LA FILOSOFÍA EN SU HISTORIA (J.F. SELLÉS)

3. Una oscilación pendular

Racionalismo versus empirismo; ‘o ideas o hechos’. Si unos pensadores se quedan con el pensar, como el pensar se dedica a formar ideas, conexiones entre ellas, e intenta en todo ello descubrir verdades intramentales que no dicen relación ninguna con la realidad extramental, se quedan con las ideas. En cambio, si otros se dedican a los hechos, se ocupan de ellos con la voluntad para sacarles partido práctico, pero prescindiendo de su sentido o verdad. Como se puede apreciar, la polémica está servida desde el inicio. En efecto, las discusiones con que comienza historia de la filosofía moderna se parecen a dos ejércitos rivales irreconciliables que pelean duramente; cuando alguno de ellos parece haber agotado todas sus fuerzas, otro del mismo bando le reemplaza con más empeño; pero a ello responde el ejército contrario con nuevas y más sofisticadas armas. Un bando lo forman los pensadores de la Europa continental, los racionalistas, con una defensa exacerbada de la razón por encima de la voluntad y de la experiencia. El otro, los insulares británicos, los empiristas, con un ataque cada vez más virulento a la razón y una cada vez más marcada defensa de la voluntad y de la experiencia.

Frente a verdades mentales, hechos experienciales. La reacción es como si de un movimiento del péndulo de un reloj de pared se tratase. Y contra la escisión de hechos y pensamientos, intento de unión de unos con otros, pretensión propia de Espinoza: “el orden y conexión de las ideas es el orden y conexión de las cosas”. Pero frente a esta radicalización racionalista, más experimentación y menos ínfulas racionalistas: Locke. Frente a esta ‘moderación’ racional, intento de conformar un sistema racional en el que se comprendan todas las verdades: Leibniz.

Como se ve, los racionalistas juegan a la verdad, tema propio de la razón. Los empiristas, en cambio, al bien concreto, porque es éste al que tiende la voluntad; pero de entre los diversos tipos de bienes se limitan a los útiles, esto es, a los sensibles y empíricos. La polémica filosófica moderna parece irreconciliable y cuando se exacerba y parece llegar al cenit el conflicto, aparece en suelo continental un pensador que se autoconstituye a sí mismo como árbitro: Kant, quien penaliza con su filosofía a los racionalistas su poco aprecio al conocimiento sensible, a la experiencia, a la voluntad, y a los empiristas ingleses por su desconocimiento casi completo de la razón y de lo que a ésta trasciende. Intenta, pues, poner orden en los dos ámbitos del conocer humano (sensible e intelectual) intentando hacer una crítica a todo nivel y desde dentro del propio conocimiento humano.

Pero adviértase lo siguiente: por una parte, Kant considera que la razón es juez de las ideas conocidas, lo cual denota que, más que el deseo de saber con sencillez, lo que le preocupa a Kant es la certeza subjetiva; y, por otra, que el empeño de juzgar de ese modo el conocer humano y desde él cualquier otra realidad –‘giro copernicano’, lo llama– denota un empeño voluntario de fondo. En efecto, dejando ahora al margen los entresijos de su teoría del conocimiento, al final acaba supeditando la razón a la voluntad. Se trata, pues, en rigor de un voluntarismo sutil, porque primero ha tenido que forzar a la razón teórica (la que está naturalmente abierta a los temas más altos: mundo, alma y Dios) para sostener que tiene unos límites infranqueables y que no puede acceder a esos temas; luego ha tenido que forzarla para subordinarla a la razón práctica (la que tiene que ver con la ética y la vida ordinaria humana); y luego supeditar la razón práctica a los deseos e intereses de la voluntad, a la que considera nativamente ‘santa’. Este es el sentido de su célebre sentencia “tuve que poner límites a la razón para dar paso a la fe”, una fe fiducial, voluntaria, desasistida de verdad.

Y como Kant trató diversos temas en su filosofía intentándolos aunar desde la superioridad jerárquica de la voluntad, es decir, no viendo cognoscitivamente la mutua vinculación hegemónica de la pluralidad de lo real, en el fondo, en su filosofía quedan muchos hilos sueltos, muchas piezas que no encajan entre sí, asunto que en modo alguno pasó desapercibido a los pensadores que le sucedieron en su misma área geográfica, a quienes disgustó sobremanera esa disgregación. Por eso el empeño de los grandes idealistas posteriores, Fichte, Schelling y sobre todo Hegel, vino a ser el de no dejar en filosofía cabos sueltos. Intentaron, pues, –siguiendo sobre todo a Espinoza y a Leibniz– un sistema completo de ideas, de verdades. Cada uno lo llevó a cabo a su modo, aunque la influencia entre ellos es palmaria. El más radical, y por ello el más representativo, fue Hegel, para quien “la verdad es el todo”. De modo que quedarse con verdades parciales –como a su juicio hizo Kant– vendría a ser el mayor error posible. De ahí el poco aprecio de Hegel por la filosofía del pensador de Köniesberg.

Hegel inventó un método para explicar todo lo mental y todo lo real al unísono, uniéndolos con unas breves reglas lógicas que –según él– son a la par reglas de lo mental y de lo real, la dialéctica, porque son leyes que se desencadenan históricamente y por movimientos contrarios. Asegura que al final de ese proceso se da, como resultado, la contemplación unitaria en un único concepto de la verdad completa. Estas tres reglas lógicas consisten en lo siguiente. a) Tesis o primer momento: si se piensa, se piensa algo, un asunto determinado, una idea. b) Antítesis: se trata de pensar todo lo que falta por pensar en el primer momento, es decir, no sólo tal o cual determinación distinta de lo anteriormente pensado, sino pensar todo lo que no está pensado en la primera idea. c) Síntesis: si la verdad es el todo, la antítesis no puede eliminar a la tesis, ni tampoco podemos quedarnos con una u otra, sino que hay que proceder a reunir ambas, es decir, a considerarlas aunadamente. Con un ejemplo: si la tesis piensa lo ‘finito’, la antítesis consistirá en pensar el ‘infinito’, pero este segundo estado no es el decisivo, por parcial, pues este ‘infinito’ no puede ser el ‘verdadero infinito’, ya que le falta el ‘finito’. El verdadero ‘infinito’ será la unión de finito e infinito. Con otras palabras: si a lo primero se le llama ‘mundo’ y a lo segundo ‘Dios’, éste no será el verdadero Dios, puesto que el verdadero Absoluto será unión de mundo y Dios. Obviamente, a esta concepción los pensadores clásicos la llamarían panteísmo, aunque se trata más propiamente de un panlogismo, porque el intento de Hegel es el de pensar el todo, es decir, de cerrar en un concepto mental máximamente general todo lo posible y existente, lo real y mental.

Las reglas hegelianas pretenden abarcar todo lo real y todo lo mental porque si lo real es el todo, tanto al inicio, como durante su proceso histórico dialéctico, como al final, siempre ha existido, existe y existirá el ‘pensamiento absoluto’ en la realidad material. Lo que cambia es su modo de estar en ella, pues al principio tal pensamiento dice poco de sí; en su desarrollo aprovecha la materia (arte, derecho, filosofía, al hombre) para ir manifestándose progresivamente a sí; y al final se presenta enteramente a través de la filosofía de un hombre (el propio Hegel). De modo que después de Hegel ya no queda nada radical que manifestar por parte del Espíritu Absoluto. Con esta cancelación del saber, los filósofos posteriores a Hegel no serían más que una simple coda repetitiva de la gran sinfonía habida en el siglo XIX con él, pues si, como sostuvo, con él se ha dado todo el saber, la entera filosofía en presente, el futuro no será sino locura, ausencia de razón completa. Como se ve, este pensador cierra el futuro de la filosofía, es decir, bloquea la esperanza de los filósofos noveles. Por eso, todos los pensadores posthegelianos tendieron a ser antihegelianos, pues para justificar su propio pensamiento debieron criticar la filosofía hegeliana en alguno de sus puntos o en todos. En consecuencia, es pertinente separar la filosofía contemporánea de la moderna tras Hegel.