LA FILOSOFÍA EN SU HISTORIA (J.F. SELLÉS)

4. Primera evidencia: ‘cogito, ergo sum’

En la 4ª Parte del Discurso Descartes dice que este es su modo de hacer filosofía, metafísica, y, por tanto, que es completamente distinto del precedente. El suyo comienza dudando de los sentidos, de la razón, de la intencionalidad de las ideas –por lo cual suprime su evidencia objetiva–. Al dudar de todo contenido ob­jetivo, Descartes descubre que esta tarea crítica le lleva a la primera verdad indubitable, pues si se piensa que todo es falso, es preciso, al menos, que quien piensa exista. La primera verdad es, pues: “pienso, luego existo”. Si pienso, hay un sujeto que piensa, un yo anterior al pensamiento -un yo no pensado pero pen­sante- que ha puesto en duda todo. Por eso la primera verdad no es una idea, sino una constata­ción fáctica: existe un sujeto que piensa, y eso incluso aunque todo lo que piense sea falso.

Esta primera verdad no es una idea, sino un hecho, un dato, una verdad existen­cial; el pensamiento, aun­que siempre se equivoque, es capaz de llegar a la realidad, de afirmarla sin error; no son, pues, las ideas las que nos hacen captar la realidad, sino la vo­luntad cuando ésta controla y somete a la razón, cuando duda voluntariamente, pues cuando la voluntad somete y para­liza al pensamiento éste pierde su valor de conocer esen­cias, pero aquélla se da de bruces contra la existencia, contra la realidad, o sea, contra la única constatación de la que no se puede dudar.

Descartes cree poseer una evidencia pura, sin recurrir a una evidencia objetiva; por eso piensa que puede considerar como evi­dente todo y sólo aquello que concibamos clara y distinta­mente, es decir, lo que el sujeto suscita activamente de modo que sea concomitante o poste­rior a la atención que se le presta, pero nunca anterior. El asentimiento no debe ser nunca algo a lo que las ideas nos arrastren sino, más bien, algo que la voluntad preste libremente ‘después’ de controlar las ideas, es decir, después de comprobar que son claras y distintas. Y ello porque la evidencia no puede proceder de la idea, sino de la actividad del propio pensamiento controlado por la voluntad. De modo que tal evidencia queda referida a la antropología.

Por lo que respecta al hombre, toda la antropología cartesiana descansa sobre la distinción del cuerpo (res extensa) y el alma (res cogitans). El cuerpo, considerado en sí mismo, de­pende de la física. Es una especie de autómata, se explica por las leyes del movimiento. El alma es un espíritu puro. En el ser humano es donde ambas coinciden dando lugar al dualismo mente-cuerpo.

Por lo que respecta a la propuesta de su ética definitiva, la formuló con tres reglas. 1ª) Poner todo el empeño en conocer en cada caso lo que ha de hacerse o evitarse; es decir, aplicar los principios de la nueva ciencia a las situaciones concretas. 2ª) Que el hombre ‘tenga una firme y constante resolu­ción de ejecutar todo lo que su razón le aconseje, sin que sus pa­siones o apetitos le desvíen de ello; y creo que la virtud con­siste en la firmeza de esa resolución’. 3ª) No desear lo imposible y no arrepentirse de los pro­pios errores (el error no es culpable). Para Descartes la aplicación de estos principios constituye la más per­fecta sabiduría. La felicidad sobrenatural depende de la gracia, y está reservada a los predestinados, pero la fe­licidad natural sólo depende del hombre mismo. La liber­tad no es otra cosa que el autodominio: sentirse dueño de sí mismo, y, gracias a la ciencia, dueño de la naturaleza. Ser feliz es ejercitar la propia libertad por uno mismo, sin de­pender de los demás, hasta lograr ser independientes incluso de Dios.