LA FILOSOFÍA EN SU HISTORIA (J.F. SELLÉS)

5. Antropología

5.1. El hombre: alma y cuerpo. El hombre está formado por cuerpo y alma, pero el hombre es principalmente un alma: “Las cuales cosas, aunque diversas, las hago por su medio (del cuerpo), yo un alma única”. Conf., VII, 11. El alma es una substancia por sí misma (cfr. De quant. animae XIII, 21) que vivifica al cuerpo. “A ti te digo, ¡oh alma!, porque tú vivificas la mole de tu cuerpo prestándole la vida, lo que ningún cuerpo puede prestar a otro”. Conf., VII, 11. Alma y cuerpo, Agustín los ve, en deuda con el platonismo, como dos elementos distintos y contrapuestos.

5.2 La sensación. El alma no es de naturaleza corporal  y, sin embargo, está dotada de cantidad. Esta ‘quantitas animae’ se refiere no a su extensión, sino a su potencia, virtud o capacidad temporal. Por eso la define como un principio inmaterial que anima al cuerpo y como una substancia espiritual, de naturaleza simple que a su vez se sirve del cuerpo (cfr. De quant. animae, I, 1). La sensación es un “percibir el alma lo que padece o sufre el cuerpo”. De quant. animae, XXIII, 41. El alma no sólo vivifica, sino que también ‘sensi­fica’ al cuerpo (cfr. Confes., X, 11). El alma, por ser superior al cuerpo, no puede sufrir la acción de éste, sino que percibe los cambios en él debidos a estímulos externos.

5.3 La inmortalidad del alma. El alma es inmortal porque al ser principio de vida, participa de un modo especial del ser de Dios, recibiendo de él su ser. A diferencia de los animales, en el alma humana está la verdad inmutable; por ello es indestructible, por ser capaz de aprehender verdades indestructibles. El alma es capaz de adquirir la ciencia (cfr. De quant. animae, XXVIII, 54). Es creada por Dios, pero Agustín no acierta a decir cuál es el momento de ese origen. Duda si Dios creó a cada alma individual por separado, o si las creó todas en la de Adán de modo que fuese transmitida por los padres (traducianismo). Esta segunda posibilidad –que es errónea– explicaría para San Agustín la transmisión del pecado original, y por eso parece inclinarse en ocasiones a su favor (cfr. De anima et eius origine, I, 15).

5.4 La búsqueda en sí de la imagen divina. Cuando San Agustín empieza a descender al gran pozo del alma encuentra en ella a Dios, por haber sido hecha a su imagen y semejanza: “Oh Dios, que hiciste al hombre a tu imagen y semejanza, lo cual reconoce, quien a sí mismo se conoce”. Soliloquios, I, 4. La principal tarea del filósofo es la de profundizar en el ser del hombre, para descubrir en él una imagen de Dios. Así Agustín descubre que el hombre está constituido por cuerpo y alma. Da preponderancia al alma, pero no introduce una escisión entre ambos, o una unión meramente accidental, como ocurría en Platón. “Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: ‘¿Tú quién eres?’ y respondí: ‘Un hombre’. He aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma’… Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se encierran”. Conf., VI, 9.

5.5. El alma imagen de Dios. Desde el alma, especialmente desde la memoria, el hombre se eleva a Dios. “Por mi alma subiré, pues a él. Traspasaré esta verdad mía por la que estoy unido al cuerpo y llena su organismo de vida pues no hallo en ella a mi Dios”. Conf., VII, 11. ¿Por qué desde el alma? Porque es lo más elevado del hombre, lo que le hace sobresalir en la jerarquía del cosmos y le permite su dominio (cfr. De lib. arb., VIII, 18). Por su espiritualidad, que le hace apta para manifestar a Dios de un modo más adecuado que las imágenes materiales. Por su semejanza con Dios, pues conoce, ama y es inmortal. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios en su alma. Lo más elevado del alma es la mente o espíritu, aquello que la persona no tiene en común con los animales y donde radica verdaderamente la imagen de Dios. “En tu alma se halla la imagen de Dios. La mente del hombre la contiene”. Ennarrationes in Psalmos, XXXII, 16.

5.6. La memoria, camino hacia Dios. Agustín habla de dos tipos de memoria: a) La sensible, un gran receptáculo que recoge todo lo que entra por la puerta de los sentidos: “Allí se me ofrece al punto el cielo, la tierra y el mar con todas las cosas que percibo sensiblemente a ellas, a excepción de las que tengo olvidadas”. Conf., VIII, 14. b) La intelectual, que abarca a todo lo que puede ser objeto de intelección por parte del pensamiento: “Grande es esta virtud de la memoria, grande sobre­manera, Dios mío, ámbito interior amplio e infinito ¿Quién ha llegado a su fondo?”. Conf., VIII, 15. Este tipo de memoria es para Agustín un camino que conduce a Dios, dado que le permite vislumbrar la vida bienaventurada, pero trascendiendo ese conocer. “¿Traspasaré también esta virtud mía que se llama memoria? ¿La traspasaré para llegar a ti, luz dulcísima?”. Conf., XVII, 26.

5.7. ‘Intimior intimo meo’. Si Agustín aborda el estudio del hombre es por ser el mejor camino que lleva a Dios. Todas sus fuerzas intelectuales, volitivas y afectivas se encauzan hacia la consecución de este objetivo: conocer a Dios, poseer a Dios a partir de un conocimiento propio: “Esta es mi esperanza… Quiérola yo obrar en mi corazón, delante de ti, por esta mi confesión y delante de muchos testigos por este mi escrito”. Conf., I, 1. La ‘via mundi’ no es la más transitada por Agustín para llegar a Dios, sino más bien la ‘via hominis’, entendida como una vía interior a partir del propio conocimiento: “Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos”. Conf., VIII, 15. El hombre puede acceder a Dios desde el fondo de su ser, auto-trascendiéndose (‘te ipsum transcende’), traspasando las propias facultades: “Por mi alma misma subiré, pues, a Él. Traspasaré esta virtud mía por la que estoy unido al cuerpo y llena su organismo de vida pues no hallo en ella a mi Dios”. Conf., VII, 11. “He aquí que ascendiendo por el alma hacia ti, que estás encima de mí, traspasaré también esta facultad mía que se llama memoria”. Ibid., XVII, 26. Para trascenderse, primero hay que negarse. Sólo después se comprueba que lo mejor del hombre es su alma, y cuando ésta se acerca a Dios, es necesario que piense que Dios es mejor que ella (cfr. De quantitate animane, 34), porque Dios no sólo está sobre lo corpóreo, sino también sobre toda alma incorruptible (cfr. De Civitate Dei, VIII, 9).

5.8. Auto-trascendencia. La memoria intelectual es el ámbito donde encontramos a Dios. A pesar de que nadie logra un perfecto conocimiento de sí mismo, sin embargo el único modo de conocer la auténtica realidad de cada uno es elevarse hasta el conocimiento de Dios, para desde allí volver sobre uno mismo. De aquí que el recuerdo de Dios esté ahora indisociablemente unido al conocimiento del propio ser: “Ved aquí cuanto me he extendido por mi memoria buscándote a ti Señor, y no te hallé fuera de ella. Porque, desde que te conocí no he hallado nada de ti que no me haya acordado, pues desde que te conocí no me he olvidado de ti…”. Conf., XXIV, 35. El hombre es portador de Dios, pues su auténtico ser está inseparablemente unido a la imagen tiene Dios de cada persona. Su recuerdo le hace anhelarlo continuamente. Si busca la felicidad es porque se acuerda de Él, y del gozo que disfrutaría: “Así pues, desde que te conocí, permaneces en mi memoria y aquí te hallo cuando me acuerdo de ti y me deleito en ti”. Conf., XXIV, 35. La memoria es medio de acercamiento a Dios. A la pregunta: “¿En dónde permaneces en mi memoria, Señor?” (Conf., XXV, 36), responde que Dios no está en la memoria como las imágenes de las cosas corporales, pues Dios no es un ser material o corpóreo; tampoco está como una afección del alma, ni como el recuerdo de la propia alma, puesto que es mudable y Dios es inmutable. ¿Cómo está Dios? Ante este enigma responde: “¿Dónde te hallé para conocerte… ¿Dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí?… Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera… Tú estabas conmigo, más yo no lo estaba contigo”. Conf., XXVI, 37. Es el camino interior en el que una vez alcanzado Dios, nos permite reconocer nuestro auténtico ser de criaturas hechas a imagen y semejanza suya. No obstante, el hombre, al estar herido por el pecado, lleva a Dios oscurecido en su interior. Por eso no es suficiente el retirarse de las cosas exteriores sino que es preciso que reforme su propio ser conforme a Dios (con la ética y la gracia).

5.9. El acceso antropológico a la Trinidad. En el De Trinitate Agustín tiene una visión más acabada del hombre, que ayuda a completar la de las Confesiones. En ella aparece localizado el reflejo de la Trinidad divina en las facultades: memoria, inteligencia y voluntad. “Recuerdo que poseo memoria, entendimiento y voluntad; comprendo que entiendo, quiero y recuerdo; quiero querer, recordar y entender y al mismo tiempo recuerdo toda mi memoria, inteligencia y voluntad… De idéntica manera sé que entiendo todo lo que entiendo, sé que quiero todo lo que quiero, recuerdo todo lo que sé… En conclusión, cuando todas y cada una mutuamente se comprenden, existe igualdad entre el todo y la parte, y los tres son unidad: una vida, una mente, una esencia”. De Trin., X, 11. Vislumbramos en estas tres facultades la imagen de la Trinidad. Entre sí se distinguen, como las personas divinas, sólo que las tres personas divinas en la idéntica naturaleza es sustituida por la distinción entre el alma y sus facultades.

5.10 La visión teocéntrica del hombre. Cuando el hombre se conoce a sí mismo este conocimiento no es todavía el último. Al conocerse, sólo conoce algo mudable y no llega a su fundamento. La persona humana sólo se conocerá verdaderamente a sí misma cuando se recuerde, conozca y ame como imagen del Dios trinitario. En este conocimiento radicará la auténtica antropología, llegando así a la sabiduría, que es para Agustín conocimiento de Dios y de sí a la luz del Dios trino. Con todo, este conocimiento de Dios y de sí es en esta vida incompleto y oscuro: “Y ciertamente ahora te vemos por espejo en enigmas, no cara a cara… porque lo que sé de mí lo sé porque tú me iluminas, y lo que de mí ignoro no lo sabré hasta tanto que mis tinieblas se conviertan en mediodía en tu presencia”. Conf., V, 7. Sólo en la otra vida se puede tener un conocimiento de Dios cara a cara y, por tanto, un perfecto conocimiento de nosotros mismos, hechos a imagen y semejanza del Dios trinitario.