LA FILOSOFÍA EN SU HISTORIA (J.F. SELLÉS)

9. Balance

9.1. De San Justino, Marco Minucio Félix, San Clemente de Alejandría y Orígenes hay que aprender varias lecciones filosóficas, especialmente convenientes en la actualidad: el modo amable y dialogado de presentar el cristianismo; el tender a la convergencia entre fe y razón, sin hacer disecciones excluyentes; el prestar más atención a los más grandes pensadores del pasado sin ceñirse en excesivo a la multiplicidad de los de segundo orden, aunque éstos sean más recientes o célebres en la actualidad; el tener como meta de todo ejercicio filosófico el conocimiento de Dios, viendo tanto al cosmos como al hombre como vías de acceso a él. También cabe aprender varias lecciones teológicas: leer la Sagrada Escritura con tal atención que podamos captar la antropología y ética subyacentes; defender la Verdad, aunque en unos casos esa actitud nos cueste el destierro y en otros la vida. De Orígenes hay que tomarse en serio –él era un experto exégeta bíblico– la distinción en el hombre entre ‘cuerpo’, ‘alma’ y ‘espíritu’, clara en muchos textos del Antiguo y Nuevo Testamento, en especial en los de San Pablo, al que Orígenes consideraba el más gran Apóstol.

9.2. De Nemesio de Emesa, San Basilio el Grande, San Gregorio Nacianceno y San Gregorio Niseno hay que aceptar su actitud frente a la consideración, durante siglos y en su momento presente, de que alma humana estuviese conformada por una materia sutil, pues defendieron su inmaterialidad apoyando sus tesis en los pensadores de la Grecia clásica. Asimismo su defensa del libre albedrio humano frente al fatum que determinaba la mentalidad helenista y romana desde hacia demasiados siglos. Especial relevancia tiene el tratamiento de la esperanza en San Gregorio de Nisa, porque advierte una verdad antropológica de gran calado, perdida después en la historia, a saber: no es que ‘tengamos’ esperanza, sino que la ‘somos’.

9.3. Del Pseudo Dionisio Areopagita hay que corregir sobre todo su teología negativa, es decir, que de Dios podamos saber más lo que no es que lo que es, tesis de tanto influjo posterior hasta nuestro días –la teología protestante ha seguido en buena medida esa sentencia; asimismo, el reciente designar a Dios como ‘totalmente Otro’ obedece a ese tipo de teología–, pues eso solo es parcialmente verdad si accedemos a Dios a través de la creación visible (sobre todo por medio del ‘conocimiento objetivo’), no si accedemos a él a través de la intimidad humana, pues entre ésta se halla nativamente abierta al ser personal divino sin mediación alguna. “Esa teología (la negativa), si bien se mira, incurre en la abstracción del carácter paterno de Dios, pues si Dios es Padre, no puede ser enteramente ignoto, y al revés”. Polo, L., Epistemología, creación y divinidad, 89.

9.4. San Agustín: Teoría del conocimiento. Hay que rectificarle el sentido ‘ontológico’ de la verdad, pues ésta –como advirtió Aristóteles– no está en las cosas (lo que hay en las cosas es realidad, no verdad), sino en el mente humana (o divina) en la medida en que ésta se adecua a las cosas. También hay que corregirle que la verdad conocida por el hombre sea ‘eterna’, pues como notó Tomás de Aquino, la verdad que el hombre conoce es siempre ‘presente’ cuando la piensa, pero ‘presencia’ mental no equivale a ‘eternidad’. Asimismo hay que corregirle que el error y la falsedad se deban al testimonio de los sentidos, puesto que éstos conocen como conocen y no pueden conocer de otro modo; el error y la falsedad son siempre voluntario-subjetivos, porque es la voluntad respaldada por el sujeto la que lleva a pronunciarnos de un modo inadecuado sobre algo que no se acaba de conocer de manera clara. Respecto de su ‘teoría de la iluminación divina’ hay que atenuarla mucho, porque lo que ilumina todo nuestro conocer es la raíz cognoscitiva de todo él, el intelecto agente –descubrimiento aristotélico–, una portentosa luz activa nativa en cada hombre; con todo, ésta puede ser más iluminada, elevada, por Dios, como advirtió Tomás de Aquino. En cambio, hay que aceptarle a Agustín que a través del amor a la verdad y desde ella se accede a Dios, y que no cabe felicidad humana sin verdad. También que el mejor conocimiento que la persona humana puede alcanzar de sí es a través del conocer divino, pero hay que matizarle que, aunque ese sea el superior, no es el único, porque toda persona está abierta cognoscitivamente de modo natural a su intimidad. Se trata de un hábito innato (Tomás de Aquino decía que es el hábito mediante el cual el alma se conoce a sí misma) que puede hacerse equivalente al hábito de sabiduría.

9.5. San Agustín: Metafísica. La concepción agustiniana de la creación es correcta en sus líneas generales, porque sostiene que Dios crea ex nihilo y, por tanto, crear equivale a dar el ser a lo que en modo alguno era. Pero hay que corregirle algunos aspectos. Así, es claro que su visión acerca de las ‘ideas arquetípicas’ equivale a poner las Ideas de Platón en la mente divina. Sin embargo, a ello hay que replicar que en Dios no hay pluralidad de ideas, no solo porque es simple, sino porque no conoce formando ideas (las ideas derivan de la abstracción, pero Dios no abstrae). Asimismo, su hipótesis de las ‘rationes seminales’ ínsitas de todas las cosas existentes desde el inicio en la creación como correlato de las ‘ideas o razones eternas’ obedece su mentalidad platónica, pero en la realidad física las formas, causas formales, no son inalterables, sino que al ser concausas con las demás (material, eficiente y final) están sometidas a constante cambio, de modo que de formas precedentes se pasa a otras nuevas con toda naturalidad.

9.6. San Agustín: Antropología. En cuanto a su visión del hombre hay que decir que es platónica, o sea, que sostener que ‘el hombre es principalmente un alma’ no es del todo correcto, porque el alma del hombre anima al cuerpo humano, de modo que sin cuerpo al alma le falta ese animar a la corporeidad. En suma, el ‘hombre’ no es tal sin cuerpo y alma. Otra cosa distinta es la ‘persona’, que no equivale a ‘hombre’, pues la persona no es ni alma ni cuerpo, sino que tiene un alma y un cuerpo. Por eso tras la muerte se es tan o más persona que antes, aunque no se tenga, de momento (hasta la resurrección), cuerpo. La persona es al acto de ser humano; el alma es la esencia del hombre (la cual es potencial respecto del acto de ser); el cuerpo es la naturaleza humana (la cual es potencial respecto del alma). También hay que matizarle lo de la ‘cantidad del alma’ –aunque bien es verdad que la entiende como potencia–, porque esa categoría, como las restantes, solo se atribuye de modo preciso a lo físico, no a lo inmaterial. En cuanto al origen del alma, es claro que si ésta es vida del cuerpo (aunque no se agota en ello) comienza con él, de modo que el ‘traducianismo’ es una mera hipótesis imaginativa. Por su parte, la unión del alma y del cuerpo no es ‘accidental’ como supone Agustín, porque tampoco es, en rigor, ‘sustancial’, ya que –como se ha dicho– las categorías de sustancia y accidentes solo se atribuyen en rigor a lo meramente físico, y el alma no lo es; el alma es vida o principio, aunque no solo, del cuerpo orgánico. Hay que aceptar su tesis acerca de la inmortalidad del alma. No que sea imagen de Dios en la memoria, inteligencia y voluntad, no solo porque la memoria intelectual no es una potencia distinta de la razón, sino porque nativamente la razón y la voluntad son potencias pasivas, las cuales en modo alguno se parecen al Acto. La imagen está en el ‘acto de ser’ personal humano, el cual es acto nativamente, y es libre, cognoscente y amante. En cambio, hay que seguirle en el acceso a Dios por vía interior y en el ‘te ipsum transcende’, porque esta vía es superior y descubre más de Dios que las vías (tomistas) que acceden a él desde el mundo.

9.7. San Agustín: Ética y Política. En ética, es correcta su concepción del mal como privación de bien y ser, y asimismo de belleza. También lo es que la voluntad tiende por naturaleza al bien último, el cual coincide, en últimas, con Dios, y que la voluntad yerra en la elección de los bienes mediales que a él conducen. Asimismo, que la felicidad consiste en la adhesión de la voluntad al bien último, en rigor, a Dios. Pero a esa felicidad, que es ‘natural’ (propia de la naturaleza humana) y que la afirma la filosofía griega clásica, hay que añadirle la persona, es decir, hay que ‘personalizarla’, porque la persona humana no se reduce ni a su inteligencia ni a su voluntad. Ya se dijo que la filosofía griega no descubrió la persona y que ésta es un hallazgo cristiano. Eso lo advierte experiencialmente San Agustín cuando afirma que ‘Dios nos ha hecho para él y que nuestra intimidad, corazón, está inquieto hasta que descansa en él’, aunque en la exposición de que sea la felicidad se quede corto, porque involucra más en ella a la memoria, a la inteligencia y a la voluntad que al corazón, es decir, la persona. Por lo que a su concepción política se refiere, es central –frente a Aristóteles– su tesis de que la familia sea superior al Estado, pues es la que lo funda. También es un gran acierto su visión del bien común en cuyo ápice está la virtud, así como su afirmar que la religiosidad es una virtud muy relevante. Lo que precede indica que una ‘sociedad’ sin ética no es tal, porque carece de cohesión, y que si la clave de la ética es la virtud, y la religión lo es, dado que todas las virtudes están entrelazadas, una ‘sociedad’ sin Dios carece de cohesión, es decir, es en buena medida asocietaria.

9.8. San Agustín: Filosofía de la historia y Teología natural. Su obra La Ciudad de Dios tiene el merito de ser, además de una gran fuente de documentación para la historia antigua, el primer tratado de filosofía de la historia. En cuanto a su teología natural, salvo lo indicado acerca de las ‘ideas ejemplares’, de neta mentalidad platónica, es tan correcta como pareja a la tomista, solo que menos sistemática, porque el orden con el que Tomás de Aquino expone los atributos entitativos y operativos divinos (por ejemplo, en las primeras cuestiones de la Suma Teológica), no se da en Agustín de Hipona, porque trata de ellos separadamente a lo largo de su entera y vastísima producción.

9.9. San Máximo el Confesor, San Juan Damasceno y San Isidoro de Sevilla. De San Máximo hay que aprender a ser ‘confesor’, dando la vida por la verdad, es decir, diciendo ‘sí’ con la libertad humana a la Verdad. De San Juan Damasceno es especialmente relevante mantener su distinción real entre ‘persona’ y ‘naturaleza’ en el hombre. De San Isidoro de Sevilla conviene aprender de su actitud de estar abiertos a todas las temáticas del saber.