LA FILOSOFÍA EN SU HISTORIA (J.F. SELLÉS)

9. Balance

9.1. Descartes. Este filósofo tiene a su favor, entre otros muchos asuntos, sostener que la causa del error de la inteligencia es la voluntad, que por precipitación corta la argumentación racional y fuerza a la razón a asentir a lo que ésta no ve del todo claro. Pero tiene en su contra el haber ofrecido más problemas que soluciones en varios de los temas tratados. Aludamos a la raíz de ellos antes de revisarlos en los tres temas más relevantes. Su actitud filosófica es problemática, pues no es como la clásica de admiración (intelectual), sino de duda (voluntaria) y de consecuente búsqueda de certeza (subjetiva). ¿Qué es, en el fondo, la certeza? La pretensión de tener un conocimiento completo. Pero el conocimiento completo no es humano. Además, la certeza ni le quita ni le añade nada en verdad o en falsedad a lo conocido. La certeza, como la duda, es voluntaria.

El voluntarismo recorre de inicio a fin la filosofía de Descartes, y como el voluntarismo comporta nominalismo para el pensar, tampoco éste está ausente en la filosofía cartesiana. La verdad es la adecuación de lo conocido a la realidad. Pero si la verdad se sustituye por la certeza (si se sospecha que el hombre no conoce lo real) se oscurece dicha correspondencia. Ese es el motivo por el que Descartes busca a alguien que le garantice que lo que conoce no es falso, lo cual equivale a dar un rodeo y no pasar directamente por la razón retirándole el protagonismo al conocer a la par que se lo da a la voluntad. Para Descartes, la voluntad es la ‘cara activa’ del espíritu, mientras que el pensamiento es la ‘cara pasiva’; pero si la voluntad domina sobre lo conocido y el conocer, entonces estamos ante la posición propia del voluntarismo; más aún, como la voluntad no quiere nada sin la anuencia del sujeto, estamos ante el imperio del subjetivismo. Precisamente por esa hegemonía de la voluntad sobre la razón carece de sentido decir que la filosofía cartesiana sea sistemática. En efecto, es más bien una filosofía de cabos sueltos. Y como el voluntarismo es clásicamente coherente con el empirismo, tampoco cabe sostener que los empiristas (que bebieron de la filosofía cartesiana) sean sistemáticos. 

La primera inferencia de su filosofía –cogito ergo sum– no es correcta (y con ella las que de ella dependen), porque si se duda de los objetos pensados, dado que éstos están siendo pensados por los actos de pensar, se duda también de los actos de pensar, y si la voluntad retira unos y otros, no queda conocer ninguno. Por eso, no se puede inferir que el cogito sea indubitable, también porque en el momento en que se dice eso se lo está considerando como un objeto pensado, no se le considera como realmente es, a saber, como pensante. Por tanto, tras la duda no queda ninguna evidencia, ni la del cogito, ni mucho menos la del sum, que es superior al cogito y no puede comparecer ante él. Lo que tras la duda metódica queda es la misma duda, es decir, la voluntad, porque la duda es voluntaria. Si un pensar pensado no es un pensar real –del que se dice que es res cogitans– y res cogitans equivale a sum, entonces el yo pensado no es el yo real. Por tanto, tal pensar o tal conciencia no accede a conocer el yo real. En consecuencia, el yo no se da en el pensamiento. El conocimiento objetivo de la razón (y los derivados de él) es inane para alcanzar a conocer al yo. Pero de aquí se saca una correcta conclusión: el yo no se identifica con su conocer racional, sino que es superior a él. Si de la anterior conclusión se deduce que el yo es incognoscible –como harán Kant o Heidegger, quienes además no distinguen entre yo y persona– para el primero el sujeto será una incógnita y, debido a eso, para el segundo la angustia existencial está servida. Pero si se nota que disponemos de niveles noéticos superiores a los de la razón y que alguno de ellos alcanza al yo (y algún otro a la persona), el voluntarismo kantiano, el existencialismo heideggeriano y las otras antropologías que pretenden solucionar el problema del sujeto ‘fiducialmente’ dejan de ser problemáticas. He aquí cómo la filosofía clásica puede corregir a la moderna.

En suma, si la duda es de la voluntad, desde el momento que se deja imperar a la voluntad, o bien se defiende –como Ockham– que la voluntad conoce –intuye–, o bien que desde la voluntad no se puede justificar nada, porque no es cognoscitiva. Descartes se parece a Ockham en que acaba sosteniendo que el ‘análisis’ y el ‘juicio’ son voluntarios. Pero también esto es contradictorio, porque si la voluntad conociera no podría dudar. Como se ve, la inferencia cartesiana principal no debería expresarse como ‘cogito, ergo sum’, sino como ‘dubio, ergo sum’, lo cual equivale a ‘volo, ergo sum’. Pero esto es contradictorio porque como dudar no es conocer, desde la duda no cabe inferir nada. Si se objeta que sí cabe, porque se sostiene que la voluntad es cognoscitiva, hay que preguntar: ¿tal inferencia significa que el sum es voluntad? De ser así, el remedio sería peor que la enfermedad, porque habría que admitir que la persona es imperfecta, puesto que duda. Pero como es creada por Dios, solo éste sería el culpable de tal imperfección. Sin embargo, es evidente que la persona no es su voluntad (tampoco su razón), como lo es también que la inteligencia no depende de la voluntad. Efectivamente, la voluntad no puede modificar los actos de conocer y los objetos conocidos; es más, el que la voluntad se adhiera o no al conocer y a lo conocido en modo alguno cambia la índole del conocer y de lo conocido. Tanto la voluntad como la inteligencia dependen de la persona (‘acto de ser’) a través de un hábito innato (la ‘sindéresis’); por tanto, no depende una potencia de otra. Los intentos de entender la inteligencia y la voluntad haciendo depender una facultad de otra son netamente modernos y llevan a la interpretación ruinosa de ambas. La gran ausente en la filosofía de Descartes –y en general en la filosofía moderna– es la realidad que subyace bajo la noción cristiana de persona (que, ya se ha dicho, no equivale a lo que menta la célebre definición de Boecio). Atendamos ahora a los tres temas fundamentales –mundo, hombre y Dios– y aludamos a algunos problemas que ofrece la filosofía cartesiana en su comprensión.

9.1.a) Mundo. Si lo que no es ‘pensante’ es ‘extenso’, de las cuatro causas de la realidad física Descartes se queda sólo con una, la material, además sesgadamente interpretada, porque reduce la materia a ‘extensión’. A esto cabe objetar que Descartes habla de movimiento, el cual, en la filosofía clásica equivalía a la causa eficiente. Sin embargo, Descartes no lo entiende como ‘cambio’ de diverso tipo, sino solo como cambio de lugar. De modo que no solo la causa material, sino también la eficiente es pobremente concebida por él. Pero como ambas no se pueden desgajar de la formal, también ésta está rebajadamente interpretada, a saber, como figura externa medida por la extensión. Por su parte, de la final u orden del universo físico Descartes prescinde por completo. Añádase a ese problema de física filosófica que la distinción real metafísica entre ‘acto de ser’ y ‘esencia’ está perdida en la modernidad. Ahora bien, si en la realidad física no se advierte su fundamento, el acto de ser, y se dice que lo creado depende de la voluntad divina, ¿cómo librarse del arbitrismo de Ockham? En efecto, el mismo Descartes afirma: ‘de que una cosa sea no se sigue que continúe siendo’.

9.1.b) Hombre. De la separación cartesiana entre res cogitans y res extensa, el problema obvio que surge es su vinculación en el hombre, respecto de la cual la glándula pineal es una solución de compromiso. El influjo del estoicismo en esta bipolar oposición es neto. Si se infiere el sum desde el cogito, del sum solo se puede decir que es cogitans (ni siquiera ‘res’). Y si se dice que el sum se conoce a modo de idea con la res cogitans que forma ideas, hay que responder que ‘el yo pensado no piensa’, por tanto, no es el yo real sino una idea del yo. Cabría sostener que el sum está más acá del cogito y que, por tanto, no es cognoscible. Pero entonces surge una contradicción: si no se puede conocer, tampoco cabe postular su existencia. Que el sum no sea cognoscible es el problema que late en toda la filosofía moderna y contemporánea. Además, como se admite que lo que no es res cogitans es res extensa, si el sum no es res cogitans será empírico, que es lo único que el empirismo posterior aceptó de Descartes (Hume solo aceptó que el yo es un ramillete de manifestaciones corpóreas) y lo que rechazó contundentemente el racionalismo (Spinoza negó todo sum individual y sostuvo que solo hay una Sustancia, la cual es cogitans: Dios).

Pero el acto de ser personal humano no es empírico (un ‘hecho’ o un ‘cuantificador existencial’). Afirmarlo es desconocer por entero la ‘antropología trascendental’. Indicar que el sum sea un hecho tiene también un agravante, a saber, que no se puede decir nada más de él, lo cual equivale a sostener que, en términos de inteligibilidad, es lo mínimo pensable. En efecto, ¿qué significará el sum desde el cogito, si es exterior a él? Nada. Pero si lo que se corresponde con el sum es el cogito, y del sum no se sabe nada, hay que decir que el cogito es mínimamente inteligente. Para sortear ambos escollos el idealismo posterior intentará la identidad entre cogito y sum, absorbiendo todo sum y todo cogito en el divino. En efecto, frente a Descartes, que duda de todo lo conocido, la réplica será Hegel, que postula conocerlo todo. ¿Qué es lo más grave de este problema? Que se priva al sum o existencia humana (al ‘acto de ser’ personal) de conocimiento, y por tanto, de sentido, creyendo erróneamente que el conocer humano superior es el del cogito –la razón– (una potencia de la ‘esencia’ del hombre, la cual es, obviamente, inferior al acto de ser: distinción real).

Por lo que a la teoría del conocimiento cartesiana se refiere, la pieza clave es la ‘pasividad’ de la razón frente la ‘actividad’ de la voluntad. Pero esto es erróneo porque el conocer es activo a todo nivel, hasta el punto que sostener que sea pasivo equivale a decir que no conoce, lo cual es contradictorio. Además, Descartes no distingue bien los niveles del conocer humano, porque, para él, el cogito también es la imaginación. Descartes no solo olvida la índole del acto de conocer, sino que también tiene la misma mentalidad de Ockham respecto de las ideas (suppositio formalis), pues considera que éstas suponen por sí mismas (son autorreferentes) sin remitencia a lo real. A esta hipótesis, que ha olvidado la intencionalidad de semejanza del objeto conocido, se la denomina representacionismo, del que está llena la filosofía moderna, la cual ofrece una teoría del conocimiento sin abstracción, es decir, en la que se vincula directamente la razón a lo imaginado, porque la abstracción es el primer acto de la inteligencia, y la noción de ‘acto’ u ‘operación inmanente’ está perdida en la modernidad –también la de hábito (adquirido e innato) y, por supuesto, la de intelecto agente–. Los hábitos son actos como esencia del hombre, y el intelecto agente es acto como ser humano. 

Descartes admite que la voluntad es cognoscitiva. Pero si lo fuese, la intuición básica del cartesianismo, a saber, ‘cogito, ergo sum’, sería voluntaria. En consecuencia, solo podría tomarse como verdadera si se quisiera (como hacen muchos), es decir, no si se pensase. Por otra parte, la inferencia ‘cogito, ergo sum’ no es una ‘idea clara’ y, por tanto, contrasta con la pretensión cartesiana de lograr ideas claras. En efecto, si para Descartes una idea clara es la que solo tiene una nota, en dicha inferencia hay dos. Tampoco cumple el propósito de lograr ideas ‘distintas’, es decir, separadas e independientes, porque si de cogito se pasa a sum, no hay separación entre ambas. En efecto, si el cogito fuese claro y distinto, del cogito solo podría salir cogito, no sum. Pero al salir el sum, de éste hay que decir que no es claro. Ahora bien, ¿qué es lo que no es claro para el cogito? Obviamente la voluntad. Por tanto, sum y volo son equivalentes. Pero si Descartes escribe ‘ego sum res cogitans’ (que equivale a decir ‘yo soy autorrefencia cognoscitiva –asunto que es erróneo por lo dicho: el yo pensado no es el pensante–), y defiende a la par que el sum equivale a voluntad, la contradicción es patente, a menos que afirme que la voluntad conoce y por ende, que se autoconoce.

Todos estos problemas parecen obedecer a la apropiación indebida por parte de la voluntad del papel de la inteligencia. Una ratificación de que esta no es una lectura descabellada del tema central del cartesianismo es que, Descartes acaba diciendo que en lo que más nos parecemos a Dios es en la voluntad. En efecto, para él, lo primero y neurálgico del hombre y de Dios es la voluntad. Pero esta tesis ofrece un problema obvio: si la pieza clave de la voluntad humana es la duda, ¿lo será también de la voluntad divina? Si lo es, se arruina toda la teología. Pero si no lo es, no se puede sostener que la voluntad humana se parezca a la divina. Y si no se parece, ¿cómo armonizarla con aquélla? Descartes responde que por sumisión estricta. Como se ve, en la filosofía cartesiana hay diversas piezas que no encajan (no hay ‘sistema’; y si no lo hay debido a la preeminencia de la voluntad, para que lo haya se comprende por qué Spinoza eliminará a la voluntad).

Si se sienta la tesis acerca de la hegemonía de la voluntad sobre la inteligencia tanto en el hombre como en Dios (sin notar que detrás de la voluntad está la ‘persona’, cada quien), se sostiene que la voluntad es espontánea, es decir, que se desencadena de suyo. Esta tesis cartesiana, es netamente escotista, y después será kantiana. Y como en ella Ockham radicalizó a Escoto, decir que la voluntad es lo primero en el hombre y en Dios es una reposición de la tesis central de la antropología y de la teología ockhamistas. Ya se indicó –al tratar del siglo XIV– que Ockham, no Descartes, es el padre de la filosofía moderna. Como la voluntad ockhamista y cartesiana no están respaldadas por el ‘acto de ser’ personal, otro problema subyacente en la filosofía de ambos autores es el de la intersubjetividad, pues si el sum es un hecho empírico, la justificación de la relación entre individuos no se puede fundamentar, pues de admitirla, solo se podrá decir que es accidental y arbitraria. Si este problema se traslada a Dios, éste se concebirá tan asilado e impersonal como el sum humano, lo cual es un error de envergadura en teología natural, porque Dios no puede ser sino pluripersonal, y obviamente, un plateamiento herético en teología sobrenatural. El nominalismo tiene estas consecuencias antropológicas y teológicas negativas. En efecto, si Descartes se queda con el cogito, ergo sum, del sum solo se puede decir que es cogitans, y de ahí solo surge el cogito me cogitare. Descartes no se puede descentrar de sí mismo. Lo mismo le sucederá cuatro siglos después a Husserl, cuya fenomenología es una reposición de las ideas claras y distintas cartesianas, respecto de las cuales el ‘yo pienso’ es el polo subjetivo, y la intersubjetividad será tan problemática como la del sum cartesiano.

9.1.c) Dios. Descartes infiere del cogito no sólo el sum sino también a Dios (cogito ergo Deus est), y lo hace con el ‘argumento ontológico’, sosteniendo –como San Anselmo de Canterbury– que el máximo pensable no puede estar solo en el cogito sino también en la realidad. Hay, pues, un neto paralelismo entre el sum humano y el sum divino, no solo porque Descartes infiere ambos del cogito, sino también porque solo se puede decir de los dos que son ‘hechos’, de los que no se puede saber nada más. Pero en modo alguno el ‘acto de ser’ personal humano y el divino son hechos, es decir ‘cosas’ (res) ‘en sí’. Si así fueran, serían incomunicables, pero –recuérdese– las personas son constitutivamente ‘relación’.

Si, en rigor, cogito equivale a dubio, y dudar es imperfecto, ¿cómo podrá ser perfecto lo inferido? Es claro que la inferencia de un Dios perfecto desde la duda imperfecta es errónea. Tampoco se puede inferir desde la idea innata de perfección, puesto que no existen ideas innatas, ya que idea es lo conocido por el acto de conocer. Si fuera innata, sería sin acto de conocer y por tanto, incognoscible. Por suerte, Descartes no extendió la duda de la voluntad a la ética, porque se dio cuenta de que los errores a que conduciría dicha actitud son descabellados. Tampoco al cuerpo humano, pero por otro motivo, debido al dualismo indicado entre res cogitans y res extensa.

El voluntarismo cartesiano se advierte a las claras en teología natural, porque sostiene que la demostración de la existencia de Dios es un acto voluntario. No obstante, esta opinión es ridícula, porque no por querer demostrar la existencia de Dios se la demuestra. Y, por supuesto, la existencia de Dios no está sometida al querer humano. El Dios cartesiano es tan voluntarista como la duda. En efecto, si Dios puede confundir el conocer humano y lo por él conocido, las ideas, tal Dios es, más que providente, voluntarista por antonomasia. Pero es claro que un Dios tal no puede ser Dios, porque lleva ínsita la contradicción. Y si, según Descartes, lo más parecido en nosotros a Dios es la voluntad libre, que él pone al margen, por encima y en contra de la razón, también el hombre está sometido a interna contradicción. En fin, no todo es oro lo que reluce en el cartesianismo.

9.2. Malebranche. Intentemos resumir qué tesis negativas ofrece el ocasionalismo respecto de los tres temas más relevantes.

9.2.a) Mundo. Si lo único activo es Dios, el ser del mundo es pura pasividad que está a expensas de la voluntad arbitraria divina. Pero este postulado niega no sólo el acto de ser del universo, sino también la índole de las cuatro causas: de la formal, eficiente y final, porque son activas; y de la material, porque es la rémora que no se deja cambiar a los caprichos divinos, ya que la materia no es una mera apariencia. 

9.2.b) Hombre. Si lo único activo es Dios, el ser del hombre y su conocer serán pasivos. Pero, por una parte, si el ser del hombre no es acto, éste no es persona y por ende, no es ni libre ni responsable y, por otra parte, si el conocer humano es pasivo, las ideas se las otorga Dios, y entonces él es el culpable de que unos tengan más y otros menos; de que unos tengan ideas verdaderas y otros erróneas. No obstante esta hipótesis es falsa incluso a nivel sensible, porque es claro que, por ejemplo, lo visto, oído etc. está vinculado con la facultad sensible de ver, oír. En suma, si el hombre es enteramente pasivo en su ser y conocer, es casi nada, lo cual es un insulto a la creación y, por ende, a Dios creador. 

9.2.c) Dios. Si Dios es lo único activo, siendo el mundo y el hombre pasivos, Dios es inaccesible para el hombre, tanto si éste pretende ir a él por el camino del mundo (vía exterior) como si quiere acceder a él desde sí mismo (vía interior). Para evitar este grave problema el pensador ocasionalista podría replicar que desde el mundo cabe decir que Dios es la única causa. Pero si es así, el peligro que corre el ocasionalista (como ratificó Spinoza) es el del panteísmo. Si huyendo de esa vía, se recorre la interior, el ocasionalista puede decir que accedemos a Dios por las ideas, porque éstas son regalo divino. Sin embargo, es claro que ninguna idea de Dios es el Dios real. Al Dios real no se llega por las ideas.

En definitiva, frente a al ocasionalismo hay que sentar que el hombre depende completamente de Dios, pero eso no implica pasividad en su ser, sino justo lo contrario, porque depende más de él, si quiere, en la medida en que más libre es. De lo contrario el hombre no sería a ‘imagen’ divina, porque Dios es libre. Por lo demás, si el mundo fuese enteramente pasivo, no sería a ‘semejanza’ divina, porque Dios es acto.