ANTROPOLOGÍA PARA INCONFORMES (J. F. Sellés)

02. La historia de la antropología

La antropología no se reduce a la historia de la antropología, a la narración de las ideas humanas en torno al hombre; pero no debemos prescindir de esos relatos, porque no partimos de cero en la consideración de lo humano. En efecto, ya hay mucho trabajo realizado en esta dirección, y bastante fecundo.

Además, para los dados a encasillar un libro como éste dentro de una determinada corriente de filosofía, para serles serviciales y ahorrarles tiempo, es menester indicarles que este texto no sigue los parámetros de la clásica filosofía del hombre o antropología filosófica. Tampoco las orientaciones modernas del racionalismo, idealismo, voluntarismo, etc. Y menos aún pretende secundar pautas contemporáneas tales como la fenomenología, la hermenéutica, el existencialismo, la filosofía del diálogo, el personalismo, etc., aunque nada tiene en contra de ninguno de esos métodos. Entonces, ¿dónde clasificar este trabajo? Si no es mucho pedir, este estudio no pretende ser otra cosa que esto: una propedéutica (caben otras muchas y, de seguro, mejores) a la antropología trascendental.

Ahora bien, para comprender la novedad de la antropología trascendental, es pertinente atender primero a los demás enfoques antropológicos que se han dado en la historia, porque la trascendental conlleva un añadido metódico y temático respecto de aquéllas. Con todo, recuérdese, que este trabajo es una introducción a aquélla (desde varios puntos de vista), no una exposición cabal de la misma, ni tampoco un nuevo desarrollo de ella. Pasemos, pues, a la sucinta exposición de los diversos enfoques antropológicos a lo largo de la historia del pensamiento occidental.

  1. Los primeros enfoques antropológicos

Desde que el hombre es hombre ha pensado en su sentido personal. Por lo menos, se ha planteado los temas de su origen y de su fin, los dos más relevantes para el pensar[1]. Sin embargo, no tenemos desde entonces testimonios filosóficos escritos de ello, aunque sí relatos certeros de otra condición[2]. Los textos filosóficos que disponemos acerca de esos asuntos aparecieron por primera vez, como se sabe, en la Grecia clásica. Existían, previos al tratamiento filosófico de esos temas, diversos tipos de saber acerca del hombre como el religioso, el mito, la magia y la técnica, que no son ciencia y son distintos del saber filosófico.

Al margen del saber religioso, lo peculiar de los otros tres saberes antiguos, mito, magia y técnica, es que son saberes prácticos, es decir, que se desarrollan con vistas a alguna utilidad. El mito es un modo de saber práctico. Para notar este extremo se puede aludir al ídolo, tan carácterítico del mito, y que tantos resortes prácticos ha movido en las religiones[3]. Recuérdese que se recurría a las deidades míticas griegas, por ejemplo, para solucionar problemas ordinarios de todo tipo. Con su formulación el mito pretende dar razón de los sucesos de la vida cotidiana y evitar que los problemas que de ella se derivan queden sin sentido, y en consecuencia, que permanezca el hombre perplejo ante ellos. La magia también es un saber práctico, porque intenta solucionar las necesidades y requerimientos con que se debe enfrentar la vida humana de todos los días. Asimismo la técnica es un modo de saber práctico, porque se desarrolla en orden a la mejora de las condiciones del bienestar humano.

A su vez, podemos encontrar el carácter distintivo que mantienen entre sí esos saberes prácticos de la antigüedad. El mito es el modo de saber que pone el fundamento en el pasado. Según el saber mítico, lo importante ya pasó. Lo que sucede ahora -viene a decir el mito- es pura consecuencia de aquél hecho ancestral de cuya deuda no acabamos de librarnos. A su vez, para el mito el destino se ve como un retorno al pasado. De ahí que se tenga una idea cíclica del tiempo y que se ceda a la imagen del eterno retorno. Por su parte, la magia es el modo de saber que pone el fundamento en el lenguaje y fija su mirada en el futuro histórico. Lo importante es vencer, ganar, de cara a seguir viviendo el día de mañana -vendría a decir la magia-; y para vencer los obstáculos, los poderes ocultos que impiden esa supervivencia, se tiende a realizar una serie de sortilegios usando de conjuros lingüísticos. De ese modo, para la magia el destino es futuro. Por su lado, la técnica es el modo de saber que pone el fundamento en el presente. Se trata de mejorar nuestros instrumentos de trabajo, de producción, a fin de que las condiciones de vida actuales sean mejores en la sociedad en que nos ha tocado vivir. En consecuencia, para la técnica el destino queda relegado por fijar en exceso su atención en el presente. Como se puede apreciar, de esos tres, nuestra sociedad actual prima al saber técnico. Que en nuestros días la sociedad mira más al presente que al futuro se puede apreciar hasta en las cuentas corrientes de los perticulares, en las que los gastos igualan, cuando no superan, a los ingresos… Por eso, es manifiesto que los estados no esperan a cotizar de los contribuyentes después de que éstos dispongan de su entero salario y satistagan sus “necesidades”, pues es claro que en ese caso no dispondrían de modo neto, como ahora, de más de un 35%.

El carácter distintivo de la filosofía respecto de las precedentes formas de saber estriba en que ésta es un modo de saber teórico, es decir, que se ejerce y valora como fin en sí, no con vistas a una utilidad o ganancia práctica ulterior, es decir, no busca directamente resultados externos, pues el beneficio -y abundante- es principalmente interno[4]. Es decir, se filosofa por filosofar. Se piensa por pensar. Pensar es fin en sí, y por ello, una actividad felicitaria. La riqueza, el tesoro que se consigue pensando, descubriendo grandes hallazgos, no es un producto o resultado externo al pensar, sino que es inherente a él; se queda o permanece en él. Un filósofo que esté más preocupado por su salario que por lo que aprende y descubre suele acabar dejando la filosofía y dedicándose a otras actividades más lucrativas. Algo similar sucede con el amor personal. Se ama por amar. No se ama por dinero, poder, placer, etc. Tal actitud supondría malbaratar lo mejor por lo menos valioso. Se es feliz amando y basta. Amar también es fin en sí[5].

En sus orígenes la filosofía fue el modo de saber teórico que, a distinción del mito y de la magia, ponía el fundamento en el presente. En eso se parecía a la técnica, pero se distinguía de ella en que no era un saber práctico, sino teórico, y por tanto, fin en sí, esto es, no pragmático o instrumentalizable. Se usa la técnica no por ella misma, sino en vistas a lograr un bien práctico mejor que ella. En cambio, el saber es fin en sí. Se sabe teóricamente por saber, no para otro asunto menor. En suma, la filosofía comenzó su andadura diferenciándose de los precedentes tipos de saber, porque ponía el fundamento que indagaba en presente, es decir, asistiendo éste al hombre ahora, e investigaba, además, sobre él de modo teórico[6].

La religión también atiende al fundamento y, sobre todo, al destino, pues un elemento clave de toda religión es la esperanza de salvación, lo cual implica aceptar la inmortalidad del alma y su destino eterno. Esta forma sapiencial en tan antigua como el hombre mismo, se ha dado en todas las épocas historicas hasta nuestros días, aunque en ciertos países occidentales hoy se intente relegar a la esfera privada, o sólo se trate de ella para ridiculizarla como asunto oscurantista de tiempos periclitados. Con todo, la religión es -como veremos- natural a la intimidad humana. Por eso actualmente la oposición entre los países que se consideran religiosos y los que en la práctica van dejando de serlo es muy aguda, ya que los primeros ven en los seguntos gente desnaturalizada, aunque el rechazo de unos a otros ceda algunas veces al dogmatismo. Ello se debe a que, a distinción de la filosofía, la religión es un saber que busca más la certeza que la evidencia. Con todo, si la religión es revelada, no cede al fundamentalismo, porque se apoya en el testimonio divino más que en el saber humano[7].

Por lo demás, si bien se empieza a pensar, a filosofar, en presente, el tema del origen no se conoce en presente, es decir, a través de la presencia mental o acto de conocer (operación inmanente) que forma un objeto pensado que está presente ante dicho acto de pensar mientras lo piensa. En efecto, el origen se advierte trascendiendo la presencia mental, porque ésta sólo se da al pensar, y es claro que el pensar es intermitente, pues a un acto de pensar puede suceder no pensar, o también otro acto de pensar distinto. En cambio, el origen es permanente, fundante, al margen de la actualidad y del tiempo. De modo que nuestro conocimiento del origen no debe ser presencializante, sino al margen de la actualidad y del tiempo y, por ello, debe responder a un conocer que sea constante, esto es, que no admita la sucesión. Por su parte, el fin del hombre es futuro. Ahora bien, no se trata de un futuro temporal, sino metahistórico, porque los futuros temporales tienen la desventaja de que, al pasar el tiempo, dejan de ser futuro y pasan a ser pasado. En cambio, el futuro posthistórico no tiene por que dejar nunca de ser futuro. Ello indica que el hombre, también post mortem, nunca puede dejar de tener fin (salvo que libremente haya prescindido del fin). En suma, al pensar se piensa en presente, si bien se comienza a ejercer el pensar en vistas a saber más, es decir, para crecer conociendo, y si se trata del conocer personal, se ejerce para ser elevado, y eso mira al futuro extratemporal. 

De los dos temas filosóficos más relevantes, origen y fin, el que más pesa en la vida de los hombres es el fin. Respecto de él en la antigüedad se tendía a pensar que estaba fijado externamente para cada hombre, que era inexorable y que coartaba la libertad humana. No se caía en la cuenta, por tanto, de esa verdad que el dramaturgo inglés puso en boca de Julio César: “¡Los hombres son algunas veces dueños de sus destinos! ¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores!”[8]. También la Revelación pone más el énfasis en el futuro que en el pasado, pues todo lo que manifiesta del pasado lo hace con vistas a la revelación final. De modo que se puede hablar de una revelación progresiva en el tiempo hasta la revelación completa fuera del tiempo histórico[9].

Como es sabido, la filosofía comienza (al menos su formulación textual) en un determinado período de tiempo, relativamente breve, de la Grecia clásica. En este Capítulo nos ocuparemos sólo de los testimonios filosóficos acerca del hombre desde su inicio hasta hoy. Dejaremos, pues, al margen –sin que ello indique menoscabo de su importancia– aquellas otras contribuciones extrafilosóficas de otras disciplinas (literatura, historia, economía, medicina, etc.) en torno al hombre[10]. También desatenderemos -a pesar de su importancia- los legados de las tradiciones de las antiguas religiones orientales[11], así como otros vestigios antropológicos de los pueblos primitivos[12]. Por lo demás, si a un amplio manual de historia de la filosofía le resulta muy difícil ofrecer con rigor las claves antropológicas de cada pensador, menos aún se pretende esa finalidad en esta Lección, que intenta exclusivamente ofrecer una panorámica de los hitos más destacados. Por ello, y sólo a título de ejemplo, se remitirá a pie de pagina, a cierta bibliografía sobre la antropología de los autores que se citan.

En los epígrafes consecutivos se sigue el esquema que se expone en el Apéndice nº 3. Para el lector es aconsejable centrar la atención en estas claves y comprender que las distintas épocas filosóficas, a pesar de sus variantes y de la pluralidad de pensadores, se pueden explicar en gran medida desde ellas. Para ilustrar este punto se recurrirá en los distintos epígrafes a ofrecer, sintéticamente y como ejemplo, la mentalidad antropológica de algunos pensadores destacados de cada periodo. Obviamente, por cuestión de espacio, no podemos detenernos detalladamente en su antropología. A pesar de este inconveniente, esa necesaria escasez puede ser suplida en cierta medida acudiendo a la bibliografía complementaria en diversos idiomas que sobre la antropología de los filósofos más relevantes se ofrece en las notas al pie[13].

El peligro que se corre al esbozar estas apretadas síntesis históricas es no hacer justicia al rico bagaje que aporta cada uno de los pensadores. No es esa nuestra intención, pues plenamente conscientes de que de todos hay que aprender, se deja la puerta abierta a ulteriores estudios. A pesar de eso, no debemos imitar a los filósofos en lo que ellos han olvidado acerca del hombre. También por eso debemos dar un repaso global a la mayor parte de ellos y a sus tesis. Para quien no esté familiarizado con la historia de la filosofía tanto nombre nuevo de corrientes y de filósofos en tan breve espacio le puede conducir a la perplejidad o a la saturación. Por eso -es pertinente insistir- que en este Capítulo lo que más importa es saber cuál es la clave antropológica de cada época tal como se introduce en la tabla del referido Apéndice, y por qué eso es así, esto es, dar razón de ella. Como cualquier acotación no matizada corre el peligro de caer en una especie de dogmatismo, al menos en las formas, hay que decir que, claramente, se está abierto a esos matices a posteriores investigaciones y a otras ofertas, y que el fin de ese cuadro es, ante todo, pedagógico.

  1. La antropología grecorromana

Como es sabido, la filosofía grecorromana ocupa un dilatado periodo histórico que media entre el s. VI a. C. y el s. V d. C. En ella se suelen distinguir varias etapas suficientemente diferenciadas: a) La época clásica, que comprende desde los presocráticos a Aristóteles (s. VI–III a. C.). b) La helenísticoromana, propia de las denominadas escuelas helenísticas (s. III a. C.– s. II d. C.). c) El periodo neoplatónico (s. III–V d. C.). Las descripciones teóricas que los griegos esbozan del hombre, y que marcan su antropología, son las de animal racional o animal político. La primera porque, según ellos, la razón es el distintivo del hombre respecto de otras especies animales. La segunda porque no se entiende al hombre sin ser social, o sea, sin ser ciudadano de una ciudad-estado (polis).

Con todo, tanto la razón como la sociedad humana son realidades del ámbito del tener humano, o sea, del disponer. Por eso, se puede decir que lo distintivo del hombre en el pensamiento griego clásico es el tener. El hombre, según ellos, es un ser que posee[14]. No obstante, cabe distinguir en esta tradición diversos grados de tener.

  1. a) El inferior de todos ellos sería el tener práctico, es decir, las posesiones físicas o bienes materiales. De entre estos útiles la posesión más alta es el lenguaje, como advirtieron los sofistas, porque con ella se dominan y dirigen las demás[15].
  2. b) Por encima de este orden de posesión está el tener ideas, es decir, el modo de poseer propio de la inteligencia (descubrimiento de Aristóteles). Se trata de un modo de tener más inmanente y no sometido a cambios y pérdidas (así se explica la descripción platónica de las ideas como imperecederas, sin cambio, etc.). De ese modo nació la filosofía con los presocráticos: notando que la inteligencia humana se corresponde con asuntos pensados, verdades, que permanecen al margen del tiempo. De ahí la admiración que este hecho produjo a los primeros que filosofaron. Con esto responde asimismo al hecho de que se considere a los griegos de ese periodo como intelectualistas.
  3. c) Superior al precedente es el modo de poseer según virtud (descubrimiento de Sócrates[16]), porque es más interno. Son virtudes, por ejemplo, la justicia, la fortaleza, la templanza… ¿Qué se posee según la virtud? El dominio sobre los propios actos de querer de la voluntad, y también, sobre las propias acciones externas, que son la manifestación de ellas. Su contrario, el vicio, es la incapacidad de dominio sobre los propios actos (así sucede, por ejemplo, con la injusticia, con la cobardía, con la destemplanza…). Es claro que los actos de la voluntad son superiores a las ideas, porque las ideas no son reales (sino intencionales), mientras que los actos volitivos sí lo son. Sócrates, y también Platón, defendían esta superioridad.
  4. d) Todavía un grado ulterior de posesión descubierto por los grandes socráticos Platón y Aristóteles: el de los hábitos intelectuales. El primero descubrió el valor de los hábitos intelectuales prácticos, cuya cima la ocupa la prudencia, y que, según él, dirige y gobierna las virtudes de la voluntad; el segundo, el de los hábitos teóricos, cuya cúspide es la sabiduría. “Hábito” significa tener. Con el hábito intelectual lo que se poseen son los actos de pensar de la inteligencia. Se trata de una posesión más intrínseca que la de ideas. A pesar de lo elevado de este disponer, como se ve, los pensadores más relevantes de este periodo siguen radicando lo distintivo humano en el tener.

Por otra parte, si para los griegos existía una jerarquía entre los modos de posesión, la justificación de las posesiones inferiores radicaba en su subordinación a las superiores. De modo que si las posesiones prácticas impedían o inhibían el pensar, la adquisición de virtudes sociales y el crecimiento de la inteligencia, no tenían ninguna razón de ser, y se podían considerar superfluas. En la cima de las posesiones está, pues, la propia de la inteligencia, y secundariamente, la de la voluntad. Por eso, para un griego, el hombre es un ser que tiene “logos”, pensamiento y, derivadamente, “boulesis”, voluntad, si bien esta última facultad es concebida como una tendencia (“orexis”), que sigue al pensamiento y es inferior a él.

Como es sabido, los grandes pensadores de esta época son Sócrates (s. IV a. C.) y los grandes socráticos Platón y Aristóteles (s. III a. C.). En estos filósofos, más que de antropología, casi cabe hablar de psicología, aunque clásicamente considerada. Sócrates no nos dejó nada escrito. Sabemos de su bagaje intelectual a través del testimonio de Platón. Pero dio un testimonio filosófico de defensa de la verdad a costa de la propia vida que quedó esculpido en el espíritu de sus mejores discípulos. No soslayó preguntarse acerca del fundamento y del destino. En esos temas sus indagaciones apuntaban a Dios. Se empeñó en defenderlas y le condenaron por ello al destierro, decreto que no aceptó. Ante el mal seguro derivado de este rechazo, su consuelo fue lo que muchos siglos más tarde recomendaría Fray Lorenzo a Romeo: “voy a darte el antídoto de esa palabra (destierro): la filosofía, dulce bálsamo de la adversidad. Ella te consolará, aunque te halles proscrito”[17]. Sócrates prefirió la pérdida de la vida a la renuncia a la verdad descubierta. Su magisterio es, pues, elocuente y recomendable para nuestra época.

Platón, por su parte, pensó que el hombre es exclusivamente su alma, lo espiritual humano, con lo cual comprometió la unión alma-cuerpo y el sentido de la vida en este mundo. Comenzó con ello un dualismo problemático en la interpretación del hombre. Aristóteles, por otra parte, combatió el dualismo platónico describiendo al alma como forma del cuerpo, pero como consecuencia de ello asignó al alma humana tras la presente situación una débil forma de vida. En efecto, para él tras la muerte el alma pasa a “la región de las sombras”[18] donde tiene una vida desvaída, menos activa que en la existencia corporal. Por lo demás, el Estagirita puntualizó que el hombre es el animal que posee logos[19]. En todas estas descripciones, como se comprueba, el tener es lo distintivo humano para el pensamiento griego clásico.

La inspiración aristotélica, sin embargo, decae con las posteriores escuelas helenísticas. Para los representantes de éstas, según variantes, el hombre es un ser que tiene a la mano asuntos diversos: placeres (epicureismo), autodominio (estoicismo), sociedad (peripatéticos), cuerpo (cínicos), etc. Para los neoplatónicos el hombre fundamentalmente es un ser con pensamiento. Los epicúreos fueron (y son) materialistas. Los estoicos cifraron lo distintivo del hombre en la posesión de la virtud, aunque se trata ahora de una virtud triste, por falta de adhesión a bienes elevados, merced a la carencia de luz intelectual para descubrirlos y para guiar en su búsqueda: normas. Los cínicos son naturalistas. Los eclécticos de esta época constituyen una prueba del rechazo de los reduccionismos vigentes. Los peripatéticos no se libraron tampoco de los reduccionismos, e incluso del materialismo. Los neopitagóricos fueron esclavos del dualismo alma-cuerpo, y los neoplatónicos siguieron buceando en esa brecha.

A su vez, la dimensión social del tener en el pensamiento griego es manifiesta, pues todos los “teneres” humanos descubiertos se ejercen no sólo respecto de sí, sino también en relación con los demás ciudadanos, de modo que el reconocimiento social, el honor derivado del manejo de las posesiones, empresas, misiones, poderes, etc., es pieza ineludible para una vida buena[20]. En efecto, las polis giraban en torno a dos piezas clave: la virtud y la ley. Esa fue una herencia de la aristocracia griega que provenía de los tiempos homéricos. La aristocracia era entendida como el gobierno de los mejores, lo que hoy llamaríamos “líderes positivos”. Era aristócrata un ciudadano al que se le había encomendado una tarea de relieve y había sido capaz de culminarla con éxito, por ejemplo, una expedición militar. Tras haber cumplido con su responsabilidad su cometido, los ciudadanos le seguían respaldando y le confiaban otras misiones más importantes, como podía ser el caso del gobierno de una ciudad. Si lo cumplía bien, se le rendía honor público, incluso tras la muerte. Se podría decir que se observaba ese proverbio: “la buena obra, al maestro honra”[21]. En cambio, en caso de no haber estado a la altura de lo que se le pedía, o de haber correspondido mediocremente a la encomienda, se le retiraba la confianza.

En las polis griegas se tendía a vivir de modo que valía más morir honrado, que vivir deshonrado por los hombres[22]. Como es sabido, posteriormente el cristianismo añadió a ese planteamiento el intento de enderezar el honor hacia un motivo más sobrenatural[23]. La virtud aristocrática era, pues, correspondida con un reconocimiento social, ciudadano, y eso mejoraba indudablemente al que la poseía y a sus conciudadanos. De modo que la sociedad griega no se entendía al margen de la polis. Por eso el destierro era considerado como peor que la muerte (recuérdese el caso de Sócrates), pues equivalía a una declaración pública de que no se aceptaba a alguien como ser social, como conciudadano, en suma, como hombre virtuoso.

La ley (nomos) era la otra pieza clave de la Grecia clásica, y también de Roma (recuérdese el caso de Cicerón[24]). Eso era así porque si la ley era justa, favorecía el comportamiento virtuoso de los ciudadanos, ya que protegía y animaba a manifestar la dimensión social que la virtud posee. Por eso no se concebía una buena polis sin unas buenas leyes[25]. De modo que el respeto por la ley caracterizaba también a los buenos ciudadanos (sin este extremo tampoco se comprende la muerte de Sócrates). El fin del político era formar buenos ciudadanos, es decir, fomentar la adquisición de virtudes. A su vez, la mejoría de los ciudadanos garantizaba el cumplimiento de la ley, si ésta era justa; o su corrección, si no era del todo adecuada. En suma, en la Grecia clásica, cuna del civismo humano, se sabía que “no es mucho que tenga mala condición quien no tiene buena ley”[26], pues es claro que bajo el amparo de leyes injustas se fomenta la proliferación de ciudadanos injustos. Si en nuestra sociedad profiferan de día en día los delitos, tal vez sea prudente revisar la legislación vigente. Con todo, las leyes injustas impuestas por la fuerza acaban consigo mismas, pues también es manifiesto que “donde la fuerza oprime, la ley se quiebra”[27].

En suma, aunque la virtud y la ley son unos teneres de mucha calidad, uno individual y otro colectivo, ninguno de los dos son el ser de la persona humana. Los humanistas griegos y romanos de este periodo estuvieron muy pendientes de ambas formas de tener, pero en ninguno de ellos aparece el carácter de persona que cada uno de los hombres es, asunto que será descubierto gracias a la ayuda de la Revelación divina manifestada explícitamente en el cristianismo.

  1. La antropología en el cristianismo

A distinción de los griegos, el pensamiento cristiano no cifra lo distintivo del hombre en el tener, sino en el ser, es decir, en la persona. “Persona”, “corazón”, “cada quien”, “hijo de Dios”, “espíritu”, etc., vienen a ser denominaciones equivalentes dentro del cristianismo. Aunque alguno de estos modos de designar a cada persona humana tiene precedentes dentro del judaísmo (Antiguo Testamento[28]), no es explícito en él el descubrimiento de la persona, que es un hallazgo netamente cristiano (manifiesto en el Nuevo Testamento[29]). Es sabido que la unión del Antiguo y Nuevo Testamento conforman la Biblia, que es, entre otras cosas, el libro más vendido del mundo. Por eso, aunque sólo fuese por cultura, se debe atender a la antropología subyacente en este legado. Lo radical de la persona humana dentro del judaísmo es la alianza de Dios con ella; y en el cristianismo la filiación divina[30]. La doctrina cristiana ve al hombre como un ser abierto, susceptible de ser elevado, y ello merced a la fuente y fin de todo ser, Dios, el Ser[31].

La realidad que subyace en la noción de persona es un descubrimiento netamente cristiano. No está en los escritos de los filósofos griegos. Para ellos esa noción (prosopon) está tomada del teatro, y designa el papel que el artista desempeña. Los griegos describen al ser humano con el término “hombre” (antropos), no con el de “persona”[32]. En el Antiguo Testamento, a pesar de contener referencias implícitas, la revelación de las tres Personas divinas no es explícita. El misterio de la Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) es revelación neotestamentaria. Descubrir la trinidad de Personas en la unidad de naturaleza divina es conocer que no son equivalentes la noción de persona y la de naturaleza divina, puesto que en la unidad de Dios coexisten distintas Personas. No significan lo mismo, por tanto, la noción de persona y la de naturaleza. Cada Persona divina es Dios, pero las Personas divinas se distinguen entre sí.

A su vez, para dicha doctrina cada ángel es una persona distinta, a pesar de que todos ellos sean de naturaleza angélica. Se admite también que la naturaleza de cada ángel se distingue de la de los demás. En cualquier caso, tampoco coincide la naturaleza angélica con el ser personal de cada ángel. “El individuo sin especie, es por definición, el Ángel. Es el Arquetipo, el tipo supremo, que ha asumido toda posibilidad de especie, representándola en un ejemplar único, agotando su infinitud en una vez”[33]. La jerarquía es lo que distingue a la naturaleza de los ángeles, pues ésta no puede distinguirse en ellos sino según un más y un menos. Por eso, en los ángeles no es palmaria la fraternidad, pues tanto como personas como en su naturaleza, todos dependen y se describen radicalmente en orden a Dios, es decir, por su filiación[34]. Con eso no se quiere decir que el ángel de naturaleza inferir se sienta enteramente desbordado por el de naturaleza superior, y ello porque, como la distinción real entre persona y naturaleza está vigente en ellos, uno de menos dotación natural puede ser más elevado en su persona que otro de naturaleza más activa. Dios no se repite al crear a las personas, y en el caso de los ángeles, tampoco a sus naturalezas. De modo que los ángeles son más nuevos que nosotros, porque no son sólo nuevos por su ser personal, sino también por su naturaleza. Por lo demás, la mayor o menor novedad hay que medirla siempre por la cercanía personal a Dios, que es el Nuevo por excelencia, el Origen, con imposibilidad de envejecer y rejuvenecer[35].

La religión cristiana anuncia también que la segunda Persona de la Santísima Trinidad (al que se le llama Logos, Verbo, Palabra, Hijo del Padre, etc.) se encarnó, es decir, asumió la naturaleza humana y vivió entre los hombres en un momento determinado de la historia, hace aproximadamente 2.000 años, en un espacio muy concreto, la Judea, norte de Egipto y la Galilea del Imperio Romano del s. I de nuestra era. ¿Por qué asumió nuestra naturaleza? Para restaurar la filiación divina perdida tras la caída original de nuestros primeros padres[36], abrirnos a la elevación personal y a la salvación post mortem. Además, manifestativamente nos dio ejemplo de vida y enseñó que él es el Camino que lleva a Dios. Lo propio del camino es que se está en él. Por eso, para ir a Dios (Padre) hay que estar en Cristo, en su presencia, que no es limitada como la nuestra, sino irrestricta. A esa Persona divina se le ha denominado de varias formas tras su Encarnación: Enmanuel, Salvador, Señor, Jesús, Cristo, Jesucristo, etc. Perfecto Dios y, desde la Encarnación, perfecto hombre. Pensar en Cristo ayudó en buena media a los cristianos a conocer al hombre. En efecto, si en Cristo se distingue entre Persona (la divina) y dos naturalezas (divina y humana), ello indica que persona no equivale a naturaleza. Por tanto, esa distinción debe darse asimismo en el hombre. Por lo demás, Cristo no sólo ayuda a conocer mejor al hombre, sino que, como Dios que es, puede revelar el hombre al propio hombre[37].

Por otra parte, la Revelación divina, desde el Génesis, nos muestra que la naturaleza humana es propia de la especie hombre, y que no coincide con cada persona humana. En efecto, la naturaleza humana es dual, constituida por varón y mujer, pero cada persona humana, como tal, no es dual, sino única e irrepetible, novedosa. Así, Adán y Eva son dos personas, aunque constituyen entre ambos una única naturaleza, la humana, pues ninguno de los dos tiene la naturaleza humana completa. Por eso ninguno de los dos es viable por separado. Lo cual permite ver a las claras que en el hombre persona tampoco equivale a naturaleza. Si la naturaleza humana no es viable de modo independiente, por ella el hombre es social, debido a la comunidad de origen. Por consiguiente, la familia es una institución natural[38], no un invento social trasnochado.

Es pertinente, por tanto, establecer en el hombre la distinción entre persona y naturaleza. Ambas realidades no se confunden porque no se reducen una a otra. Si bien todo hombre es persona, no toda persona es hombre (pues los ángeles, por ejemplo, también son personas, pero no hombres). Persona, según la concepción cristiana, es cada quién. Alguien distinto de todos los demás, aunque abierto a ellos. Capaz, por tanto, no sólo de conocerse y amarse a sí, sino también a los demás y a Dios. La persona humana es un acto de ser que tiene un alma y un cuerpo. Hay una unidad profunda entre alma y cuerpo y más aún entre persona y alma[39]. Cada persona es creada directamente por Dios en el instante de la concepción. El hombre es el centro de la creación visible y, a diferencia de la realidad física, la persona humana no se describe tanto por su relación con la nada, sino ante todo por su relación con Dios. En efecto, el hombre no fue, como el mundo, creado de la nada (ex nihilo), sino de Dios (ex Deo), esto es, teniendo a Dios como modelo. En suma el hombre, la persona es lo radical. Los rasgos radicales de la persona no se reducen a las características que distinguen a la naturaleza humana.

Pasemos ahora a recordar escuetamente algunos de los autores destacados de este periodo y a presentar, también de modo muy breve, alguna de sus aportaciones, pues centrarnos detenidamente en ellos sería, desde luego, muy interesante, si bien impracticable dado nuestro propósito de presentar una síntesis histórica de las claves antropológicas de cada época. Entre los antropólogos del primer período cristiano destacan San Justino[40] y San Ireneo[41]. Además de apologistas frente a judaísmo influyente y el paganismo imperante, son grandes cabezas, grandes humanistas. Posterior es Boecio (s. V-VI), quien describe la persona con rasgos de la naturaleza humana[42]. Otros, como San Agustín, perfilan la intimidad humana con la palabra corazón, siendo la clave de su antropología la imagen divina en el hombre[43]. San Juan Damasceno, por su parte, último de los Padres de la Iglesia (s. VII-VIII), distingue netamente entre persona (hipóstasis) y naturaleza (physis) [44]. Pese a la pluralidad de matices, para ellos la persona es cada quién, el ser irrepetible e irreductible a la humanidad, a lo común de los demás hombres. Es propio de la naturaleza humana la corporeidad, los sentidos, los deseos sensibles, etc., pero no la persona. Los griegos desconocieron este hallazgo, pero los modernos -como veremos más adelante- lo olvidaron en buena medida. A pesar de esta pérdida, esta averiguación es genial, no sólo en lo que respecta a su valor íntimo, sino a las repercusiones sociales que ese descubrimiento reporta. Demos cuenta de ello.

La inmensa dignidad de cada persona y el respeto a su libertad es conocida y respetada por los primeros cristianos. En efecto, desde el cristianismo no es más digno el señor que el esclavo, el varón que la mujer, el joven que el adulto, etc. La historia ha dado cuenta de ello por contraste, pues es claro que en diversos movimientos ideológicos, políticos, etc., contrarios al cristianismo (ej. materialismo ateo, nacionalsocialismo, laicismo, etc.) o en las religiones que lo han combatido (ej. el Islam) desaparece la dignidad de cada uno, y tiende a aparecer la ley del más fuerte en cualquier ámbito[45]. De ese modo se atropellan las libertades, sobre todo las de los más débiles (mujeres, niños, ancianos, enfermos, los no nacidos, los más pobres, etc.). Algunos otros descubrimientos netamente cristianos y de gran relieve para la antropología fueron, entre otros los siguientes: la noción de creación, el sentido de la religión, la visión de la historia, del trabajo, etc. Describámoslos sucintamente.

  1. a) La noción de creación. Aunque se puede llegar a descubrir por conocimiento natural (metafísica), es decir, sin ayuda de la fe sobrenatural, la verdad de que el universo y el hombre son criaturas de Dios, al margen de la Revelación judeo-cristiana no se conocía. Si el hombre pasa a considerar desde ese momento que el cosmos es una criatura, y que está, además, está subordinada al propio hombre, entonces se desacraliza la visión cósmica precedente en la que el hombre era tenido como una pieza minúscula del universo y subordinado a él. Ahora, en cambio, se ve que el mundo es para el hombre, y éste para Dios. De modo que el hombre sólo debe someterse a Dios y en modo alguno debe rendir culto al cosmos (Tierra, Sol, Luna, astros, etc.). Esto, si se entiende bien, impulsa enormemente la investigación científica sobre el universo; si mal, en cambio, se procede a la explotación desordenada y abusiva del mundo. Por contraste, cuando en la modernidad se olvida este legado, se vuelve a la visión del hombre como un ser intracósmico. La filosofía de Nietzcshe, por ejemplo, es sumamente ilustrativa, pues en ella el yo está enteramente subordinado a una voluntad de poder cómica, universal, impersonal, y ésta regida por el tiempo del eterno retorno.
  2. b) El sentido de la religión. El judaísmo y el cristianismo no, en sentido estricto, son una religión natural[46]. En efecto, la religiosidad natural humana es la búsqueda natural de Dios por parte del hombre. En cambio, la judeocristiana invierte los términos, pues ahora se trata de una búsqueda sobrenatural del hombre por parte de Dios. Esa búsqueda se manifiesta en la historia. Se trata de la Revelación La búsqueda lo es de cada hombre y a través de cada hombre (Abrahám, Isaac, Jacob, David, los Profetas, los Apóstoles, etc.). Es Dios quien elige, quien ama primero[47], no sólo sin mérito alguno por parte de cada hombre, sino contando con muchos y graves deméritos. Y esa elección, es superior a toda otra realidad creada, incluso a las más queridas, como pueden ser los hijos[48]. Ahora ya no será, pues, el hombre quien con más o menos suerte tantee aproximarse a Dios buscando determinados derroteros, sino que es Dios quien se acerca al hombre, convive con él, y le muestra, en concreto, cual es el mejor camino de alcanzar a ser perfecto, feliz, susceptible de vivir de cara a Dios y de endiosarse. Por ello, tras la Revelación cristiana, las religiones pierden sentido[49]. En efecto, si Dios mismo funda una sociedad (la Iglesia) para hacer más asequible al hombre la bienaventuranza, de comprender esto, pierde sentido cualquier otra organización religiosa humana, porque la Iglesia, al estar asistida por Dios, es perfecta e imperecedera como camino a Dios, a pesar de los defectos personales de todos y cada uno de sus miembros humanos. Precisamente tal cúmulo de defectos es una buena prueba de que la Iglesia no es una sociedad meramente humana, porque a pesar de ellos es incólume y subsiste siempre. ¿Por qué tal perennidad? Precisamente porque la funda Dios (Cristo), y como él es eterno, la fundación la sigue asistiendo.
  3. c) La visión de la historia. Antes del cristianismo la concepción del tiempo es cíclica, repetitiva; no caben novedades radicales: no hay nada nuevo bajo el sol (nihil novum sub sole[50]). Sin embargo, con el cristianismo se descubre que cada persona es la mayor novedad; ésta es sin precedentes y con un futuro histórico y metahistórico humanamente impredecible. En efecto, una novedad sin futuro no es tal. De modo que a partir de este momento el hombre mira más al futuro que al pasado o al presente, pues se sabe proyecto[51]. La visión del tiempo y de la historia se vuelve optimista, esperanzada. Y, en consecuencia, el hombre se concibe a sí mismo como esperanza. Cuando la sociedad renacentista pierde la savia cristiana se vuelve pesimista, desesperanzada; se empieza a aceptar el parecer de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”[52], mientras que lo único seguro es que fue anterior… Incluso, filosóficamente, en la Filosofía Moderna, se vuelve a postular que el tiempo es cíclico: recuérdese el aprecio hegeliano por el círculo[53] o el eterno retorno nietzscheano[54]. Nuestra sociedad es en exceso sentimental, romántica, y el quid del romanticismo es no pocas veces la añoranza respecto de lo perdido o de lo que se pudiera haber sido o conseguido y ya no hay vuelta atrás. También en filosofía existen actualmente muchos pensadores de temperamento melancólico, rutinario, entrometidos en unos quehaceres que les van provocando la pérdida de la ilusión por alcanzar grandes verdades, y ello a pesar de que su ritmo y carga laboral[55]. Sin embargo, la clave de un fílósofo maduro no es afirmar que ha tenido una vida lograda, sino saber que cualquier éxito es prematuro[56].
  4. d) El trabajo. Antes del cristianismo el trabajo manual (agricultura, ganadería, construcción, artesanía, etc.) se reservaba en buena medida a los esclavos, por considerarlo de poco valor. Es sabido que los siervos no eran valorados como ciudadanos. Carecían de carta de ciudadanía y no podían dedicarse a tareas liberales, políticas, etc. Sin el cristianismo el trabajo servil era tenido como una obligación, una imposición externa, con la que había que cumplir inexorablemente. Por su parte, el trabajo de los hombres libres (política, artes, enseñanza, etc.) era tenido como un escenario de autorrealización personal. Con el cristianismo, en cambio, todo trabajo honrado adquiere un valor enteramente distinto, pues ahora se trata de cumplir bien un encargo divino. Además, la dignidad del trabajo se mide por la dignidad de quien lo realiza, más que por el mismo trabajo, sea éste de mayor o menor relevancia social[57]. Cristo mismo dio ejemplo de ello escogiéndose un trabajo manual de artesano. Esta mentalidad era neta entre los primeros cristianos, aunque posteriormente en la Edad Media se olvidase y reapareciera de nuevo la distinción entre señores y siervos, entre artes liberales y serviles; la Edad Moderna aceptó y prolongó esta distinción, pues unos hombres devienen esclavos (proletariado) de los otros (burguesía). Que esta dicotomía ha sido la posición mantenida por el liberalismo y el marxismo (también por el capitalismo, socialismo, los regímenes burocráticos, las dictaduras, etc.) parece quedar tan fuera de toda duda[58], como claras han sido las reiteradas criticas de esos errores por parte del Magisterio de la Iglesia.
  5. La antropología en la Edad Media

La deuda con el cristianismo, en lo que al apogeo de este ámbito epocal se refiere, comporta que los autores cumbre cifren lo distintivo del hombre en su ser, no en su tener o en su obrar (ya sea éste racional, volitivo o pragmático).

La llamada Edad Media es una época histórica que, al margen del periodo de transición (que abarca desde el s. VI al VIII d. C.), está comprendida entre los siglos VIII y XIV. Esta época está marcada por el agotamiento del legado romano y el nacimiento de un nuevo modo de pensar coincidente con el renacimiento carolingio, nacido en Francia y que posteriormente repercutirá en toda Europa. Se suelen distinguir varias etapas medievales: a) El renacimiento carolingio, circunscrito a Francia y sus alrededores (s. VIII y IX). b) El de la renovación espiritual (s. X-XII), con un área geográfica más europea. c) El de esplendor (s. XIII), que gira en torno a la universidades. d) La llamada Baja Edad Media, (s. XIV), con epicentro también en las universidades, aunque este último periodo, en cuanto a la filosofía y a la concepción del hombre se refiere, ya no es encuadrable en la época medieval, sino que abre la puerta a la Edad Moderna. Por eso es conveniente relegarla para el próximo epígrafe.

En los principales pensadores de este periodo está incoada, aunque no en todos desarrollada y bien resuelta, la distinción real entre esencia y acto de ser en el hombre (Avicena, Alejandro de Hales, S. Alberto Magno, Sto. Tomás de Aquino[59], etc.), es decir, entre aquello que es en el hombre del ámbito del disponer y aquello que es su ser. Al tipo de filosofía de este periodo que busca el ser se la ha denominado realismo. El hombre ya no es considerado como una pieza más del cosmos -como en el periodo griego-. El alto concepto que del hombre se tiene, como centro de la creación visible, es común denominador de todos los autores. Se concibe como un microcosmos que compendia todas las notas de lo sensible y de lo espiritual.

Una característica común a los diversos autores cristianos de este periodo por lo que a antropología se refiere es que cuentan con el descubrimiento cristiano de la persona. Persona ya no es sinónimo de hombre, sino de cada quién. Además, conciben al hombre como un ser abierto a la trascendencia (“capax Dei“), asunto nada extraordinario en esta época, sino normal, pues “es muy connatural en el hombre la inclinación a su Dios, como a su principio y su fin, ya amándole, ya conociéndole”[60]. Ello implica, a la par, una visión optimista y esperanzada del hombre, pues como enseña Zubiri “la cuestión acerca de Dios se retrotrae a una cuestión acerca del hombre”[61]. Distinciones teóricas entre autores obviamente no faltaron[62] (lo cual es síntoma de salud mental, pues es claro que los que menos piensan son los que más copian, y no precisamente lo mejor). Otros temas humanos tratados por los medievales fueron el ser relacional del hombre, su visión de la sociedad, de la ética y política, del lenguaje, de la vida práctica, cultura, historia, etc. Además de los pensadores mencionados más arriba destacan San Buenaventura, que concibe la vida humana como itinerario de la mente hacia Dios[63], y Escoto, que la percibe como el itinerario de la voluntad hacia el ser divino[64].

Pero no todas las concepciones medievales del hombre fueron cristianas. La filosofía árabe de los s. XI–XII, en sus más netos representantes (Avicena y Averroes), seguramente en contra de lo que pretendían, lejos de enaltecer con su filosofía a la persona humana, favorecieron la despersonalización del hombre, por intentar identificar lo nuclear de cada quién con lo propiamente divino. En efecto, se trata de una interpretación muy peculiar del intelecto agente descubierto por Aristóteles, es decir, del conocer personal humano, pues admitían que nuestro conocer es enteramente pasivo, y que el único conocer activo es el divino, que refleja su luz en nuestras mentes como en un espejo. Sin embargo, la pasividad cognoscitiva no es humana, pues si no es el hombre el que conoce, no es persona, ya que no puede ser responsable. Con ello no sólo se volvía deleznable la antropología, sino también -como advirtió Tomás de Aquino- la ética y la política[65]. Por su parte, la filosofía judía de esta época recibió en algún autor (Maimónides es un caso prototípico) el influjo completo de los árabes, mientras que en algún otro (Avicebrón, por ejemplo) acogió el de los neoplatónicos. En suma, de modo parejo a como el Corán supone “un proceso de reducción de la divina Revelación que en él se lleva a cabo”[66], así la antropología árabe y judía de este periodo es una reducción del alcance que puede tener la aristotélica, desarrollo que intentan llevar a cabo precisamente los pensadores cristianos medievales del s. XIII.

Con todo, a pesar de las correcciones que las doctrinas árabes recibieron por parte de los pensadores cristianos y de las autoridades eclesiásticas, a finales del s. XIII el averroísmo campea a sus anchas en las universidades europeas. El conocer humano se concibe pasivo, incapaz de conocer los grandes temas por sus propias fuerzas, a menos que sea iluminado. Además, comienza a creerse que esa iluminación ya no es natural -como opinaban los árabes precedentes- sino exclusivamente sobrenatural, es decir, debida sólo a la luz de la fe. Como se podrá apreciar, esta opinión es netamente moderna (semejante, por ejemplo, a la de Lutero). En efecto, en la modernidad se tiende a creer que las realidades superiores al hombre no se puede conocer naturalmente. Por tanto, ese ámbito no se cosiderará objeto de la filosofía, sino de la fe (para quien la acepte) y, por tanto, de la teología. De ese modo se consolida un abismo artificial, que se supone insalvable, entre la filosofía y la teología, entre la razón y la fe. A este error, reiteradamente denunciado por la doctrina católica, se le ha llamado fideismo. Por lo demás, es claro que esa mentalidad ha llegado hasta nuestros días[67].

  1. La antropología en la Baja Edad Media, en el Humanismo y en el Renacimiento

Los grandes hallazgos antropológicos del esplendor de la mejor escolástica quedaron ocultos en el s. XIV. Los monumentales temas medievales (el ser humano, por ejemplo) ya no inspiran. La apertura constitutiva del hombre a Dios, explícita a lo largo de toda la Edad Media, se eclipsó desde el s. XIV. El periodo de la historia de la filosofía que media desde el s. XIV hasta el s. XVI, o principios del XVII como máximo, a pesar de los variados matices de los diversos ambientes culturales, tiene un común denominador que vertebra las peculiaridades: concibe que lo nuclear del hombre es su obrar. El enfoque antropológico desde el s. XIV obedece a unos parámetros que son nuevos, incluso opuestos, respecto de los planteamientos anteriores, y que son los que se transferirán a la Edad Moderna y hasta nuestra época. En este sentido puede sostenerse que la Edad Moderna tiene su inicio, o como mínimo sus precedentes, en el s. XIV. Desde ese siglo, fundamentalmente con Ockham, la concepción del hombre ya no se centra, pues, en el ser, sino de manera exclusiva en el actuar. Los pensadores cristianos de la época precedente no se olvidaron del actuar. Sabían que el interés no es execrable, pero lo subordinaron a algo más valioso: el saber.

Si los pensadores del s. XIII conciben al hombre como abierto cognoscitivamente a la trascendencia –por eso intentaron poner la filosofía al servicio de la teología, y se esforzaban por aunar la razón con la fe–, los del XIV niegan esa apertura natural y separan la razón de la fe. Derivado de ello, ya no se concebirá la vida humana como vía hacia Dios, ni, consecuentemente, como búsqueda del propio sentido personal, sino como vía hacia el ámbito del interés. Pero si éste se toma en exclusiva, “el interés es el rey de los vicios, a quien todos sirven y le obedecen”[68], metal bajo que parece embrutecer hasta el amor más sublime[69]. Si se acepta que ya no se puede conocer teóricamente (contemplativamente) el sentido de lo real, lo que queda es aferrarse a un conocer práctico que domine lo mundano. Por eso se intenta conocer sólo prácticamente, y se tiende a subordinar el conocer práctico al ámbito del interés económico, cultural, político, etc. El Humanismo, s. XIV–XVI, y el Renacimiento, s. XV–XVI, salvo laudables excepciones, aceptaron en buena medida lo esencial de las tesis ockhamistas en este punto. No es que el obrar o el trabajo sean negativos. Son una realidad muy noble y entrañablemente humana -como se verá en el Capítulo 12-, y precisamente por la importancia que en este periodo se da a la actividad humana son laudables sus protagonistas, pero no hay que perder de vista que el trabajo (manual, político, artístico, etc.) es medio, no fin, y que, por tanto, se debe subordinar a las instancias humanas más elevadas, pues éstas no se reducen al hacer, ya que el hombre no es lo que él hace: nadie se reduce a sus obras.

En la Baja Edad Media se produce el despertar de la modernidad, o una nueva vía, a la que sus protagonistas llaman vía moderna, caracterizada por el nominalismo[70]. Se denomina así porque “interpreta las ideas como meros nombres comunes que aplicamos a las cosas, carentes de contenido inteligible”[71]. Esta concepción dará lugar posteriormente en filosofía al empirismo y al idealismo, y en teología al naturalismo y al fideísmo. Afirmada tras el s. XIII la celebridad de la filosofía tomista, los autores que en este siglo XIV destacan son, o bien discípulos rebeldes que quieren ir más allá de lo descubierto por Tomás de Aquino, como es el caso de Meister Eckhart[72] (cuyo empeño es loable, aunque sus soluciones no siempre sean mejores que las tomistas), o bien opositores tajantes a sus planteamientos, como es el de Ockham[73] (cuyo empeño filosófico y soluciones se muestran más faltos de rigor que en la tradición precedente). En cuanto a la vía moderna, cabe reseñar que se adoptó en buena parte de las universidades europeas durante los siglos XIV, XV, e inicios del XVI, a pesar de las reiteradas prohibiciones eclesiásticas[74]. Así suelen ser las cosas, a la claridad del Magisterio sigue la fidelidad de los fieles, pero también suelen suceder deficientes interpretaciones cuando no desobediencias. Con todo, lo que es de agradecer es que tales desajustes no pasen de excepciones[75].

Por otra parte, la vida humana práctica y sus problemas cotidianos, especialmente los de índole social, fueron el centro de atención de los autores más destacados del llamado Humanismo, en especial de los del s. XVI. Fue éste un movimiento europeo iniciado en el s. XIV y que se desarrolló durante el XV y el XVI. Se trata de una reacción contra la crisis social, política y ética que recorría la Europa de estos siglos. Los autores pretendían fines pedagógicos de la sociedad. Es el caso de Petrarca en el XIV, y de los tres amigos íntimos a principios del XVI: Erasmo de Rotterdam[76], Santo Tomás Moro[77] y Juan Luis Vives[78]. Todos ellos poseen una concepción nueva del hombre y de sus problemas (políticos, sociales, educativos, religiosos, etc.). Su fuerte es lo que hoy podríamos llamar filosofía práctica, un intento de oxigenar la vida social. En antropología defienden, a diferencia de otros autores contemporáneos, la inmortalidad del alma y la relación del hombre con Dios, tanto en esta vida como tras la muerte. Pero el grueso de sus ensayos versa sobre la vida ordinaria: las virtudes, las pasiones, la educación, la crítica a la corrupción política y eclesiástica, etc. Loable su proceder; más incluso su ejemplo vital que su testimonio filosófico.

Las palabras clave de los títulos de las obras de Erasmo (adagios, cartas, apotegmas, controversias, urbanidad, enmiendas, genio, elogios, sobre el bien morir, el libre albedrío) manifiestan su talante moralista. Su impronta cristiana se percibe en sus comentarios a la Sagrada Escritura y a los Padres de la Iglesia. Lo mismo cabe decir de Tomás Moro (cartas, utopía, etc.), aunque con mayor cadencia cristiana en sus escritos teológicos (La agonía de Cristo, etc.). Y otro tanto hay que reseñar del ilustre valenciano Juan Luis Vives (retórica, arte, concordia-discordia, disensión, instrucción de la mujer, deberes del marido, socorro de los pobres, sueño y vigilia, enseñanza, etc.), aunque sin tanto trasfondo teológico como en los precedentes.

Por su parte, suele decirse del Renacimiento (s. XV-XVI) que en el plano cultural alberga un olvido de la cultura recibida a lo largo de la Edad Media a la par que una recuperación, un renacer, de la cultura clásica grecorromana. Esa actitud dio como fruto excelentes resultados en toda Europa en el campo de las bellas artes: monumentos, esculturas, pinturas, que todavía hoy podemos admirar. Sin embargo, en filosofía, esta época se desprende de lo mejor del periodo medieval, de las grandes síntesis alcanzadas en el s. XIII, pero desafortunadamente no se despegó del nominalismo del s. XIV, que sigue en auge, y tampoco recuperó lo mejor de los clásicos griegos, al menos en lo que a la antropología se refiere, pues da cabida al naturalismo, que caracterizó buena parte del Renacimiento. Panpsiquismos y panteísmos tampoco faltaron dentro de este naturalismo. Pero es claro que aceptar el naturalismo en antropología supone olvidar a la persona por centrarse en exclusiva en la naturaleza humana. Este movimiento ignora, pues, la respuesta a esta pregunta: “¿qué es lo que intentas/, Naturaleza (humana), si tú/ y él (hombre) sois una cosa mesma?/ Es verdad, mas en los dos/ hay hoy esta diferencia:/ que él lo es en particular/ y yo en común”[79].

Un buen representante de la antropología renacentista es Pico de la Mirandola, un humanista preclaro, ducho en metáforas, -entre conciliador y ecléctico- que le tocó vivir en un contexto cultural en que (como en otros tantos momentos de la historia de la filosofía, y en nuestros días) “los filósofos desengancharon la sabiduría de la elocuencia, los historiadores, los retóricos, los poetas la elocuencia de la sabiduría”[80], y en el que él mismo se inclinó por la filosofía, porque -según sus palabras- “sin lengua podemos vivir, acaso no cómodamente, pero sin corazón de ningún modo. No muestra humanidad el que atropella el buen estilo, pero no es hombre el que está limpio de filosofía. Todavía aprovecha una sabiduría pobrísima de voz, pero una insipiente elocuencia (como espada en manos de loco) no puede no hacer grandísimo daño”[81]. En este Conde de la Concordia asoma un tema netamente moderno: la libertad. Precisamente ese es el rasgo central con el que caracteriza al hombre: “podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión”[82]. Pero libertad que -como los clásicos y los modernos- vincula a las acciones humanas externas[83]; que es, por tanto, de índole predicamental, no trascendental.

Por otro lado, la Reforma Protestante, como el Renacimiento, también se opuso a la filosofía escolástica de la Edad Media, aunque por un motivo distinto. No fue, como en aquél caso, por una concepción naturalista del hombre, sino por una contraria visión espiritualista (fideísmo). El iniciador de esta agitación social que conmocionó a Europa, promovió guerras de religión y, entre otras cosas, diezmó a los campesinos alemanes por oponerse al protestantismo, fue, como es bien sabido, Martín Lutero (s. XVI). Este autor descalificó la razón humana oponiéndola a la fe. Su tesis antropológica es bien conocida: la naturaleza humana está enteramente corrupta. No obstante, de ser coherente con lo que menta ese postulado, habría que mantener que este enunciado de ningún modo puede tenerse por verdadero, pues por ser fruto de una naturaleza humana, estaría corrupto; no sería más que el producto de un acto infame de la razón, “la prostituta del diablo”, según Lutero. Como se aprecia, el naturalismo y el fideísmo son, en el fondo, visiones parciales del hombre: o sólo razón, o sólo fe, y ambas a poco gas, seguramente porque “el amor y la fe, en las obras se ve”[84]; obras de las que prescindía la teología luterana.

De este tipo de reduccionismos tampoco escapó alguna filosofía política de la época como la de Maquiavelo (s. XVI), modelo de oportunismo político (cfr. El príncipe), que, por lo demás, no parecía gustar mucho a los clásicos castellanos[85], pero que tanto ha influido en la política moderna posterior de tantos estados y naciones. Otros pensadores, Vitoria (s. XVI) por ejemplo, atenderán más a la fundamentación de todo derecho en el natural. Intentarán, por tanto, el estudio completo de la naturaleza humana. En eso nuestra época tiene bastante que aprender o, al menos, que recuperar, pues por no atenerse los juristas a la naturaleza humana, bastante de nuestro derecho parece tuerto… Nótese, a título de ejemplo, que la disciplina de Derecho Natural brilla hoy por su ausencia hasta en las más prestigiosas universidades, y que, desde luego, no informa a las demás materias de jurisprudencia. Otro asunto preocupante en aquel momento histórico era el derecho de las gentes indígenas tras el descubrimiento de América. Sobre este tema se ocupan varios escritos de Vitoria. En virtud de ello, a este autor se le puede considerar como el fundador del derecho internacional. Varios textos de Suárez (s. XVI) versan también sobre ese asunto.

La llamada escolástica renacentista, (s. XVI-XVII), no sólo impulsó el Concilio de Trento, que dio lugar a una ajustada rectificación católica de la reforma protestante, y a un ecumenismo bien entendido[86], sino también a un rejuvenecimiento de la especulación escolástica medieval. Destacaron autores como el ya citado Vitoria, Cayetano, Silvestre de Ferrara, Soto, Báñez, Molina, Cano, Carranza, Luis de León, etc., todos ellos en el s. XVI. En antropología su punto neurálgico tal vez sea el intento de armonizar la libertad humana con la gracia divina. Sin embargo, la discusión medieval más importante recuperada en esta época de cara a la antropología gira, seguramente, en torno a la distinción real tomista entre esenciaacto de ser, aunque todavía poco referida al hombre.

Esa distinción estuvo sometida a vaivenes en esta segunda escolástica. En efecto, pensadores como Capreolo, Silvestre de Ferrara, Soncinas, Ledesma, Báñez, Sutton, por ejemplo, la aceptaron como una distinción real en sentido fuerte[87]. Por otra parte, filósofos tales como Vitoria, Soto, Cano o Guevara la aceptaron en sentido menos fuerte[88]. Aún hubo otros, como Cayetano, en los que parece haber una oscilación al respecto. Opuestamente a los precedentes, fue Suárez quien la negó abiertamente. Junto a esos pensadores, este periodo cuenta con grandes santos, reseñables aquí sólo porque fueron buenos conocedores de la intimidad humana. Entre ellos cabe destacar a San Juan de la Cruz[89] y a Santa Teresa de Jesús[90]. En el caso de la santa de Ávila, por ejemplo, lo que ella declara en Las Moradas acerca de las diversas capas, estancias o murallas que rodean al castillo interior, concuerda con lo expuesto sobre las dualidades humanas. Y es que los santos no pasan de moda, porque al acercarse tan íntimamente al Nuevo, su doctrina siempre es nueva.

  1. La antropología en la filosofía moderna

Se puede establecer que la filosofía moderna va desde el s. XVII al XIX, desde Descartes hasta Hegel. Se caracteriza antropológicamente esta época, en líneas generales y a pesar de su variedad, por el papel hegemónico de la operatividad humana centrada, sobre todo, en la racionalidad. No es la persona, sino su razón, lo que ahora importa. Si lo propiamente humano para la mayor parte de estos autores es la razón (para otros como Descartes[91] o Malebranche es la voluntad; y para Pascal[92], el corazón), debe ser ella lo más alto, lo más propiamente humano y, por eso, debe ser autónoma, independiente, autosuficiente, emancipada. Son, pues, intentos de autofundamentar la razón. Pero si la razón se supone autónoma, no deberá estar fundada por nadie, y a nadie deberá rendir cuentas[93]. Se atiende a continuación a exponer de manera sucinta la antropología de las diversas corrientes, no -por razones de espacio- a la de los diversos pensadores que las conforman, aunque se aludirá a título de ejemplo a la concepción del hombre de alguno de ellos.

Derivadamente de la visión racionalista, el hombre será interpretado como fundamento y, por ello, autónomo e independiente. En esto, autorizados observadores de nuestra situación actual denuncian que poco hemos cambiado[94]. Si el hombre es básicamente racional, a la razón habrá acudir para solucionar la problematicidad humana. El intento de emancipación racionalista comienza con el racionalismo (Descartes), se encrespa en la Ilustración (Hobbes, Rousseau, etc., emancipan la política; A. Smith -aunque enemigo del capitalismo salvaje-, David Ricardo, etc., la economía –liberalismo económico–; Hume, Kant, etc., la moral) y se agudiza con el idealismo (cuyo más álgido representante es Hegel). La deficiencia que en estos movimientos se capta en antropología estriba en la insuficiencia de la razón para describir esa realidad que supera a esta potencia, a saber, la persona humana. Demos un breve repaso al perfil de cada uno de ellos.

Es usualmente aceptado que el racionalismo es una corriente de pensamiento, radicada en la Europa continental en el s. XVII y principios del XVIII, que protagoniza el auge y prestigio de la razón (Spinoza[95], Leibniz[96], etc.), que no cejará posteriormente en la Ilustración, y que se sublimará en el idealismo. El racionalismo es idealista en antropología, pues pretende captar al hombre a través de las ideas. Con todo, el mismo Descartes comprobó experiencialmente la imposibilidad de este empeño, pues descubrió que lo que piensa la razón humana (el cogito), son siempre ideas (cogitata), pero, el sujeto (el sum) queda siempre más acá de las ideas y del propio pensar, de modo que es impensable idealmente, es decir, incognoscible por medio de la razón humana. Pero si el sujeto no se puede conocer racionalmente, el sujeto no pasará de ser un hecho. De manera que es el mismo Descartes, a pesar de su intento racionalista, quien ofrece en bandeja la tesis antropológica central que hará suya el empirismo[97].

La otra cara de la moneda filosófica de los s. XVII y XVIII es insular. Se trata del empirismo (Hobbes[98], Locke[99], Hume[100], etc.). Si en el racionalismo continental pesan las ideas, los británicos se aferran a los hechos: a la experiencia. El problema originado en ese marco será responder a si el hombre es algo más que un conjunto heterogéneo de hechos. Además, no debe olvidarse algo que se suele pasar por alto en esta época, que el “hecho malo, al corazón y al cuerpo hace daño”[101], es decir, que tanto lo espiritual como lo corpóreo humano son, en primera instancia, los primeros beneficiados o perjudicados de nuestras acciones, o sea, nuestra actuación repercute en ellos más que la propia realidad física. Tómese como paradigma de la tesis empirista que reduce al hombre a hecho el siguiente texto humeano: el alma es “un conjunto de diferentes percepciones, que se suceden unas a otras con una celeridad inconcebible, y que están en perpetuo flujo y movimiento… el espíritu es una especie de teatro, en que cada percepción aparece, pasa y repasa, en un cambio continuo… Esta metáfora del teatro no es engañosa; la sucesión de nuestras percepciones es lo que constituye nuestro espíritu, pero nosotros no tenemos ninguna idea, ni siquiera lejana o confusa, del teatro en que son representadas estas escenas”[102]. No podía ser de otro modo, pues, si el blanco de su crítica es la metafísica, ¿qué suerte podría correr después la antropología, si ésta todavía es de mayor alcance que aquélla?

Por otra parte, el mecanicismo, otra corriente de la época que recorre los s. XVII a XIX, y cuyo mejor representante es Newton, tiende a comprender al hombre como si fuera una máquina, por procedimientos mecánicos. El hombre queda ceñido en este estudio a la experiencia y al cálculo, dentro del marco del espacio isomorfo y del tiempo isocrónico. Pero ya se ha indicado que la persona humana es más que una realidad física. Si algún lector se conforma con explicar su corporeidad humana con las leyes de la mecánica (atracción, inercia, etc.), pues libremente puede considerarse newtoniano. Pero si no se conforma con esa explicación y busca más sentido, no sólo respecto de su propio cuerpo, sino también a lo que a éste trasciende, pues no menos libremente puede considerarse más allá del mecanicismo.

El periodo que media entre la Revolución Inglesa (1688–89) y la Revolución Francesa (1789) se ha denominado “Siglo de las luces” o Ilustración[103]. Alberga como lema filosófico característico, en palabras de Kant, el “¡atrévete a saber!” (sapere aude), entendido como la emancipación de la razón. Su consigna parece consistir, pues, en un optimismo desorbitado o excesiva confianza en la autosuficiencia de la razón. Tuvo su origen en Inglaterra, su práctica sociopolítica en Francia, y su madurez teórica en Alemania. Respecto del hombre lo que propugna esta corriente es sacarlo, según dirá Kant, de su “minoría de edad culpable”[104]. La salida de esa deficiente infancia cognoscitiva será realizada por muchos autores en vistas a un fin meramente natural, es decir, tomando como fines los puramente humanos, comportándose como si la Revelación divina no existiera. No obstante, sin una clara apertura a la trascendencia, muchos problemas humanos quedan sin explicar; entre ellos el de la muerte, que esta corriente tendía a poner en sordina[105].

El mejor representante de estas nuevas ínfulas ilustradas fue el ya mencionado Kant, para quien el sujeto es una incógnita aún más incognoscible que la famosa X ignota o cosa en sí extramental[106]. Ahora bien, si la antropología kantiana -la clave de su filosofía teórica[107]– no puede dar razón del sujeto (el llamado por él sujeto trascendental no es ningún quién), y su ética -clave de su filosofía práctica- bascula en torno a la autonomía de la voluntad, es claro que una voluntad autónoma, que supedita a sí a la razón, ni es cognoscible (la voluntad no conoce) ni se puede describir en dependencia de Dios. En consecuencia, ni esa ética está respaldada por la antropología, ni está abierta directamente a la trascendencia[108]. En suma, como se puede apreciar frente a una primera estimación, Kant, más que racionalista, defiende un intrincado voluntarismo.

Otros ilustrados exaltan en esa época la filosofía, la moral, la cultura y la ley, y no pocas veces rompen con la filosofía, con la moral, con la cultura, y con las leyes precedentes incluso sin tomarlas como paciente objeto de estudio[109]. La razón humana se considera autónoma e independiente de cualquier otra autoridad, también de la divina. Se defiende la moral y con frecuencia se vive en la inmoralidad, “y es lo bueno que los que tan al revés viven, dicen ser la gente más ilustre y la más lucida”[110]. Se trata del moralismo. Se hace ostentación de deísmo[111], y se vive en el laicismo[112]. Los autores más radicales van cayendo en el ateísmo. Por otra parte, se busca explicación empírica de las realidades sensibles. En efecto, es la época de los grandes desarrollos de las ciencias positivas. Es también el tiempo de los enciclopedistas, bastante hostiles, por cierto, al cristianismo y a la apertura del hombre a la trascendencia[113].

Con Rousseau termina el ideal ilustrado. En efecto, frente a lo que él denomina “la mentira de la sociedad y de la civilización”, defiende la bondad del hombre en estado de naturaleza previo a la sociedad: el buen salvaje[114]. Pero esta denominación parece paradójica, porque sin sociedad no caben virtudes, es decir, bondad verdaderamente humana. En efecto, Rousseau era poco partidario de la mutua ayuda, de la solidaridad como virtud. En su lugar, lo que él denomina voluntad general -modelo del sujeto trascendental kantiano[115]– es la que se debe imponer en el ámbito social, aún a costa de la correcta oposición de las minorías. Por lo demás, sin virtud -como en el caso de Lutero- es muy difícil bosquejar una antropología optimista, si se admite, además, que el buen salvaje existió, pero que ya no existe ni puede existir. ¿Acaso la voluntad general podrá suplir este déficit intrínseco de optimismo? Si es general, no parece ni personal ni humana, y si no lo es, no será intrínseca sino externa. ¿Será acaso superior al bien interno? Si lo fuera, redundaría necesariamente en beneficio interior. Pero entonces, ¿por qué esa desvinculación de la voluntad general con la virtud?

A la Ilustración sigue el Idealismo. Es éste un movimiento, encuadrado fundamentalmente en la Alemania de fines del s. XVIII y primera mitad del XIX, que ensalza en exceso el papel de las ideas. La hipertrofia de la razón es generada en esta corriente como reacción frente lo que los autores consideraban patología del sentimiento, del deseo insaciable, del anhelo incolmable, de la fantasía, propios del romanticismo (Goëthe, Schiller, Hölderlin, Schleiermacher, etc.), pues el idealismo intenta armonizar con la razón las adversidades vitales para evadir el sufrimiento romántico personal, es decir, pretende aunar todas las contradicciones y escisiones humanas, que tampoco Kant, el más representativo de los filósofos precedentes, había logrado conciliar. Por lo demás si un romántico como Schleiermacher intentó criticar el dogmatismo kantiano con la intoducción de un nuevo método racional, la hermenéutica, el idealismo será refractario a esa metodología, por considerarla escasamente racional.

El encumbramiento de la razón adquiere tales proporciones en el idealismo que en los tres autores principales, Fichte[116], Schelling[117] y Hegel[118], parece darse un intento gnóstico[119] de absorber la teología dentro de filosofía, una especie de panlogismo[120]. Para Hegel el hombre no es más que un instrumento del que se sirve el Espíritu Absoluto (que no es el Dios de los cristianos) para manifestar su ser (que no trascendente) y alcanzar dialécticamente su identidad a modo de resultado a través de las diversas fases contrapuestas de la historia. Además, Hegel propuso que todo lo que se puede saber radicalmente se supo en su presente histórico a través de sí mismo. Pero si se acepta que el saber absoluto se dio con él, se desvanece la esperanza de seguir ahondando en el saber de cara al futuro. Ahora bien, quien dice tener con su razón la verdad completa, en esa misma tesis se ha equivocado, porque la clave de la razón humana es que es susceptible de crecimiento irrestricto merced a los hábitos intelectuales. Por eso cualquier filosofía que cierra el saber es falsa[121]. Y además, abre la puerta al pesimismo, porque cierra el futuro.

En suma, si se considera cómo ha sido entendido el hombre en la filosofía moderna, se ve que se le ha entendido como fundamento. La sede de la autofundamentación se coloca en la razón. Según esta visión ya no hará falta acudir a Dios para describir al hombre. Pero tampoco a las demás personas. Así se comienza a pensar en esta época. Es el intento de explicar al hombre al margen de Dios y del resto de los hombres: una prueba explícita que la realidad de la persona humana se ha olvidado. “Persona” vuelve a ser un mero sinónimo de “hombre” y un hombre pasa a valer lo que vale su razón. El hombre en la filosofía moderna no se concibe como personal, y tampoco lo es el Dios que algunos de esos pensadores idean. Pese a lo establecido, y como se echa de ver, los grandes racionalistas (Descartes, Kant, también Hegel, etc.) no son inmunes a un voluntarismo de fondo. Por ello, la historiografia reciente repara en la ambigüedad que surge a la hora de describir la época filosófica posterior a la filosofía moderna, o bien como opuesta a ella, o bien como una prosecución de su voluntarismo.

Sin embargo, de todos los grandes pensadores hay que aprender; también de sus errores, porque dan pie para descubrir verdades no pequeñas. De la mayor parte de los filósofos de esta época es admirable su estudio tenaz y su capacidad intelectual. De otros, hay que ensalzar su intuición para algunos asuntos humanos centrales. De unos, su afán de saber. Sin embargo, como se ha dicho, hay que ajustar el método racional que emplean, pues éste no es el apropiado para algunos de los temas que investigan, al menos, para dar alcance a la persona humana, sencillamente porque la razón humana no es la persona humana sino inferior a ella, y es claro que lo inferior no puede dar razón ajustada de lo superior.

  1. La antropología en la filosofía contemporánea

Si Hegel era para sus discípulos el gran demoledor de la esperanza, porque cerraba el camino de los pensadores nóveles al futuro, ya que quiso explicar enteramente por la razón todo lo real y todo lo racional en su sistema filosófico, a la fuerza los pensadores posthegelianos que conocen su filosofía tienden a ser antihegelianos[122], si es que se consideran aptos para poder decir algo más, algo nuevo, distinto, de lo que pretendió explicar su maestro. Es pertinente, por ello, establecer la separación de la filosofía contemporánea respecto de la moderna tras Hegel. El periodo histórico-filosófico que inicia su andadura aproximadamente desde mediados del s. XIX se puede llamar filosofía contemporánea[123].

La antropología en este tiempo parece seguir cifrando lo más radical del hombre en la operatividad humana, como la moderna, pero se ciñe a la operatividad volitiva. Como se ha indicado, ello puede ser debido a dos factores: a) si se considera que la moderna es racionalista a ultranza, la contemporánea es voluntarista por contraposición a la moderna, debido al rechazo de la racionalidad hegeliana; b) si se piensa que algunos de los puntos centrales de la filosofía moderna (la duda cartesiana, la autonomía de la voluntad kantiana, la dialéctica hegeliana, etc.) responden a un voluntarismo de fondo, los pensadores posteriores que admiten su influjo siguen abundando en esa tendencia. Parece cumplirse, pues, aquello de que los extremos se tocan. En efecto, el voluntarismo sucedió y combatió en esta época al racionalismo El exponente más neto de este movimiento tal vez sea Nietzsche (s. XIX). En esta época se tiende a concebir la voluntad como autónoma. Si ello se refiere a la antropología, como ésta potencia no actúa sin el sujeto que quiere, se tiende a concebir al hombre como autónomo, independiente. Como se puede apreciar, esta versión independentista del hombre no sólo choca frontalmente con la filosofía clásica antigua y medieval (con la de Aristóteles y Tomás de Aquino por ejemplo), sino también con el íntegro legado del cristianismo en lo nuclear de su antropología.

Por lo demás, los movimientos de oposición al idealismo absoluto de Hegel admitieron muchas variantes, muy influyentes incluso hasta nuestros días, y algunas de ellas bien conocidas: 

a) El materialismo (Feuerbach[124], Marx[125], Engels[126], etc.), en cuya interpretación del hombre aparece una reducción de éste a materia -el valor del hombre tiende a medirse por el de sus productos-, y se le interpreta como un ser carente, necesitante. Pero como el acto de ser personal es perfección, no carencia, es claro que esta filosofía no repara en él. 

b) El positivismo (Comte[127]), en cuyo sistema parece restringirse el estudio del hombre como si de un hecho o como si de un cúmulo de ellos se tratase, por eso enfoca el estudio humano mayormente desde la sociología. Pero, como se verá, el hombre no se reduce a sus manifestaciones. 

c) El utilitarismo (Malthus, David Ricardo, Bentham, John Stuart Mill[128], etc.), que evalúan al hombre en buena medida por el patrón del interés. Ahora bien, el interés se dualiza con lo interesante, y es claro que el hombre promueve lo interesante, porque es él la fuente de riqueza. 

d) Los voluntarismos contemporáneos (Schopenhauer[129], Nietszche[130], etc.), que absorben al hombre en una voluntad cósmica, especialmente en el caso Nietzsche, para quien el yo no es sujeto, sino puro satélite de la voluntad de poder cósmica e impersonal. Sin embargo, el yo es realmente superior a la voluntad, pues sólo quiero si yo quiero querer. 

e) Tampoco parece carecer de ciertos y peculiares voluntarismos tanto la fenomenología existencial de Heidegger[131] como el psicoanálisis de Freud[132]. Ambos niegan la posibilidad de conocer a la persona, el primero porque considera que la razón, por inferior al sujeto y por formar ideas, no puede conocerlo, ya que éste no es una idea. El segundo, porque admite que lo único real humano es el inconsciente, siendo el yo, la conciencia, una producción humana. 

f) El historicismo (Dilthey[133]), que, estando aún vigente, tiende a reducir el hombre a tiempo. Con todo, es manifiesto que conocer el tiempo no es tiempo. 

g) El neokantismo (Escuelas de Baden y de Marburgo), que arrastran el enfoque kantiano para encarar lo humano. 

h) La fenomenología (Husserl[134], Reinach[135], Scheler[136], etc.), que admite del hombre sólo lo que de él presentan los datos de la conciencia y, consecuentemente, acepta que la realidad extramental o la del sujeto, por quedar más allá o más acá del objeto de conciencia es inaprensible. Con todo, variantes destacadas en antropología de ese movimiento, y más realistas, son la de Hildebrand[137], Edith Stein[138], etc. 

i) La hermenéutica (Gadamer[139], Ricoeur[140], etc.), que pone lo distintivo humano en la actividad racional práctica de interpretar; relega, por tanto, a segundo plano la teoría. Por eso, esta corriente parece desconfiar del poder teórico de la razón humana[141], y también de alcanzar a la persona como acto de ser cognoscente.

Algunas de estas corrientes también dieron lugar a movimientos de reacción opuestos a ellas, como fueron, por ejemplo: 

a) El vitalismo (Bergson[142], Blondel[143], etc.), que defendía la irreductibilidad de lo espiritual humano a lo orgánico; y en eso hay que darle la razón. 

b) El ontologismo (Rosmini[144]), defensor también del espíritu humano, cuya filosofía vale la pena recuperar en buena parte de sus puntos (aunque no todos, porque en ella se ha denunciado una visión precipitada de nuestro conocimiento natural sobre Dios denominada ontologísmo). 

c) El tradicionalismo (De Bonald[145]), con un énfasis muy marcado en la tradición histórica para intentar vincular al hombre con Dios. Sin embargo, si bien hay que recoger de la tradición lo mejor, lo más humano, lo más virtuoso, no hay que olvidar que el pasado está en función del futuro mejor, más humano, más virtuoso, no a la inversa[146]

d) Los defensores del espiritualismo (Maine de Biran[147], Ravaison, etc.); etc., reacciones muy comprensibles frente a los empirismos dominantes, y que rescataron ciertas realidades humanas irreductibles a la materia, como por ejemplo, los hábitos

e) El iniciador del existencialismo contemporáneo, Kierkegaard[148], denunció patéticamente el olvido de la persona humana engullida en el sistema hegeliano por la totalidad, y por ello tratada de modo insignificante. Hay que atender a esa justificada queja y sacar partido de la finura moral y religiosa del pensador danés. 

f) Otros autores, sin embargo, continuaron el pensamiento hegeliano en su misma línea o con variantes, aunque de forma más débil y menos creativa que su maestro. Se trata del neoidealismo (Whitehead, Croce, Gentile, etc.).

En suma, se puede decir que la filosofía contemporánea es en buena medida antirracionalista (por antihegeliana), y por ello, notoriamente en muchos pensadores, tendente al voluntarismo. En algunos de sus protagonistas ya no se trata de una voluntad humana que se supone superior a la inteligencia, como sostenían algunos tardomedievales (Escoto, Ockham, etc.), sino de una voluntad impersonal, cósmica, respecto de la cual la humana, e incluso el propio yo, están enteramente subordinados.

Tras los fracasos del racionalismo de la filosofía moderna (especialmente tras Hegel) y del voluntarismo propio de la filosofía contemporánea (sobre todo tras Nietzsche), cabían dos posibles caminos de cara a ensayar el quid de lo distintivo humano, que se han recorrido durante el s. XX con más o menos fortuna. El primero consistía en centrar la atención en algo superior a la operatividad racional y volitiva. Se trataba de reparar en el sujeto, asunto que se llevó a cabo con mucho énfasis en el existencialismo, aunque algunas antropologías resultantes de este intento devinieron problemáticas. La otra vía, en la que todavía parece que estemos inmersos, estribaba en poner el centro de atención en alguna operatividad humana inferior a la razón o a la voluntad. Las soluciones propuestas en este ámbito apuntan a diversos aspectos humanos, que por serlo, parecen reduccionismos: (lenguaje, prestigio, poder, ciencia positiva, vida natural, bienestar, economía, sexo, sociedad, enfermedad, sentimiento sensible, etc.). Todas estas opiniones tienen precedentes en la historia de la filosofía (Górgias, Maquiavelo, Hobbes, Hume, Rousseau, Locke, Smith, Freud, Comte, Kierkegaard, Epicuro, etc.).

Entre las posibles soluciones hoy se suele primar a veces a los afectos sensibles, otras a la cultura, etc. Lo primero ha desembocado en ocasiones en el sentimentalismo (atenderemos a él en el Capítulo 6); lo segundo, en otras, en el culturalismo (del que nos ocuparemos en el Capítulo 11). En efecto, en ocasiones parece que vivamos sólo en función de los sentimientos y estados de ánimo, sin notar que éstos no son lo primero en el hombre, sino siempre consecuencias. Tal vez nos “eduquen” demasiado en esta dirección los medios de comunicación. Medimos en exceso la bondad de lo real por lo emocionante que nos resulta. Si algo es muy conmovedor (de lágrimas) nos parece muy bueno. Si no lo es, no le solemos prestar mucha atención… Pero es claro, que seguramente ningún lector se pone a llorar al leer este texto (ni de alegría ni –espero– de pena), pero no por ello habría que concluir que el escrito sea falso, o, al menos, indiferente. Por otra parte, es indudable que la antropología cultural está muy en boga, muy extendida y muy ramificada (aludiremos a ella en el Capítulo 4).

  1. Últimas corrientes

Aludamos ahora a nuestra época histórica para escrutar qué se piensa actualmente acerca del hombre. Lo característico de nuestro tiempo parece ser la complejidad[149]. Contamos, además, con un peligro añadido: si se pretende filosóficamente desentrañar nuestro bien intrincado mundo humano y se ofrecen soluciones parciales, seguramente se provocarán disfunciones, es decir, nuevos problemas. Tal vez a ello se deba la idea de que del hombre se tiene, que es la de un ser problemático, pero no porque “es más fácil contar los átomos que resolver los problemas de un corazón amante”[150], sino porque ahora se asume como empeño imposible describir al hombre tal cual se le concebía antaño, a saber, por su vinculación con la felicidad.

Agravantes de la esta situación son que, desdichadamente, algunos pensadores han aceptado el sincretismo, un intento de evitar los reduccionismos recombinando diversos factores (aunque algunos de ellos sean inaunables). Otros ha habido que no parecen haberse preocupado demasiado de armonizar las diversas posiciones. Se trata del eclecticismo[151], que no resulta ser una actitud filosófica muy estimulante. También se suele denunciar que se han dado otros filósofos que se han centrado en exceso en la reedición de anteriores sistemas sin añadir más que comentarios marginales, mejoras metodológicas en la edición crítica de los libros, proliferación de congresos, simposios, etc., (eso parece haber sucedido tanto con corrientes modernas, como con clásicas). Las tendencias que han intentado una vuelta a la inspiración de los clásicos para evitar los reduccionismos al uso fueron, entre otros, el neoaristotelismo (Bolzano, Trendelenburg, Brentano[152], etc.) y la neoescolástica, llamada reductivamente a veces neotomismo (Mercier[153], Gilson[154], Nédoncelle[155], Maritain[156], Fabro[157], Pieper[158], etc.).

Atendamos, pues, a continuación a esos dos perfiles, divergentes en antropología, propios del s. XX: uno que intentó solucionar el problema del racionalismo y voluntarismo por elevación, preguntándose por la radicalidad de la persona humana, el existencialismo; y otro, con muchas variantes, que desistiendo de solucionar el problema del sentido de la persona (agravado por algunos existencialistas), ha optado por colocar lo distintivo humano en alguna instancia humana menor. Ambas han sido previas al intento de abdicar de buscar cualquier sentido de fondo en lo humano, que ha caracterizado a lo que se ha venido a llamar postmodernidad a fines del s. XX y principios del XXI. Atendamos a ellas.

Como se ha indicado, una de las corrientes de pensamiento más características del s. XX ha sido el existencialismo[159]. Es sabido que éste movimiento admitió diversas variantes: la cristiana (Jaspers[160], Marcel[161]), la acristiana (Heidegger[162]), e incluso la atea (Sartre[163]). Todos sus representantes tienen a su favor centrar la atención en la persona humana, no directamente en sus potencias o en las acciones humanas. Pese a este indudable acierto, el método cognoscitivo que emplean para alcanzar la realidad personal no parece haber sido del adecuado. En efecto, al notar que la razón humana por medio del conocimiento objetivo se encuentra con un escollo insuperable en orden a conocer a la persona, y es que la razón, formando ideas, no puede conocer a la persona como ésta es, puesto que ella no es una idea. Al notar este escollo, algunos pensadores propusieron distinguir entre conocimiento objetivo y conocimiento subjetivo. Con todo, no aciertan a describir ajustadamente la índole de este segundo modo de conocer, ni a exponer su altura cognoscitiva. En efecto, en sus escritos filosóficos la deficiencia en teoría del conocimiento es bastante manifiesta. En cualquier caso, abierta o implícitamente siguen considerando que la razón es la instancia cognoscitiva humana más alta (deuda de la filosofía moderna), pero como ésta es inferior a la persona y no es persona, difícilmente podrá dar razón de ella. Por eso acierta quien denuncia que en muchos de esos planteamientos el sentido de la persona humana deviene problemático.

Por otra parte, los pensadores que han intentado poner lo distintivo humano, no en la persona, sino en otras instancias humanas menores, han admitido planteamientos antropológicos muy dispares. Por ejemplo: a) El neomarxismo[164], tanto el ortodoxo (Plejanov, Rosa Luxemburg, Lenin, Stalin, Althusser, etc.), que destaca del hombre su corporeidad y el trabajo productivo (de modo parejo al evolucionismo), como el revisionista[165] (Bernstein, Adler[166], Lukács, Korsch, Bloch, Gramsci, etc.), que hace hincapié en la dimensión humana social, cultural, etc. Frente a estas tendencias, expondremos más adelante que la persona humana no se reduce ni a su cuerpo ni al hacer, ni a sus dimensiones sociales. b) La Escuela de Frankfurt[167] (Adorno, Horkheimer, etc.), que parece mantener una visión del hombre, unas veces de corte materialista; otras, social, etc. Sobre esta tendencia valdrá una crítica similar a la corriente precedente. c) Las sociologías[168] (Durkheim, Weber, Simmel, Parsons, Luhmann, etc.), que abordaron con más o menos acierto, el estudio de las manifestaciones humanas de ámbito social, aunque, como es claro, no directamente el núcleo personal. Por eso, sólo con la exposición de la IVª Parte de este Curso será suficiente para mantener la distancia respecto esos planteamientos. Dedicaremos también una Lección (en concreto la 10) a desvelar que la persona es irreductible a lo social. d) El estructuralismo[169] (Levi–Strauss[170], Foucault[171], Saussure, Lacan, Piaget, etc.), del que se suele denunciar un objetivismo en el que la persona no parece ser tenida suficientemente en cuenta. Como muchos de sus representantes resaltan el lenguaje humano, nos distanciaremos de sus tesis al tratar de este tema en el Capítulo 11. e) Las escuelas psicológicas[172] tales como la Escuela de la Gestalt o psicología de la forma, la Escuela de Würzburgo, la Escuela de Berlín, el psicoanálisis, el conductismo o behaviorismo, (Watson[173], Skinner,[174] etc.), es decir, diversas variantes psicológicas del s. XX con método experimental, y precisamente por ello, al margen del descubrimiento de la intimidad personal. Aludiremos también a ellas en la Lección 4 para marcar las diferencias entre nuestro enfoque antropológico y el que mantiene la psicología.

A pesar de su profusión, no han sido las que preceden las únicas tendencias filosóficas del s. XX que han tenido como tema de estudio al hombre (aunque, como se ha dicho, no lo hayan abordado de modo directo, y de entre las que lo han hecho, no han atendido de ordinario a su núcleo). Aludamos a otras: g) La filosofía analítica[175], (Frege, Moore, Wittgenstein[176], Russell, el Círculo de Viena, el Círculo de Berlín, la Escuela de Oxford, proponían al lenguaje como la clave de comprender al hombre. Para ellos el hombre es un animal lingüístico. Suelen sostener que pensamiento y lenguaje se funden, y algunos incluso que aquello de lo que no se puede hablar no existe. Pero, como veremos, si es manifiesto que el pensar no se reduce al hablar, menos aún la persona al lenguaje. h) En otro orden de cosas, los científicos (Poincaré, Bohr, Planck, Einstein, Heisenberg, Werner, Schrödinger, Erwin, etc.), sostuvieron opiniones contrapuestras respecto de la espiritualidad humana y también respecto de Dios. De semejante enfoque fueron los filósofos de la ciencia[177] (Duhem, Meyerson, Bachelard, Bridgman, Popper, Kuhn, Lakatos, Feyerabend, etc.). Sin embargo, no vamos a detenernos a discutir sus opiniones sobre el hombre, porque ni éste fue su tema central, ni el nuestro ahora la ciencia experimental, aunque algún dato bibliográfico se puede ofrecer[178]. i) Por su parte, el pragmatismo[179] (Peirce[180], James, Dewey, Meed, Putnam, etc.), ha cifrado lo central del hombre en la acción Pero es claro que el ser del hombre no se reduce a su obrar, como tendremos ocasión de explicar pacientemente a lo largo del Curso (en especial en el Capítulo 12). Con el precedente muestreo de corrientes filosóficas el lector se habrá reafirmado en la tesis que se sostenía al principio del presente epígrafe, a saber, que lo que parece caracterizar a nuestro tiempo es, precisamente, la complejidad. No es extraño, pues, que frente a esta incapacidad de dotar sentido a lo humano, aflore en nuestros días la actitud de renuncia al sentido.

Efectivamente, esa abdicación de búsqueda de significado recibe en nuestros días el nombre de postmodernidad[181], (Rorty, Derrida, Lyotard, Deleuze, Vattimo, etc.). Con este vocablo se indica hoy el estar de vuelta de lo moderno y contemporáneo (racionalismos, voluntarismos, etc.). La concepción de la persona humana en este movimiento a veces parece de angustia; otras, de incertidumbre, de antihéroe y antivalor; en algunas ocasiones es pesimista. En algunos de sus representantes hay una negación explícita del sujeto. Según esto, la existencia parece de nuevo problemática[182]. Afín a esa pérdida de sentido, tampoco faltan hoy nihilismos[183] más o menos inspirados en Nietzsche, que rechazan todo fundamento y verdad objetiva, no sólo respecto del hombre, sino también respecto de la realidad entera. Pero “una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”[184]. Además, sin verdad y libertad, la felicidad humana se esfuma.

Por lo demás, la usual y generalizada concepción del hombre a fin de siglo XX y principios del XXI que manifiestan los medios de comunicación social, hasta en los anuncios publicitarios, parece ser la de un personaje que vive bastante en función de la sensualidad. Ello se ha difundido tanto que sorprendió sobremanera a propios y extraños que los medios diesen tanta cobertura a un acontecimiento mundial de índole netamente espiritual: la muerte del Papa Juan Pablo II. Según esta generalizada actitud, si los griegos tendían a caracterizar al hombre según el tener, los medievales según el ser, y los modernos y contemporáneos según el obrar (racional o voluntario), parece que el hombre de nuestros días también centra lo prístino de lo humano en el tener y en el obrar, pero con una neta diferencia respecto de los griegos y los modernos, a saber, que se busca poseer u obrar con una distintiva finalidad: disfrutar; pasarlo bien. A este tipo de vida se la suele llamar vida fácil, siendo su clave el placer. Sin embargo, no es recomendable olvidar que éste dice de sí mismo que es volátil, un bien mueble[185] y, además, suele ser el más leal anfitrión del dolor sin sentido: “amores, por un placer mil dolores”[186].

Irrumpe también sobre nuestro mundo la operatividad humana, aunque no sólo de cuño moderno (racional) o contemporáneo (volitiva), sino de otro sesgo: laboral, económico, cultural, tecnológica… A ello obedece, por ejemplo, el ritmo acelerado del trabajo, que está en alza en buena parte de los países del mundo (por lo menos en los occidentales desarrollados y en los que están bajo su influencia). Pero el activismo es desfavorable para el pensar, porque sin pausa el pensar no se abre paso. Además, en este punto, la diferencia con los antepasados estriba, no sólo en trabajar más, sino en que se trabaja, se produce, y se poseen bienes sensibles buscando no pocas veces como fin el deleite en los productos[187]. El ambiente generalizado que busca tener con el sólo fin del goce sensible constituye un nuevo hedonismo, y a esta sociedad que vive según ese modelo se le ha venido a llamar sociedad del bienestar o de consumo. Ahora bien, como lo que en el hombre se corresponde con el goce de los placeres sensibles son las pasiones, se otorga a la afectividad sensible un papel protagonista en lo humano. El núcleo de lo humano se intenta colocar, pues, en un lugar más modesto que en la historia precedente: en esa operatividad tan inferior como cambiante y sometida a tantas quiebras.

Además, como los afectos sensibles también son propios de los animales, se volatiliza lo distintivo del hombre. Asistimos en esas “antropologías”, por tanto, a la pérdida de lo más propiamente humano. En efecto, negar a la afectividad su radicación con la persona humana no deja de ser una despersonalización. Esas concepciones actuales contienen un agravante, y es que engendran pesimismo. En efecto, esas corrientes no pueden esperar de modo optimista en el futuro humano, porque el futuro del hombre, en rigor, no está en sus manos, en su operatividad pasional. Conviene también remarcar que la falta de optimismo y esperanza acarrean lamentables consecuencias en el ámbito social, y ello no sólo por la pérdida del deseo de saber o el astillamiento del mismo, que impide la unidad interior del hombre, sino también por actitudes de orden práctico tales como la indiferencia ante la índole de lo humano, la desesperación ante el sin sentido, el mal, el dolor, la muerte, etc.

En fin, una época de crisis parece ser la que nos ha tocado vivir, tanto que se ha dicho con autoridad que una de las mayores amenazas de este tiempo es la desesperación[188]. Época problemática en la que el seguimiento de las doctrinas de los autores al uso que no ha mucho nos han precedido lejos de colmar las aspiraciones del deseo de saber acerca del hombre, ni siquiera las estimulan, como tampoco espolean la lucha contra la pobreza, las diferencias sociales, la marginación, las guerras, el narcotráfico, la prostitución, pederastia, etc. Sin embargo, como toda época de crisis, ésta también es una época de grandes personajes y de grandes hallazgos y, en consecuencia, de marcado optimismo para unos pocos. Atendamos a algunos de ellos.

  1. La recuperación de la persona y el descubrimiento de su intimidad

La recuperación de la persona humana tiene, en cierto modo, algunos precedentes en el existencialismo (Kierkegaard, Marcel, etc.), en la fenomenología (Hildebrand, Edith Stein, Scheller, etc.) y en el neotomismo (Maritain, Gilson, Fabro, Pieper, etc.). También en algunas corrientes de pensamiento de mediados del s. XX como fueron la filosofía del diálogo (Ebner[189], Levinas[190], Buber[191], Rosenzweig, etc.) y el personalismo[192] (Mounier[193]) se intentó destacar la irreductibilidad de la persona humana a los materialismos y colectivismos en boga. Asimismo, ayudó en esa dirección la renovación de la teología por algunos autores lúcidos e influyentes (Guardini[194], Von Balthasar[195], De Lubac[196], Mouroux[197], Pannenberg[198], Rahner[199], etc.). También la de Taylor es una antropología abierta a la trascendencia[200]. Se trata, pues, de unos intentos de poner de nuevo en el candelero la dignidad de la persona humana.

Entre los autores actuales e independientes, no por ello menos profundos que los aludidos, y que han logrado dotar de un enorme impulso al estudio de la antropología, se pueden mencionar, a título de ejemplo, los siguientes: Leonardo Polo y K. Wojtyla, a los que se atenderá concisamente más abajo. Junto a ellos, pero de orden secundario, disponemos de muchos trabajos sobre el hombre, hasta tal punto que -como se indicaba en el Prologo- han logrado poner de moda esta materia. Entre los múltiples pensadores destacan varios españoles[201]. En efecto, hay quienes estudian la concepción del hombre de Zubiri[202], que describe certeramente al hombre como “ser-con”; otros, a Julián Marías[203], que sostiene la posibilidad de una antropología metafísica. La antropología vendría a ser, pues, una parte, de la metafísica, como una concreción específica del ser que estudia aquélla; algunos otros se fijan en Millán Puelles[204] como en su maestro, que hila muy fino al describir lo que él llama “estructura de la subjetividad”, y que sostiene, siguiendo en cierto modo a la tradición, que se puede concebir al hombre como sustancia.

 Se atiende también a pensadores de otras nacionalidades tales como Robert Spaemann[205], que desde la ética apunta a una antropología de la persona no reductiva a su naturaleza; algún otro, aunque desde un planteamiento más culturalista atiende a la visión del hombre de René Girardt[206]; algunos dan cierta relevancia a Soloviev[207], tal vez el pensador ruso reciente más prominente, etc. En suma, los estudiosos de la antropología tienen, por así decir, “puesta la antena” para ver “por dónde salta la liebre”, es decir, fijarse en qué figuras relevantes aparecen en le ámbito internacional. De entre ellas, las dos arriba mencionadas ya han aparecido y su relevancia es indiscutible. Destaquémoslas sumariamente.

Leonardo Polo propone para abordar la antropología una ampliación del ámbito de lo trascendental, es decir, ofrece la propuesta (la aceptación, en consecuencia, es libre) de ver la antropología como no encuadrada dentro del ámbito de la metafísica, porque el ser del que trata la antropología, el ser humano, no se reduce al que estudia la metafísica, el ser del universo, sino que es superior. Se trata de un intento muy profundo de superación, sin precedentes, tanto de la antropología clásica como de la moderna y contemporánea[208]. La antropología es la obra culminar de Polo, pero ésta hubiese sido imposible sin un método peculiar, bien armonizado con una rigurosa teoría del conocimiento humano[209] (disciplina de ordinario omitida en las antropologías del s. XX), que ha permitido dirimir con exactitud los distintos niveles del conocimiento humano y, en consecuencia, el modo apropiado de alcanzar y desvelar tanto el acto de ser personal como la esencia humana.

La clave del enfoque antropológico poliano reside en el planteamiento dual. En efecto, el hombre está conformado por un cúmulo de dualidades jerárquicas entre sí, y ello tanto en la esencia humana (objetos-actos, actos-hábitos, hábitos-virtudes, razón teórica-razón práctica, razón-voluntad, potencias superiores-alma, sindéresis, o ápice de la esencia, etc.) como en los radicales personales del acto de ser del hombre (co-existencia-libertad, conocer-amar personal). A la par, esa jerarquía real de corte dual debe entenderse en el sentido de que el miembro inferior está al servicio del superior y es inexplicable sin él, y que éste favorece al inferior y se dualiza a la vez con otro superior. De ese modo no se cede a un planteamiento analítico y, por tanto, reductivo por excluyente, sino a otro de cariz sistémico (en absoluto sincretista), por ofrecer sus descubrimientos jerárquicamente ordenados. Como Polo es netamente cristiano, también admite que la última palabra para explicar las profundidades del ser humano es precisamente la Palabra, esto es, su clave radica en vincular la antropología con la Cristología. Intentaremos seguir sus propuestas a lo largo de las lecciones que siguen.

En Karol Wojtyla tal vez sea oportuno destacar dos periodos: uno más propiamente filosófico y otro de índole más teológica, aunque en ambos se nota que la filosofía y la teología, la razón y la fe, se entrecruzan y se ayudan mutuamente, como ha sucedido en la doctrina cristiana y como él mismo autor recomienda en su encíclica Fides et ratio. El comienzo filosófico de Karol Wojtyla fue –como él confiesa– un empeño ético, no antropológico, consistente en subsanar los déficits en esta materia que encontró en los autores clásicos como Tomás de Aquino, modernos como Kant y contemporáneos como Scheler, porque no estudiaban las manifestaciones éticas de la persona humana en tanto en cuanto que engarzan o apuntan al núcleo personal[210].

Por otra parte, en los escritos del pontificado de Juan Pablo II, aparecen, como de muchos es conocido, muchas referencias profundas a la persona humana, tanto a su parte corpórea como a la espiritual[211]. El climax antropológico apunta, desde la fe y siguiendo las pautas del Concilio Vaticano II[212], a la revelación del ser humano por parte de Cristo[213]. La Revelación sobrenatural aceptada por la fe y profundizada por la teología añade sobre el carácter co-existencial de la persona humana con su Creador, el dato revelado. La persona humana, con la gracia, alcanza a saber no sólo el nombre propio de Dios, sino también que sólo éste puede revelar de modo completo el nombre propio de la criatura humana. Con la elevación divina, el hombre sabe cómo es personalmente el Dios con el que coexiste, qué ha revelado el de sí en la historia y qué revela a cada quién en su intimidad personal.

***

 Si, según Leibniz, toda filosofía es verdadera en lo que afirma y falsa en lo que niega, también toda antropología filosófica será verdadera en lo que descubre del ser humano y falsa en lo que a su realidad le niega. Por eso, no todas las antropologías filosóficas valen lo mismo y están en le mimo plano. Serán más verdaderas las que más descubran del hombre y más falsas las que menos descubran y, como consecuencia de obcecarse en lo descubierto, más le nieguen.

Por eso toda antropología que se precie debe dejar la puerta abierta a nuevos descubrimientos. No existe en este tema problema alguno acerca de un supuesto agotamiento del saber, pues la realidad personal es de una riqueza inabarcable por las solas fuerzas humanas. También por eso, al proponer una propedéutica de antropología trascendental, lo que se busca es que quien venga detrás descubra irrestrictamente más de lo que aquí se esboza. 

NOTAS DEL TEXTO

[1]     Los niveles más altos del conocimiento humano de los que el hombre dispone son el hábito de los primeros principios y el hábito de sabiduría. Mediante el primero conoce a Dios como Origen; con el segundo lo alcanza como fin de su ser personal. La teología añade sobre esos saberes el conocimiento por fe sobrenatural del Dios personal, pero que no por ser conocido así deja de ser el Alfa y el Omega.

[2]     En efecto, existe el testimonio de la  revelación referido a los orígenes del género humano. En ese relato, Adán y Eva no se preguntan acerca de su procedencia, porque se saben claramente hijos de Dios. En cuanto a su fin, es claro que el meollo del pecado original se puede explicar como el intento humano de truncar la filiación divina culminar, pues la aceptación del “seréis como dioses” acarrea renunciar la dicha elevación divina. El consiguiente defecto adquirido tras la culpa, que la narración bíblica describe como desnudez, se pueden entender como la falta de filiación divina, es decir, Dios ya no los ve como hijos suyos. La consecuencia de ese voluntario despojo humano se narra como ocultamiento, que indica la lejanía ontológica del hombre respecto de su Origen, y como temor, que indica la pérdida del fin al que inicialmente el hombre fue llamado. Por ello, seguramente, la clave de la redención del género humano por parte Cristo estribe en la renovación de esa filiación, que conlleva la elevación de la co-existencia humana hacia el Origen, y la aceptación de la asunción final que Dios tiene preparada para que el hombre.

[3]     Piénsese, por ejemplo, en la figura de la diosa Artemisa (Diana) de los Efesios, que tantos beneficios prácticos otorgaba a los plateros de esa ciudad, según se narra en lo Hechos de los Apóstoles (cap. XIX, vs. 23-40).

[4]     La filosofía es muy provechosa para quien la ejerce, aún tratándose de un profesional que busca netos rendimientos externos, como el empresario. No obstante, en el sentido pragmático la filosofía no es útil, porque es no es un medio sino un fin en sí. Cfr. Millán Puelles, A., Fundamentos de Filosofía, Madrid, Rialp, 12ª ed., 1985, 31. Por el contrario, las crisis que ha sufrido (y sufre la filosofía en nuestra situación) pasa por su asimilación, reducción o subordinación a otros tipos de saber no filosóficos que albergan cierta utilidad práctica (literatura, cultura, política, etc.). El agravante de esta situación de crisis estriba en que los causantes de ella han sido, paradójicamente, los que se tienen por “filósofos”.

[5]     Como parte que es de la filosofía, algo parejo le sucede a la antropología. No falta en alguna ocasión alguna pregunta prematuramente pragmática del estilo: “¿para qué sirve esta asignatura?” Como la mejor antropología es la que se hace en primera persona, la mejor respuesta tal vez sea devolver personalmente la pregunta: “¿usted tiene un valor en sí, o considera que lo que usted vale lo vale sólo en función de aquello para lo que sirve prácticamente (hablar, leer, escribir, conducir, comer, trabajar, dormir, etc.)?”. Claramente sobra la respuesta, porque sobre lo obvio no se discute.

[6]     Cfr. Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, vol. II, Pamplona, Eunsa, 3ª ed., 1999, 309 ss. 

[7]     Muchas religiones actuales se consideran a sí mismas reveladas, pero las mayoritarias son el judaísmo, el cristianismo, que amplia la revelación de la precedente, y el islamismo, que supone un recorte de la revelación del cristianismo.

[8]     Schakespeare, W., Julio César, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 175.

[9]     Es claro que la plenitud de la revelación cristiana se ha dado con Cristo. Pero no se olvide que la segunda venida de Cristo no ha llegado todavía y es precisamente esa la que constituye la consumación de la historia, el final del tiempo.

[10]   Este cometido es propio, más bien, de la antropología cultural.

[11]   Los logros éticos, por ejemplo, de las culturas y religiones orientales son indudables. Pero sus tematizaciones filosóficas son menos sistemáticas y precisas que las de la tradición filosófica occidental.

[12]   Los pueblos primitivos detectan por connaturalidad alguna de las exigencias de la vida personal humana antes que descubrimiento racional alguno. Por eso se explica, por ejemplo, que muchos de esos pueblos conozcan y acepten la inmortalidad del alma y, sin embargo, carezcan del invento de la rueda.

[13]   Se expone en una síntesis más amplia la clave antropológica de cada uno de los pensadores más relevantes de la historia de la filosofía en mi trabajo: La persona humana, vol. I, Introducción e historia de la antropología, Bogotá, La Sabana, 1988.

[14]   Entre los diversos autores cabe distinguir varios tipos de posesión. Para los presocráticos lo que el hombre tiene de modo distintivo es su alma. Para Sócrates  lo más valioso que el hombre puede tener es la virtud. Esa perfección intrínseca es un descubrimiento netamente suyo, que será ahondado por Platón, Aristóteles y a lo largo de la Edad Media, y que tras ella caerá en el olvido. Los haberes de los sofistas son prácticos, sencillamente porque desconocen qué sea la virtud o el tener teórico, esto es, los hábitos intelectuales. Lo nuclear humano, para ellos, vendría a ser la posesión y dominio del lenguaje (aún prescindiendo de la verdad), porque mediante éste el hombre es capaz de hacerse con las restantes apropiaciones sensibles.

[15]   Merced a estos personajes se echa de ver que la filosofía nunca está exenta de utilidad, aunque aquello para lo que sirva sea inferior a ella. 

[16]   Cfr. Sison, A., La virtud: síntesis de tiempo y eternidad. La ética en la escuela de Atenas, Pamplona, Eunsa, 1992.

[17]   Shakespeare, W., Romeo y Julieta, Madrid, Elección Editorial, 1983, 119.

[18]   Cfr. Ética a Nicómaco, l. I, caps. 7 y 9.

[19]   Cfr. Marín, H., La antropología aristotélica como filosofía de la cultura, Pamplona, Eunsa, 1993.

[20]   Cfr. Polo, L., “La vida buena y la buena vida, una confusión posible”, en La persona humana y su crecimiento, Pamplona, Eunsa, 1996, 161-196.

[21]   Correas, G., op. cit., 412.

[22]   “Todo hombre tiene la vida por preciosa; pero el hombre cuya alma es preciosa considera el honor más precioso que la vida”, Schakespeare, W., Héctor, en Troilo y Cressida, en Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 351.

[23]   “Al Rey, la hacienda y la vida/ se ha de dar; pero el honor/ es patrimonio del alma,/ y el alma sólo es de Dios”, Calderón de la Barca, P., Crespo, en El alcalde de Zalamea, Buenos Aires, El Ateneo, 1951, 155; “no hay honra que lo sea, más de servir a Dios, y lo que saliere fuera desto es falso y malo”, Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 161.

[24]   Cfr. Cruz, J., (ed.), “Cicerón. De la ley a la virtud”, Anuario Filosófico, XXIV (2001), 2.

[25]   Téngase en cuenta que buena parte del derecho civil vigente que fundamenta las leyes de los estados modernos toma su fuente del Derecho Romano. Por eso, quien hoy cifra lo distintivo del hombre en sus derechos, debido también al desconocimiento generalizado del Derecho Natural, no escapa de la mentalidad griega y, en consecuencia, sigue considerando que lo distintivo del hombre es el tener.

[26]   Quevedo, Historia de la vida del Buscón llamado Don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños, Madrid, Ed. Biblioteca Nueva, 1999, 122.

[27]   Alemán, M., Guzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, 319.

[28]    Cfr. Pastor, F., Antropología Bíblica, Estella, Verbo Divino, 1995; Wolff, H. W., Antropología del Antiguo Testamento, traducción de Severiano Talavero Tovar, Salamanca, Sígueme, 2ª ed., 1997; Lorda, J.L., Antropología bíblica, Madrid, Palabra, 2005.

[29]   “La noción de persona (…) es cristiana y no hay precedente pagano de ella. La noción de persona se desarrolla dentro del pensamiento cristiano, primero en los padres griegos y luego en la teología-filosofía medieval”, Polo, L., Introducción a la Filosofía, Pamplona, Eunsa, 1995, 199. Cfr. del mismo autor: “La originalidad de la concepción cristiana de la persona”, Sobre la existencia cristiana, Pamplona, Eunsa, 1996, 247-270.

[30]   Este rasgo capital no está en otras grandes religiones monoteistas como, por ejemplo, el Islám, para el que la relación del hombre con Dios es de completo sometimiento. Cfr. Morales, J., El Islam, Mardid, Rialp, 2001. Tampoco en algunas escisiones del cristianismo, como por ejemplo, el protestantismo, para el que Dios es totalmente Otro. Cfr. Balmes, J., El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilizacion europea (vols. I-IV), Barcelona, Biblioteca Balmes, 1925.

[31]    Cfr. Destro, A., Antropologia delle origini cristiane, Bari, Laterza, 1995.

[32]    Cfr. Guerra Gómez, M., Antropologías y teología, antropologías helénico-bíblicas y su repercusión en la teología y espiritualidad cristianas, Pamplona, Eunsa, 1976.

[33]   D´Ors, E., Introducción a la vida angélica. Cartas a una soledad, Tecnos, Madrid, 1986, 37-38.

[34]   En este sentido, el que el gran dragón del que habla el Apocalipsis barra con su cola 1/3 de los ángeles del cielo para arrojarlos en el abismo no se debe tanto a su capacidad de persuasión sobre los demás ángeles, como a que éstos otros ya hayan roto personalmente su filiación divina.

[35]   Si Dios no se repite, es muy improbable que asigne un mismo ángel custodio a varias personas humanas distintas a lo largo de la historia. Por eso si no tratamos al nuestro, nuestra pérdida de co-existencia personal con él no puede ser enmendada por otra persona humana. Sin embargo, nuestro desagradecimiento personal a nuestro ángel no le afecta a él ontológicamente, pues ya se ha dicho que más que la fraternidad al ángel lo mide la filiación, y es claro que ésta en su caso no admite olvidos.

[36]    Cfr. Sayés, J.A., Antropología del hombre caído: el pecado original, Madrid, Editorial Católica, 1991.

[37]   Cfr. Concilio Vaticano II. C.D. Gaudium et spes, n. 22.

[38]   En el texto se alude a la familia natural. También existen familias humanas de índole personal, y es claro que los vínculos de unión entre éstas son superiores a los de la natural. En efecto, la natural responde a la filiación humana (herencia biológica); la sobrenatural, en cambio, a la filiación divina personal.

[39]   Con la muerte se rompe la unión cuerpo-alma, pero no la de alma-persona. Al alma pertenecen las potencias superiores de la inteligencia y voluntad y, como se ha indicado en el Tema 1, tras la muerte estas potencias permanecen vinculadas a la persona humana. Ello indica que tales potencias nacen del alma y ésta es potencia respecto de la persona. Al alma se la puede llamar esencia, y a la persona, acto de ser.

[40]   Cfr. Ayán, J.J., Antropología de San Justino, Córdoba, Monte de P. y C. de Ahorros, 1988.

[41]   Cfr. Orbe, A., Antropología de San Ireneo, Madrid, Ed. Cat., 2ª ed., 1997.

[42]   Para Boecio, “el último romano”, figura central en el periodo de transición de la antigüedad a la Edad Media define la  persona como “sustancia individual de naturaleza racional”, (Liber de persona et duabus naturis, c. III, II, Contra Eutychen et Nestorium, PL MG., 64, 1343 C).

[43]   Cfr. Dolby, M.C., El hombre es imagen de Dios. Visión antropológica de San Agustín, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 2002.

[44]   Cfr. De fide ortodoxa, III (PG MG, 44, 985-988).

[45]   Cfr. al respecto mi trabajo: “El crepúsculo de las idolatrías”, IV Congreso de Fe cristiana y cultura contemporánea, Universidad de Navarra, 2003 (en prensa). 

[46]   Por eso “ellos (los Padres de la Iglesia) no han añadido primariamente el cristianismo al ámbito de la religión, porque no la consideraban como una de las religiones, sino que lo han agregado al proceso concluyente de la razón”, Ratzinger, J., “Cristo, el Redentor de todos los hombres”, en Caminos hacia Jesucristo, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2004, 72.

[47]   “Nos diligimus, quoniam ipse prior dilexit nos”, I Jn, cap. 4, vs. 19.

[48]   “Siempre el provecho común/ de la Religión Cristiana/ importó más que los hijos”, Guillén de Castro, Las mocedades del Cid, Madrid, Taurus, 1988, 141.

[49]   Las demás religiones siguen teniendo sentido para quienes desconocen la Revelación, pero es claro que si ésta se admite, todas las demás quedan en un segundo plano.

[50]   Eclés, cap. 1, vs. 9. 

[51]    Cfr. Mondin, B., Antropologia filosofica : l’uomo, un progetto impossibile?, Roma, Pontificia Università Urbaniana, 2. ed., rivista, corr, aggiornata,1989.

[52]   Manrique, J., Coplas que hizo Jorge Manrique a la muerte de su padre, 1ª ed. crítica con un estudio de su transmision textual por Vicente Beltrán, Barcelona, PPU, 1991.

[53]   Cfr. Hegel, F., Fenomenología del espíritu, ed. y trad. De Carlos Díaz, Madrid, Alhambra, 1987.

[54]   Cfr. Nietzsche, F., Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1972, 303. Para la rectificación de ese postulado cfr. Polo, L., Nietzsche como pensador de dualidades, Pamplona, Eunsa, 2005.

[55]   Más aún, algunas corrientes de pensamiento actuales usan como método el análisis de los textos (hermenéutica, análisis del lenguaje, metodología para el estudio de los escritos de pensadores célebres, etc.), pero es claro que los textos pertenecen al pasado. En suma, la mucha exégesis histórica y pocas averiguaciones de fondo pueden provocar la melancolía y la falta esperanzada de saber respecto del futuro.

[56]   Esa tesis vale tanto para el estado del primer hombre antes de la caída como para el estado posterior que nos caracteriza a nosotros, e incluso de cara a la eternidad, pues siempre podemos ser más elevados.

[57]   Cfr. Chirinos, M.P., Antropología y trabajos, Pamplona, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 157, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2003.

[58]   Cfr. Polo, L., La interpretación socialista del trabajo y el futuro de la empresa, Cuadernos Empresa y Humanismo nº 2, Pamplona, 1987.

[59]    Cfr. Aranguren, J., El lugar del hombre en el universo. “Anima forma corporis” en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 1997; Haya, F., El ser personal. De Tomás de Aquino a la metafísica del don, Pamplona, Eunsa, 1997; Lombo, J. A., La persona en Tomás de Aquino: estudio histórico y sistemático, Roma, Apollinare Studi, 2001; García-Valdecasas, M., El sujeto en Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 2003; Forment, E., Ser y persona, Barcelona, Ed. Universitat de Barcelona, 1982; Vanni Rovighi, S., L’antropologia filosofica di San Tommaso d’Aquino, Milano, Vita e Pensiero, 1972.

[60]   Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 95.

[61]   Zubiri, X., “En torno al problema de Dios”, Naturaleza, historia, Dios, Madrid, Alianza, 1994, 423.

[62]    Por ejemplo: con San Anselmo de Cantérbury (s. XII) asistimos por primera vez a la distinción entre esencia y existencia. Alejandro de Hales (XIII) distingue entre ser y obrar; San Alberto Magno (XIII) entre esencia y acto de ser, dotando de superioridad a la esencia. La distinción real esenciaacto de ser (essentiaactus essendi) está incoada en San Buenaventura y es explícita en Sto. Tomás de Aquino, quien sostiene la superioridad del acto de ser sobre la esencia, aunque esta distinción real la aplique escasamente a la antropología.

[63]   Cfr. Gilson, E., La filosofía de San Buenaventura, Buenos Aires, Desclée de Brower, 1948.

[64]   Cfr. Miralbell, I., Duns Escoto: la concepción voluntarista de la subjetividad, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 1998.

[65]   “Si el intelecto agente es cierta sustancia fuera del hombre, toda obra del hombre depende de un principio extrínseco. Por tanto, el hombre no será agente de sí, sino acto de otro. Y de ese modo no será señor de sus actos, ni merecerá la alabanza o el vituperio; y perecerá toda la ciencia moral y el diálogo político, lo cual es inconveniente”, S. C. Gentes, l. II, cap. 76, n. 20.

[66]   Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, ed. cit., 106.

[67]   Una reciente corrección de esa tesis la ha llevado a cabo Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio, donde declara: “la razón y la fe… no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios”, Fe y razón, Madrid, Palabra, 1998, nº 16, 31.

[68]   Baltasar Gracián, El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 345.

[69]   “El interés, metal bajo mucho más que ningún acto de amor. La causa, porque el acto de amor puede ser flaqueza; el interés no puede no ser bajeza”, Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, n. 762, 167.

[70]   La tesis noética de esta corriente mantiene que nuestras ideas suponen por la realidad, pero que no son intencionales respecto de ella. Se trata del representacionismo que se aceptará en diversas corrientes de filosofía modernas. Según ese postulado, sólo podemos conocer nuestras ideas, pero no la realidad tal como ella es, salvo el caso de las realidades singulares, que se conoce, según Ockham, por intuición, que -según él- es un acto propio de la voluntad. Cfr. Polo, L., Nominalismo, realismo e idealismo, Pamplona, Eunsa, 4ª ed., 2001. 

[71]   Cfr. Corazón, R., Filosofía del conocimiento, Pamplona, Eunsa, 2002, 30.

[72]   Para Meister Eckhart lo primero ya no parece ser el ser, sino el conocer. Es precursor de la modernidad en cuanto a la hegemonía del conocimiento se refiere. Cfr. Lossky, V., Théologie négative et connaissance de Dieu chez Maître Eckhart, Paris, Vrin, 1960; Della Volpe, G., Eckhart o della filosofia mistica, Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 1952.

[73]   Para Ockham lo primero ya no es el ser, sino el querer. Es precursor de la modernidad en cuanto a la preheminencia de la voluntad. Cfr. Weinberg, J.R., Ockham, Descartes and Hume: self-knowledge, substance, and causality, Madison, University of Wisconsin Press, 1977.

[74]

[75]   No es heterodoxia intentar desarrollar los descubrimientos clásicos habidos, como no es ortodoxía (sino estrechez de miras o rigidez mental; en el fondo, falta de sabiduría) quedarse únicamente con los esquemas y formulaciones lingüísticas de esos hallazgos y repetirlos hasta la saciedad. Los descubrimientos clásicos se deben recuperar, pero no como una pieza de museo sin savia, incrustados en los índices enpolvados de los esquemáticos manuales al uso, sino vivificándolos desde dentro para hacerlos progresar. Si lo que se ofrece por ejemplo a los alumnos les aburre, no les estimula a pensar, y se les exige, además, que memoricen lo que ni siquiera el profesor es capaz de aprender… ¡lamentable! ¿a dónde vamos con eso?

[76]   Cfr. Boisset, J., Erasme et Luther: Libre ou serf arbitre?, Paris, Presses Universitaires de France, 1962; Torzini, R., I labirinti del libero arbitrio: la discussione tra Erasmo e Lutero, Firenze, Olschki, 2000.

[77]   Cfr. Fontán, A., Erasmo. Moro. Vives: el humanismo cristiano europeo, Madrid, Ediciones Nueva Revista, 2002.

[78]   Cfr. Guy, A., Vivès au l´humanisme engagé, Paris, Segheirs, 1972.

[79]   Calderón de la Barca, P., El diablo mudo, Pamplona, Ed. Reichenberger-Kassel, 1999, 131.

[80]   Pico de la Mirandola, “Carta a Hermolao Barbaro”, en La dignidad del hombre, Madrid, Editora Nacional, 1984, 154.

[81]   Ibid.

[82]   “Oración sobre la dignidad del hombre”, en La dignidad del hombre, ed. cit., 105.

[83]   Cfr. Ibid., 120.

[84]   Correas, G., op. cit., 254. “Preciso es: el que mal obra/ que a la fe la espalda vuelva”, Calderón de la Barca, P., El diablo mudo, Pamplona, Ed. Reichenberger-Kassel, 1999, 138. Las obras de la razón, la filosofía, también son obras, y con mayor motivo que los productos culturales.

[85]   “Éste es un falso político llamado el Maquiavelo, que quiere dar a beber sus falsos aforismos a los ignorantes. ¿no ves cómo ellos se los tragan, pareciéndoles muy plausibles y verdaderos? Y, bien examinados, no son otro que una confitada inmundicia de vicios y de pecados”, Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 165.

[86]   Algunos católicos de esa época como el Cardenal Cayetano intentaron, aunque con escasa acogida, acercar las posiciones entre protestantes y la Iglesia de Roma, pero sin aguar el mensaje católico, porque sabían que las verdades que sostenían los protestantes no respondían a una fe completa. En efecto, “solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación. Creemos que el Señor confió todos los bienes de la Nueva Alianza a un único colegio apostólico presidido por Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual deben incorporarse plenamente los que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios”, Concilio Vaticano II, Unitatis Redintegratio, 3. 

[87]   Entendían el esse, bien como acto último, bien como acto primero, o incluso en ambos sentidos.

[88]   Es decir, bien como una distinción entre una cosa y su acto, o bien entre una cosa y su modo.

[89]   Cfr. Cepeda, J., Antropología de San Juan de la Cruz, Avila, Inst. Gran Duque de Alba, 1988.

[90]   Cfr. Tesesa de Jesús, El castillo interior, Burgos, Monte Carmelo, 1990.

[91]   Cfr. Polo, L., Evidencia y realidad en Descartes, Pamplona, Eunsa, 2ª ed., 1996.

[92]   Cfr. Daniel-Rops, H., Pascal et notre coeur, Strasbourg, La Roux, 1948.

[93]   La actitud moderna parece contraria a la del poeta gaucho: “Pido a los santos del cielo/que ayuden mi pensamiento/, les pido en este momento/ que voy a cantar mi historia/ me refresquen la memoria/ y aclaren mi conocimiento”, Hernández, J., Martín Fierro, Buenos Aires, Albatros, 1982, 3.

[94]   “El mundo actual está fuertemente afectado por el secularismo, “el cual consiste en una visión autonomista del hombre y del mundo, que prescinde de la dimensión del misterio, la descuida e incluso la niega. Este inmanentismo es una reducción de la visión integral del hombre” (Sínodo extraordinario 1985, Relación final II, A, 1, en L´Osservatore Romano, 1º-dic-1985, 6”, Comisión Teológia Internacional, Algunas cuestiones actuales de Escatología, en Temas actuales de Escatología. Documentos, comentarios y estudios, Madrid, Palabra, 2001, 29-31.

[95]   Préposiet, J., Spinoza et la liberté des hommes, Paris Gallimard, 1967; García Guerra, M., Spinoza y la libertad, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid, 1995.

[96]   Cfr. Mignini, F., Dio, l’uomo, la libertà : studi sul “Breve trattato” di Spinoza, L’Aquila, Japadre, 1990; Cánovas, L., El yo pensante en Descartes, al hombre como parte de la naturaleza en Spinoza, Madrid, Universidad Complutense, Servicio de Reprografia, 1993; Lermond, L., The form of man: human essence in Spinoza’s ethic, Leiden, Brill, 1988; Siwek, P., L’ ame et le corps d’après Spinoza (la psychophysique spinoziste), Paris, Alcan, 1930.

[97]   Cfr. Polo, L., Evidencia y realidad en Descartes, pamplona, Eunsa, 2ª ed., 1996.

[98]   Cfr. Gaudemar, M. De, Leibniz: De la puissance au sujet, Paris, Vrin, 1993; Robinet, A., Leibniz et la racine de l’existence, Paris, Seghers, 1962; Rensoli, L., El problema antropológico en la concepción filosófica de Gottfried Wilhelm Leibniz, Valencia, Universidad Politécnica de Valencia, 2002.

[99]   Cfr. Vincieri, P., Natura umana e dominio: Machiavelli, Hobbes, Spinoza, Ravenna, Longo, 1997.

[100]  Del Pra, M., Hume e la scienza della natura humana, Roma, Laterza, 2ª ed., 1973.

[101]  Correas, G., op. cit., 386.

[102] Hume, D., Tratado sobre la naturaleza humana, Ed. L. A., Selby–Bigge, Oxford, 1951, I, 4, 6, vol. 1, 534.

[103]  Cfr. Duchet, M., Antropología e historia en el siglo de las luces: Buffon, Voltaire, Rousseau, Helvecio, Diderot; traducción de Francisco González Aramburo, México, Siglo veintiuno editores, 1975.

[104]  Qué es la ilustración, inicio. Cfr. Corazón, R., Kant y la Ilustración, Madrid, Rialp, 2004.

[105]  “¡La ilustración acordarse de la muerte! ¡Eso queda bueno para los cartujos! Y la ilustración mandó callar a la Iglesia, porque su voz le importunaba”, Fernán Caballero, La familia de Alvareda, Barcelona, Caralt, 1976, 137.

[106]  Cfr. Kant, I., Crítica de la razón pura, trad. de J. Rovira, Buenos Aires, Losada, 2ª ed., 1960, vol. II, 90-93. Cfr. asimismo: Kain, P., Essays on Kant’s anthropology, edited by Brian Jacobs, Cambridge, U.K.; New York, Cambridge University Press, 2003; Zammito, J.H., Kant, Herder and the birth of antropology, Chicago, University of Chicago Press, 2002.

[107]  Cfr. Polo, L., La crítica kantiana del conocimiento, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, nº 175, Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2005.

[108]  Para algunos pensadores actuales Kant sustituye a Aristóteles como filósofo clásico, es decir, parece preferible según ellos que se siga más la estela de Kant que la del Estagirita. Ven con buenos ojos este influjo porque consideran que el pensador de Koenigsberg era cristiano, mientras que el de Atenas era pagano. Sin embargo, en modo alguno el punto central de la antropología kantiana es cristiano, pues la cumbre de su teoría está cerrada a Dios, y en su filosofía práctica, la autonomía de la voluntad es incompatible con la apertura personal de cada co-existencia humana a Dios. Aristóteles, en cambio, no quebró la apertura a la trascendencia, ni teórica ni prácticamente, y en ese sentido sus tesis son más concordes con la doctrina cristiana que las de Kant.

[109]  Recuérdese que la mayor parte de los pensadores de esta época desconocen las grandes síntesis de la filosofía medieval, y en buena medida, también el legado de los griegos clásicos, también en lo que respecta a su fundametación jurídica.

[110]  Gracián, B., El Criticón, Madrid, Cátedra, 1980, 145.

[111]  El deísmo admite un Dios como ser supremo que ejerce como arquitecto respecto del cosmos, pero que se desentiende de las criaturas, es decir, niega, entre otras cosas, la providencia divina.

[112]  El laicismo, tan extendido en la actualidad en Europa Occidental, es el intento de relegar la doctrina cristiana al ámbito exclusivo de la conciencia, y ello, mediante el poder estatal, el de los medios de comunicación, etc. Cfr. Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, n. 7.

[113]  Recuérdese que, debido a estos autores, la catedral de Notre Dame de París fue despojada de la imagen de la Virgen María, y sustituida por una representación de la “diosa razón”.

[114]  Cfr. Trigo, T. A., Unidad y fractura de la existencia en la antropología de Jean-Jacques Rousseau, Pamplona, Newbook Ediciones, 1966.

[115]  Téngase en cuenta que la absolutización de la voluntad autónoma kantiana es incompatible con la intersubjatividad.

[116]  Cfr. Cruz, J., Fichte. La subjetividad como manifestación del absoluto, Pamplona, Eunsa, 2004; Riobó, M., Fichte, filósofo de la intersubjetividad, Barcelona, Herder, 1988.

[117]  La obra de Schelling todavía no está completamente editada, porque de alguna de sus últimas obras disponemos de varias versiones que el propio autor dejó incompletas. De modo que su parecer central sobre la antropología queda abierto. Cfr. Jahtzen, J.,-Oesterreich, P.L., Schelling Philosophische Antropologie, Sttutgard, Frommann-Holzboog, 2002

[118]  Cfr. Eley, L., Hegel´s Theorie des subjektiven Geistes, Sttutgart, Frommann-Holzboog, 1990; Kojève, A., La antropología y el ateísmo en Hegel, traducción de J.J. Sebreli, revisión a cargo de A. Llanos, Buenos Aires, La Pleyade, 1985.

[119]  El gnosticismo es el intento de explicar todo fenómeno religioso desde un punto de vista estrictamente filosófico. Prescinde, pues, del conocimiento sobrenatural de la fe. Cfr. Culianu, I. P., Gnosticismo e pensiero moderno, Roma, L’Erma di Bretschneider, cop. 1985.

[120]  Panlogismo indica el intento de reducir todo modo de conocer humano al propio de la lógica. En el caso de Hegel se trata, además, de una lógica peculiar trazada por él, la dialéctica, que le sirve para explicar con ese patrón todo lo real y todo lo mental. Cfr. Massolo, A. Lógica hegeliana e filosofía contemporanea. A cura di Pasquale Salvucci, Firenze, C.E. Giunti, 1967.

[121]  Por otra parte, y sin enjuiciar las intenciones personales de ningún pensador, es pertinente recordar el criterio moral según el cual el error siempre defiende y secunda a la soberbia personal (la mayor parte de los errores intelectuales son fruto de ella, pues ésta es superior, por personal, a la razón).

[122]  Cfr. Polo, L., Hegel y el posthegelianismo, Pamplona, Eunsa, 2º ed., 1999.

[123]  Cfr. para este marco: Reynoso, C., Corrientes en antropología contemporánea, Buenos Aires, Biblos, 2ª ed., 1998; García Bacca, J.D., Antropología filosófica contemporánea, Barcelona, Anthropos, 1982; Mead, M., La antropología y el mundo contemporaneo; traducción de Alfredo Llanos, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1975.

[124]  Cfr. Castilla, B., La antropología de Feuerbach y sus claves, Madrid, Ed. Inter. Universitarias, 1999.

[125]  Gómez Pérez, R., El humanismo marxista, Madrid, Rialp, 1978; Martin, V., Marxismo y humanismo, Buenos Aires, Columba, 1969; Lacroix, J., Marxismo, existencialismo, personalismo, París, PUF., 1960; Schaff, A., Le marxisme et l´individu, Paris, Colin, 1968; Bigo, P., Marxismo y humanismo, Madrid, Zyx, 1961.

[126]  Cfr. Pero Sanz, J.M., F. Engels. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Madrid, EMESA, 1981.

[127]  Cfr. Jiménez Abad, A., El concepto de hombre en la doctrina de la educación de Augusto Comte, Madrid, Fundación Universitaria Española, 2001; Atencia Páez, J.M., Hombre y ciencia en A. Comte, Málaga, Agora, 1995; Kremer-Marietti, A., Le projet anthropologique d’Auguste Comte, Paris, Société d’Édition d’Enseignement Supérieur, 1980.

[128]  Cfr. Ten, C.L., Mill on liberty, Oxford, Clarendon Press, 1980.

[129]  Cfr. Cabada, M., Querer o no querer vivir: el debate entre Schopenhauer, Feuerbach, Wagner y Nietzsche sobre el sentido de la existencia humana, Barcelona, Herder, 1994.

[130]  Cfr. Polo, L., Nietzsche como pensador de dualidades, Pamplona, Eunsa, 2005; Jiménez, L., Hombre, historia y cultura desde la ruptura innovadora de Nietzsche, Madrid, Espasa-Calpe, 1983.

[131]  Cfr. Berciano, M., “Heidegger: antropología problemática”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 77-103; Polo, L., Hegel y el posthegelianismo, Eunsa, Pamplona, 2ª edición corregida, 1999, cap. V.

[132]  Cfr. Polaino, A., Acotaciones a la antropología de Freud, Piura, Universidad de Piura, 1984; Choza. J., Conciencia y afectividad (Aristóteles, Nietzsche, Freud), Pamplona, Eunsa, 1991.

[133]  Cfr. Fernández Labastida, F., La antropología de W. Dilthey, Roma, Apollinare Studi, 2001.

[134]  La obras completas de Husserl están aún pendientes de edición crítica y, por supuesto, de traducción. De modo que no se puede sentar todavía una tesis estable sobre su antropología. Cfr. Die Welt des Menschen, die Welt der Philosophie, Festschrift für Jan Patocka, herausgegeben von Walter Biemel und dem Husserl-Archiv zu Löwen, Haag , M. Nijhoff, 1976.

[135] Cfr. Oesterreicher, J.M., Siete filósofos judíos encuentran a Cristo, prólogo de J. Maritain, traducción del inglés de M.F. Benot, Madrid, Aguilar, 1961.

[136]  Cfr. Santamaría, M., Acción, persona y libertad. Max Scheler-Tomás de Aquino, Pamplona, Eunsa, 2002; Pintor, A., El humanismo de Max Scheler. Estudio de antropología filosófica, Madrid, B.A.C., 1979.

[137]  Cfr. Hildebrand, El corazón, Madrid, palabra, 2003; Premoli de Marchi, P., Uomo e relazione: l’antropologia filosofica di Dietrich von Hildebrand, Milano, Angeli, 1998.

[138]  Cfr. Stein, E., La estructura de la persona humana, Madrid, BAC, 1998; Alés Bello, A., Fenomenologia dell´essere umano, Roma, Città Nuova, 1992; Pezzella, M., L´antropologia filosofica di Edith Stein, Roma, Città Nuova, 2003; Bernhard, A., Ethische Elemente in die Antrhopologie Edith Steins, Roma, U. Sancta Croce, 2003; Schulz, P., Edith Steins Theorie der Person, Friburgo, K. Alber, 1994; Haya, F., “La estructura de la persona humana según Edith Stein”, en Modelos antropológicos del s. XX : M. Scheler, D. von Hildebrand, E. Stein, M. Merleau-Ponty, J.-P. Sartre y H. Arendt, ed. Sellés, J.F., Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2004; Sanguineti, A. M., Varón y mujer: hacia la confluencia de dos mundos: claves antropológicas para la conciliación vida familiar-trabajo extradoméstico, desde el pensamiento de Edith Stein, prólogo de Covadonga O’Sea, San José,  Promesa, 2004.

[139]  Cfr. Duque, F., En torno al humanismo: Heidegger, Gadamer, Sloterdijk, Madrid, Tecnos, 2002.; Kochuveettil, P., Historicity of man in the dialectical hermenautics of Hans-Georg Gadamer and the theory of karma in hinduism, Romae, Pontificia Universitas Urbaniana, Facultas Philosophiae, 1999; Fernández Labastida, F., “Hombre, mundo y lenguaje en la ontología hermenéutica de Hans-Georg Gadamer”, Tópicos, 26 (2004), 153-176.

[140]  Cfr. Rodríguez–Buil, F. J., Antropología de la alienación según la filosofía del sujeto de Paul Ricoeur, Madrid, U. Complutense, 1991; Rwabilinda, J.-M., Paul Ricoeur, le depassement de la subjectivite: de la critique du cogito á la personne responsable, Romae : Pontificia Universitas Urbaniana, Facultas Philosophiae, 1992.

[141]  Cfr. Juan Pablo II, Fe y razón, Madrid, Palabra, 1998, n. 84, 115.

[142]  Cfr. Leverque, G., Bergson: vida y muerte del hombre y de Dios, Barcelona, Herder, 1975.

[143]  Cfr. Izquierdo, C., “El hombre a la espera del don de Dios. La antropología de Maurice Blondel”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 221-252.

[144]  Cfr. Rosmini, A., Antropología soprannaturale, Roma, Città Nuova, 1983; De Lucia, P., Essere e soggetto: Rosmini e la fondazione dell’antropologia ontologica, Pavia, Bonomi, 1999;.Jordán Sierra, J. A.,Comunicación y educación: una lectura de la antropología de A. Rosmini, Barcelona, PPU, 1995.

[145]  Cfr. Palacios, L.-E., Estudios sobre Bonald, Madrid, Speiro, 1987; Múgica, L.F., Tradición y revolución. Filosofía y sociedad en el pensamiento de Louis De Bonald, Pamplona, Eunsa, 1988.

[146]  De la dualidad pasado-futuro unos estados, naciones, o partidos políticos ponen el punto de mira más en el pasado y son más conservadores; otros, en cambio, en el futuro y son más reformadores. Para atender a la legitimidad del ideario de cada uno de ellos, hay que poner en correlación sus doctrinas con la virtud. Si lo que se conserva impide una mejora virtuosa de los ciudadanos en extensión y en intensidad, la ideología del partido conservador es injustificable. Si, por el contrario, lo que se reforma, abdica de la virtud habida y sus cambios no promueven la práctica ciudadana de ella, la ideología de ese partido revolucionario está de más. En términos absolutos, mirar al futuro es mejor que atenerse al pasado (el diablo es conservador). Pero perseguir un futuro que rompa con la virtud existente y desprecie el crecimiento humano virtuoso, no es mejorar de cara al futuro, sino volver a conservar la animalidad prehistórica. La virtud mira siempre al futuro.

[147]  Cfr. Maine de Biran, Autobiografía y otros escritos; traducción del francés y prólogo de Segura Ruiz, J., Buenos Aires, 3a ed., Aguilar, 1967.

[148]  Cfr. García Amilburu, M., La existencia en Kierkegaard, Pamplona, Eunsa, 1992; Polo, L., Hegel y el posthegelianismo, Eunsa, Pamplona, 2ª edición corregida, 1999, cap. II; Larrañeta, R., La interioridad apasionada, tesis doctoral, PU. Salamanca, 1990.

[149]  “Los tiempos en que vivimos son inenarrablemente difíciles e inquietos”, Juan Pablo II, Testamento, 5-II-1982.

[150]  Schakespeare, W., Celia, en A vuestro gusto, en Obras Completas, vol. II., Madrid, Aguilar, 1974, 16ª ed., 92.

[151]  Éste es el primer peligro, según Juan Pablo II, que acecha al pensamiento contemporáneo. Cfr. Fe y razón, Madrid, Palabra, 1998, n. 86, 118.

[152]  Cfr. Cruz Hernández, M., Francisco Brentano, Salamanca, Universidad, 1953.

[153] Cfr. Zaragüeta, J., El concepto católico de la vida según el Cardenal Mercier, Madrid, Espasa-Calpe, 1930.

[154]  Cfr. Echauri, R., El pensamiento de Etienne Gilson, Pamplona, Eunsa, 1980.

[155]  Cfr. Vázquez Borau, J-L., Filosofía personalista de Maurice Nédoncelle, Barcelona, Horeb, 2000; Maurice Nédoncelle, metafísico de la persona, Barcelona, Horeb, 2000; “La antropología de Maurice Nédoncelle”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 345-368; Pretto, M., La filosofia delle persona in Maurice Nédoncelle, Padova, 1964; Fernández González; J., Antropología dialéctica. Estatuto metafísio de la persona según Maurice Nédoncelle, tesis doctoral, 2 vol., Universidad Complutense, Madrid, 1982.

[156]  Cfr. Burgos, J.M., “la antropología de Jacques Maritain”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 105-135; Michener, N.W., Maritain on the nature of Man in christian Democracy, Hull, L´Éclair, 1955; Danese, A., (ed.), La questione personalista. Mounier et Maritain nell dibattito per un nuovo umanesimo, Roma, Città Nuova, 1986; Lorenzini, M., L´uomo in quanto persona: Lá ntropologia de Jacques Maritain, Bologna, Studio Domenicano, 1990.

[157]  Cfr. Fabro, C., Introducción al problema del hombre: la realidad del alma; presentación de Juan Jose Sanguineti, Madrid, Rialp, 1982.

[158]  Cfr. Schumacher, B. N., Une philosophie de l’espérance: la pensée de Josef Pieper dans le contexte du débat contemporain sur l’espérance, Fribourg, Editions Universitaires, 2000.

[159]  Cfr. Gabriel, L., Filosofía de la existencia, Madrid, BAC, 1974; Bollnow, O., Filosofía de la existencia, Madrid, Revista de Occidente, 1954.

[160]  Cfr. Millán Puelles, A., “El conocimiento de la intimidad en C. Jaspers”, en Revista de la Universidad de Madrid, I, (1952),1,  65-87; Ferrer, U., “Antropología existencial de Jaspers”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 163-188.

[161]  Cfr. Urabayen, J., La antropología de Gabriel Marcel, Pamplona, Eunsa, 2001; “Gabriel Marcel: una imagen digna del hombre”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 327-343; Castilla, B., Las coordenadas de la estructuración del yo: compromiso y fidelidad según Gabriel Marcel, Pamplona, Servicio de Publicaciones Universidad de Navarra, 1996; Troisfontaines, R., De l´existence a l´être, Lovaina, Nauwelaerts, 2 vol., 1968.

[162]  Cfr. Quiles, I., Heidegger, el existencialismo de la angustia, Madrid, Espasa Calpa, 1948.

[163]  Cfr. Quiles, I., Sartre y su existencialismo, Madrid, Espasa Calpe, 1967; Herra, R.A., Sartre y los prolegómenos a la antropología, San José, Universidad de Costa Rica, 1968.

[164]  Cfr. Botto, E., Il neomarxismo, Roma, Studium, 1976; Mattick, P., Crítica de los neomarxistas, Barcelona, Península, 1977.

[165]  Cfr. Spieker, M., Los herejes de Marx: de Bernstein a Garaudy, traductor Kurt Spang, Pamplona, Eunsa, 1977.

[166]  Donat, J., Adler y su psicología individual, Madrid, Razón y fe, 1949.

[167]  Cfr. Galeazzi, U., La Scuola di Francoforte: “teoria critica” in nome dell’uomo, Roma, Città Nuova, 2ª ed., 1978;             Canonico, M. F., L’uomo misura dell’essere?: Lo strutturalismo. La scuola di Francoforte, Roma, LAS, 1985.

[168]  Cfr. Corcuff, Ph., Las nuevas sociologías: construcciones de la realidad social, versión de Belén Urrutia, Madrid, Alianza Editorial, 1998.

[169]  Cfr. Rubio, J., Que es el hombre: el desafío estructuralista, Madrid, Aguilera, 2ª ed., 1973; Fleischmann, E., Estructuralismo y antropología; seleccion de Jose Sazbon; [traducido por Berta Solior… (et al.)], Buenos Aires, Nueva Visión, 1969.

[170]  Cfr. Gómez García, P., La antropología estructural de Claude Levi-Strauss, Ciencia, filosofía, ideología, Madrid, Tecnos, 1981; Guerra, M., C. Levi- Strauss: Antropología estructural, Madrid, Magisterio Español, 1979; Remotti, F., Estructura e historia: la antropología de Lévi-Strauss, Barcelona, Redondo, 1972.

[171]  Cfr. Quevedo, A., De Foucault a Derrida: pasando fugazmente por Deleuze y Guattari, Lyotrad, Braudillard, Pamplona, Eunsa, 2001; Lanceros, P., Avatares del hombre: el pensamiento de Michel Foucault, Bilbao, Universidad de Deusto, 1996.    

[172]  Cfr. Carpintero Capell, H., Historia de las ideas psicológicas, Madrid, Pirámide, 1996.

[173]  Cfr. Fariña Videla, A. J., J.B. Watson y la subjetividad humana, Buenos Aires, Fundación Arché, 1983.

[174]  Cfr. Richelle, M., Skinner o el peligro behaviorista, trad. De L. Medrano, Barcelona, Herder, 1981.

[175]  Heil, J., Philosophy of Mind. A Contemporary Introduction, London: Routledge, 2004.

[176]  Cfr. Creegan, Ch.L., Wittgenstein and Kierkegaard: religion, indivuduality and philosophical method, London, Routledge, 1989.

[177]  Cfr. Losee, Introducción histórica a la filosofía de la ciencia, Madrid, Alianza, 5ª reimp. 1991.

[178]  Cfr. Artigas, M., El hombre a la luz de la ciencia, Madrid, Palabra, 1992.

[179]  Cfr. Pihlstrom, S., Pragmatism and philosophical anthropology, understanding our human life in a human world, New York, Peter Lang, 1998.

[180]  Cfr. Colaprieto, V.M., Peirce´s approach to the self:a semiotic perspective on human subjetivity, Albany, State University of New York Press, 1989.

[181]  Cfr. López Coronado, V., Análisis crítico de las bases antropológicas del modelo de ética en la postmodernidad, Bellaterra, Universitat Autònoma de Barcelona, Servei de Publicacions, 1995.

[182]  Para la postmodernidad “el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz”, Juan Pablo II; Fe y razón, Madrid, Palabra, 1998, n. 91, 123.

[183] Cfr. Agazzi, E., Nichilismo, relativismo, verità: un dibattito, a cura di V. Possenti e A. Massarenti, Soveria Mannelli (Cantazaro), Rubbettino, 2001; Arnau, H., Qué es el nihilismo, Barcelona, PPU., 1990; Caracciolo, A., Pensiero contemporaneo e nichilismo, Napoli, Guida, 1976; Clément, O., Les visionnaires: essai sur le dépassement du nihilisme, Paris, Desclée De Brouwer, 1986; Devine, Ph. E., Relativism, nihilism and God, Notre Dame [Indiana], University of Notre Dame Press, 1989; Fries, H., El nihilismo: peligro de nuestro tiempo, version castellana de A. E., Lator Ros, Barcelona, Herder, 1967; Varios, Nihilismo y pragmatismo: claves para la comprensión de la sociedad actual, P. Lizarraga y R. Lázaro (eds.), Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2002; Ottonello, P. P., Structure et formes du nihilismo européen: essais introductifs; trad. E. Rocher y J.-M., Trigeaud, Bordeaux, Ed. Bière, 1987; Possenti, V., Terza navigazione, nichilismo e metafisica, Roma, Armando, 1998.

[184] Juan Pablo II, Fe y razón, Madrid, Palabra, 1998, n. 90, 122.

[185]  El gran dramaturgo español personaliza el placer de este modo: “porque aunque soy el Placer/ y sé correr y volar,/ siempre he sido de ausentar/ más fácil que de volver”, Calderón de la Barca, P., Triunfar muriendo, Pamplona, ed. Reichenberger-Kassel, 1992, 110.

[186]  Correas, G., op. cit., 81.

[187]  La consecuencia de este activismo, precisamente por no detenerse a pensar con orden, también en el ámbito práctico, es que no acaba de afrontar con rigor la resolución de tremendos problemas tales como la pobreza de tantos millones de personas, la deuda externa de muchos países, etc.

[188]  Cfr. Juan Pablo II, Fe y razón, ed. cit., n. 91,124.

[189]  Cfr. Puente, J., “La antropología dialógica de Ferdinand Ebner”, Estudios, 38 (1982), 198-221: López Quintás, A., El poder del diálogo y del encuentro: Ebner, Haecher, Wust, Przywara, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1997; Pensadores cristianos contemporáneos; Madrid, BAC, 1968; El encuentro y la plenitud de la vida espiritual, Madrid, publicaciones Claretianas, 1990.

[190]  Cfr. Aguilar, J.M., Trascendencia y alteridad. Estudio sobre E, Levinas, Pamplona, Eunsa, 1992; Peña, J., Levinas, el olvido del otro, Santiago de Chile, Universidad de Los Andes, 1987; García, J.A., “Sobre la antropología de Levinas”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 189-196; Tudela, J.A., “El humanismo del otro hombre”, Escritos El Vedat, 35 (1976), 119-161.

[191]  Cfr. Poma, A., La Filosofia dialogica di Martin Buber, presentazione di G. Riconda, Torino, Rosenberg & Sellier, 2000. Díaz, C., El humanismo hebrero de Martín Buber, Madrid, Fundación Emmanuel Mounier, 2004; Sánchez Meca, D., El principio dialógico y la crítica al yo transcendental en el pensamiento de Martín Buber, Madrid, Universidad Complutense, Servicio de Reprografia, 1984; Gordillo, L., “Buber: un humanista trascendente”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 197-219.

[192]  Cfr. Díaz, C., El puesto del hombre en la filosofía contemporánea, Madrid, Narcea, 1981; Burgos, J. M., El personalismo: autores y temas de una filosofía nueva, Madrid, Palabra, 2000; Coll de Allemany, J.M., Filosofía de la relación interpersonal, Barcelona, PPU., 1990; “Personalismo, pensar dialógico y fe teologal”, Pensamiento, 29 (1073), 209-226; Pavan, A., – Milano, A., Persona e personalismi, Napoli, Dehoniane, 1987; Domingo Moratalla, A., Un humanismo del s. XX: el personalismo, Madrid, Cincel, 1985; Lacroix, J., Le personalisme: sources-fondamentes, actualité, Lyon, 1981.

[193]  Cfr. Díaz, C., Enmanuel Mounier: un testimonio luminoso, Madrid, Palabra, 2000; “La antropología de Enmanuel Mounier”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 137-162; Lamachia, A., Mounier, personalismo comunitario e filosofia dell´esistenza, Bari, Levante, 1993.

[194]  Cfr. Guardini, R., Mundo y persona, Madrid, Encuentro, 2000; Neri, L., L’antropologia di Romano Guardini, Milano, Jaca Book, 1989; Borguesi, M.,  Romano Guardini. Dialettica e Antropologia, Roma, Studium, 1990; Babolin, A., Romano Guardini., filosofo dell´alteritá, 2 vol., Bolonia, 1968-9; Neri, L., L’antropologia di Romano Guardini, con un saggio sulla bibliografia italiana su Romano Guardini di Roberta Lorenzetti, Milano, Jaca Book, 1989.

[195]  Cfr. Babini, E., L’antropologia teologica di Hans Urs von Balthasar, Milano, Jaca Book, 1988; Ouellet, M., L’existence comme mission. L’anthropologie theologique de Hans Urs von Balthasar, Roma, Pontificia Universitas Gregoriana, Facultas Theologiae, 1983; Topic, Fr., L’uomo di fronte alla rivelazione di Dio nel pensiero di Hans Urs Von Balthasar, Roma, [s.n.], 1990.

[196]  Cfr. Sales, M., L’être humain et la connaissance naturelle qu’il a de Dieu: essai sur la structure anthropo-théologique fondamentale de la Révélation chrétienne dans la pensée du P. Henri de Lubac, Paris, Parole et Silence, 2003; Trapani, G., La visione dell’uomo nel dialogo di Henri de Lubac con gli umanesimi odierni, Roma, Pontificia Universitas Gregoriana, Facultas Theologiae, 1985.

[197]  Cfr. Mouroux, J., Sentido cristiano del hombre. Introducción de Juan Alonso; traducción de Mateo de Torre; revisión: José María Garrido, Madrid, Palabra, 2001.

[198]  Cfr. O´Callaghan, P., “Aspectos de la antropología de Wolfhart Pannenberg”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 253-271; Pannenberg, W., Antropología en perspectiva teológica: implicaciones religiosas de la teoría antropológica; traducción de Miguel García-Baró, Salamanca, Sígueme, 1993.

[199]  Cfr. Saranyana, J.I., “La antropología trascendental rahneriana”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 307-326; Pienda, J. A., de la, Antropología transcendental de Karl Rahner: una teoría del conocimiento, de la evolución y de la historia, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1982.

[200]  Cfr. Llamas, E., Charles Taylor: una antropología de la identidad, Pamplona, Eunsa, 2001.

[201]  Cfr. Aguirre, Baztán, A., Historia de la antropología española, Barcelona, Boixareu Universitaria, 1992.

[202]  Cfr. Castilla, B., Noción de persona en Xavier Zubiri. Una aproximación al género, Madrid, Rialp, 1996.

[203]  Cfr. Araujo, A.M., El pensamiento antropológico de Julian Marías, Bogotá, Universidad de La Sabana, 1992.

[204]  Cfr. Millán Puelles, A., La estructura de la subjetividad, Madrid, Rialp, 1967; Barrio, J.M., “Digniosda y trascendencia de la persona”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 47-75.

[205]  Cfr. Spaemann, R., Lo natural y lo racional, Madrid, Rialp, 198; Personas, Pamplona, Eunsa, 2003; González, A.M., Naturaleza y dignidad. Un estudio desde Robert Spaemann, Pamplona, Eunsa, 1996, Sabuy, P., “La cuestión del hombre según Robert Spaemann”, Propuestas antropológicas del s. XX, Pamplona, Eunsa, 2004, 273-306.

[206]  Cfr. Llano, A., Deseo, violencia, sacrificio: el secreto del mito según René Girard, Pamplona, Eunsa, 2004.

[207]  Cfr.

[208]  Cfr. Polo, L., Quien es el hombre, Madrid, Rialp, 5ª ed., 2003; Presente y futuro del hombre, Madrid, Rialp, 1995; Antropología trascendental (I-II) Pamplona, Eunsa, 1999-2003; Piá-Tarazona, S., El hombre como ser dual. Estudio de las dualidades radicales según la Antropología trascendental de Leonardo Polo, Pamplona, Eunsa, 2001; Falgueras, I., Hombre y destino, Pamplona, Eunsa, 1998; Sellés, J.F., La persona humana, vols. I-III, Bogotá, La Sabana, 1998; Yepes, R., Fundamentos de antropología, Pamplona Eunsa, 1996.

[209]  Cfr. Polo, L., Curso de teoría del conocimiento, vols. I-IV, Pamplona, Eunsa, 1985-2003.

[210]  Cfr. Wojtyla, K., Persona y acción, Madrid, BAC, 1982; Mi visión del hombre, Madrid, Palabra, 1997; El hombre y su destino, Madrid, Palabra, 1998; Franquet, M.J., Persona, acción y libertad. Las claves de la antropología de Karol Wojtyla, Pamplona, Eunsa, 1996; Quiles, I., Filosofía de la persona según K. Wojtyla, Buenos Aires, Depalma, 1987; Froján, F.J., Juan Pablo II, antropología y ética, Madrid, LaCaja, 2003; Caldera, R. T., La visión del hombre. La enseñanza de Juan Pablo II, Caracas, Centauro, 1986; Grygiel, S., “L´antropologia de Giovani Paolo II”, Revista del clero italiano, 63 (1982), 141-151; Gil Ortega, U., “Un estudio antropológico. Persona y acto del cardenal K. Wojtyla”, Lumen, (1985), 261-285; Serretti, M., Conoscenza de se e trascendenza. Introduzione alla filosofia dell´ uomo atraverso Husserl, Scheler, Ingarden, Wojtyla, Bologna, CSEO, 1984, Dinan, S., “The Phenomenological Antropology of Karol Wojtyla”, The New Scholasticism, 55 (1981), 317-330; Köchler, H., “The phenomenology of Karol Wojtyla. On the Problem of yhe phenomenological Fundations of Antrholopogy”, Philosophy and Phenomenological Research, 42 (1982), 326-334; Seifert, J., Essere e persona, Milán, Vita e Pensiero, 1989; Guerra, R., Volver a la persona, Madrid, Caparrós, 2002.

[211]  Cfr. Juan Pablo II, Redemptor hominis, 1979; Reconciliatio et poenitentia, 1984; Teología del cuerpo y de la sexualidad, 1979-84 ed., en Madrid, Palabra, 1995-98 y en Madrid, Cristiandad, 2000; Catequesis sobre el Credo, 1984-2000, ed., en Madrid, Palabra, 1999-2002; Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona, Plaza & Janes, 1994. Cfr. Lorda, J.L., Antropología cristiana. Del Concilio Vaticano II a Juan Pablo II, Madrid, Palabra, 3ª ed., 2004.

[212]  “Cristo…manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”, Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 22. 2.

[213]  “Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo sabe!”, Christifideles Laici, n. 34, 5. Cristo es la “única palabra capaz de dar pleno sentido a la vida del hombre”, Alocución en el Angelus, 26-I-97. Porque en Cristo “habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente”, Colosenses, cap. 2, vs. 9, etc. Cfr. Honoré De Atchin, T., “Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre (GS 22)”, Excerpta de dissertationibus in Sacra Theologia, 40 (2001); Illanes, J.L., “Fe en Dios, amor al hombre: la antropología teológica de K. Wojtyla”, Scripta Theologica, 11 (1979), 317-352;  “Antropocentrismo y teocentrismo en la enseñanza de Juan Pablo II”, Scripta Theologica, 20 (1988), 643-665; Lobato, A., “La persona en el pensamiento de K. Wojtyla”, Angelicum, 56 (1979), 165-210; Izquierdo, C., “Cristo manifiesta el hombre al mismo hombre”, en AA.VV, Dios y el hombre, Pamplona, Eunsa, 1985, etc.