LA FILOSOFÍA EN SU HISTORIA (J.F. SELLÉS)

6. Ética y política

6.1. Ética. Distinguiremos en este tema tres asuntos: el del bien, el de la voluntad, y el de la felicidad.

6.1.1) El bien y el mal. El bien de la criatura racional es orientar a Dios su voluntad y todas sus potencias, porque Dios es el Bien universal de quien procede todo otro bien y toda verdad: “Y la misma vida bienaventurada no es otra cosa que gozar de ti, para ti y por ti”. Conf., XXII, 32. Por el contrario, el mal es el alejamiento de Dios de la voluntad creada. No es algo creado por Dios, pues no es nada positivo. Es simplemente privación de ser y, por tanto, no puede ser criatura. Es consecuencia de un engaño por el que se renuncia al ser y se tiende al no ser (cfr. De moribus ecclesiae, II, 22). Distingue dos tipos de mal. a) Físico: viene dado por la misma limitación de la materia, por la contin­gencia de lo creado. b) Moral: no es causado por el Creador, sino por la voluntad creada. Ésta, en cuanto creada por Dios, es buena, pero cuando se aparta del bien que es Dios, se aleja de su fin propio, y se convierte en un agente de mal que hace al hombre merecedor de castigo. Si el bien consiste en el modo, la belleza y el orden naturales, el mal es la corrupción de estas notas.

6.1.2) La voluntad. Si no se separa de la razón, el objeto de la voluntad humana es siempre el bien, pero la voluntad es libre de adherirse al bien inmutable o de apartarse de él para adherirse a bienes mutables, ya sean del cuerpo o del alma, pero sin referencia a Dios. El hombre busca necesariamente la felicidad, pero puede errar en la elección de los bienes y preferir los corruptibles al bien infinito. Dado que no tiene la visión de Dios -su fin último- en esta vida, su elección no queda determinada como si ya se hubiera alcanzado una contemplación del bien supremo. Este posible alejamiento no es una acción forzada, sino voluntaria (Cfr. De libero arbitrio, II, 19, 53). Igual que la mente humana percibe verdades teóricas eternas a la luz de Dios, que es la Verdad, percibe también, a partir de esa luz verdades prácticas o princi­pios que deben dirigir la voluntad libre. Estos principios están impresos en la naturaleza humana, y constituyen la ley moral. Esta ley orienta el obrar moral en virtud de que ha sido establecida por Dios en el corazón del hombre y no está determinada de modo arbitrario, sino que marca la relación misma del hombre a Dios como fundamento último de la felicidad: cada ley señala un paso en el camino hacia el Creador, de acuerdo con la naturaleza humana y su fin último. Amar a Dios es, por tanto, un deber inscrito en la naturaleza del hombre coincidente con el deber de buscar la verdad. El hombre es libre de seguir o no estas leyes puestas por Dios en su corazón, pero no es libre de buscar o no la felicidad o la verdad: la busca necesariamente, y si accede a Dios, necesariamente la encuentra en su más alto grado. “Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola feliz; todos quieren el gozo de la verdad”. Conf., XXIII, 33.

6.1.3) La felicidad. El hombre ha sido hecho para conocer y amar al Creador. Por eso no puede encontrar la felicidad fuera de Él; ni siquiera en su propia perfección de criatura: “Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti”. Conf. I, 1. Agustín señala que existe una jerarquía de bienes que no puede ser alterada. Tanto el alma como el cuerpo son bienes, pero no son el máximo bien. Por eso ni el epicúreo ni el estoico alcanzan la felicidad, cuando la identifican con la búsqueda del placer o de un destino ciego e inexorable, sino sólo quien tiene anhelo de Dios. No se trata de alcanzar a Dios sólo intelectualmente, sino también de su posesión amorosa: “Hay gozo que no se da a los impíos, sino a los que generosamente te sirven, cuyo gozo eres tú mismo”. Conf., XXII, 32. La ética natural se encuentra en amar lo que la voluntad debe amar: todos los bienes ordenadamente, es decir, viendo en ellos la bondad de su Creador. Por el contrario, el que carece de la sabiduría, en lugar de buscar a Dios, busca el vicio, y así se hace necio y también necesariamente infeliz (cfr. De beata vita, 4). De ahí el adagio de San Agustín: ‘ama y haz lo que quieras’. La voluntad ordenada conduce necesariamente a Dios como bien supremo, porque en el caso de los bienes espirituales, como es la felicidad, desearlos es ya poseerlos en cuanto que no se puede querer lo que no se conoce, y sólo se conocen los bienes del alma cuando están ya presentes de algún modo en ella.  “Pero acaso no es la vida bienaventurada la que todos apetecen, sin que haya ninguno que no la desee? ¿Pues donde la conocieron para así quererla? ¿Dónde la vieron para amarla?”. Conf., XX, 29.

6.2. Política. Distinguiremos en este punto tres asuntos: la familia, el estado y el bien común.

6.2.1) La familia. Es la primera sociedad natural. Se fundamenta en el matrimonio. La sexualidad matrimonial es una forma de sociabilidad humana. La existencia del género humano se funda en ella. La familia humana no es efecto del pecado, como pensaron los maniqueos y algunos espiritualismos orientales. Hay una correspondencia entre orden personal y orden social. No puede haber armonía y racionalidad en la ciudad, si la institución de la cual ésta emana, la familia, no es armónica y racional. El estudio de la licitud de la sexualidad humana es un paso previo al estudio de la comunidad.

6.2.2) El estado. Agustín habla de ‘ciudad’, que es una institución natural y, por tanto, es de orden divino. Entre la familia y el estado hay una continuidad. El matrimonio es sustento del estado. La relación entre familia y sociedad es una relación de tipo fundamento-fundamentado. El vínculo social no puede identificarse con el vínculo familiar. Hay en la ciudad una dimensión pública, de la cual carece la familia. Tanto la ciudad como la familia coinciden en su objetivo: la formación de hombres congruentes con la ley de Dios. El político agustiniano es un ‘pastor de hombres’, no un tecnócrata.

6.2.3) El bien común. El hombre no puede sustraerse al bien común (res communis). Para  los romanos lo común, fundamento de lo público, era la preservación de la libertad. Agustín cristianiza tal postura y la asume. Lo común es el conjunto de condiciones que propician activamente el cumplimiento libre de la ley natural y de la ley cristiana. La comunidad de fines constituye el vínculo del pueblo. Ciudad y pueblo son conceptos intercambiables. Su concepción del Estado es ética. Agustín no niega su formación clásica. Los intereses comunes componen el vínculo civil. Dicha comunidad sólo puede darse por la racionalidad. El vínculo público más racional es la virtud. La virtud (pública y privada) está ordenada al cumplimiento de la ley; es el modo de alcanzar el fin trascendente (público y privado). Es ‘más’ ciudad la afincada en la virtud. Platón se percató de ello y dedicó mucha atención a la educación (integralmente concebida) de los magistrados. Esta preocupación también fue propia de Cicerón. Agustín es más radical, pues no le basta el ejercicio de virtudes para garantizar el funcionamiento racional del estado, sino que le hace falta la religión, pues no puede darse verdadera virtud donde no hay verdadera religión.