contraría a los demás, pues si uno mejora les aportará más a los demás; si empeora, en cambio, no podrá hacerlo (las zarzas no produces higos, ni aisladamente ni aunque estén formado una maleza…). Si cupiese independencia en ética entre los ámbitos de lo privado y de lo público, la insolidaridad estaría justificada, pero como es claro que la causa de ésta es el egoísmo, la soberbia, la indiferencia, es notorio que la manifestación pública está en correlación con esa actitud privada.

El derecho debe reglamentar el ámbito de la manifestación humana, no el de lo personal, su intimidad. Regula, pues, el ámbito del disponer humano, no el del ser. Por eso puede regular toda la cultura. Si es susceptible de dirigirla es porque es superior a ella, o es su forma superior. Si la definición clásica de justicia es “dar a cada uno lo suyo”, para ser justo se deberá conocer qué es lo suyo de cada quién y decidir dárselo, aún a costa del propio bien. El derecho es de la persona y para la persona, pero no es la persona o la negación de la persona. Si un supuesto derecho no es de y para la persona: sobra, pues se trata de una reglamentación sin sentido personal o despersonalizante.

Al ámbito del disponer humano los juristas lo llaman títulos. Ser titular indica ser poseedor, sujeto que tiene en su mano asuntos culturales que sobrepasan lo meramente natural. Y como todos los asuntos culturales están interconectados formando un plexo, hay que arbitrar los límites en las posesiones. Título y arbitraje son, pues, las dos claves en que se dualiza el derecho[56]. ¿A qué se dedicarán, por tanto, los hombres de leyes? A conocer (razón) qué pertenece a cada quién (título) y a decidir (voluntad) entre conflictos de intereses (arbitraje). Por su parte, de la dualidad entre títulos y arbitraje, uno de los dos miembros debe ser superior al otro. Aunque sólo sea por su referencia temporal, alguna pista podemos obtener. En efecto, los títulos se refieren más al pasado y el arbitraje al futuro. Si el hombre es un ser de proyectos… el arbitraje debe ser superior a los títulos. Y de hecho lo es, porque son las decisiones las que versan sobre los títulos, los modifican, los cambian, etc., y no al revés. Información sobre la superioridad de uno sobre otro también se consique reparando en las facultades humanas en ellos implicadas. En los títulos se compromete más la razón; en el arbitraje, la voluntad. Pero ya se dijo que la voluntad, por estar más unida a la persona, es superior a la razón.

Por lo demás, muchos son los que claman por “sus derechos”, y a pocos se les escucha hablar de “sus deberes”. Si respecto de las cosas -como se ha indicado- el hombre tiene más capacidad de aportar que recibir, no parece que deban prevalecer en este ámbito “los derechos” sobre “los deberes”. En cuanto a su persona el hombre tiene más derechos que deberes, porque es más aceptar que dar, pero en cuanto a su esencia y naturaleza sucede lo inverso: el hombre debe aportar mucho más de lo que debe recibir, porque si no aporta, no crece intrínsecamente. En cambio, no por recibir más se garantiza que el hombre crezca por dentro.

  1. Ser social y ser coexistencial

El hombre es un ser social por naturaleza, más aún, por esencia. Pero en cuanto persona (acto de ser) es más que social; es coexistencial. No hay que confundir lo societario o intersubjetivo con lo co-existencial. Lo primero es inferior, del plano de las manifestaciones humanas. Lo segundo, superior y radical, propio de la intimidad personal.

Una cosa es lo que tenemos, y otra lo que somos. Una es nuestro disponer, otra nuestro ser. El “tener” no se confunde con el “ser”. El ser es irreductible al tener. Esta tesis la hizo célebre Gabriel Marcel. En efecto, para el pensador francés “el ser humano no es la vida humana”[57]. También se puede decir con Leonardo Polo que el ser es además del tener. Descripciones semejantes de esta tesis podrían ser las siguientes: la persona o acto de ser personal es ser subsistente por encima de su tener. Por no reducirse el ser personal a su tener, y siendo el tener lo específico de la especie humana, se puede declarar que cada persona es una novedad que salta por encima de lo específico, de lo común del género humano. Al ámbito del disponer pertenece le vida humana (vida recibida y vida añadida); en cambio, al del ser, la vida personal.

El hombre es social porque es co-existencial, no a la inversa. Si no fuera abierto personalmente en su intimidad, en su exterioridad se manifestaría tanto individual como de modo grupal (muy parecido a los animales). De modo que su ser co-existencial es la raíz de la sociabilidad de la esencia humana. Pero no sólo eso, sino que cada persona es también el fin de la sociedad. En efecto, no es cada hombre para la sociedad, sino ésta para cada hombre. Cada persona tiene un designio del que está privada la sociedad. El norte social es, como se ha dicho, la ética, pero la persona, como también se dijo, no es para la ética sino a la inversa. Por eso, según el designio propio de cada persona, ésta debe aceptar, rechazar o modular una determinada configuración social. Si el ordenamiento vigente le ayuda a acercarse a su fin último, lo mejor es que lo acepte; si le aparta de él, que lo rechace; si conviene mejorarlo para que sirva mejor en orden a ese objetivo, que lo corrija.

Si la sociedad debe subordinarse a la persona, también deberá hacerlo el estudio de aquélla al de ésta. Por eso la teoría social debe tener como raíz y fin a la antropología trascendental. Si una teoría sociológica no tiene en cuenta este origen y este término será reductiva. En rigor, esta tesis se podría extender a cualquier otra disciplina. En efecto, sin una averiguación suficiente de la persona no acaba de esclarecerse el meollo de los distintos saberes. En este sentido la antropología trascendental es útil para todo, no sólo para vivir mejor y, consecuentemente, ser más feliz, sino también para cualquier ámbito del saber. Con todo, no se trata de una utilidad instrumental, sino de un favor de lo superior a lo inferior. Si esa superioridad real se toma como molesta para quienes se dedican a otros saberes, se puede recordar el título que aparecía escrito junto al picaporte de un portón italiano: “Lasciate ogni baldanza voi che entrate” (dejad toda vanidad los que entráis), al ámbito de lo trascendental personal, sobre el que versa la IV Parte de este Curso.

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Existe un saber superior a la antropología: la teología. Ésta favorece a aquélla, y aquélla debe servir a ésta. Pero tampoco el servicio de la antropología a la teología será despreciable. Es sabido que en el s. XX los más célebres teólogos centroeuropeos dieron un “giro antropológico” a la teología. Pretendían comprender mejor lo divino intentando esclarecer más lo humano. Aunque ese empeño rinde mucho fruto si se hace bien, en rigor, no se trata de esto, sino más bien de lo contrario, es decir, de intentar conocer a cada hombre como hijo desde el Hijo. De modo que sin Cristología la antropología trascendental también se queda corta.

De modo semejante a como no cabe vida moral perfecta sin la asistencia positiva divina (como se decía al final del Capítulo precedente), tampoco cabe una sociedad perfecta sin la asistencia directa de Dios. Si la sociología tuviese in mente este parámetro, intentaría explicar la sociabilidad humana teniendo como modelo la sociedad divina instituida por Cristo: la Iglesia. A nadie se le oculta que los miembros de ésta institución tienen defectos constitutivos (pecado original) y adquiridos (pecados personales), y de éstos últimos, no pocos ni de poca monta. Pero no existen vínculos más fuertes de cohesión social que los existentes en esa sociedad de lazos sobrenaturales (pues quien vincula es Dios mismo, y lo lleva a cabo de un modo muy especial: cristificando; más que de unión hay que hablar de comunión).

Como se sabe, la Iglesia tiene tres oficios (munus): el de regir o gobernar, el de enseñar y el de santificar. Una sociedad civil que tome como modelo a esta institución -aunque la misión de la sociedad civil es muy distinta a la eclesiástica y no deben entrometerse una en el ámbito de la otra-, no puede eludir un analogado inferior de esas misiones. En efecto, la sociedad civil no puede vivir sin gobierno (por eso carecen de sentido propuestas sociales como la del anarquismo, la dictadura del proletariado, la revolución radical, la sociedad permisiva, el determinismo social, etc.); no puede dejar de preocuparse por la enseñanza (los colegios, los centros de enseñanza media, las universidades); no puede vivir, en fin, sin conformar ámbitos adecuados para que los ciudadanos crezcan en humanidad, es decir, según virtud. Así como la Iglesia debe ayudar en orden a la elevación el acto de ser humano, la sociedad civil debe ayudar en el crecimiento de la esencia humana. En suma, este Tema nos permite describir al hombre como “ser social” natural, esencialmente.

NOTAS DEL TEXTO

[1]     Guy de Maupassant, “¿Quién sabe”, en Todos los cuentos, vol. II, Barcelona, Planeta, 2002, 31.

[2]     De la expresión “co-existir-con” el prefijo “co” hace referencia al acompañamiento interior de cada quién por sí mismo, es decir, a la apertura hacia la intimidad. El sufijo “con” se refiere a la apertura hacia los demás, a la imposibilidad de existir una persona sola.

[3]     Polo, L., “Ser y comunicación”, en Filosofía de la comunicación, Pamplona, Eunsa, 1986, 73. Cfr. Yarce, J., La comunicación personal, Pamplona, Eunsa, 1992; Caturelli, A., “Persona y comunicación intersubjetiva”, Sapientia, 36 (1981), 43-50.

[4]     Polo, L., Sobre la existencia cristiana, Pamplona, Eunsa, 1966, 183.

[5]     La tipología facilita la relación mutua entre los tipos afines, y consecuentemente la amistad; la dificulta se da entre los heterogéneos, pero si a pesar de ello se consolida la amistad, ésta en más virtuosa.

[6]     Polo, L., op. cit., 184.

[7]     Alternativa es “lo susceptible de disposición libre”, Múgica, F., Introducción al libro de Polo, L., Sobre la existencia cristiana, Pamplona, Eunsa, 1996, 18; “la forma peculiar en que se expresa y experimenta la temporalidad social”, Ibid., nota 13; “Lo susceptible de disposición libre”, Ibid., 185. Éstas pueden ser verdaderas o falsas. Las primeras aumentan la manifestación de la persona, las falsas, la cierran.

[8]     Cfr. Múgica, F., op. cit., 15, donde se lee esta cita: “la sociedad, en última instancia, es la manifestación de lo interior a los demás en régimen de reciprocidad”, Ibid., 23. Y más adelante: “la sociedad es el encauzarse según tipos la manifestación indefectible, y sujeta a alternativas, de la convivencia humana en cuanto que humana”, 183. Cfr. asimismo: Millán-Puelles, A., Sobre el hombre y la sociedad, Madrid, Rialp, 1976; La cuestión social en las ideologías contemporáneas, Pamplona, Eunsa 1962; Llano, A., Ética y política en la sociedad democrática, Madrid, Espasa Calpe, 1981; Gómez Pérez,  R., Introducción a la ética social, Madrid, Rialp, 1987.

[9]     Heidegger, por ejemplo, en su libro Ser y tiempo descibe al hombre como el que se cuida (sorge) de las cosas del mundo. Pero esa descripción, aunque válida, es insuficiente, porque ni la persona humana es intramundana ni su fin es el mundo.

[10]   Repárese en el término “naturales”, que indica que la donación y aceptación personales se vehiculan de manera acorde con la naturaleza humana. De modo que si se suplanta ese orden natural (lease, por ejemplo, fecundación in vitro, clonación, adopción de hijos  por matrimonios homosexuales, etc.), el ofrecimiento y la aceptación no son personales, porque la persona humana no debe ponerse al margen o en contra de su naturaleza humana, sencillamente porque la desnaturaliza de tal modo que esas manifestaciones en la naturaleza adolecen de sentido personal.

[11]    San Josemaría Escrivá, Amar apasionadamente al mundo, homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8 de octubre de 1967.

[12]   “La esencia humana es social. Para esto hay que darse cuenta de que sin la manifestación no hay sociedad, pero es que la manifestación no es la persona. Hispostasiar la sociedad es un gran error… Una cosa es la manifestación y otra la persona; la distinción real (se refiere el autor a la distinción clásica entre esencia y acto de ser en el hombre) impide la identificación”, Polo, L., La libertad, Curso de Doctorado, Pamplona, 1990, pro manuscripto, 79-80.

[13]   Yepes observa que donde priva el dinero es protagonista la discordia, porque el principal inconveniente de éste es que no se puede compartir, sino sólo repartir, op. cit., 237. 

[14]   Sebastián Mey, El hombre verdadero y el mentiroso, en Todos los cuentos, vol. I, Barcelona, Planeta, 2002, 357.

[15]   “Sin sociedad no hay ética, y al revés, porque sociedad significa relación activa y comunicativa entre personas”, Polo, L., Ética, ed. cit., 67. 

[16]   Por “Historia Contemporánea” suele entenderse el periodo de tiempo que va desde el comienzo del periodo revolucionario (1776) hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial (1945). Cfr. Comellas, J.L., Historia Breve del Mundo Contemporáneo, Madrid, Rialp, 1998. Por “Historia Reciente” se entiende el periodo que va desde el fin de la gran guerra hasta nuestros días. Cfr. Ibid., Historia Breve del Mundo Reciente, Madrid, Rialp, 2005.

[17]   Como observa Juan Pablo II, el relativismo ético se presenta de ordinario engarzado con un agnosticismo religioso y con un reltivismo jurídico, que hunden sus raíces en la pérdida de la verdad sobre el hombre. Cfr. Ecclesia in Europa, nº 9.

[18]   “El hombre coexiste con el alter, precisamente por su mutua condición personal, en la forma de un perfeccionamiento común de la esencia humana”, Polo, L., “La coexistencia del hombre”, en Actas de las XXV Reuniones Filosóficas, Facultad de Filosofía de la Universidad de Navarra, 1991, vol. I, 46. 

[19]   “Piedad es la veneración al propio origen, al autor de uno mismo”; Polo, L., Quien es el hombre, Madrid, Rialp, 1993, 132.

[20]   “La tendencia al honor es la tendencia al fin último”, Ibid., 131.

[21]   “El honor culmina en el último fin, sin el cual no sería virtuoso y, propiamente hablando, no existiría. Aunque no sea estrictamente lógica sino práctica, he aquí una prueba de la existencia de Dios”, Polo, L., Quien es el hombre, Madrid, Rialp, 1993, 135.

[22]    Cfr. Innerarity, D., Praxis e intersubjetividad. La teoría crítica de Jürgen Habermas, Pamplona, Eunsa, 1985.

[23]    “Cuando se empieza a dialogar, cada una de las partes debe presuponer una voluntad de reconciliación en su interlocutor, de unidad en la verdad”, Juan Pablo II, Ut sint unum, 36.

[24]   “La fortaleza sin justicia es palanca del mal”, San Ambrosio, De officiis, I, 36.

[25]   “La verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, con una búsqueda que sea libre, con la ayuda de la enseñanza de la educación, por medio de la comunicación y del diálogo”, Dignitatis Humanae, n. 3. 

[26]   Dickens, Ch., David Copperfield, Barcelona, Ed. Juventud, 1962, 565.

[27]   Zweig, S., Fouché. El genio tenebroso, Barcelona, Ed. Juventud, 12ª ed., 1996, 9.

[28]    Cfr. Polo, L., La esencia humana, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 185, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2006.

[29]   El conocimiento del carácter personal de los otros no puede consistir, evidentemente, en un conocimiento operativo o habitual, es decir, según actos o hábitos de la razón, sino que tiene que ser forzosamente personal

[30]   Es tesis propia de la antropología del personalismo. Cfr. Yepes, R., op. cit, 82; Taylor, Ch., Ética de la autenticidad, Barcelona, Paidos, 1994, 68-70.

[31]   Sirva esto como ejemplo: “la alegría tiende naturalmente a comunicarse, y al compartirla con otro se multiplica. Lo mismo ocurre con el saber: sólo hay progreso cuando se transmite”, Yepes, R., op. cit., 185.

[32]   Con lo expuesto suelen, sin duda, chocar varias objeciones existenciales. Ejemplificando: ¿con mi mujer, que a veces se comporta con cierta inmadurez, con la que llego tarde a las citas porque se pasa una hora arreglándose o hablando por teléfono?, ¿con quienes conmigo conviven, que tienen defectos manifiestos, innegables e insoportables, que trabajan poco, que ven excesiva TV?, ¿con mi jefe, que es brusco y autoritario sin fundamento, o excesivamente serio y formalista?, ¿con mis amigos, que se han vuelto cínicos?, etc., ¿acaso éstos me pueden ayudar a crecer?

[33]    En efecto, tal mujer puede convenir a un marido que tiene altibajos sentimentales, para que de ese modo él se mantenga más ecuánime; tales defectos de aquellos con quienes se convive le pueden ayudar a uno a no ser rencoroso, a tener más paciencia; tal director le puede ayudar a crecer en humildad; tales amigos, a suplir lo que en ellos falta de responsabilidad…

[34]    A Cristo le pasó lo mismo: sin la crasa ceguera del fariseísmo no hubiese resaltado tanto por contraste la Verdad.

[35]   Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, n. 256, 37.

[36]   “Destruir el lenguaje es hacer imposible la cooperación humana, y por tanto estorbar el desarrollo y la organización del trabajo humano. Suelo decir que el subdesarrollo no es una consecuencia de la ineptitud; el subdesarrollo es la consecuencia de mentir demasiado, de que la gente no se fía de nadie”, Polo, L., Etica, ed. cit., 41.

[37]   Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, n. 639, 152.

[38]   Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2488.

[39]   Polo, L., Ser y comunicación, en “Filosofía de la comunicación”, Pamplona, Eunsa, 1986, 74-75. Y añade: “aquello cuya comunicación no es una donación, es efecto de curiositas y es superfluo… Lo que no se debe saber, tampoco se debe comunicar”, Ibid., 75.

[40]   Ética a Nicómaco, l. I, c. 6, (BK 1096 a).

[41]   “La verdad en cuanto que conocida pertenece al entendimiento. Pero el hombre, utilizando por propia voluntad sus facultades y miembros, se sirve de signos exteriores para manifestar la verdad, y así la manifestación de la verdad es acto de la voluntad”, Tomás de Aquino, S. Theol., II-II, q. 109, a. 1, ad 2.

[42]   Cfr. Naval, C., Educar ciudadanos. La polémica liberal-comunitarista en educación, Pamplona, Eunsa, 1996; Educación como praxis. Elementos filosofico-educativos, Pamplona, Eunsa, 1997.  

[43]   “Tal es nuestra condición: afrontar libremente los más grandes riesgos, después de haber pensado mucho lo que hay que hacer. Para otros, en cambio, el valor es solamente hijo de la ignorancia, mientras el pensamiento es padre de la cobardía”, Tucídides, Guerra del Peloponeso, l. 2.

[44]   Liberalismo es, por lo que a la Antropología se refiere, una reducción en la interpretación de la libertad humana, ahora en clave social, porque prescinde de la apertura nativa de la libertad personal a otras personas. En consecuencia, se entiende al hombre como un sujeto singular y aislado. A la par, su visión de la libertad manifestativa está polarizada en particularismos que no facilitan la integración social.

[45]   Liberalismo y marxismo tienen una visión pesimista del hombre, porque lo consideran, egoísta uno, explotador el otro, malo, por tanto, por naturaleza. Las implicaciones anticristianas de la ideología liberal fueron denunciadas por la Iglesia Católica desde el C. Vaticano I. También las marxistas. Sobre esto último, cfr. Morra, G., Marxismo y religión, Madrid, Rialp, 1979.

[46]   Capitalismo es, antropológicamente, el intento fallido de poner la clave de lo humano, tanto a nivel personal como a nivel social, en el resultado pragmático obtenido con la conducta productiva. Es fallido, porque el hombre ni es ni puede ser un producto de sus manos. Por eso, el hombre no se puede encontrar en lo que él hace, por ingente que sea el capital acumulado. Cfr. Termes, R., Antropología del capitalismo, Esplugues de Lobregat, Plaza  y Janés, 1992.

[47]  Liberalismo y marxismo tienen una visión pesimista del hombre, porque lo consideran, egoísta uno, explotador el otro, malo ambos, por tanto, por naturaleza. Las implicaciones anticristianas de la ideología liberal fueron denunciadas por la Iglesia Católica desde el C. Vaticano I. También las marxistas. Sobre esto último, cfr. MORRA, G., Marxismo y religión, Madrid, Riakp 1979.

[48]   Buracracia es el intento de ordenar la producción y evitar el robo por medio de funcionarios estatales. Como los funcionarios no son empresarios no saben ofrecer, y por eso no producen, y como no están exentos por naturaleza del enriquecimiento ilícito, pueden caer en el robo. Fundar la sociedad en ellos es un desorden que lleva a la parálisis social. Contra la burocatización excesiva: descentralización. Con ésta se responsabiliza a todos en el dar. Con la responsabilidad aparece también la moralización de la sociedad.

[49]   Cfr. Polo, L., La interpretación socialista del trabajo y el futuro de la empresa, Cuadernos de Empresa y Humanismo, nº 2, Pamplona, Eunsa, 1987. Las implicaciones anticristianas de esa ideología han sido denunciadas por la Iglesia Católica desde el C. Vaticano I. Cfr., por ejemplo, la encíclica Quadragesimo anno de Pio XI en 1930.

[50]   “El socialismo no es sólo el problema del trabajo… sino también, y principalmente, el problema del ateísmo, el problema de la torre de Babel, edificada precisamente sin Dios, no para llegar al cielo desde la tierra, sino para traer a la tierra el cielo”, F.M., Dostoyevski, Los hermanos Karamazovi, Madrid, Aguilar, 1960, 76.

[51]   La denominada corrupción política es la búsqueda del propio beneficio por parte de la clase dirigente a costa del bien común. En los países latinos la corrupción sistemática y permanente de la clase dirigente, fuente de toda otra corrupción, denota que los políticos se enriquecen a costa de la producción de unos pocos y de la condena al estado de miseria e ignorancia de la mayoría de la población. En el fondo se trata de unos desapresnivos incompetentes que viven escandalosamente “bien” a costa de su pueblo.

[52]   Los países que cuentan con más marginados sociales son aquéllos en los que la desconfianza, provocada por la mentira en todos sus órdenes, es el aire contaminado que se respira en las deformes calles de sus caóticas ciudades. ¿Por qué se desconfía? Uno desconfía y tiene la obligación de hacerlo ante una sociedad que no aporta. En efecto, hay sociedades perezosas, en las que el trabajo no es un ideal de vida, sino un medio ingrato para sobrevivir, o a lo sumo para pasarlo bien. ¿Quién puede librar a una tal sociedad irresponsable laboralmente de la corrupción?

[53]   Tal veracidad no parece abundar desde hace tiempo: “aunque soy abogado, diré de una vez lo que pienso”, Dickens, Ch., David Copperfield, ed. cit., 381.

[54]   “El derecho organiza la sociedad asegurando el concurso matizado de iniciativas”, Polo, L., Las organizaciones primarias y la empresa, pro manuscripto, 103. 

[55]   “Tiene el príncipe poder sobre las leyes de hacerlas y abrogarlas; digo sobre las civiles, no sobre las naturales y de las gentes; y así, no puede sino el tirano quitarme por su albedrío lo que me concedió el derecho natural de las gentes”, Sentencias político-filosófico-teológicas, Barcelona, Anthropos, 1999, I Parte, n. 333, 44.

[56]   “En el derecho también se trata en resumen de dos asuntos: de las titularidades, es decir, de las facultades que se institucionalizan, y del arbitraje”, Polo, L., Antropología, México, pro manuscripto.

[57]   Tomado de Urabayen, J., El pensamiento antropológico de Gabriel Marcel: un canto al ser humano, Pamplona, Eunsa, 2000, 132.