LA FILOSOFÍA EN SU HISTORIA (J.F. SELLÉS)

6. Cuerpo y alma

A Sócrates, más que la verdad del cosmos, le importó la verdad del hombre: “Estimaba como próximo a la locura el ignorarse a sí mismo”. Jenofonte, Memorables, l. III, c. 9, 6. A diferencia de los sofistas, para Sócrates del hombre no importa tanto su hacer como su alma. El alma es invisible y de naturaleza divina. El cuerpo es el instrumento del que ella se sirve. La espiritualidad del alma la deduce del pensar, pues la verdad es su objeto propio y trasciende la realidad física singular. Si el alma puede con lo que trasciende lo espacio-temporal, no está sometida a ellos; por tanto, es inmortal: “¿Y no es verdad que si siempre tenemos en el alma la verdad de las cosas, el alma será inmortal”. Platón, Menón, 86 c.

Tras este hallazgo, el fin que buscará Sócrates no es utilitario, práctico, sino la mejora interna de la propia alma, que se lleva a cabo fundamentalmente por la virtud, el premio con el que cada hombre puede dotar a su alma. Esto supone afirmar que las dimensiones del alma humana son susceptibles de crecimiento; implica, por tanto, una visión optimista del ser humano. Si bien el alma es susceptible de crecimiento irrestricto, el cuerpo humano decrece y muere.

Otro de los temas humanos en los que se ocupó Sócrates es la muerte. Es claro que ésta no se puede explicar desde el saber acerca del cosmos. Tampoco desde otras formas de saber antiguas. Por ejemplo, en las tragedias de Esquilo la muerte se muestra como la gran aporía del hombre, el cual tiene en vida todas las posibles salidas, pero que ante la muerte se queda sin salida (phanta poros áporon). Algo similar se lee en los poemas de Safo: “muerta seré eternamente sepultada, ninguna memoria quedará de mí y la posteridad ignorará mi nombre”.  

Frente a esa aporía, Sócrates defiende la inmortalidad del alma humana. ¿Por qué el alma es inmortal? Porque su actividad que no se agota vivificando al cuerpo humano. Esa superabundancia se advierte cuando el alma se adecua con la verdad incluso haciendo frente a la permanencia de la vida corporal. Además, si la vida no se acaba con la muerte, la ética socrática tiene sentido, es decir, tiene sentido sufrir la injusticia en vez de cometerla, porque ‘post mortem’ se seguirá siendo justo. Más aún, si la virtud es el crecimiento de la voluntad, una voluntad con virtud está más viva, aunque carezca de cuerpo humano. Cabe decir, por tanto, que la virtud (también los hábitos intelectuales) es una posesión que podemos conseguir en esta vida que nos acompañará más allá de la muerte.

Lo que precede indica que el bien y el mal no son solo extrínsecos al hombre ni exclusivamente corporales, y que tampoco dependen de que desde fuera los demás digan de un hombre que sea bueno o malo, sino que son intrínsecos y crecientes en cada hombre. Si la virtud es felicitaría, el que ésta crezca y permanezca es una garantía no solo de la inmortalidad del alma, sino también de su perenne felicidad. Con la virtud Sócrates parece descubrir algo más, a saber, que el responsable de los actos de la voluntad (a distinción de los actos de la inteligencia) no es la sola voluntad, sino cada uno, porque la voluntad no quiere a menos que cada uno quiera o refuerce el querer de su voluntad. Eso supone cierto conocimiento implícito de la existencia de la persona, aunque no la tematice.