LA FILOSOFÍA EN SU HISTORIA (J.F. SELLÉS)

3. Teoría del conocimiento

3.1. La verdad: naturaleza y propiedades. Agustín no es un filósofo sistemático, pero al ordenar por temas sus textos se puede mantener que la verdad en ellos se toma de modo analógico. En primer lugar se refiere a lo real: “todas las cosas son verdaderas en cuanto que son”. Conf. VII,15. La verdad (se convierte) es tan amplia, como lo real. Esto no significa que todas las cosas sean igualmente verdaderas. De aquí se deducen unas notas o propiedades de la verdad: eternidad (Conf. VII,10), inmutabilidad  (Trat. en Juan, 41), inmortalidad  (Salmo 123). “La verdad ni acaba su curso en el tiempo, ni emigra de lugar, ni la noche la intercepta, ni la barre la sombra, ni subyace a los sentidos del cuerpo”. Del libre albedrío, II, 14. Otra nota de la verdad es la unidad, pues es común a todos los hombres: ‘no es mía ni tuya, ni de aquel o del otro, sino de todos nosotros, que tenemos comunión con ella. Si en cierto modo es una la que ilustra a todas las almas, dado que existen muchas almas, habrá muchas verdades, pero la ver­dad en ellas impresa es como el reflejo múltiple de varias imágenes en varios espejos siendo todas ellas imágenes de una misma cosa’. En sentido propio hay una sola verdad, la divina, de la cual las demás participan: “Allí donde hallé la verdad; allí hallé a mi Dios, la misma verdad”. Conf., XXIV, 35.

3.2. Origen del error y la duda. Junto a la verdad se da con frecuencia el error y la duda. Ambos se dan en muchos sujetos mientras que la verdad se encuentra en pocos. “Errar no es otra cosa que pensar que lo verdadero es falso, y que lo falso es verdadero”. Enchiridium, XVII. La causa del error es la imaginación cuyas fantasías nos obnubilan, perturban la serenidad y nos hacen estar pegados a lo corporal (Cfr. De Trin., VIII, 2). Esto acaece por la pasividad de nuestro cuerpo corruptible (De Gen. ad lit., II, 20). Por los órganos del cuerpo tenemos cierta noticia de la verdad, y dado que es difícil resistir a las fantasías por las cuales los sentidos penetran en el alma, es fácil equivo­carnos. Pero no debemos desconfiar del testi­monio de los sentidos dado que por ellos hemos aprendido a conocer el cielo y la tierra y nos sirven en nuestra experiencia cotidiana. Son el instrumento del alma, pues sentir no es propio del cuerpo, sino del alma a través del cuerpo. “Hay otra virtud por la que no sólo vivifico, sino también sensifico a mi carne, y que el Señor me fabricó mandando al ojo que no oiga y al oído que no vea, sino a aquel que me sirva para ver, a éste para oír, y a cada uno de los otros sentidos lo que les es propio según su lugar y oficio; las cuales cosas, aunque diversas, las hago por su medio, yo un alma única”. Conf. X, 11. El cuerpo, sin embargo, no nos transmite las verdades eternas, ya que los objetos de la sensación son mutables. El verdadero conocimiento de ellas corre a cargo del alma, y en ello nos distinguimos de los animales.

3.3. La iluminación. San Agustín admite 4 niveles noéticos: El sensible, derivado del testimonio de los sentidos. El racional o de ciencia, que es un conocimiento por el que juzgamos de lo mutable de acuerdo con las verdades eternas. El de la sabiduría, que es la contemplación de las verdades eternas. Y la verdad que habita en el interior del hombre (cfr. De vera religione, 37), sin que uno mismo sea su causa, puesto que remite a la Verdad superior a nosotros de la que ‘participamos’. “Bienaventurado será, pues, si libre de toda molestia se alegrase de sola la verdad, por quien son verdaderas todas las cosas… He aquí que amaste a la verdad, porque el que obra viene a la luz”. Conf., XXIII, 34. Para dar este paso y fundamentar este hallazgo de la verdad es necesario que toda criatura intelectual sea iluminada por Dios, porque ninguna se puede iluminar a sí misma (cfr. Salmo 118).

3.4. Verdad, amor y felicidad. Dios es la misma verdad, y por él son verdaderas las demás cosas: la verdad de la criatura procede de Dios. Quien ama la verdad necesariamente ama a aquel de quien nace; y quien la odia, también odia necesariamente a su autor. Nadie puede ser sabio si no accede a esta verdad, siendo la ley de Dios verdad, y siendo él la verdad misma, la buena palabra y la verdad del hombre. La verdad es fundamento del amor y de la felicidad. Nadie es feliz a menos que aspire al sumo bien, que no es otra cosa que la verdad o sabiduría. La felicidad no se mide con bienes materiales o goces placen­teros, sino que es verdaderamente feliz el que se goza de la verdad divina. “La vida feliz es, pues, gozo de la verdad, porque éste gozo de ti, que eres la verdad, ¡oh Dios, luz mía, salud de mi rostro, Dios mío! Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola feliz; todos quieren el gozo de la verdad”. Conf., XXIII, 33.

3.5. El conocimiento propio. La única forma de conocerse que tiene el hombre no es otra que la de verse como Dios le conoce, pues el conocimiento propio se encuentra imbricado en el divino: “Conózcate a ti. Conocedor mío, conózcate a ti como soy conocido”. Conf., I, 1.